Leyendas Fiteranas, Mugas XIX y San Raimundo de Fitero



LEYENDAS FITERANAS, MUGAS DEL SIGLO XIX,

SAN RAIMUNDO ABAD DE FITERO

Manuel García Sesma

Gráficas Larrad, Tudela, 1981

PROLOGO
Este nuevo volumen es una continuación de los ESTUDIOS FITERANOS del anterior.
Consta de tres partes. La primera reproduce las tres leyendas fiteranas de Gustavo Adolfo Bécquer: EL MISERERE, LA CUEVA DE LA MORA Y LA FE SALVA. Van precedidas de una Noticia Biográfica del poeta y de una Introducción a la generalidad de sus Leyendas; y seguidas de unos Comentarios a cada una de las fiteranas: las tres ediciones, escritas por nosotros.
La segunda parte expone la extensión y mugas de Fitero en el siglo XIX, modificadas a principios del siglo XX, con motivo del reparto de los Montes comunales.
Y la tercera es un estudio exhaustivo sobre San Raimundo de fitero. La primitiva redacción de este Ensayo la terminamos en Méjico, hace unos 14 años, enviando a continuación una copia para su examen a la Abadía Cisterciense de San Isidro de Dueñas (Palencia). Pues bien, el P. Jesús Álvarez, en carta que conservamos, nos contestó, en octubre de 1971, lo siguiente: “He repasado su Obra y la encuentro muy buena, en todos los sentidos; perfecta, en cuanto cabe se ve que Ud. Domina bien la materia y la ha hecho con mucho cariño, por tratarse de un paisano suyo. Francamente nos gustaría mucho que llegar a imprimirse, pues no hay cada nada sobre esta materia.”
Posteriormente añadimos a este Ensayo unos capítulos nuevos e hicimos algunas rectificaciones, que en nada modifican nuestras conclusiones fundamentales de la redacción primitiva.
No queremos terminar este prólogo, sin expresar nuestro agradecimiento a Mr. Noël Estrade, Conservador del Museo Municipal de Saint-Gaudens (Francia), por las noticias que nos comunicó, el año pasado, acerca de los recuerdos que se conservan sobre San Raimundo, en dicha ciudad.
Asímismo manifestamos nuestra gratitud al Sr. Delegado Provincial del Ministerio de Cultura, don Joaquín Sagüés.

PRIMERA PARTE
LAS LEYENDAS FITERANAS DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

Capítulo I

NOTICIA BIOGRÁFICA DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

         Casi todas las ediciones de las obras de Gustavo Adolfo Bécquer van precedidas de una noticia, más o menos extensa, de la vida del autor; pero mucho nos tememos que no conozcan ninguna muchos vecinos de Fitero, y por esa razón, vamos a ofrecerles también nosotros un resumen de la misma. Bien merece este pequeño homenaje un escrito que ha llevado –y sigue llevando- el nombre de nuestro pueblo a todos los países de habla española y a no pocos extranjeros, donde se siguen leyendo y editando todavía sus Rimas y sus leyendas.
         Anotemos de antemano que la vida de nuestro escritor fue un drama oscuro, silencioso y lastimoso, pues se quedó huérfano en la infancia; arrastró una bohemia famélica en la veintena; le contagiaron una enfermedad incurable, a los 22 años; contrajo matrimonio catastrófico, a los 25; nadie o casi nadie reconoció su valía literaria, publicando a menudo sus trabajos en almanaques y revistas sin importancia, donde le pagaban mal o no le pagaban nada; no consiguió que le editasen un libro, mientras vivió; y murió prácticamente abandonado y desconocido, a los 34 años.
         Después de muerto, al cabo de unas décadas, vino el reconocimiento general de su talento, proclamando el primer poeta lírico español del siglo XIX; vinieron los estudios entusiastas de los críticos, las traducciones de sus obras a las principales lenguas extranjeras, incluso al chino, los cientos de ediciones de sus obras, los millares y millares de ejemplares vendidos en Europa y América, los homenajes, las estatuas, los recuerdos, etc.
         Pero ¡todo después de muerto!
Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla, el 17 de febrero de 1836. Fueron sus padres don José María Domínguez Insausti y doña Joaquina Bastida y Vargas. Por consiguiente, los verdaderos apellidos de Bécquer fueron Domínguez y Bastida. Pero Gustavo y su hermano Valeriano adoptaron el apellido Bécquer, por ser más eufónico y porque lo habían adoptado y llevado su padre y su tío paterno Joaquín, en razón de haber sido el apellido de unos remotos antepasados suyos, oriundos de los Países Bajos, que vinieron a establecerse en Sevilla, hacia 1622. El matrimonio Domínguez-Bastida tuvo ocho hijos: Valeriano, Gustavo, Estanislao, Ricardo, Alfredo, Eduardo, Jorge y José, de los que sólo los dos primeros han pasado a la posteridad. Su padre fue un buen pintor costumbrista y retratista, de ámbito local, y murió el 20 de enero de 1841, cuando Gustavo tenía cinco años. Su madre falleció, a su vez, en 1847; y ambos, en la treintena.
Ante esta catástrofe familiar, Gustavo fue recogido por su madrina, doña manuela Monnehay, señora culta y acomodada, casada y sin hijos; y pronto viuda; y los demás hermanos, por su tío materno, don Juan de Vargas, que era también un señor acomodado y sin descendencia. Gustavo Adolfo cursó las primera letras en el Colegio de San Antonio Abad; y en 1846, cuando tenía 10 años, ingresó en el Colegio Naval de San Telmo 8de pilotos de altura). Allí conoció e hizo amistad con Narciso Campillo, huérfano como él, futuro catedrático del Instituto del Cardenal Cisneros de Madrid y buen poeta y escritor. En aquel colegio, hicieron los dos, en colaboración, sus primeros pinitos teatrales, componiendo y estrenando Los Conjurados: un “espantable y disparatado drama”, según el juicio posterior de Narciso.
Desde temprana edad, dio muestras Bécquer de su vocación poética, escribiendo, cuando tenía 12 años, en un viejo libro de cuentas de su padre, sus primeras poesías: entre ellas, su Oda a la muerte de don Alberto Lista, en siete estrofas sáficas (Sevilla, octubre de 1848).
Clausurado inesperadamente el colegio de San Telmo por Real Orden, Gustavo se matriculó, según algunos biógrafos, en el Instituto de Segunda enseñanza de Sevilla: extremo que niega, en su biografía de Bécquer, Rica Brown[1], asegurando que s madrina no lo envió a ningún colegio, sino que lo dejó vivir a sus anchas, entre los 11 y 13 años, devorando los libros de su excelente biblioteca y permitiéndole estudiar en ella, con su amigo Campillo. En todo caso, es cierto que, al rayar en los 14 años, ingresó en el taller del pintor, Antonio Cabral y Bejarano, que había sido amigo de su padre, y donde ya trabajaba su hermano Valeriano, quien llegó a ser un notable pintor. A continuación, pasó al taller de su tío Joaquín; pero, en ninguno de los dos, hizo muchos progresos en la pintura, aunque, por lo menos, aprendió a dibujar bien. Afirma Adolfo de Sandoval[2] que, en vista de ello, su madrina quiso dedicarlo al comercio; pero no lo consiguió. El muchacho soñaba con convertirse en un poeta célebre, y el 17 de diciembre de 1852, escribió ya su primera composición amorosa, titulada Oda a la señorita Lenona, en su partida, en 22 liras de seis versos. Del mismo año data probablemente su poema Elvira. Poco después, vio el joven poetas impresas sus primeras composiciones, en el periódico local LA AURORA, por medio de cuyo director, José Luis Nogués, conoció a Julio Nombela, que era de la misma edad que Gustavo y llevó a ser asimismo un buen escritor. Nombela era madrileño; pero, a la sazón, vivía accidentalmente en Sevilla, con su familia. Bécquer, Campillo y Nombela tenían las mismas aficiones e ilusiones y se hicieron íntimos amigos. Todas las noches se reunión en el caramanchón de Campillo, donde se comunicaban y enjuiciaban sus escritos y los de los autores que iban leyendo, haciendo proyectos risueños para el futuro, entre los que figuraba, en primer término, su traslado próximo a Madrid, para alcanzar el triunfo con que soñaban.
         La señora Monnehay no aprobaba estos planes delirantes y rompió con Gustavo. Nombela fue el primero que marchó a la Corte con su familia, en junio de 1854; y alentado por sus cartas, Gustavo lo hizo, tres meses después, con 30 duros que le dio su tío materno, don Juan de VARGAS. Gastó ya 12 duros en el viaje; de manera que sólo le quedaron 18, para empezar a vivir en la capital. Anota Juan Luis Alborg que la ciudad causó, al principio, a Bécquer “una tremenda desilusión” y que allí pasó jornadas de “indescriptible estrechez”[3]. Tal vez fue entonces o recordando esta triste etapa, cuando escribió la triste Rima LXVI:
Llegó la noche y no encontré un asilo;
¡y tuve sed! Mis lágrimas bebí:
¡Y tuve hambre! ¡Los hinchado ojos
cerré para morir!

         Según Adolfo de Sandoval, se alojó primeramente en Madrid, en una casa de huéspedes de la calle de Hortaleza, donde pagaba seis reales diarios; y luego, en la casa nº 8 de la calle de la Visitación. Con frecuencia, vivió del socorro de algunos amigos y hasta de una bondadosa patrona de huéspedes, llamada doña Soledad. A finales de 1855, llegó Valeriano a Madrid, dispuesto también a abrirse camino y Gustavo se fue a vivir con él.
         Un benévolo protector logró colocarlo en la Dirección de Bienes Nacionales, con 3.000 reales anuales, en calidad de escribiente meritorio, fuera de plantilla; pero no le duró mucho su empleo, porque un día entró en la oficina el director, mientras Bécquer dibujaba a pluma una escena de Shakespeare: Ofelia deshojando su corona, y un corro de compañeros admiraba su habilidad. El director dijo entonces a su ayudante: “¡Aquí tiene usted uno que sobra!”. Y Bécquer fue despedido el mismo día.
         Como la mayoría de los escritores de la época, Gustavo Adolfo refugióse en el periodismo. No lo consiguió fácilmente en un principio, por ser un desconocido y no tener la presentación personal de un dandy. De manera que tuvo que contentarse con colaborar en periódicos y revistas de exigua tirada y, a veces, de efímera existencia, como El Mundo, del que sólo se publicaron dos números y Bécquer no cobró nada; El Porvenir, que también murió en seguida; La España Artística y Literaria, revista que fundó con unos amigos y desapareció asimismo pronto; el Album de Señoritas y Correo de la Moda… y posteriormente en otros de mayor circulación, como Correo de la Moda… y posteriormente en otros de mayor circulación, como La Crónica, El Museo Universal, El Contemporáneo. Al mismo tiempo, cultivó la literatura teatral corriente y moliente, “pro pane lucrando”, haciendo adaptaciones de obras como Esmeralda (1856)  La Cruz del Valle, o escribiendo comedias, como La novia y el pantalón y hasta alguna zarzuela como La Venta encantada (1857), con música de Antonio Reparaz. Colaboró más de una vez en estos menesteres escénicos, con su amigo Luis García Luna, ocultándose bajo el semiseudónimo de Adolfo García. Tal en la misma última obra.
En junio de 1858, cogió una grave enfermedad de la que salió con vida, a duras penas y de la cual nos ocupamos en nuestros comentarios a su leyenda fiterana, La Fe salva. Según parece, atendió  a los gastos de su curación, con el dinero que le produjo la inserción en La Crónica, de su leyenda, El Caudillo de las Manos Rojas. En 1859, emprendió, bajo los auspicios de los Reyes de España y con la colaboración de Juan de la Puerta Vizcaino, la publicación en fascículos de la Historia de los templos de España: obra en la que puso grandes esperanzas; pero sólo salió el primer tomo, quedando interrumpida, a causa de un pleito lamentable. Como se ve, todo le salía mal al pobre poeta. Bien podía consignar en su Rima LX:

Mi vida es un erial:
flor que toco se deshoja;
que, en mi camino fatal,
alguien va sembrando el mal,
para que yo lo recoja.

Su situación pareció mejorar, a finales de 1860, cuando el político y periodista, José Luis Albareda Sedze, fundó El Contemporáneo, importante diario madrileño, en cuya redacción entró Bécquer, desde la primera hora. En él colaboraron escritores tan notables como Valera, Castelar y Pérez Galdós, y en él publicó Bécquer una buena parte de sus Rimas y Leyendas, y sus nueve Cartas desde mi celda. Esta celda era una del Monasterio de Veruela, donde pasó Bécquer varias temporadas, entre 1860 y 1864, por lo menos. Bécquer llegó incluso a dirigir El Contemporáneo, entre noviembre de 1864 y febrero de 1865.
         En 1861, empezó a colaborar asimismo en El Museo Universal.
El 19 de mayo de este último año, cometió Bécquer el error más grande de su vida: su casamiento con Casta Esteban Navarro[4], hija de un médico de Noviercas (Soria), a la que conoció seguramente en casa de su padre del que fue cliente ocasional. Eusebio Blasco calificó tal matrimonio de “absurdo”, por tratarse de una muchacha vulgar. Y Nombela escribió acerca de él: “Pensé, sin que el tiempo me haya hecho cambiar de opinión, que no se casó, sino que lo casaron”, añadiendo que Bécquer no habló nunca de su mujer “ni a sus mejores amigos”[5]. Por otra parte, Rafael Montesinos opina que fue un “matrimonio apresurado, contraído por despecho o desesperación”, atribuyéndolo al desvío definitivo de Julia Espin, a la que había conocido en su convalecencia y de la que estaba muy enamorado. Julia era hija del compositor y profesor del Conservatorio de Madrid, Joaquín Espin, y sobrina del célebre Rossini. La pintan como una rubia fina y bella que brillaba, por su elegancia y bonita voz, en el salón de sus padres, al que acudían artistas y literatos. Siguió la carrera de cantante de ópera, pero no llegó a ser una “prima donna”. Asienta Franz Schneider que Bécquer le regaló dos álbumes de poesías, con dibujos de carácter burlón y con un autorretrato. Sin embargo, Nombela asegura que Bécquer “no la trató siguiera”. ¿Quién de los dos tiene razón?
La verdad es que las relaciones femeninas del poeta continúan todavía siendo un misterio, a excepción –y solo en parte- de las relaciones con su mujer.
Eusebio Blasco escribió en 1886: “No es un secreto para nadie que el poeta estuvo ciegamente enamorado de una hermosura que no debo nombrar, porque existe todavía y tiene ya legal y legítimo dueño”[6]. Y Moreno Godino, en un artículo publicado en 1895, afirmó que Gustavo había amado “a una mujer de alta clase”, lujosa y predispuesta a la sensualidad, que “consumió todas sus energías juveniles” [7].
Fernando Iglesias Figueroa que, en 1923, se había dado a conocer como un notable becqueriano, con la publicación de su obra en tres volúmenes, Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer, anunció en 1926 un descubrimiento sensacional: el de la mujer que inspiró a Bécquer sus Rimas. Se llamaba Elisa Gillén y era la destinataria de la rima dedicada a Elisa, no incluida en el Libro de los Gorriones del mismo Bécquer y que dio a conocer el mismo Iglesias, en su citada obra (t. II, p. 17). Se fundaba para ello en cuatro cartas inéditas, sin fecha, que publicó primeramente en La Voz de Madrid (enero de dicho año) y reprodujo en 1928; tres eran de Bécquer a Rodríguez Correa; y una, de éste a Fernández Espino. Por cierto que en esta última, se lee: “En Fitero, vi a Gustavo Bécquer, que estaba acompañado de su mujer. Ya parece que va olvidando un poco, un poco solamente, la historia de Elisa Guillén, que tan fatal fue para nuestro amigo y que tan cruelmente con él se topó.”
Por supuesto, la tal historia era una pretendida historia de amor, vivida por Bécquer, poco antes de su casamiento.
Los becquerianos acogieron sin reserva tal descubrimiento; y cuando en 1942, Gerardo Diego, ateniéndose a unos informes recogidos de los parientes sorianos de Casta Esteban, escribió que el poeta había tenido relaciones amorosas, antes de su boda, con “una dama de rumbo de Valladolid” [8] cuyo nombre no daba, más de uno de aquéllos se apresuró a identificar a la incógnita con Elisa Guillén.
Ahora bien, Rafael Montesinos demostró en 1970, en un artículo en INSULA [9] -y amplió su demostración, en su libro, Bécquer. Biografía e imagen (Barcelona, 1977- que las tales cartas y la rima A Elisa eran apócrifas y constituían una superchería, confesada, al fin, por el propio Iglesias Figueroa, y que la tal Elisa Guillén, amante de Bécquer, jamás había existido.
Sandoval escribe a este propósito: “De gran parte de las mujeres de que Gustavo Adolfo habla en sus Rimas, ni se conoce tan siquiera el nombre. Pero ¿es que han tenido nunca nombre alguno?”. Y cita a continuación este juicio certero de Juan Valera: “Para gozar o padecer en realidad con aquellos amores (los que reflejan las Rimas) y para enredarse en ellos con aquellas peregrinas mujeres, faltáronle a Bécquer tiempo, ocasión salud y dinero… Con frac elegante, hecho en París o en Londres, con oro en el bolsillo y con billetes de banco en la cartera, Bécquer hubiese brillado y triunfado en los salones; pero acaso no hubiera hallado entre sus enamoradas, las que halló y enamoró, saliendo en sueños de su pobre casa”[10].
Pero, en fin, dejemos en paz a las diferentes e hipotéticas musas de Gustavo Adolfo que nadie ha identificado todavía, sin lugar a dudas, y volvamos a ocuparnos de su propia mujer.
No parece que se casó con ella precisamente por amor, puesto que dice en la única Rima que le dedicó:

A Casta
Tu aliento es el aliento de las flores;
tu voz es de los cisnes la armonía;
es tu mirada el esplendor del día
y el color de la rosa es tu color.
Tú prestas nueva vida y esperanza
a un corazón para el amor ya muerto;
tú creces de mi vida en el desierto,
como crece en un páramo la flor.

Se la debió escribir, siendo novios, o en el primer año de su matrimonio, cuando todavía estaba algo ilusionado con la lozanía juvenil de la muchacha. Los recién casados vivieron algún tiempo en Toledo y, a continuación, se trasladaron a Madrid. Según Adolfo de Sandoval, se alojaron primeramente en un hotelito de Las Ventas, a mano derecha del Puente del Espíritu Santo. Tuvieron tres hijos y convivieron, mejor o peor, durante algún tiempo; pero el matrimonio naufragó a los siete años, a causa de la disparidad de temperamentos. Un cuadro al óleo de su hermano Valeriano, titulado “Gustavo Adolfo Bécquer y su familia”, pintado en los primeros años del matrimonio, es un fiel reflejo de que aquella familia no era precisamente dichosa. Gustavo aparece sentado en un sillón, con aire triste y decaído, como si estuviera enfermo. Lleva la barba muy crecida, caídos los brazos y algo caída la cabeza sobre el pecho. Casta tiene en brazos a su hijito mayor al que muestra, al parecer, un sonajero; y una linda niña, una sobrinita, la acompaña.
Gustavo y Casta se separaron en le verano de 1868, al enterarse el poeta de que su mujer tenía relaciones adúlteras con un antiguo novio, al que algunos biógrafos atribuyen la paternidad del que se cuenta oficialmente como tercer hijo de Bécquer. Al decir de Rafael Montesinos, el tal sujeto era “un maleante, salteador y asesino”. Se casó con casta, al año y medio de muerto Gustavo, y murió asesinado un año después[11].
Pero no adelantemos sucesos y retrocedamos unos cuantos años.
Hacia mediados de la década de 1860, gracias a la protección de Narváez y de González Bravo, Gustavo Adolfo fue nombrado censor oficial de novelas, con un sueldo anual de 3.000 pesetas. A su vez, su hermano Valeriano obtuvo una pensión anual de 2.500 para viajar por España, estudiando pictóricamente las costumbres y trajes regionales, con la obligación de entregar dos cuadros al Museo.
La suerte pareció sonreírles, sobre todo, a Gustavo, a quien el dictador González Bravo prometió editarle y hasta prologarle las Rimas, entregándole Bécquer el manuscrito correspondiente. Pero el político, entretenido en asestar golpes furiosos a la oposición, no cumplió su palabra; y la víspera misma de la Revolución de Septiembre de 1868, que iba a acabar con su dictadura y con el reina de de Isabel II, dejó el gobierno y huyó a Francia, muriendo en Biarritz, tres años después.
Lo malo del caso es que, triunfante la Revolución, el pueblo asaltó y saqueó la mansión de González Bravo en Madrid y, en el saqueo, desaparecieron las Rimas de Bécquer. Por fortuna, el poeta se apresuró a hacer, el mismo año, una nueva copia, en un cuaderno que tituló el Libro de los Gorriones cuyo autógrafo se guarda en la Biblioteca Nacional de Madrid. Consta de 79 Rimas, cuyos números de orden no coinciden con la numeración de las ediciones póstumas, la cual fue establecida por su amigo, Narciso Campillo.
Con el triunfo de la Revolución de Septiembre, Gustavo y Valeriano perdieron sus empleos oficiales y se retiraron de momento a Toledo, volviendo finalmente a Madrid. Valeriano también se había separado de su mujer y Gustavo se había hecho cargo de los tres hijos de su infiel esposa. Para seguir subsistiendo, Valeriano se vio obligado a trabajar para El Museo Universal y también para La Ilustración de Madrid, que dirigía su hermano Gustavo, el cual había vuelto de nuevo al periodismo, publicando asimismo algunas colaboraciones en El Museo.
Hundidos en la penuria, el abandono y la enfermedad, la muerte rondaba a los dos hermanos. Valeriano murió el 23 de septiembre de 1870, a los 35 años; y Gustavo, tres meses más tarde. En este triste intervalo, todavía se encargó Gustavo de la dirección del periódico El Entreacto, en cuyo primer número publicó su último trabajo literario, que era la primera parte de Una tragedia y un ángel (Historia de una zarzuela y una mujer). Pero no pudo escribir la continuación, anunciándose en el segundo número que su director estaba enfermo. Resulta que había asistido con Julio Nombela a una reunión y regresaron de ella en la imperial descubierta de un ómnibus. Eran los umbrales del crudo invierno de 1970-1871. Hacía un frío de espanto y los dos cayeron enfermos. Nombela se repuso pronto y vivió hasta 1919; pero el organismo debilitado de Bécquer no resistió. Según Benjamín Jarnés; “una fiebre infecciosa acabó con él”[12]. Federico Carlos Sáinz de Robles dice que “murió de una hemoptisis”[13]. El crítico inglés, Gerad Brenan escribe que murió de tuberculosis, a consecuencia de su desnutrición, agravada por un matrimonio catastrófico y su desventurado “affaire” (percance) amoroso[14]. Y en fin, Adolfo de Sandoval anota que “según dicen, murió de pericarditis en que se trocara una hepatisis”, y pronunciando claramente las palabras “¡Todo mortal”. Los hermanos Álvarez Quintero señalan el detalle de que “aquel día hubo en Madrid un eclipse de sol. No es metáfora”[15].
Expiró a las 10 de la mañana del 22 de diciembre de 1870, en la casa número 7 (hoy 25) de la calle de Claudio Coello. Tenía, a la sazón, 34 años, 10 meses y 6 días.
Algunos devotos suyos colocaron en su fachada, hacia 1937, una sencilla lápida, con esta inscripción:
EN ESTA CASA MURIÓ,
EL DÍA 22 DE DICIEMBRE DE 1870,
GUSTAVO ADOLFO
BÉCQUER,
EL POETA DEL AMOR Y DEL DOLOR


CAPÍTULO II

INTRODUCCIÓN A LAS LEYENDAS BECQUERIANAS

La leyenda, como relato en prosa o en verso, de sucesos tradicionales o maravillosos, se encuentra en casi todas las literaturas, desde sus mismos orígenes. Baste recordar en castellano, los Milagros de Nuestra Señora; y en gallego, las Cantigas de Nuestra Señora, escritas respectivamente por Gonzalo de Berceo y Alfonso X el Sabio, cuyo contenido es una colección de leyendas marianas.
Los escritores románticos del siglo pasado, al dar rienda suelta a su imaginación y a su sensibilidad, no podían menos de cultivar este género literario que los enlazaba con la literatura medieval, sobresaliendo en la leyenda en verso el Duque de Rivas y, sobre todo, don José Zorrilla. Se trata de leyendas basadas ordinariamente en un hecho objetivo, sea un suceso histórico, sea una simple tradición popular.
Ahora bien, las leyendas en prosa de Gustavo Adolfo Bécquer son algo diferente, pues parten de un estado subjetivo, constituyendo una proyección desdoblada de los sentimientos y de los sueños del autor, a través de situaciones creadas íntegramente por su fantasía desbordada y protagonizada por personajes de su invención, dentro de marcos geográficos reales.
“La originalidad de Bécquer –escribe a este propósito Justo García Morales- reside en la misma subjetividad de sus leyendas, en el estilo íntimamente poético, en significar algo así como una transmutación, un desdoblamiento impersonal y misterioso de sus propias ensoñaciones, apoyadas en un escenario más o menos real: Toledo, Soria, Fitero, Madrid, Aragón y el Pirineo Oriental, la India lejana y apenas presentida…[16]”. En cuanto a la forma en prosa de las leyendas becquerianas, no supuso ciertamente ninguna innovación narrativa esencial, pero sí accidental, al introducir con ellas la prosa poética, en un lenguaje pulcro y elegante, al par que sencillo y sugerente.
G. A. Bécquer compuso una veintena de leyendas, entre 1856 y 1863; es decir, entre sus 22 y 27 años y, por tanto, en plena juventud, ocupando en el conjunto las tres fiteranas un lugar muy distinguido. Son EL MISERERE, LA CUEVA DE LA MORA y LA FE SALVA.

CAPÍTULO III

EL “MISERERE”
(Leyenda religiosa)

Hace algunos meses que visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos, los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía, repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue qué, aunque en la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras, finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere, había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen... crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto? -pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó entonces la leyenda que voy a referiros.

I

Hace ya muchos años, en una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se encaminaba.
-Yo soy músico -respondió el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei, Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre criatura.
El romero, al llegar a este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes, que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo silencio.
-Después -continuó- de recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere de la Montaña?
-¡El Miserere de la Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero tan verdadera como al parecer increíble.
Es el caso, que en lo más fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante, debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona, sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros, camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero, a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su historia:
-Las gentes de los contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben a intervalos en las ráfagas del aire.
Son los monjes, los cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al que la había referido:
-¿Y decís que ese portento se repite aún?
-Dentro de tres horas comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de jueves Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se encuentra el monasterio?
-A una legua y media escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo, desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.

II

Después de una o dos horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia, llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del monasterio.
La lluvia había cesado; las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran familiares.
Las gotas de agua que se filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho, que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia, todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el prodigio.
Transcurrió tiempo y tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado! -pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan, de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado, debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas, los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera, comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse, pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más perceptible.
El osado peregrino comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente, despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de horror.
Mal envueltos en los jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de los justos.
Los serafines, los arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica, como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia, zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.

III

Al día siguiente, los pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la de esta abadía.
Los monjes, por curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico, instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien, doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea éstas eran las palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la música.
Por haberlas podido leer hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán una locura?

Fin

COMENTARIOS

I.- El “Miserere” es, sin duda alguna, la leyenda fiterana más importante de G. A. Bécquer, al mismo tiempo que una de las más notables de todas las que salieron de su pluma. Como se comprueba, al leerla, tiene una fuerza dramática impresionante. Lo más curioso del caso es que, a pesar de discurrir, desde el principio hasta el final, en un terreno evidentemente fantástico, sus personajes y sus escenas están descritos con tal viveza que producen la sensación de que son reales, desencadenando en el lector una atención y una emoción ascendentes hasta la muerte del romero músico, sumido en la locura.
         El publicista alemán Rodolfo Rocher escribió ya, a este propósito, que “habrá muy pocas personas que no se sientan profundamente impresionadas por el “Miserere”. Todos los personajes aparecen patentemente ante nuestros ojos… Cada detalle está escrito con plástica precisión e influye con fuerza sorprendente sobre nuestros sentimientos más íntimos”[17].
Juan Luis Alborg, comentando esta misma leyenda, afirma que “es magistral el arte de Bécquer para hacer palpable lo imposible y dar cuerpo a una atmósfera de misterio e irrealidad”[18].
         Ramón Rodríguez Correa, en su prólogo a la primera edición de las obras de G. A. Bécquer, publicadas en 1871, dio a esta leyenda una interpretación simbólica: la de la impotencia del artista para materializar como él quisiera las creaciones de su imaginación.
“¿Qué significa –escribe- aquel “Miserere” magnífico de las montañas, que va a escuchar un músico extraño y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos brillantes de su fantasía?”
         Igual significado le dio, casi un siglo después, Adolfo de Sandoval.
“¿No es –se pregunta- el pensamiento primordial que informa la leyenda de “El Miserere2, de que nunca a los mejores sentimientos del alma puede dárseles forma? Y acaso éste también: que no quiera imitarse nunca a nadie; que no se intente hacer nunca nada, buscando para hacerlo, la inspiración, el modo, el espíritu de nadie”[19].
         ¿Tuvo Bécquer realmente esas intenciones, al escribir su leyenda? No constan expresamente en ninguna parte y, por lo tanto, no pasan de ser simples conjeturas. De todos modos, en la Introducción a sus Obras, que escribió en junio de 1868, apunta ya esa lucha del artista por materializar sus concepciones.
         “Por los tenebrosos rincones de mi cerebro –empezaba-, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra, para poderse presentar después en la escena del mundo…” Y añadía más adelante: “pero ¡ay! que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que solo puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar sus esfuerzos”.
         II.- La Biblioteca del Monasterio de Fitero de la que habla Bécquer, se conserva todavía; pero sin libros. Se trata de un enorme recinto de planta rectangular, de 21,10 metros de largo, 8,20 metros de ancho y 11,40 metros de alto. Su bóveda es de medio cañón con lunetos y está surcada, de E. a O. por cinco arcos perpiaños de platabanda. La ornamentación de la sala es barroca. De la gran imposta en tonos violeta y amarillo que separa las zonas alta y baja, penden, en las paredes laterales, cinco grandes colgantes de escayola, a cada lado, con ángeles de cuerpo entero, de medio cuerpo, de busto y de cabeza sola, y debajo de ellos, antemas, palmas, rosas, follaje, palmetas, etc. Actualmente solo tiene una gran puerta de entrada al Sur; pero, en los siglos pasados, tuvo otra igual al Norte, que daba al sobreclaustro y está ahora cegada. Por encima de la imposta destacan
 Los huecos de ocho ventanas laterales (cuatro en cada muro), de las que solo están abiertas dos al Este y una al Oeste Finalmente los muros del N. y S., exhiben, en sus partes altas, por encima de las puertas, sendos escudos redondeados, atravesados por una gran cruz ancorada y floronada cuyos extremos ostentan las de Calatrava, Alcántara, Montesa y Cristo; y en sendas cintas rojas, se lee esta leyenda bipartita:
CALATRAVAE MILITAE MATER (S) – HUIUS FUNDATOR S. RAYMUNDUS. Ambos escudos muestran la fecha: AÑO 1614.
Según el Inventario de los Bienes del Monasterio, realizado a fines de 1835 por el escribano de Fitero, Celestino Huarte, con motivo de la exclaustración definitiva de los monjes, la Biblioteca comprendía 43 estantes, con 2.100 obras en 2,838 volúmenes; y entre ellas, no faltaban los cuadernos y papeles de música. No es, pues, improbable que figurase entre ellos algún Miserere de los que cantaban los frailes, en los Oficios de Tinieblas de la Semana Santa.
III.- ¿Se tropezó Bécquer efectivamente con alguno? Desde luego, es muy posible, aunque es también seguro que no contendría las frases tremebundas y entrecortadas que le atribuye Bécquer. Estas frases son indudablemente una invención suya. Recordamos que, en nuestra adolescencia, en la segunda década de este siglo, todavía quedaban arrinconadas, a la derecha de la puerta de entrada de la Biblioteca, algunos viejos libros, encuadernados en pergamino, y papeles de música sacra.
Adolfo de Sandoval consigna, en su ya citado libro, que él estuvo en la Abadía de Fitero y que no vio tal “Miserere” ni nadie acertó en el pueblo a darle razón del mismo, conjeturando que tampoco lo vio Bécquer y que todo es una pura fantasía del poeta. A juzgar por el año en que Sandoval publicó su libro sobre Bécquer (1941), él debió venir a Fitero en la década de 1930-1940. Y  bien ¿no es un poco ingenuo pretender encontrar en la biblioteca de un convento, suprimido desde hacía más de un siglo, unos papeles de música, hallados por Bécquer 25 años después de ls supresión y, por lo tanto, 70 años después del pretendido hallazgo del poeta?
Por lo demás, nos explicamos que en Fitero no acertara nadie a darle razón de tal “Miserere”, pues entonces el 99% de los vecinos no habían leído las Leyendas de Bécquer ni sabían quién fue este señor. Ahora bien, concluir de esto que el famoso escritor romántico no vio ningún “Miserere” y que todo fue una invención suya, nos parece un poco arbitrario. Desde luego que así pudo ser, pues a los genios como Bécquer les basta su fértil imaginación, para crear estupendas obras de arte. En todo caso, nos da igual que Bécquer viese o no viese, encontrase o no encontrase unos viejos papeles pautados, con algunos versículos musicados del salmo 50 de David. Lo que importa es su magnífica leyenda y la impresión profunda que produce su lectura, hasta en escritores de ideas anarquistas como Rocker[20].
IV.- No deja de ser un poco extraño que, en la leyenda La Fe salva, Bécquer aluda cuatro veces al “extraño y misterioso Miserere” y hasta afirme en ella que sintió “los misterios acordes, las extrañas notas, el inmenso gemido del “Miserere” que una noche recogió en su cuaderno un genial peregrino”. Y decimos que es un poco extraño, porque resulta que, según da a entender en la misma leyenda La Fe salva, todavía no había escrito el “Miserere”, prometiendo hacerlo a su bella acompañante. Es un indicio de que, cuando menos, tenía ya su argumento bien perfilado. Otro detalle curioso es que en el “Miserere”, Bécquer no menciona su estancia en los Baños de fitero, como hace en las otras dos leyendas fiteranas. ¿Es que hizo desde Veruela alguna visita esporádica a la Abadía de Fitero, sin pasar por los Baños…? Podría ser, pero nos parece más probable que concibiese su famosa leyenda religiosa, en una de sus novenas en el establecimiento termal nuevo.
V.- Según las Tablas cronológicas de las obras de Gustavo Adolfo Bécquer, escritas por el profesor Franz Scheneider, de la Universidad de California (U.S.A.), el “Miserere” fue publicado en el número 402 de El Contemporáneo de Madrid, correspondiente al 17 de abril de 1862[21]. Así, pues, Bécquer debió estar en Fitero, en el verano de 1861.

CAPÍTULO IV

LA CUEVA DE LA MORA
I
Frente al establecimiento de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.
De los muros no quedan más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos que es fama existen en todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por demás infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a las orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de pedirle lumbre para encender un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo sonriéndome-. ¿El ánima de quién?
-El ánima de la hija de un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica de agua.
Por la explicación de aquel buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis lectores.

II

Cuando el castillo del que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla, en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para contribuir al logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.
Y en efecto, sucedió así: el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre el castillo la morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el asalto.
Al castillo con razón podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que, una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes: resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa, la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide, partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante que yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.

III

Cuando el caballero volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte, de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se oían salir estas palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. éste, al verla cubierta de sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del pecado que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.

FIN

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I.- La Cueva de la Mora se encuentra a la izquierda del camino que va desde el Combrero hasta la Vega, entre la Casa del Soto y la Nevera de los Frailes. Su boca está ahora completamente despejada y se divisa desde lejos, no quedando rastro de los “frondosos y espesísimos matorrales”, que, según Bécquer, la ocultaban en su tiempo, ni del “ramaje que cubría la entrada”. Se abre a unos seis metros de altura sobre el camino y se asciende a ella por una rampa pronunciada y resbaladiza. Para escribir estos comentarios, la visitamos el 27 de septiembre de 1981, en compañía del joven estudiante, Serafín Olcoz. Hubimos de renunciar personalmente a subir hasta ella, pues no había ni un matojo al que agarrarse y el suelo estaba rastreado por las ovejas que lo pasan y repasan diariamente, en dirección a un corral próximo, más elevado y más hacia el Poniente. En cambio, Serafín lo hizo sin dificultad por nosotros, dos veces
 Seguidas, examinando su interior y trazándonos un croquis, con la forma y las medidas aproximadas que tiene en la actualidad.
La boca está abierta en la roca viva, pero dudamos que lo fuera a pico, como el resto del subterráneo, según afirma Bécquer. Nos parece más probable que, en un principio, fuera una cueva natural, excavada por un manto acuífero subterráneo, aunque posteriormente fuese, tal vez, agrandada a pico; sobre todo, si, como se imaginó Bécquer, fue una salida secreta del inmediato castillo de Tudején, la cual se comunicaba con una poterna, hoy cegada, abierta en el foso.
Actualmente la anchura máxima de su boca y de los primeros metros de su interior es de unos cuatro metros; y su altura, de unos 3 metros. La longitud del subterráneo sólo alcanza ahora unos 8 metros. Su bóveda se va encorvando ligeramente hasta los 6 metros, en que desciende bruscamente, dejando entre ella y el suelo una estrecha oquedad de alrededor de un metro de altura; pero, a partir de este punto, el nivel del suelo de la cueva desciende algo más de medio metro, formando un socavón de tierra de unos 2 metros de largo, en cuyo extremo queda cegado el subterráneo. ¿Por dónde y cómo continuaba? No lo sabemos.
En un artículo sobre la cueva de la Mora, aparecido en el número 65, año XVIII, de la revista gráfica trimestral de Pamplona, PREGÓN, en el otoño de 1960, su autor cuenta que visitó este paraje, en compañía de los vecinos de Fitero, Cirilo y Manuel Acarreta, José Bermejo y José María Pérez y que, según le dijeron éstos, “no hace cuatro años, entró un rapazuelo de Fitero, de donde sacó dos baldosines, pequeños de superficie, con dibujos, relieves y esmaltes morunos, perfectamente conservados. Cirilo me informó que él, de pequeño, también se aventuró en la cueva y que, en su interior, existen galerías, rampas y escalones. Dijo que penetró en ella unos veinte o treinta metros, pero que la oscuridad, la resonancia, el silencio y el miedo le obligaron a salir rápidamente”. ¿qué hay de cierto en todo esto?, pues hay que subrayar que dicha exploración fue corta y realizada por un muchachuelo medroso que se alumbraba con solo un cabo de vela.
Gustavo Adolfo Bécquer, que observó, medio siglo antes, “cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso”, según anota en la leyenda, se limita a decir que le “pareció que se elevaba, formando como unos grandes peldaños, en dirección a la altura en que se halla el castillo.”
Bueno: no cavilemos más sobre este ausnto, porque lo que nos interesa ahora no es precísamente la cueva, sino la leyenda que forjó Bécquer sobre ella.
Por lo que se refiere al castillo de Tudején, ya no quedan ni los “ruinosos vestigios” que enumera el poeta: el patio de armas, algunos arcos rotos, un lienzo de barbacana, un torreón, los postes de argamasa con las anillas de hierro que sostenían el puente colgante… Nada, ya no queda absolutamente nada.
II.- Resulta un poco extraña la afirmación de Bécquer de que el trabajador fiterano que le contó la leyenda de la Cueva de la Mora, estuviese, a la sazón, podando una viña. ¿Por qué? Porque las viñas se podan ordinariamente en Fitero en los meses de noviembre, diciembre, enero y febrero; es decir, en los cuatro meses de los días más cortos y de las temperaturas más bajas del año. Es cierto que los Baños Nuevos estaban también abiertos en esos meses, aunque con un servicio muy reducido, por ser fuera de la temporada oficial de verano. Pero dada la naturaleza endeble y la frágil salud del poeta –un tuberculoso y… algo más grave- nos parece difícil de admitir que los visitase en alguno de esos meses; y aún menos todavía, como él asegura, que todas las tardes, tomara entre aquellos vericuetos el camino que conduce a la fortaleza árabe y que se pasara allí las horas y las horas, escarbando el suelo, dando golpes en los muros, etc. Sin duda, consignó el campesino estaba podando una viña, como podía haber escrito que estaba pescando barbos en el río; es decir, sin ninguna preocupación cronológica.
III.- En “La Cueva de la Mora” y asimismo en “La Fe salva”, Bécquer se refiere expresamente a los “Baños de Fitero2, pero sin especificar a cuál de los dos establecimientos alude; de manera que hasta 1973 en que fueron bautizados el viejo y el Nuevo, con los nombres respectivos de Balneario Virrey Palafox y Balneario Gustavo Adolfo Bécquer, el lector que no conocía Fitero, no podía saber a qué establecimiento se refería. En cambio, para el que los conocía, la cuestión no ofrecía dudas. El poeta se refería a los Baños Nuevos, pues sólo, desde ellos y frente a ellos, se ven, como consigna al principio de “La cueva de la Mora”, los restos abandonados del castillo árabe.
IV.- ¿Es cierto, como asegura Bécquer que este castillo fue “célebre en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables hazañas”? Nada de eso. El poeta exagera y se ve que no conocía los avatares de este “castillo pequeño”, en frase del P. Moret[22], pues todo lo que se sabe de él, relativo a la época de la Reconquista, es que el Rey, Sancho III el Mayor de Navarra se lo arrebató a los morso, probablemente al comienzo de la segunda década del siglo XI, puesto que consta que estaba en su poder en 1016. Siguió pacíficamente en poder de Navarra, hasta que Sancho IV el de Peñalén se lo cedió, el 25 de mayo de 1073, al Rey moro de Zaragoza, Al-Moctadir, a cambio de la fortaleza de Caparroso. Y por fin, pasó definitivamente a manos de los cristianos hacia 1119, después que Alfonso I el Batallador liberó la Ribera de Navarra de la dominación musulmana. Posteriormente, la posesión de este castillo fue objeto de muchas y reñidas luchas –pero no de “grandes y memorables hazañas”- entre navarros y castellanos, durante los siglos XIII y XIV;> y finalmente, entre agramonteses y beaumonteses, en el siglo XV. Pero nada más.
V.- El argumento de La Cueva de la Mora es el más humano, romántico y hasta verosímil de las tres leyendas fiteranas. Es seguro que no ocurrió lo que nos cuenta Bécquer en ella. Al menos, no existe constancia de ello; pero pudo muy bien haber sucedido; sobre todo, en aquella sociedad caballeresca medieval. Sabido es que los amores cristiano. morunos no eran entonces cosa extraordinaria, incluso entre los reyes. Baste recordar los del Rey, Alfonso VI de Castilla con la princesa Zayda, hija del rey moro de Sevilla, Abenhabeth, de la que tuvo a su hijo varón, el príncipe don Sancho, muerto en la batalla de Uclés, en 1108, así como los amores del Califa de Córdoba, Alhakem II, casado con la princesa navarra Aurora (Sobeya, entre los musulmanes).
En cuanto al estilo y estructura de esta leyenda, es la más concisa y fina de las tres. Se lee en 10 minutos. En la primera parte, nos habla de la cueva, del castillo y de su conversación con el campesino crédulo, sin entrar en muchos pormenores; y en la segunda, que ocupa el relato de la leyenda, Bécquer apenas si se detiene en los episodios secundarios, yendo directamente a la aventura amorosa de los dos protagonistas y a su trágico desenlace.
“Su lectura, ¡qué melancolía deja en el alma!” –comenta Adolfo de Sandoval.
VI.- A propósito de la estancia de Bécquer en los baños Nuevos, hay una cuestión curiosa que no se ha planteado todavía nadie, al menos que nosotros sepamos. Es la siguiente: ¿Es que las dos veces que, al parecer, estuvo el poeta en ellos, ocupó la misma habitación?, pues, como es notorio, sólo se enseña a los bañistas y rusitas una sola: la que lleva actualmente le número 350. Por supuesto que no era tan elegante ni estaba tan bien amueblada, como en la actualidad, siendo una lástima que hayan desaparecido de ella algunos pequeños recuerdos que tenía hace medio siglo y que detallamos en nuestro POEMARIO FITERANO (p. 174).
VII.- Según las ya citada Tablas cronológicas de las Obras de Gustavo Adolfo Bécquer por Franz Schneider, la leyenda de La cueva de la Mora fue publicada en el número ooo626 del diario madrileño EL CONTEMPORANEO, correspondiente al 16 de enero de 1863.

CAPÍTULO V

LA FE SALVA


 COMENTARIOS

I.- La Fe Salva es la leyenda fiterana menos conocida. Y se explica, porque no figuró en ninguna de las ediciones de las obras de Gustavo A. Bécquer, hasta bien entrada la tercera década del siglo actual. Fue dada a conocer, en 1923, por Fernando Iglesias Figueroa, en sus Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer, en tres volúmenes. Según él asegura, la encontró en un “Almanaque del Café Suizo”, de 1865. Ya hemos anotado, en nuestros comentarios al Miserere, que éste es objeto de cuatro referencias en La Fe salva, cuando pueden comprobar los lectores. Ahora tenemos que añadir que estas cuatro referencias pueden ser suprimidas perfectamente, sin ningún menoscabo del contexto de la leyenda; y algo más curioso todavía; que la segunda referencia en que promete a la hermana de Blanca escribir una leyenda sobre el Miserere, está en contradicción flagrante con el hecho de que el Miserere lo había ya escrito y publicado en El contemporáneo de Madrid, hacia nada menos que tres años. ¿Lo había olvidado ya el poeta? Cabe una explicación de este contrasentido, y es que La Fe salva la hubiese escrito efectivamente antes que el Miserere, como “apuntes para una novela”, según decía su subtítulo, aunque la publicó después como simple leyenda; pero es incomprensible que, antes de dar a la imprenta La Fe salva, no hubiera suprimido, por lo menos, dicha segunda referencia.
Todavía tenemos que oponer dos reparos.
El primero se refiere a las repeticiones de la frase “la ruinosa abadía”, aplicadas a nuestro monasterio, pues cuando lo visitó Bécquer, hacía solo 25 años que había sido abandonado por los monjes y no debía estar en ruinas[23].
El segundo es el empleo de las frases “regresábamos al pueblo” y “volvíamos al pueblo”, relacionadas con las visitas a la abadía, de Bécquer y de su amiga. ¡Cómo si el pueblo estuviera alejado del convento, cuando estaba y sigue estando junto a él!
Pero dejemos a un lado estas minucias.

II.- La Fe salva nos parece una leyenda algo menos lograda, en calidad estética, que el Miserere y La Cueva de la Mora, aun cuando, en extensión, es un poco mayor que las dos juntas. Algunos críticos la llaman leyenda; pero otros simplemente narración. La verdad es que consta de una parte legendaria, que es la principal; y de otra secundaria, que es el relato histórico de las luchas en las barricadas madrileñas, en 1854, y de los fusilamientos del polizonte Francisco Chico y de su secretario en la Plaza de la Cebada.
Por lo demás, la leyenda es tan misteriosa como poco ortodoxa. Y decimos poco ortodoxa, porque suponer que, para salvar la vida de la hermana de Blanca, aceptase, a cambio, la Virgen María que se quedase ciega Blanca y que la luz de sus preciosos ojos verdes fuese a parar a los de una vieja imagen de aquélla, en una iglesia perdida en los barrios viejos de Madrid, no es ni mucho menos un milagro, como lo califica gratuitamente Bécquer, sino una cruel barbaridad, digna de Shylock, el usurero judío de El Mercader de Venecia shakesperiano. El mismo Bécquer la califica al principio de “novela absurda y disparatada”.
Con todo, es innegable que La Fe salva tiene la intensidad dramática suficiente como para atenazar la atención y el interés del lector, durante los veinte minutos que dura, poco más o menos, su lectura. Es una leyenda triste, pero fascinante.

III.- ¿Conoció, efectivamente, Bécquer, durante esta estancia en los Baños Nuevos, a la enigmática mujer de unos 28 años y de dulce y extraña belleza, de que nos habla? Es posible, aunque nadie ha podido identificarla.
Como consigna que se ofreció a ella, en calidad de cicerone, puesto que conocía perfectamente la vetusta abadía, es claro que no era la primera vez que la visitaba, así como el Balneario Nuevo, en el que ambos se encontraban, a la sazón; y como le prometió escribir la leyenda del Miserere y éste fue publicado, según ya hemos anotado, en abril de 1862, su encuentro con la hermana de Blanca debió ocurrir, por lo menos, en 1861; y su primera visita a la abadía, tal vez, con anterioridad. ¿Cuándo? Lo ignoramos, pero pudo ser en los últimos años de la década de 1850, cuando se dispuso a publicar por entregas la “Historia de los tempos de España”.

IV.- Bécquer nos suministra en esta leyenda dos curiosas noticias, entremezcladas, que no habrán pasado inadvertidas al lector fiterano: las de que, “durante unos días”, se vieron obligados (el poeta y su amiga) a “permanecer en los nada cómodos cuartos de la fonda, a causa del temporal que convirtió el balneario y sus cercanías en una sucia y cenagosa laguna”.
De este párrafo se deduce, por de pronto, que el primitivo establecimiento de los Baños Nuevos era más pequeño y bastante menos confortable que el actual, e incluso que el anterior que conocimos, desde nuestra infancia, con su alta puerta decorativa de entrada y sus empinadas escalinatas de acceso por ambos lados. En la época de Bécquer, debía estar al nivel de la carretera, aunque separado, como ahora, de ella, pero sin el jardín ni el enverjado metálico posterior. De ahí que se pudiera convertir, cuando llovía torrencialmente, en una “cenagosa laguna”, como el cercano de La Albotea.
También se deduce que en Fitero había entonces una fonda bastante mediana, contemporánea de la Posada de Pelairea, en Tudela, donde estuvo Bécquer almorzando en abril de 1864, de paso para Tarazona, y de la que escribió que era “una posada con ribetes de fonda”. La de Fitero debía ser un mesón, con ribetes de posada. Ignoramos quién la tenía y dónde estaba ubicada. Es probable que fuera la antecesora de la que abrió Manuel Martínez en 1883, en el edificio número dos de la Calle Mayor.

V.- Falta por despejar una interesante incógnita. Indudablemente Bécquer era un enfermo y vino a los Baños Nuevos, para tratar de aliviar, ya que no curar, sus achaques. Lo da a entender en La Cueva de la Mora y lo dice claramente al comienzo de La Fe salva: “Encontrándome en el balneario de fitero, en busca de un poco de salud para mi cuerpo dolorido y cansado…”.
Ahora bien, ¿qué enfermedad o enfermedades padecía?
Su amigo Rodríguez Correa, en el Prólogo ya citado de las Obras de Gustavo A. Bécquer (1871), declara que, en 1858, acometió a Gustavo una “horrible enfermedad”; pero no da más detalles acerca de su naturaleza. Julio Nombela dice que, en junio de 1858, Bécquer sufrió una “enfermedad gravísima que le tuvo postrado en el lecho, muy cerca de dos meses”[24]; pero tampoco la nombra. Benjamín Jarnés es algo más explícito: “Una fiebre violenta lo retiene en cama durante dos mees. Algunos amigos le rodean. Una joven peinadora lo cuida con gran solicitud”[25]
Pero ¿cuál fue la causa de esta fiebre?
En su última y desesperada Rima, la LXXIX, el poeta confesa tristemente:

Una mujer envenenó mi alma;
otra mujer envenenó mi cuerpo.
Ninguna de las dos vino a buscarme;
Yo, de ninguna de las dos me quejo, etc.

-¿Qué clase de  veneno es éste que envenena los cuerpos…” –se pregunta entre ingenua y maliciosamente Benjamín Jarnés. Pero no lo dice.
Adolfo de Sandoval tampoco lo declara literalmente, al ocuparse de la enfermedad de Bécquer; mas consigna, en otro lugar, que Gustavo no fue un trovador de grandes damas, como aseguran algunos, sino de “muy modestas damiselas, alguna de las cuales, y por propia confesión de él, desgraciado le hizo para toda su vida”[26].
En fin, Justo García Morales, en su Prólogo a una edición de las Leyendas de Bécquer, lanzada por la Editorial Libra en 1970, no se anda con remilgos y afirma, aunque no de una manera categórica, que “en 1858, la tuberculosis, muy verosímilmente heredada, se alía acaso con la sífilis y el agotamiento nervioso, hasta producir una crisis que obliga a venir, por breve tiempo, de Sevilla (a Madrid) a su hermano Valeriano. Durante ella, éste y sus amigos Nombela, Rodríguez Correa, Alcega, Cendrera, Luna,…al oírle delirar con frecuencia, saben de los primeros y más deshilvanados jirones de sus leyendas, de sus rimas. Los pocos años (tenía entonces 22) le hicieron salir de esta primera acometida de su enfermedad, que del todo no le abandonará nunca, acompañándole como una sombra”[27].
Se comprende, pues, por qué el poeta vino, por lo menos, dos veces, a los Baños Nuevos de Fitero. Es que, a la sazón, tenía fama de aliviar, si no de curar radicalmente, la lues venérea. El Dr. Cirilo Castro, que era médico-director de los Baños Viejos, a mediados del siglo pasado, escribía que, con los baños de vapor de Fitero, “se combaten, todas las temporadas, en gran número, reumatismos crónicos, tanto generales como parciales, y vicios sifilíticos[28]. Nótese bien que decía solo “se combate”, pero no que se curan.
Un siglo después, el Dr. Saturnino Mozota, que era médico-director de los Baños Nuevos (cuyas aguas son análogas a las de los Viejos) anotaba, a su vez, que de los pseudo-reumátismos infecciosos, “el más frecuente y del que concurren buen número a Fitero, es el reumatismo blenorrágico”, advirtiendo que “las aguas e hidroterapia de Fitero no curan las artropatías de una infección como la gonocócica”, debiendo asociarse “la vacuna gonocócica al tratamiento hidroterápico”[29].
Actualmente el tratamiento de las enfermedades venéreas ha cambiado por completo y es mucho más efectivo. Pero desgraciadamente para Bécquer, en su tiempo, todavía no se había descubierto la penicilina.


SEGUNDA PARTE

EXTENSIÓN Y MUGAS DE FITERO EN EL SIGLO XIX

Capítulo I

Introducción

Quedan actualmente pocos fiteranos que estén enterados de que el territorio de nuestra Villa, a pesar de las amputaciones que había ya sufrido en las centurias pasadas, tenía todavía en el siglo XIX, una extensión de 6.596,2972 Hectáreas, 96 Hm cuadrados, 29Dm cuadrados y 72m cuadrados, mientras que en la actualidad solo tiene 4.293,87 Hectáreas, equivalentes a 42,9387 Km cuadrados. La diferencia es notable, pues representa una disminución de más de 2.300 Hectáreas; o sea, algo más de 23 Km cuadrados, lo que equivale a casi un 35% de merma de la superficie que tenía todavía, a finales del siglo pasado.
Esta tremenda amputación de nuestro territorio fue llevada a efecto en 1902, al hacerse el reparto de los Montes comunes, en detrimento de Fitero y en beneficio de nuestro vecinos de Cintruénigo, Corella y Tudela. Esta malhadada desmembración explica el que haya ahora tantos propietarios fiteranos, en las jurisdicciones actuales de los pueblos que colindan con el nuestro. Evidentemente es porque, en el siglo pasado, sus fincas pertenecían todavía, en su mayor parte, a la jurisdicción de Fitero, etando ubicadas al presente en 12 términos o parajes de Cintruéngio, en 20 de Tudela, en 13 de Corella, etc., debiendo pagar a sus Ayuntamientos, las contribuciones respectivas.
Naturalmente las mugas fiteranas del siglo pasado eran también distintas de las actuales, y para que se den cuenta de ellas los lectores fiteranos, vamos a transcribir, en sus APUNTES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA VILLA DE FITERO[30]. Este documento tiene, desde luego, un inconveniente; y es que, a menudo, se citan como terrenos mugantes, propiedades de vecinos de entonces que murieron, hace muchos años, y cuyas fincas cambiaron naturalmente de dueño; pero, por los nombres de los parajes colindantes y aún por ciertas particularidades de las mismas fincas, se puede seguir aproximadamente el hilo confinatorio. Por otra parte, a los descendientes más o menos directos de los propietarios de 1878, no les será difícil reconocerlos. El documento en cuestión fue redactado por el Secretario interino del ayuntamiento, don Cándido Pina, y lleva como título, REVISIÓN DE MUGAS DE NIENZOBAS Y TURUNGEN (Niencebas y Tudején); o sea del Norte y Sur de nuestro territorio; o, para decirlo con más exactitud, de los terrenos de la izquierda y de la derecha del Río Alhama.
Esta revisión se llevó a cabo, previo acuerdo del Ayuntamiento (en la sesión del 29 de septiembre de 1878), en dos días del mes siguiente: la del sur, el 4 de octubre; y la del Norte, el 31. Por cierto que se realizó con tal minuciosidad que, en el documento, se anotan las horas en que la comitiva llegó a cada tramo de la muga y el tiempo que pararon, para comer y descansar[31]. Otras anotaciones curiosas y más importantes son las correspondencias entre las mugas del siglo pasado y las del apeo de Feloaga, realizado en 1655[32].
Acudieron a la primera revisión el Alcalde, don Hilario Falces, el segundo Teniente de Alcalde, don Santos Magaña, los regidores (o concejales), señores Julián Yanguas, Manuel Alfaro Martínez, Manuel Asensio, Gregorio Pérez y José Muerza; el Secretario interino, don Cándido Pina; los peritos en mugas, Victorino Atienza (el Hornerillo) y Eloy Ramos, guarda de las Dehesas; el alguacil, Miguel Falces; el sereno, León Yanguas y el joven Patricio Alfaro.
Intervinieron en la segunda división dos miembros más del Ayuntamiento: el teniente primero de Alcalde, don Romualdo Muro y el concejal, don Severiano Muro; pero no el guarda de las Dehesas, el sereno ni el joven Patricio, siendo sustituidos por el alcalde, Narciso Marquínez, y el joven Isidoro Muro.
La costumbre de llevar a dos jóvenes a estas revisiones tenía por objeto mantener vivo el recuerdo de nuestras mugas, de manera que habuiera siempre quien pudiera dar razón de ellas, en evitación de pleitos con los pueblos colindantes. Pero ya no se practica tan loable costumbre. ¡Y pensar que el previsor y probo Secretario, don Saturnino Sagasti, aconsejaba a sus sucesores que se realizase la revisión de nuestras mugas, cada cinco años, por lo menos![33]

REVISIÓN DE LAS MUGAS DEL SECTOR SUR DE FITERO, EN 1878

Comprendió un total de 30 tramos. Se empezó a las ocho de la mañana, en la Peña del Saco, y se terminó, a las siete de la tarde, en el Paso de la Hiruela[34].

I.- En la Peña del Saco, a la orilla derecha del Río Alhama, se encontró el primer mojón, a unos doce pasos más arriba de la Cruz, frente al barranco del agua caliente, que puede considerarse como el 5º del Apeamiento de Feloaga. Desde este mojón, sigue la muga por la acequia de la Mota, o sea, por su mitad adelante, hasta el Portillo de Añamaza, confinando con heredades de Ftiero, a la izquierda, y con un monte de Cervera, a la derecha.

II.- En el Portillo de Añamaza, la acequia forma un recodo, junto a la senda que la cruza, confinando, a la izquierda, con un olivar de Gregorio Calleja, de Fitero, y a la derecha, con otro de Cervera, perteneciente al Marqués de Alcántara. En este punto, aun cuando no se encuentra mojón, es indudable que corresponde al 6º Apeo de Feloaga. Sigue la muga por la acequia adelante, confinando con la Vega y los Cerrados de Cervera, hasta la conclusión de éstos, en que se halla el Paso del Arroyo de Añamaza.

III.- En el Paso no existe pontigo, confinando con unos olivos de Joaquín Yanguas, en ambas jurisdicciones: de Cervera, a la derecha; y de Fitero, a la izquierda.

IV.- Sigue la muga, acequia adelante, al Prado de la Estanca y a Barnueva de Cervera, hasta un poco antes de llegar a la Presilla. Entonces se cruzan unas piezas de Juan Yanguas Pérez y de Juan Gualberto Fernández a unos 70 pasos más arriba de la noguera de este último, en dirección al Monte de los Cuévanos.

V.- Pegando a la senda hacia el Corral de Borros, a la falda del Monte de los Cuévanos y a una vara de dicha senda, a la izquierda, se encontró un mojón de argamasa muy conocido (el 7º de Feloaga), siguiendo la muga por la cuesta de dicho monte.

VI.- Se sube hasta este monte por la parte de la cordillera, que tiene grandes piedras, entendiéndose de aguas vertientes hacia el Sur lo que da a la parte del Moncayo, proporcionando una vista muy buena de Cervera y del terreno que da a los Baños de Fitero. Se denomina este monte Dehesa de los Cuévanos y es propiedad de doña Juan María Atienza (antes, de don Manuel Abadía). Sigue la muga hasta el punto más elevado, que llaman la Contrahecha, y continúa por la altura al cabezo último, frente al Corral de Borros, hasta un cabezo pequeño, antes de llegar al Pozo de los Cuévanos.

VII.- Concluido el monte, se baja, por una cuesta rápida, hasta donde sacaban antes tierra de arcilla para el Batán, quedando a la izquierda el dicho Pozo de los Cuévanos, el cual pertenece a Fitero.

VIII.- Subiendo del pozo, sigue la muga por la loma próxima que asciende al Alto de los Cuévanos, con aguas vertientes, por la izquierda, a Fitero; y por la derecha, a Cervera (8º apeo de Feloaga).

IX.- Siguiendo por la loma en igual forma, se llega al Portillo de los Degollados, cruzando el cabezo, loma y muga el camino de Hospinete y de Campolain.

X.- Continuando loma adelante se lleva al alto del Cabezo de los Degollados, donde se encuentra un mojón de argamasa muy conocido, de aguas vertientes por la izquierda a Hospinete. Desde allí se ve muy bien el pueblo de Fitero, y loma adelante, se pasan varios mojones de piedras.

XI.- Loma adelante, se atraviesa por otro alto, llamado Tiro de Cantos o Tiro de Barra, que da vista a la Vega de Cervera, a cuya derecha, caen las aguas vertientes a la Acequia de Añamaza, y por la izquierda, a la Abejera de Samaria.

XII.- Siguiendo la muga loma adelante, se llea al alto de Valdeza, donde existe un mojón de argamasa muy conocido.

XIII.- Bajando de la loma, sigue la muga hacia el colladillo, encontrándose otro mojón de argamasa muy conocido, a 12 pasos a la derecha del camino de Hospinete a la carretera de Madrid, donde termina la Dehesa de don Nicolás Octavio de Toledo (antes de don Manuel Abadía). A 350 pasos a la izquierda de la abejera derruida de los Poitos, se llega, camino adelante, a un colmenar, cuya mitad pertenece a la jurisdicción de Fitero, y la otra mitad, a la de Cervera. Y al otro lado del camino, se encuéntrala Dehesa de Valdeguarro, propiedad de don Manuel María Alfaro.

XIV.- A la derecha de dicho camino, hay un mojón conocido de argamasa: el único que existe, camino delante de la citada Dehesa.

XV.- Camino viejo adelante, se encuentra, a mano izquierda, otro mojón de argamasa; y aunque, para pasar carros hacia la carretera, se ha hecho un camino nuevo, en la jurisdicción de Fitero, debe entenderse que sigue la muga por el camino viejo, y no por el nuevo.

XVI.- A la izquierda de dicho camino, se encuentra otro mojón en la Dehesa de don Manuel María Alfaro, dando vista a la carretera.

XVII.- Sigue la muga por la orilla de dicha Dehesa, encontrándose un mojón de argamasa a 20 pasos de una finca de Cervera, a 50 pasos de la carretera y a 30 dentro de la misma Dehesa, dejando a la derecha una lista de romeros, que son de Cervera.

XVIII.- Por la izquierda, orilla adelante, se encuentra un mojón de argamasa, a 20 pasos a la derecha del Camino Viejo.

XIX.- A la derecha del mismo camino, se halla un mojón de argamasa y a 30 pasos, orilla adelante, se encuentra la casilla subterránea de Simón Larrea.

XX.- En la falda del monte de la Dehesa de Valdeguarro (o de don Manuel María Alfaro), hay un rellano, donde se encuentran los Tres Mojones históricos, que dividen las jurisdicciones de los tres antiguos Reinos de Castilla, Navarra y Aragón, frente al Sur. A 30 pasos a la derecha, hay piezas de labor del sobredicho Simón Larrea, de Cervera; y a la izquierda, se baja a un barranquico de Fitero. Pasando éste por el ribazo de una tierra de labor de los herederos de don Vicente Calleja, termina la muga con Cervera y comienza la muga con Aragón (9º apeo de Feloaga).

XXI.- A continuación, se cruza la carretera de Madrid, mojones, de piedras adelante, y se sube al Alto del Pedroso, habiendo concluido la Dehesa de Valdeguarro y dado comienzo, pasada ya la carretera, la de Valderromeral, propiedad de don Domingo Huarte.

XXII.- En el Alto del Pedroso, se encuentra un mojón muy conocido de argamasa, loma arriba, aguas vertientes, por la derecha, a Tarazona, y por la izquierda, a la Dehesa de Ulagoso, también de Fitero y propiedad del señor Huarte. Siguiendo la loma y senda, termina la Dehesa de Ulagoso y comienza la del Horcajo, propiedad de doña Juan María Atienza.

XXIII.- Siguiendo la muga, se llega al alto de Lerín, donde existe un mojón muy grande de piedras sueltas. Desde este alto, se a deja de seguir la senda y se cruzan tres hoyas de San Jorge, para llegar a un alto que hay antes del Alto del Mocón: la primera hoya, hacia la mitad, poco más o menos; la segunda, que es la más larga, cerca del puntal de abajo, dejando más hoyas, a mano derecha de Aragón, en la cabezada; y la tercera hoya, cerca de la cabezada al expresado alto, donde existe un mojón de piedras y termina la Dehesa del Horcajo[35].

XXIV.- Concluida la Dehesa del Horcajo, en dirección al Alto del Mocón, se entra en seguida, a la izquierda, en la propiedad de Fitero, y a la derecha, en los Montes de Cierzo (o de la Comunidad de los Siete Pueblos), los cuales se reconocen, a simple vista, por estar más pelados de leña que los de Aragón y las Dehesas precitadas, que quedan atrás.

XXV.- Después de haber cruzado el barranco del Horcajo, se llega al alto del Mocón, en el que existe un mojón muy grande de piedras, y a continuación, se baja a una pieza de Miguela Magaña, casi abandonada, por la cabezada que forma el barranco de En bajo, donde se encuentra otro mojón de piedras.

XXVI.- El alto del Mocón confina, por la izquierda, aguas vertientes al Barranco de Valdelafuente y a la Nava, propiedad de Fitero, y a la derecha a Vasentiz, comunero. Se baja así por la senda que hace la loma aguas vertientes y aquellas confinaciones, hasta el cabezo de la Matagorda; y junto a las piezas de Narciso y Valentín Fernández, se sigue la cumbre por un terreno a otro cabezo, también de la Matagorda. Y continúa la muga por la cordillera, que, por la derecha, pertenece a la Comunidad de los Montes de Cierzo, y, por la izquierda, a Fitero.

XXVII.- Se sigue por la Matagorda, senda adelante, aguas vertientes abajo, al Corral del Carlitos, y desde éste, continúa la muga por la trasera del corral de don Nolasco Medrano, distando entre sí los dos corrales unos cinco minutos.

XXVIII.- A continuación, se llega al Alto del Moro, desde el que se baja a otro cabezo pequeño, que está encima de las Estanquillas, quedando a la derecha la Corraliza Alta de Cintruénigo. Anotemos que el trayecto desde los Pedrosos hasta las Estanquillas se considera el 10º apeo de Feloaga.

XXIX.- Sigue la muga por un sitio del Corral de los Medranos, aguas vertientes a otro de Juan Magaña, conocido por el Corral de los Bigorros, que está frente al Corral de los Altos; y desde una propiedad a la derecha de éste, se prosigue en línea recta, al cabecillo de Aguilar.

XXX.- Sigue la muga desde el cabecillo de Aguilar, casi en línea recta, hasta el Río Llano, a cuya orilla derecha, hay un mojón de piedras, a unos cuatro minutos del Corral de Herrera, el cual se halla a la derecha de la muga, en la parte de Cintruénigo, y orilla adelante, hacia la izquierda, la parte de Fitero (apeo 12º de Feloaga). Continúa la muga, pasando por Ermita de San Sebastián, hasta una cañada que sirve de paso para buscar el Río Alhama. Este paso es de Fitero y la muga se encuentra en el ribazo de la parte de la derecha, cruzando el Alhama hasta el Paso de la Hiruela, que puede considerarse como el 13º apeo de Feloaga y el final de la muga del Sur.


CAPÍTULO III

REVISIÓN DE LAS MUGAS DEL SECTOR NORTE DE FITERO, EN 1878

Empezó A Las 8 y ¼ horas de la mañana del 31 de octubre, desde la orilla izquierda del Río Alhama, frente a los Baños Nuevos, y se terminó a las 4 ½ de la tarde, cruzando el Río Alhama hasta el paso inmediato a la Ermita de San Sebastián. Comprendió también 30 tramos, aun cuando en el documento sólo se enumeran 29.

I.- Se comenzó la revisión de esta muga, como acabamos de decir, desde la orilla izquierda del Alhama, frente a la Peña del Saco, siguiendo por el dentro del barranco del agua caliente de los Baños y pasando el Puente de piedra negra que tiene la carretera, en el cual se encuentra un pilar de forma prismática triangular, con dos inscripciones. La que está a la derecha dice: “Provincia de Navarra” y pertenece a Fitero; y la que está a la izquierda dice: “Provincia de Logroño” y pertenece a Cervera. La muga sigue barranco arriba hasta llegar a la trasera del Molino Harinero, inutilizado, de Pablo Maculet, por donde sube y continúa, dejando el barranco.

II.- El mojón primero se descubrió y reformó, tocando a dicho Molino y formando cuadro con los dos ángulos del edificio al Norte y al Poniente. Todo el Molino queda en territorio de Fitero, siguiendo la muga por la tierra que forma ribazo del sitio donde tuvo la cañería dicho Maculet, por la parte del Poniente, así como del Estanque, a la mitad del Cuartel Militar, quedando antes una abejera derruida, a la derecha, dentro también de la jurisdicción de Fitero.

III.- El segundo mojón se colocó donde se encontraba el antiguo, detrás del Corral del Baño Viejo, a unos siete pasos al Poniente y al Norte. Sigue la muga por la senda del monte, quedando la mayor parte de ésta, a la izquierda, en la jurisdicción de Alfaro; y el Baño Viejo, a unos 80 pasos a la derecha, en la de Fitero.

IV.- El mojón tercero, de piedras, se encontró y reformó, al comienzo de la falda del Monte.

V.- El cuarto mojón se colocó en la falda del Cabezo, a 26 pasos a la izquierda de la senda, por la que se camina, muga adelante.

VI.- El quinto mojón, muy conocido, de argamasa, se halló al Este del Cabezo, en el Colladillo, siguiendo, a continuación, la senda.

VII.- El sexto mojón, asimismo de argamasa, se halló a dos pasos de la senda, a la izquierda, cerca de las Yeseras.

VIII.- El séptimo se encontró a siete pasos de la senda, también a la izquierda, donde se hallan varias yeseras y hornos abandonados.

IX.- El octavo, de argamasa, se encontró en el Colladilllo, dando vista a la travesía o Campo Ripio[36] y, por la espalda, a la Tejería Nueva de la Venta del Baño.

X.- El noveno mojón, de piedras sueltas, se encontró en su sitio, a 13 pasos de la pieza casi abandonada de los herederos de Juan Sánchez, distante igual de pasos de la senda, entrando la muga por en medio de la Solana.

XI.- El décimo mojón, bastante concedió, de argamasa, se encontró en la mitad de la Solana, quedando a unos 90 pasos a la derecha, la pieza de los herederos de José Fernández (el Pífano), y a la izquierda, el Cabezo Redondo.

XII.- El onceavo se encontró dando vista a la Abejera de los herederos de don Felipe Gómez (Garijo). Sigue la muga por el alto, dejando la abejera a la derecha, a unos 100 pasos y dando vista de frente al Alto del Pichín.

XIII.- El doceavo mojón, muy conocido, de argamasa, se encontró en un cabecito de la falda del Alto del Pichín, dando vista, a la izquierda, a Yerga; y a 20 pasos a la derecha de las piezas de Braulio Yanguas y de Laureano Bermejo, y de vista al Mediodía, al barranco de Valdecalera. Sigue la senda adelante por la Umbría.

XIV.- el mojón treceavo se encontró en su puesto de piedras, a seis pasos de la senda, a la izquierda. A la derecha, hay piezas de Isidoro Muro; Gregroria Larrea, Bernardo Andrés y viña de Pedro Carrillo. Luego se cruza la senda que va de Fitero a la Venta del Pillo, por el Pozo de Ribas.

XV.- El mojón décimo catorce, de piedras, se encontró en el Alto de la Serrezuela. A unos ocho minutos al Norte de la Venta, se ve desde allí todo el viñedo de Fitero y la Higa de Monreal. En general, la izquierda que sigue es de Alfaro y está poblada de romeros y coscojos verdes; y la derecha, que pertenece a Fitero, es monte secano y árido.

XVI.- El mojón 13º es de piedras y se encuentra a 10 pasos de la tierra de labor de Valentín Fernández, en lo que hace esquina en la parte de la Venta, y a 157 paso de la Abejera de los herederos de Esteban Falces.

XVII.- Siguiendo la muga, se halla el mojón 16º, teniendo a su izquierda una lista de romeros y a su derecha una viña de Pedro Latorre Yanguas[37].

XVIII.- Bajando de la corraliza de don Diego Montenegro al camino de Fitero a Grávalos, bordeado de varias fincas, y luego de cruzar el camino de Corella a Grávalos, se encuentra el mojón 17º, en el alto del Cabezo de Mateo, siguiendo la muga por una tierra de labor de Valentín Aliaga.

XIX.- Continuando por la muga, se encuentra el mojón 18º, a cuya derecha se halla el final de la pieza de Valentín Aliaga, cuesta abajo, dando vista a la Balsilla.

XX.- el mojón 19º está en el Puntal de Mateo, a cuya derecha se encuentra una pieza de Juan Magaña, siguiendo la muga por la izquierda del Puntal a cruzar el camino de la Aldea[38].

XXI.- Entre los dos caminos y a 13 pasos del de Corella a la Venta, se encuentra el mojón 20ª, a cuya derecha se halla una pieza de Segundo Vergara, siguiendo por la izquierda de Morterete.

XXII.- Continúa la muga hasta el Alto de Morterete, a cuya izquierda se encuentra el mojón 2º en el ribazo de una pieza de labor de vecinos de Cintruénigo, siguiendo la muga por una lista de romeros, de Alfaro.

XXIII.- Al bajar del cabezo y a 240 pasos, se encontró el mojón 22º, hecho de argamasa.

XXIV.- Sigue la muga por la viña de Sebastián Torrecilla e izquierda de Alfaro, cuya jurisdicción acaba allí, por entrar en los Montes de Cierzo y separarse nuestra muga a la derecha, encontrándose el mojón 23º, a los 40 pasos, lindando, a la derecha, con tierras de labor de Cintruénigo; y a la izquierda, con tierras de la Comunidad de los Siete Pueblos.

XXV.- Sigue la muga por la senda y, a los 648 pasos del anterior, se encuentra el mojón 24º, de argamasa, algo conocido. Está a la derecha, al entrar al camino alto de Corella a Grávalos y al principio de una viña de Cintruénigo, con un gran pedregal de piedras muy blancas. Sigue la senda hacia abajo, dejando a la derecha tierra de labor de Cintruénigo.

XXVI.- Continuando por la senda, y a 481 pasos a la derecha, se halla el mojón 25º, muy conocido, hecho con argamasa. Sigue la senda y, a su derecha está una viña de Juan Yanguas Pérez, y a la izquierda, tierra de labor de Cintruénigo. Se sigue la senda de la derecha y se deja el camino de carros que va a Corella.

XXVII.- Se sigue dicha senda por Vallas del Buey abajo y, a los 1264 pasos, se encuentra a la izquierda, el mojón 26º, de argamasa, en una viña de Cintruénigo. Dos caminos forman una cruz; se pasa la senda que va al Corral de doña Josefa Octavio, y por la misma senda por la que se ha bajado y que continúa, se llega a una viña de Joaquín Yanguas, a cuatro minutos del Corral Blanco, a la izquierda. Desde esta viña, sigue hacia abajo la senda y, a los 318 pasos, se cruza el camino bajo de Grávalos a Corella, se entra y sigue la senda entre viñas de Cintruénigo.

XXVIII.- Se deja el camino de Corella y se sigue la senda, teniendo, a la derecha, una viña de Robustiano Carrillo y apareciendo, a la izquierda, una vista de Cintruénigo, donde se encuentra un mojón de argamasa.

XXIX.- Se deja el camino a la parte opuesta al Barranco de Cruz, siguiendo la muga a los 405 paos. A la derecha, se encuentra una senda que baja de una tierra de labor de Cintruénigo; a los 340 pasos, se pasa el camino viejo de Corella, y a los 88, bajando una cuestecita, se encuentra el pontigo del Somero. A continuación, se deja el camino de la senda y se entra en dicho río, que está a la derecha, siguiendo por el medio de él, la muga, desde detrás de la Ermita de Nuestra Señora de la Concepción de Cintruénigo. La muga cruza la carretera de los Baños y sigue por la mitad del río hasta cerca del Juncal, que se encuentra a un cuarto de hora. Se acerca al cuarto árbol blando de los de la carretera, a unos dos pasos de éstos, y a 20. De la estacada de Benito Aliaga. Sigue por dicho río y luego, a mano izquierda, se encuentra el término de Torrejón y la Estanca, lo que puede considerarse como el 14º apeo de Feloaga. Continúa la muga por el mismo río hasta el paso de la Hiruela, quedando este paso dentro de la jurisdicción de Fitero. A la derecha, hay heredades de Fitero, y a la izquierda, el término de La Mayor, en la jurisdicción de Cintruénigo. Sigue la muga, cruzando el río alhama al paso próximo a la Ermita de San Sebastián, donde termina la muga del Norte.






[1] Ob. Cit. Barcelona, Editorial Aedos, 1963.
[2] El último amor de Bécquer, Barcelona, Editorial Juventud, 1941.
[3] Historia de la Literatura Española, I. IV, p. 755, Madrid. Editorial Gredos, 1980.
[4] Dionisio Gamallo Fierros la apellida Estébanez (hija de Esteban). Páginas abandonadas de Gustavo Adolfo Bécquer, Estudio y notas, Madrid, 1948.
[5] Citado por José Pérez Díaz en Gustavo Adolfo Bécquer. Vida y poesía, Madrid, 1971.
[6] Citado por Rica Brown en Gustavo Adolfo Bécquer. Barcelona, Editorial Aedo, 1963.
[7] Citado por Rica Brown, en su libro, p. 121.
[8] Los amores de Bécquer en La Nación del 19 de julio de 1942, Buenos Aires (Argentina).
[9] Adiós a Elisa Guillén, nº 289, diciembre.
[10] Valera, Críticas literarias, t. I.
[11] Bécquer. Biografía e imagen, p. 52.
[12] Doble agonía de G. A. Bécquer, p. 209, Madrid, Colección austral, nº 1.521, 1973.
[13] Diccionario de la Literatura, t. II: Escritores Españoles e hispanoamericanos, p. 126, Madrid, Aguilar, 1964.
[14] The Litterature of the Spanish People, London, Peregrine Books, 1963.
[15] Semblanza para una edición de las Obras Completas de G. A. Bécquer, hecha en 1937.
[16] Prólogo a las LEYENDAS de Bécquer, p. 7, Madrid, Editorial Libra, 1970.
[17] Artistas y rebeldes, Gustavo Adolfo Bécquer, Buenos Aires, 1922.
[18] Historia de la literatura Española, t. IV, p. 782, Editorial Gredos, Madrid, 1980.
[19] El último amor de Bécquer, Barcelona, 1941.
[20] Rodolfo Rocker fue redactor del Arbeiter Frei (Obrero libre), órgano de los anarquistas israelitas de Londres, a fines del siglo pasado.
[21] Revista de Filología Española, t. XVI, cuaderno 4, año de 1929. Scheneider era, como Rocker, de origen alemán y dedicó al estudio de Bécquer su tesis del Doctorado, titulada Gustavo Adolfo Bécquer, Leben und Schaffen, Leipzig, 1914, ocupándose además de él en Gustavo Adolfo Bécquer as Poeta and his Knowledge of Heineé Lieder, publicado en Modern Philology, XIX (3 February, 1922).
[22] Annales del Reyno de Navarra, t. III, lib, XXIX, c. III, párr.. párr.. III, número 5, p. 627.
[23] Un informe oficial de 1845, sobre el estado y destino de los conventos suprimidos, anotaba que el de Fitero se hallaba en buen estado. Príncipe de Viana, números 128-129, p. 289.
[24] Citado por José Pedro Díaz, en Gustavo Adolfo Bécquer. Vida y poesía, p. 81. Madrid, 1971.
[25] Doble agonía de Bécquer, p. 105. Colección Austral, número 1.521, Madrid, 1973.
[26] El último amor de Bécquer, c. IX, p. 105, Editorial Juventud, Barcelona, 1941.
[27] Obr, cit., p. 7.
[28] Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de Ultramar, por Pascual Madoz, t. VIII, p. 107, Madrid, 1847.
[29] Notas hidrológicas y clínicas de los Balnearios de Fitero, pp. 37-38, Zaragoza, Berdejo, 1930.
[30] Obr. Cit., Parte II, nº 87 pp, 849-868. Fitero, 1887, Archivo Municipal.
[31] En la revisión, comieron en la Abejera de Miguel Rupérez, a la terminación de la muga con Cervera; y en la segunda revisión, en el Corral de doña Josefa Octavio. En una y otra, pararon, cada vez, dos horas.
[32] Apeo o apeamiento significa deslinde de tierras y el Apeo de Feloaga se llama así, porque se realizó bajo la dirección del Licenciado Jerónimo de Feloaga, miembro del Consejo de Su Majestad y Oídor del Real y Supremo Consejo del Reino de Navarra. Lo mandó hacer el Monasterio para nulificar la decisión del pueblo, de construir una nueva Villa, independiente de los frailes, en el término de Olivarete.
[33] Ob. Cit., Primera Parte, p. 33.
[34] Hiruela es una deformación de Eruela, como se lee en otras escrituras; es decir, una era pequeña y de poca utilidad.
[35] Las Hoyas de San Jorge son unas hondonadas de tierras de labor que se sembraban, por entonces, de cereales. Cabezada tiene aquí el sentido de espacio o parte de un terreno que está más elevado que el resto.
[36] Campo Ripio quiere decir campo de residuos: basuras, cascotes, restos de escarda, hojarasca, etc.
[37] Lista de romeros quiere decir faja estrecha y larga de terreno, poblados de romeros.
[38] Puntal quiere decir aquí prominencia de un terreno, formando en punta. 


SEGUNDA PARTE

EXTENSIÓN Y MUGAS DE FITERO EN EL SIGLO XIX

Capítulo I

Introducción

Quedan actualmente pocos fiteranos que estén enterados de que el territorio de nuestra Villa, a pesar de las amputaciones que había ya sufrido en las centurias pasadas, tenía todavía en el siglo XIX, una extensión de 6.596,2972 Hectáreas, 96 Hm cuadrados, 29Dm cuadrados y 72m cuadrados, mientras que en la actualidad solo tiene 4.293,87 Hectáreas, equivalentes a 42,9387 Km cuadrados. La diferencia es notable, pues representa una disminución de más de 2.300 Hectáreas; o sea, algo más de 23 Km cuadrados, lo que equivale a casi un 35% de merma de la superficie que tenía todavía, a finales del siglo pasado.

Esta tremenda amputación de nuestro territorio fue llevada a efecto en 1902, al hacerse el reparto de los Montes comunes, en detrimento de Fitero y en beneficio de nuestro vecinos de Cintruénigo, Corella y Tudela. Esta malhadada desmembración explica el que haya ahora tantos propietarios fiteranos, en las jurisdicciones actuales de los pueblos que colindan con el nuestro. Evidentemente es porque, en el siglo pasado, sus fincas pertenecían todavía, en su mayor parte, a la jurisdicción de Fitero, etando ubicadas al presente en 12 términos o parajes de Cintruéngio, en 20 de Tudela, en 13 de Corella, etc., debiendo pagar a sus Ayuntamientos, las contribuciones respectivas.

Naturalmente las mugas fiteranas del siglo pasado eran también distintas de las actuales, y para que se den cuenta de ellas los lectores fiteranos, vamos a transcribir, en sus APUNTES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA VILLA DE FITERO[1]. Este documento tiene, desde luego, un inconveniente; y es que, a menudo, se citan como terrenos mugantes, propiedades de vecinos de entonces que murieron, hace muchos años, y cuyas fincas cambiaron naturalmente de dueño; pero, por los nombres de los parajes colindantes y aún por ciertas particularidades de las mismas fincas, se puede seguir aproximadamente el hilo confinatorio. Por otra parte, a los descendientes más o menos directos de los propietarios de 1878, no les será difícil reconocerlos. El documento en cuestión fue redactado por el Secretario interino del ayuntamiento, don Cándido Pina, y lleva como título, REVISIÓN DE MUGAS DE NIENZOBAS Y TURUNGEN (Niencebas y Tudején); o sea del Norte y Sur de nuestro territorio; o, para decirlo con más exactitud, de los terrenos de la izquierda y de la derecha del Río Alhama.

Esta revisión se llevó a cabo, previo acuerdo del Ayuntamiento (en la sesión del 29 de septiembre de 1878), en dos días del mes siguiente: la del sur, el 4 de octubre; y la del Norte, el 31. Por cierto que se realizó con tal minuciosidad que, en el documento, se anotan las horas en que la comitiva llegó a cada tramo de la muga y el tiempo que pararon, para comer y descansar[2]. Otras anotaciones curiosas y más importantes son las correspondencias entre las mugas del siglo pasado y las del apeo de Feloaga, realizado en 1655[3].

Acudieron a la primera revisión el Alcalde, don Hilario Falces, el segundo Teniente de Alcalde, don Santos Magaña, los regidores (o concejales), señores Julián Yanguas, Manuel Alfaro Martínez, Manuel Asensio, Gregorio Pérez y José Muerza; el Secretario interino, don Cándido Pina; los peritos en mugas, Victorino Atienza (el Hornerillo) y Eloy Ramos, guarda de las Dehesas; el alguacil, Miguel Falces; el sereno, León Yanguas y el joven Patricio Alfaro.

Intervinieron en la segunda división dos miembros más del Ayuntamiento: el teniente primero de Alcalde, don Romualdo Muro y el concejal, don Severiano Muro; pero no el guarda de las Dehesas, el sereno ni el joven Patricio, siendo sustituidos por el alcalde, Narciso Marquínez, y el joven Isidoro Muro.

La costumbre de llevar a dos jóvenes a estas revisiones tenía por objeto mantener vivo el recuerdo de nuestras mugas, de manera que habuiera siempre quien pudiera dar razón de ellas, en evitación de pleitos con los pueblos colindantes. Pero ya no se practica tan loable costumbre. ¡Y pensar que el previsor y probo Secretario, don Saturnino Sagasti, aconsejaba a sus sucesores que se realizase la revisión de nuestras mugas, cada cinco años, por lo menos![4]

REVISIÓN DE LAS MUGAS DEL SECTOR SUR DE FITERO, EN 1878

Comprendió un total de 30 tramos. Se empezó a las ocho de la mañana, en la Peña del Saco, y se terminó, a las siete de la tarde, en el Paso de la Hiruela[5].

I.- En la Peña del Saco, a la orilla derecha del Río Alhama, se encontró el primer mojón, a unos doce pasos más arriba de la Cruz, frente al barranco del agua caliente, que puede considerarse como el 5º del Apeamiento de Feloaga. Desde este mojón, sigue la muga por la acequia de la Mota, o sea, por su mitad adelante, hasta el Portillo de Añamaza, confinando con heredades de Ftiero, a la izquierda, y con un monte de Cervera, a la derecha.

II.- En el Portillo de Añamaza, la acequia forma un recodo, junto a la senda que la cruza, confinando, a la izquierda, con un olivar de Gregorio Calleja, de Fitero, y a la derecha, con otro de Cervera, perteneciente al Marqués de Alcántara. En este punto, aun cuando no se encuentra mojón, es indudable que corresponde al 6º Apeo de Feloaga. Sigue la muga por la acequia adelante, confinando con la Vega y los Cerrados de Cervera, hasta la conclusión de éstos, en que se halla el Paso del Arroyo de Añamaza.

III.- En el Paso no existe pontigo, confinando con unos olivos de Joaquín Yanguas, en ambas jurisdicciones: de Cervera, a la derecha; y de Fitero, a la izquierda.

IV.- Sigue la muga, acequia adelante, al Prado de la Estanca y a Barnueva de Cervera, hasta un poco antes de llegar a la Presilla. Entonces se cruzan unas piezas de Juan Yanguas Pérez y de Juan Gualberto Fernández a unos 70 pasos más arriba de la noguera de este último, en dirección al Monte de los Cuévanos.

V.- Pegando a la senda hacia el Corral de Borros, a la falda del Monte de los Cuévanos y a una vara de dicha senda, a la izquierda, se encontró un mojón de argamasa muy conocido (el 7º de Feloaga), siguiendo la muga por la cuesta de dicho monte.

VI.- Se sube hasta este monte por la parte de la cordillera, que tiene grandes piedras, entendiéndose de aguas vertientes hacia el Sur lo que da a la parte del Moncayo, proporcionando una vista muy buena de Cervera y del terreno que da a los Baños de Fitero. Se denomina este monte Dehesa de los Cuévanos y es propiedad de doña Juan María Atienza (antes, de don Manuel Abadía). Sigue la muga hasta el punto más elevado, que llaman la Contrahecha, y continúa por la altura al cabezo último, frente al Corral de Borros, hasta un cabezo pequeño, antes de llegar al Pozo de los Cuévanos.

VII.- Concluido el monte, se baja, por una cuesta rápida, hasta donde sacaban antes tierra de arcilla para el Batán, quedando a la izquierda el dicho Pozo de los Cuévanos, el cual pertenece a Fitero.

VIII.- Subiendo del pozo, sigue la muga por la loma próxima que asciende al Alto de los Cuévanos, con aguas vertientes, por la izquierda, a Fitero; y por la derecha, a Cervera (8º apeo de Feloaga).

IX.- Siguiendo por la loma en igual forma, se llega al Portillo de los Degollados, cruzando el cabezo, loma y muga el camino de Hospinete y de Campolain.

X.- Continuando loma adelante se lleva al alto del Cabezo de los Degollados, donde se encuentra un mojón de argamasa muy conocido, de aguas vertientes por la izquierda a Hospinete. Desde allí se ve muy bien el pueblo de Fitero, y loma adelante, se pasan varios mojones de piedras.

XI.- Loma adelante, se atraviesa por otro alto, llamado Tiro de Cantos o Tiro de Barra, que da vista a la Vega de Cervera, a cuya derecha, caen las aguas vertientes a la Acequia de Añamaza, y por la izquierda, a la Abejera de Samaria.

XII.- Siguiendo la muga loma adelante, se llea al alto de Valdeza, donde existe un mojón de argamasa muy conocido.

XIII.- Bajando de la loma, sigue la muga hacia el colladillo, encontrándose otro mojón de argamasa muy conocido, a 12 pasos a la derecha del camino de Hospinete a la carretera de Madrid, donde termina la Dehesa de don Nicolás Octavio de Toledo (antes de don Manuel Abadía). A 350 pasos a la izquierda de la abejera derruida de los Poitos, se llega, camino adelante, a un colmenar, cuya mitad pertenece a la jurisdicción de Fitero, y la otra mitad, a la de Cervera. Y al otro lado del camino, se encuéntrala Dehesa de Valdeguarro, propiedad de don Manuel María Alfaro.

XIV.- A la derecha de dicho camino, hay un mojón conocido de argamasa: el único que existe, camino delante de la citada Dehesa.

XV.- Camino viejo adelante, se encuentra, a mano izquierda, otro mojón de argamasa; y aunque, para pasar carros hacia la carretera, se ha hecho un camino nuevo, en la jurisdicción de Fitero, debe entenderse que sigue la muga por el camino viejo, y no por el nuevo.

XVI.- A la izquierda de dicho camino, se encuentra otro mojón en la Dehesa de don Manuel María Alfaro, dando vista a la carretera.

XVII.- Sigue la muga por la orilla de dicha Dehesa, encontrándose un mojón de argamasa a 20 pasos de una finca de Cervera, a 50 pasos de la carretera y a 30 dentro de la misma Dehesa, dejando a la derecha una lista de romeros, que son de Cervera.

XVIII.- Por la izquierda, orilla adelante, se encuentra un mojón de argamasa, a 20 pasos a la derecha del Camino Viejo.

XIX.- A la derecha del mismo camino, se halla un mojón de argamasa y a 30 pasos, orilla adelante, se encuentra la casilla subterránea de Simón Larrea.

XX.- En la falda del monte de la Dehesa de Valdeguarro (o de don Manuel María Alfaro), hay un rellano, donde se encuentran los Tres Mojones históricos, que dividen las jurisdicciones de los tres antiguos Reinos de Castilla, Navarra y Aragón, frente al Sur. A 30 pasos a la derecha, hay piezas de labor del sobredicho Simón Larrea, de Cervera; y a la izquierda, se baja a un barranquico de Fitero. Pasando éste por el ribazo de una tierra de labor de los herederos de don Vicente Calleja, termina la muga con Cervera y comienza la muga con Aragón (9º apeo de Feloaga).

XXI.- A continuación, se cruza la carretera de Madrid, mojones, de piedras adelante, y se sube al Alto del Pedroso, habiendo concluido la Dehesa de Valdeguarro y dado comienzo, pasada ya la carretera, la de Valderromeral, propiedad de don Domingo Huarte.

XXII.- En el Alto del Pedroso, se encuentra un mojón muy conocido de argamasa, loma arriba, aguas vertientes, por la derecha, a Tarazona, y por la izquierda, a la Dehesa de Ulagoso, también de Fitero y propiedad del señor Huarte. Siguiendo la loma y senda, termina la Dehesa de Ulagoso y comienza la del Horcajo, propiedad de doña Juan María Atienza.

XXIII.- Siguiendo la muga, se llega al alto de Lerín, donde existe un mojón muy grande de piedras sueltas. Desde este alto, se a deja de seguir la senda y se cruzan tres hoyas de San Jorge, para llegar a un alto que hay antes del Alto del Mocón: la primera hoya, hacia la mitad, poco más o menos; la segunda, que es la más larga, cerca del puntal de abajo, dejando más hoyas, a mano derecha de Aragón, en la cabezada; y la tercera hoya, cerca de la cabezada al expresado alto, donde existe un mojón de piedras y termina la Dehesa del Horcajo[6].

XXIV.- Concluida la Dehesa del Horcajo, en dirección al Alto del Mocón, se entra en seguida, a la izquierda, en la propiedad de Fitero, y a la derecha, en los Montes de Cierzo (o de la Comunidad de los Siete Pueblos), los cuales se reconocen, a simple vista, por estar más pelados de leña que los de Aragón y las Dehesas precitadas, que quedan atrás.

XXV.- Después de haber cruzado el barranco del Horcajo, se llega al alto del Mocón, en el que existe un mojón muy grande de piedras, y a continuación, se baja a una pieza de Miguela Magaña, casi abandonada, por la cabezada que forma el barranco de En bajo, donde se encuentra otro mojón de piedras.

XXVI.- El alto del Mocón confina, por la izquierda, aguas vertientes al Barranco de Valdelafuente y a la Nava, propiedad de Fitero, y a la derecha a Vasentiz, comunero. Se baja así por la senda que hace la loma aguas vertientes y aquellas confinaciones, hasta el cabezo de la Matagorda; y junto a las piezas de Narciso y Valentín Fernández, se sigue la cumbre por un terreno a otro cabezo, también de la Matagorda. Y continúa la muga por la cordillera, que, por la derecha, pertenece a la Comunidad de los Montes de Cierzo, y, por la izquierda, a Fitero.

XXVII.- Se sigue por la Matagorda, senda adelante, aguas vertientes abajo, al Corral del Carlitos, y desde éste, continúa la muga por la trasera del corral de don Nolasco Medrano, distando entre sí los dos corrales unos cinco minutos.

XXVIII.- A continuación, se llega al Alto del Moro, desde el que se baja a otro cabezo pequeño, que está encima de las Estanquillas, quedando a la derecha la Corraliza Alta de Cintruénigo. Anotemos que el trayecto desde los Pedrosos hasta las Estanquillas se considera el 10º apeo de Feloaga.

XXIX.- Sigue la muga por un sitio del Corral de los Medranos, aguas vertientes a otro de Juan Magaña, conocido por el Corral de los Bigorros, que está frente al Corral de los Altos; y desde una propiedad a la derecha de éste, se prosigue en línea recta, al cabecillo de Aguilar.

XXX.- Sigue la muga desde el cabecillo de Aguilar, casi en línea recta, hasta el Río Llano, a cuya orilla derecha, hay un mojón de piedras, a unos cuatro minutos del Corral de Herrera, el cual se halla a la derecha de la muga, en la parte de Cintruénigo, y orilla adelante, hacia la izquierda, la parte de Fitero (apeo 12º de Feloaga). Continúa la muga, pasando por Ermita de San Sebastián, hasta una cañada que sirve de paso para buscar el Río Alhama. Este paso es de Fitero y la muga se encuentra en el ribazo de la parte de la derecha, cruzando el Alhama hasta el Paso de la Hiruela, que puede considerarse como el 13º apeo de Feloaga y el final de la muga del Sur.

CAPÍTULO III

REVISIÓN DE LAS MUGAS DEL SECTOR NORTE DE FITERO, EN 1878

Empezó A Las 8 y ¼ horas de la mañana del 31 de octubre, desde la orilla izquierda del Río Alhama, frente a los Baños Nuevos, y se terminó a las 4 ½ de la tarde, cruzando el Río Alhama hasta el paso inmediato a la Ermita de San Sebastián. Comprendió también 30 tramos, aun cuando en el documento sólo se enumeran 29.

I.- Se comenzó la revisión de esta muga, como acabamos de decir, desde la orilla izquierda del Alhama, frente a la Peña del Saco, siguiendo por el dentro del barranco del agua caliente de los Baños y pasando el Puente de piedra negra que tiene la carretera, en el cual se encuentra un pilar de forma prismática triangular, con dos inscripciones. La que está a la derecha dice: “Provincia de Navarra” y pertenece a Fitero; y la que está a la izquierda dice: “Provincia de Logroño” y pertenece a Cervera. La muga sigue barranco arriba hasta llegar a la trasera del Molino Harinero, inutilizado, de Pablo Maculet, por donde sube y continúa, dejando el barranco.

II.- El mojón primero se descubrió y reformó, tocando a dicho Molino y formando cuadro con los dos ángulos del edificio al Norte y al Poniente. Todo el Molino queda en territorio de Fitero, siguiendo la muga por la tierra que forma ribazo del sitio donde tuvo la cañería dicho Maculet, por la parte del Poniente, así como del Estanque, a la mitad del Cuartel Militar, quedando antes una abejera derruida, a la derecha, dentro también de la jurisdicción de Fitero.

III.- El segundo mojón se colocó donde se encontraba el antiguo, detrás del Corral del Baño Viejo, a unos siete pasos al Poniente y al Norte. Sigue la muga por la senda del monte, quedando la mayor parte de ésta, a la izquierda, en la jurisdicción de Alfaro; y el Baño Viejo, a unos 80 pasos a la derecha, en la de Fitero.

IV.- El mojón tercero, de piedras, se encontró y reformó, al comienzo de la falda del Monte.

V.- El cuarto mojón se colocó en la falda del Cabezo, a 26 pasos a la izquierda de la senda, por la que se camina, muga adelante.

VI.- El quinto mojón, muy conocido, de argamasa, se halló al Este del Cabezo, en el Colladillo, siguiendo, a continuación, la senda.

VII.- El sexto mojón, asimismo de argamasa, se halló a dos pasos de la senda, a la izquierda, cerca de las Yeseras.

VIII.- El séptimo se encontró a siete pasos de la senda, también a la izquierda, donde se hallan varias yeseras y hornos abandonados.

IX.- El octavo, de argamasa, se encontró en el Colladilllo, dando vista a la travesía o Campo Ripio[7] y, por la espalda, a la Tejería Nueva de la Venta del Baño.

X.- El noveno mojón, de piedras sueltas, se encontró en su sitio, a 13 pasos de la pieza casi abandonada de los herederos de Juan Sánchez, distante igual de pasos de la senda, entrando la muga por en medio de la Solana.

XI.- El décimo mojón, bastante concedió, de argamasa, se encontró en la mitad de la Solana, quedando a unos 90 pasos a la derecha, la pieza de los herederos de José Fernández (el Pífano), y a la izquierda, el Cabezo Redondo.

XII.- El onceavo se encontró dando vista a la Abejera de los herederos de don Felipe Gómez (Garijo). Sigue la muga por el alto, dejando la abejera a la derecha, a unos 100 pasos y dando vista de frente al Alto del Pichín.

XIII.- El doceavo mojón, muy conocido, de argamasa, se encontró en un cabecito de la falda del Alto del Pichín, dando vista, a la izquierda, a Yerga; y a 20 pasos a la derecha de las piezas de Braulio Yanguas y de Laureano Bermejo, y de vista al Mediodía, al barranco de Valdecalera. Sigue la senda adelante por la Umbría.

XIV.- el mojón treceavo se encontró en su puesto de piedras, a seis pasos de la senda, a la izquierda. A la derecha, hay piezas de Isidoro Muro; Gregroria Larrea, Bernardo Andrés y viña de Pedro Carrillo. Luego se cruza la senda que va de Fitero a la Venta del Pillo, por el Pozo de Ribas.

XV.- El mojón décimo catorce, de piedras, se encontró en el Alto de la Serrezuela. A unos ocho minutos al Norte de la Venta, se ve desde allí todo el viñedo de Fitero y la Higa de Monreal. En general, la izquierda que sigue es de Alfaro y está poblada de romeros y coscojos verdes; y la derecha, que pertenece a Fitero, es monte secano y árido.

XVI.- El mojón 13º es de piedras y se encuentra a 10 pasos de la tierra de labor de Valentín Fernández, en lo que hace esquina en la parte de la Venta, y a 157 paso de la Abejera de los herederos de Esteban Falces.

XVII.- Siguiendo la muga, se halla el mojón 16º, teniendo a su izquierda una lista de romeros y a su derecha una viña de Pedro Latorre Yanguas[8].

XVIII.- Bajando de la corraliza de don Diego Montenegro al camino de Fitero a Grávalos, bordeado de varias fincas, y luego de cruzar el camino de Corella a Grávalos, se encuentra el mojón 17º, en el alto del Cabezo de Mateo, siguiendo la muga por una tierra de labor de Valentín Aliaga.

XIX.- Continuando por la muga, se encuentra el mojón 18º, a cuya derecha se halla el final de la pieza de Valentín Aliaga, cuesta abajo, dando vista a la Balsilla.

XX.- el mojón 19º está en el Puntal de Mateo, a cuya derecha se encuentra una pieza de Juan Magaña, siguiendo la muga por la izquierda del Puntal a cruzar el camino de la Aldea[9].

XXI.- Entre los dos caminos y a 13 pasos del de Corella a la Venta, se encuentra el mojón 20ª, a cuya derecha se halla una pieza de Segundo Vergara, siguiendo por la izquierda de Morterete.

XXII.- Continúa la muga hasta el Alto de Morterete, a cuya izquierda se encuentra el mojón 2º en el ribazo de una pieza de labor de vecinos de Cintruénigo, siguiendo la muga por una lista de romeros, de Alfaro.

XXIII.- Al bajar del cabezo y a 240 pasos, se encontró el mojón 22º, hecho de argamasa.

XXIV.- Sigue la muga por la viña de Sebastián Torrecilla e izquierda de Alfaro, cuya jurisdicción acaba allí, por entrar en los Montes de Cierzo y separarse nuestra muga a la derecha, encontrándose el mojón 23º, a los 40 pasos, lindando, a la derecha, con tierras de labor de Cintruénigo; y a la izquierda, con tierras de la Comunidad de los Siete Pueblos.

XXV.- Sigue la muga por la senda y, a los 648 pasos del anterior, se encuentra el mojón 24º, de argamasa, algo conocido. Está a la derecha, al entrar al camino alto de Corella a Grávalos y al principio de una viña de Cintruénigo, con un gran pedregal de piedras muy blancas. Sigue la senda hacia abajo, dejando a la derecha tierra de labor de Cintruénigo.

XXVI.- Continuando por la senda, y a 481 pasos a la derecha, se halla el mojón 25º, muy conocido, hecho con argamasa. Sigue la senda y, a su derecha está una viña de Juan Yanguas Pérez, y a la izquierda, tierra de labor de Cintruénigo. Se sigue la senda de la derecha y se deja el camino de carros que va a Corella.

XXVII.- Se sigue dicha senda por Vallas del Buey abajo y, a los 1264 pasos, se encuentra a la izquierda, el mojón 26º, de argamasa, en una viña de Cintruénigo. Dos caminos forman una cruz; se pasa la senda que va al Corral de doña Josefa Octavio, y por la misma senda por la que se ha bajado y que continúa, se llega a una viña de Joaquín Yanguas, a cuatro minutos del Corral Blanco, a la izquierda. Desde esta viña, sigue hacia abajo la senda y, a los 318 pasos, se cruza el camino bajo de Grávalos a Corella, se entra y sigue la senda entre viñas de Cintruénigo.

XXVIII.- Se deja el camino de Corella y se sigue la senda, teniendo, a la derecha, una viña de Robustiano Carrillo y apareciendo, a la izquierda, una vista de Cintruénigo, donde se encuentra un mojón de argamasa.

XXIX.- Se deja el camino a la parte opuesta al Barranco de Cruz, siguiendo la muga a los 405 paos. A la derecha, se encuentra una senda que baja de una tierra de labor de Cintruénigo; a los 340 pasos, se pasa el camino viejo de Corella, y a los 88, bajando una cuestecita, se encuentra el pontigo del Somero. A continuación, se deja el camino de la senda y se entra en dicho río, que está a la derecha, siguiendo por el medio de él, la muga, desde detrás de la Ermita de Nuestra Señora de la Concepción de Cintruénigo. La muga cruza la carretera de los Baños y sigue por la mitad del río hasta cerca del Juncal, que se encuentra a un cuarto de hora. Se acerca al cuarto árbol blando de los de la carretera, a unos dos pasos de éstos, y a 20. De la estacada de Benito Aliaga. Sigue por dicho río y luego, a mano izquierda, se encuentra el término de Torrejón y la Estanca, lo que puede considerarse como el 14º apeo de Feloaga. Continúa la muga por el mismo río hasta el paso de la Hiruela, quedando este paso dentro de la jurisdicción de Fitero. A la derecha, hay heredades de Fitero, y a la izquierda, el término de La Mayor, en la jurisdicción de Cintruénigo. Sigue la muga, cruzando el río alhama al paso próximo a la Ermita de San Sebastián, donde termina la muga del Norte.





[1] Obr. Cit., Parte II, nº 87 pp, 849-868. Fitero, 1887, Archivo Municipal.
[2] En la revisión, comieron en la Abejera de Miguel Rupérez, a la terminación de la muga con Cervera; y en la segunda revisión, en el Corral de doña Josefa Octavio. En una y otra, pararon, cada vez, dos horas.
[3] Apeo o apeamiento significa deslinde de tierras y el Apeo de Feloaga se llama así, porque se realizó bajo la dirección del Licenciado Jerónimo de Feloaga, miembro del Consejo de Su Majestad y Oídor del Real y Supremo Consejo del Reino de Navarra. Lo mandó hacer el Monasterio para nulificar la decisión del pueblo, de construir una nueva Villa, independiente de los frailes, en el término de Olivarete.
[4] Ob. Cit., Primera Parte, p. 33.
[5] Hiruela es una deformación de Eruela, como se lee en otras escrituras; es decir, una era pequeña y de poca utilidad.
[6] Las Hoyas de San Jorge son unas hondonadas de tierras de labor que se sembraban, por entonces, de cereales. Cabezada tiene aquí el sentido de espacio o parte de un terreno que está más elevado que el resto.
[7] Campo Ripio quiere decir campo de residuos: basuras, cascotes, restos de escarda, hojarasca, etc.
[8] Lista de romeros quiere decir faja estrecha y larga de terreno, poblados de romeros.
[9] Puntal quiere decir aquí prominencia de un terreno, formando en punta. 


ENSAYO DE UNA BIOGRAFÍA CRÍTICA DE SAN RAIMUNDO DE FITERO


Vicente de La Fuente, escribió acerca de nuestro Santo: “La vida de San Raimundo está envuelta en gran oscuridad, habiendo sido objeto de grandes debates su patria, su nacimiento, apellido, monacato, sus desacuerdos con los cistercienses franceses y hasta la fecha de su muerte[1].
            Pues bien, esa oscuridad continúa todavía y lo peor del caso es que, en lugar de tratar de aclararla en lo posible, se la ha entenebrecido todavía más, acumulando en torno a nuestro personaje falsedades, errores y leyendas que lo han desfigurado por completo.  Por esta razón nos impusimos, hace bastantes años, cuando vivíamos aún en la República Mexicana, la tarea de barrer esa broza, replanteando todas las cuestiones raimundanas y sometiéndolas a un análisis crítico, estrictamente objetivo [2].  Por otra parte, hemos intentado proyectar alguna luz sobre aspectos raimundanos, poco o nada estudiados todavía y que no carecen de interés. Así, pues, es natural que, para desarrollar este ensayo hayamos adoptado la forma un poco insólita de preguntas, ya que se trata, en la mayoría de los casos, de cuestiones no aclaradas definitivamente y que, por lo mismo, siguen aún constituyendo verdaderos interrogantes.
Se conservan más de un centenar de documentos de la época de San Raimundo, pero no revelan nada acerca de su personalidad ni de su vida, pues se reducen exclusivamente a escrituras de compras y permutas de terrenos y a donaciones y privilegios concedidos al monasterio.  Por otra parte, sólo una decena son originales, y los demás son copias, no siempre fiables ni interesantes, fuera de algunos documentos pontificios y reales.

¿En qué año nació San Raimundo?

No lo sabemos a ciencia cierta. En vano hemos consultado numerosas obras antiguas y modernas, pues casi todas omiten tan importante dato. Sin duda lo ignoraban sus autores. A mediados del siglo XIX, el autor francés Baptiste Abadie, en su libro Saint-Gaudens, martyr, publicado en 1855, en la ciudad de Saint-Gaudens, señaló el año 1090. Y lo mismo han hecho posteriormente el Larousse du XX siècle [3]; Mr. Francis Gutton, en su obra L´Ordre de Calatrava [4], y el Grand Larousse Encyclopédique [5]. Pero, ¿con qué fundamento? Lo ignoramos. Sin embargo, esta fecha es bastante verosímil, pues el mismo Tumbo de Fitero afirma que San Raimundo murió en 1164, a la edad de más de 74 años [6]. Por otra parte, todos los biógrafos de nuestro Santo convienen en que, al fundar la Orden de Calatrava [7] era ya un hombre de edad algo avanzada. “Este santo y cansado viejo...”, dice de él don Jerónimo de Mascareñas, en su biografía de San Raimundo [8]. Ahora bien, un hombre no es ordinariamente viejo hasta que pasa de los 60. Por tanto, si en 1158 había ya traspasado los umbrales de la sesentena, es que había nacido, cuando menos, en la última década del siglo XI.
Añadamos todavía otro indicio. Al parecer, San Raimundo tenía más edad que Diego Velázquez, el cual sobrevivió a nuestro Santo 33 años. Ahora bien, don Vicente de La Fuente, hablando de Fr. Diego, lo llama, a su vez, “intrépido anciano[9]. Si, pues, Fr. Diego era ya un anciano en 1158 y San Raimundo tenía más edad que él, es claro que nuestro Santo había ya pasado, hacía tiempo, de los 60. Por lo demás, no se nos oculta que estos indicios tienen muy escasa fuerza probatoria, pues habría que preguntarse en qué se fundaron tanto Mascareñas como La Fuente, para aseverar que San Raimundo y Diego Velázquez eran ya unos ancianos en 1158. De todos modos, el año 1090, dado por Mr. Baptiste Abadie, si no es rigurosamente exacto, debe ser bastante aproximado y nos parece bastante verosímil. Añadamos, como curiosa coincidencia, que en el año 1090 nació otro prohombre de la Orden del Císter y de la Iglesia universal: San Bernardo de Claraval.

¿Dónde nació San Raimundo?

Tampoco se sabe con certeza, pues se disputan su cuna, entre otras poblaciones menos importantes, dos españolas: Tarazona y Barcelona, y una francesa: Saint-Gaudens. Sin duda, debido a esta incertidumbre, algunas obras españolas modernas se abstienen de pronunciarse a favor de ninguna localidad. Baste citar la Enciclopedia de la Religión Católica, dirigida por R. D. Ferreres [10]; la Historia de la Iglesia Católica, de la Biblioteca de Autores Cristianos [11], y la Enciclopedia Universal, de Espasa-Calpe [12]. Haciendo caso omiso de la afirmación de algunos autores despistados que han señalado como lugar de nacimiento de nuestro santo a Tarragona, confundiéndola con Tarazona, así como de las opiniones completamente improbables del P. Carvalho, que quiso hacerlo originario de la provincia de Pontevedra, y dos monjes de la abadía de Fitero – aludidos por Fr. Roberto Muñiz en su Médula histórica cisterciense -, según los cuales San Raimundo nació en la villa de Tudején, vamos a examinar detenidamente las tres primeras hipótesis.
El origen turiasonense de San Raimundo fue propalado principalmente por el cronista cisterciense Fr. Bernabé de Montalvo, en su Crónica de la Orden del Císter e Instituto de San Bernardo [13]; por Fr. Juan Briz Martínez, en su Historia de la fundación y antigüedades de San Juan de la Peña y de los Reyes de Sobrarbe, Aragón y Navarra [14]; por Fr. Antonio de Yepes, en su Crónica General de la Orden de San Benito [15]; por Fr. Angel Manrique, en sus Annales Cistercienses [16]; por el capellán Juan Julián Caparrós, en sus adiciones biográficas a la edición española del Año Cristiano, del P. Jean Croiset, traducido por el P. José F. de Isla [17]; por Fr. Roberto Muñiz, en su ya citada Médula histórica cisterciense [18]; por el canónigo Félix de Latassa, en su Biblioteca antigua de escritores aragoneses [19], y, por fin, por don Vicente de La Fuente en la continuación de la España Sagrada, del P. Enrique Flórez [20], y por José María Sanz Artibucilla, en su Historia de la ciudad de Tarazona [21]
En cuanto a algunas otras obras más modernas, que consignan la misma opinión, como los Diccionarios Enciclopédicos Hispano-Americano, Salvat y U.T.E.H.A., y El Santo de cada día, de Edelvives [22], se han limitado a copiar a alguno de los autores mencionados. En 1963, con motivo del VIII centenario de la muerte de San Raimundo, el P. Hermenegildo Marín publicó San Raimundo de Fitero, abad y fundador de Calatrava, adhiriéndose al mismo dictamen [23]. También en el monasterio de Fitero hubo algún prelado que sostuvo lo mismo, pues según cuenta el P. Calatayud, al levantarse su grandiosa Librería, a principios del siglo XVII, se puso en el friso de la cornisa una inscripción, desaparecida posteriormente, que decía: “Dn. Fray Raimundo de Sierra, natural de la ciudad de Tarazona, Primer Abad de Fitero. Fundador de la Orden de Calatrava [24], murió el año de 1164”. Pero el mismo P. Calatayud desecha su fuerza probatoria [25].
¿Pruebas del origen turiasonense de San Raimundo? Se reducen a “la tradición común y la particular de la ciudad y Santa Iglesia de Tarazona”, reforzada con la circunstancia de “haber sido la familia de los Serra muy antigua y de conocido lustre en la ciudad” [26]. Por su parte, don Julián Caparrós se limita a invocar “la opinión más autorizada”, y el P. Muñiz, “la opinión más probable”, sin explicarnos ni uno ni otro las razones que tienen para considerarla como tal. Más cauto, el P. Yepes escribe: “Dicen que era natural de la ciudad de Tarazona, en Aragón, y que fue canónigo de aquella iglesia, antes de tomar el hábito” [27].
La misma precaución muestra la Liturgia de las Horas para la Iglesia en Navarra, publicada recientemente, pues comienza diciendo que San Raimundo “nació, a finales del siglo XI, en Tarazona de Aragón, según se cree” [28]. En fin, don Vicente de La Fuente hace especial hincapié en que San Raimundo fue canónigo de Tarazona, lo cual no está comprobado, ni quiere decir, por otra parte, que naciera allí, pues entonces, como ahora, se podía ser canónigo de una catedral de cualquier ciudad, sin ser nativo de esta última. “Habiendo como había mozárabes en Tarazona – escribe -, ¿por qué no podía ser San Raimundo mozárabe de aquella ciudad, cuando la conquistó Alfonso el Batallador y el obispo don Miguel instituyó su cabildo? Desde la conquista de Tarazona en 1118, hasta la aparición de San Raimundo en Yerga en 1141, van 23 años, en que pudo ordenarse y ser canónigo” [29].
Desde luego, pero en la historia no se trata de lo que pudo ser, sino del que fue, y ¿dónde están las pruebas de que San Raimundo nació efectivamente en Tarazona? Don Vicente no aduce ninguna convincente, limitándose, como Latassa, a traer a colación la tradición de la iglesia de Tarazona e incluso de su Ayuntamiento, el cual puso el retrato de nuestro Santo entre los de los hijos célebres de la ciudad. Asimismo insiste en el pretendido apellido turiasonense de San Raimundo, aunque no está seguro de él. “Si San Raimundo – escribe – era de apellido Sierra, en Tarazona había en aquella época una familia del mismo apellido, como consta por una escritura de donación hecha en 1130 por doña Toda de Sierra, a la iglesia de Santa María de Rabate et ad suum clericum in Tirasona” [30]. Lo malo es que Latassa, como hemos visto, argumenta de la misma manera, pero suponiéndolo descendiente de alguna otra familia turiasonense, apellidada Serra y no Sierra. Por lo demás, es claro que estos alegatos antroponímicos no tienen ningún valor, puesto que en otras ciudades y regiones cristianas de aquel tiempo, también existían los apellidos Serra y Sierra. Fundándose precisamente en este último, el escritor gallego P. Luis Alfonso de Carvalho, S. J., sostuvo, a su vez, que nuestro Santo era pontevedrés, porque Sierra era un apellido entroncado con la casa de Sierra de Llamas de Mauro, en el concejo de Cangas.
El origen barcelonés del primer abad de Fitero fue difundido principalmente por Fr. Francisco de Rades y Andrade, capellán de honor de Felipe II, en su Crónica de las tres Ordenes de Caballería de Santiago, Calatrava y Alcántara  [31]; por el Licenciado Francisco Caro de Torres, en su Historia de las ordenes Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara [32]; por el escritor y eclesiástico portugués, Jerónimo Mascarenhas (castellanizado Mascareñas), el cual publicó en Madrid, entre otras obras, una Apología histórica de la Orden de Calatrava (1651) y una biografía de Raymundo, abad de Fitero (1653), y por el erudito y literato, don Aureliano Fernández-Guerra, en La Orden de Calatrava, t. I, parte II de la Historia de las Ordenes de Caballeros y de Caballería [33]. ¿Pruebas del origen barcelonés de San Raimundo? Tampoco son de mucho peso. Mascareñas se funda en que el nombre de Ramón – forma catalana de Raimundo – era más usado en Cataluña, durante la Edad Media, que en el resto de la Península, y en la tradición de la familia de los Zagarrigas, antigua e ilustre en Barcelona, la cual afirmaba que era hijo de su Casa y que conservaba en su archivo algunos papeles que daban fe de ello [34]. ¿Pero ya vio y examinó estos papeles don Jerónimo? No nos lo dice y es una lástima. En cuanto a lo de que el nombre de Ramón fuese, en la Edad Media, mucho más usado en Cataluña que en el resto de la Península, estamos de acuerdo; más lo malo del caso es que son rarísimos los historiadores que llaman a nuestro santo San Ramón, y dudamos mucho de que ni en Navarra ni en Castilla lo llamase el pueblo Fr. Ramón. ¿Dónde están las pruebas? En ninguna parte. Finalmente, la opinión que ha tenido y sigue teniendo buenos propugnadores, es la que asegura que el primer abad de Fitero no fue español, sino francés, y que su cuna fue Saint-Gaudens.

Saint-Gaudens es una subprefectura del departamento del Alto Garona cuya prefectura es Toulouse y está situada en una meseta, a la orilla derecha de dicho río. En la actualidad tiene unos 11.580 habitantes. Dista 90 kilómetros de Toulouse y 85 de Lourdes, y es la capital del país de Comminges. Está a 405 metros sobre el nivel del mar. Entre los defensores españoles del origen sangaudinés de nuestro santo, se cuentan el cronista y monje de la abadía de Fitero, Fr. Jerónimo de Alava, autor de unas Memorias de Fitero, escritas hacia 1630; el historiador navarro P. José de Moret, autor de los clásicos Annales del Reyno de Navarra [35], y el cronista y dos veces abad de Fitero, Fr. Manuel de Calatayud y Amasa [36], quien vivió en el siglo XVIII y escribió una obra, conocida con el título facticio de Memorias del Monasterio de Fitero [37]. El mismo de La Fuente reconoce que Fr. Manuel era un hombre “imparcial en la cuestión” [38] y el más eminente que tenía a la sazón la Congregación.
El P. Moret es terminante, pues afirma que San Raimundo era “extranjero, natural del pueblo de San Gaudencio, en el Condado de Comanje, como se halla en un manuscrito antiguo del archivo de Fitero”, añadiendo que, aunque fue canónigo de Tarazona, no hay razón para hacerlo natural de allí [39]. Entre los extranjeros que consignan la misma opinión, hay que anotar a los Pequeños Bolandistas, continuadores de las Acta Sanctorum de sus predecesores; al cronista de Saint-Gaudens, Baptiste Abadie, ya citado; al investigador vasco-francés Arnald d´Oihenart (1592-1668), en su Notitia utriusque Vasconiae, y, modernamente, a Mr. Francis Gutton, en su ya citada obra L´Ordre de Calatrava, escrita por encargo de la Comisión de Historia de la orden del Císter y prologada por Fr. M. Gabriel Sortais, Abad General de los Cistercienses de la Santa Observancia. Asimismo hacen constar tal parecer, en los artículos respectivos sobre San Raimundo y sobre Saint-Gaudens, el Larousse du XXè siècle [40] y el Grand Larousse Encyclopédique [41]. Y posteriormente, han sostenido la misma opinión Dom Maur Cocheril en sus Études sur le monachisme en Espagne et au Portugal  [42] y el P. Anselme Dimier en L´Art Cistercien hors de France [43]  ¿Pruebas del origen sangaudinés de San Raimundo? Por de pronto, la afirmación del Breviario de Comminges, el cual conmemora la fiesta de nuestro Santo el día 30 de abril [44].
Pero esta razón es evidentemente insuficiente, porque está demostrado que las noticias biográficas de los breviarios son más de una vez erróneas y, por lo mismo, no constituyen un argumento convincente. La segunda es que San Raimundo perteneció a una familia distinguida de Saint-Gaudens, la cual, al decir de Abadie, dio numerosos cónsules a la ciudad, como lo atestiguan diversos documentos conservados en los Archivos de la Alcaldía. Esta prueba es más aceptable, siempre y cuando esos documentos demuestren efectivamente el parentesco directo o indirecto de nuestro Santo, con alguno de los cónsules aludidos; pero ni Mr. Abadie ni Mr. Gutton transcriben ninguno. La tercera prueba es que en Saint-Gaudens existe un “inmueble que fue la casa natal de Raymond Serrat”. Mr. Gutton inserta, al frente de las 58 ilustraciones del final de su libro, una fotografía de dicho inmueble, poniéndole debajo las palabras que acabamos de entrecomillar. En el texto de su obra precisa además que dicha casa “se encontraba al Norte de la ciudad, en el barrio del Pradet[45].
Según las noticias de Baptiste Abadie, en tiempos pasados, durante la época de las Rogativas, había costumbre de ir en procesión hasta la casa de San Raimundo, para colgar una corona de laureles, en un gran clavo que tenía en la fachada, bendiciendo esta ofrenda el sacerdote que presidía la ceremonia. El mismo Abadie asegura que tomó parte muchas veces en dichas procesiones, las cuales todavía se celebraban al principio del siglo actual, según el testimonio de un nieto suyo, Mr. A. Abadie, librero de Saint-Gaudens, a quien entrevistó Mr. Gutton. ¿Quiso decir el historiador francés que dicho inmueble es efectivamente la auténtica casa en que nació San Raimundo? Si realmente fue así, la prueba es contundente. Mas nos extraña bastante que, al cabo de 900 años y pico, dicha casa continúe todavía en pie. Y, en efecto, ya no continúa, pues, según nos comunicó por carta del 12 de enero [46] del año 1981, Mr. Noël Estrade, Conservador del Museo Municipal de Saint-Gaudens, de 70 años de edad, él no la conoció y sobre su presunto emplazamiento, se construyó un inmueble moderno.

¿Quiso decir Mr. Gutton que el solar del inmueble fotografiado por él fue el sitio en que estuvo la casa en que nació San Raimundo? Entonces la cosa varía y su aserto es más verosímil. Pero, ¿dónde están las pruebas documentales? Mr. Gutton no aduce ninguna, ateniéndose únicamente a la tradición popular. En efecto, el pueblo de Saint-Gaudens cree auténtica dicha tradición y hasta una placa de la ciudad lleva todavía el nombre de San Raimundo, a quien los franceses llaman ordinariamente Saint Raymond de Calatrava. Según me decía en dicha carta Mr. Estrade, precisamente en la Plaza de San Raimundo, se organiza, todos los jueves, el Mercado Público, pues está situada en el centro de la ciudad, adyacente a la Rue de la République. Por otra parte, en la Colegiata [47] románica de Saint-Gaudens, hay un testimonio artístico del culto rendido a San Raimundo por su vecindario: es una buena pintura que representa al Santo, ubicada en el extremo derecho de los arcos ciegos del plano superior del Altar Mayor. En dicho plano, figuran asimismo San Esteban, San Juan Bautista y San Exuperio. Ahora bien, estas pinturas solo datan de mediados del siglo XIX, cuando la iglesia fue restaurada por Viollet-le-Duc. De todos modos, esta pintura de nuestro Santo pone de relieve la convicción del pueblo de Saint-Gaudens de que San Raimundo fue hijo de esta ciudad, como lo asegura el folleto de propaganda turística Saint-Gaudens et sa Collégiale en estos términos: “Saint-Raymond, originaire de la cité, abbé cistercien de Fitère (en Espagne) et  fondateur de l´Ordre religieux et militaire de Calatrava[48]. No se puede negar que todos estos datos son lo bastante impresionantes como para tomar muy en serio esta opinión; sobre todo, teniendo en cuenta que se trata de una ciudad francesa poco conocida e importante, la cual no tenía motivos particulares para adjudicarse la pertenencia de un personaje que, al fin y al cabo, se hizo famoso por sus empresas en España y no en Francia, y cuyas empresas, por añadidura, no fueron bien vistas por los cistercienses franceses de su época.  De todos modos, no nos atrevemos a concluir terminantemente que San Raimundo naciera en Saint-Gaudens. Desde luego, nos parece probabilísimo, pero nada más.
Por lo demás, el origen francés del primer abad de Fitero ha sido impugnado ásperamente por don Vicente de La Fuente; pero sus objeciones son más apasionadas que concluyentes. Veámoslas: a propósito del aserto de Fr. Jerónimo de Alava: “San Raimundo, primer abad de Fitero, fue ciudadano de Saint-Gaudens”, escribe don Vicente, que “nada significa”, y se pregunta: “¿De dónde lo sacó el P. Alava? No lo sabemos: quizá del Fiteriense, que, a su vez, era un papel originario de Morimundo, poco aceptable” [49].
Ese exabrupto es inadmisible, pues el P. Alava no era un plagiario cualquiera. En un informe sobre la abadía de Fitero, enviado a Cîteaux hacia 1733 – es decir, casi un siglo después de la muerte de aquél – y que consta en el Archivo General de Navarra [50], según el señor Goñi Gaztambide, se dice que Fr. Jerónimo de Alava “fue muy versado en historia, amantísimo de las antigüedades e incansable en revolver los archivos, de los cuales sacó a la luz cosas que habían estado ocultas, durante largo tiempo”. La misma Diputación de Navarra le consultaba en cuestiones históricas, como puede verse en los Rincones de la Historia de Navarra, de don Florencio Idoate” [51]. Por otra parte, si el mismo de la Fuente confiesa que no sabe de dónde sacó el P. Alava tal noticia, ¿por qué dice que “quizá del Fiteriense?”.
El Fiteriense era un antiguo manuscrito de nuestra abadía, escrito probablemente por un monje anónimo de ella, en el que se hacía constar que San Raimundo era originario de Saint-Gaudens. Estaba todavía en ella en la segunda mitad del siglo XVIII, puesto que el abad, Fr. Manuel de Calatayud lo cita en sus Memorias; pero más tarde desapareció misteriosamente. Como acabamos de ver, de la Fuente asegura rotundamente que “era un papel originario de Morimundo”, olvidándose de que, unas líneas antes, en la página 38, había escrito que “se supone escrito por un monje francés de Morimundo”. ¿En qué quedamos? ¿Se supone o lo era? Por supuesto, don Vicente no lo vio y es muy verosímil que no supiera del Fiteriense más que lo que había leído en el Aparato de la Historia eclesiástica de Aragón, escrito por el sacerdote zaragozano, P. Joaquín Traggia (1748-1813), a quien cita más adelante y del que reconoce que yerra más de una vez; pero como el citado manuscrito le estorbaba para sostener su tesis de que San Raimundo era de Tarazona, don Vicente lo recusó sencillamente como poco aceptable. En cambio, el P. Moret, que “vio y leyó” El Fiteriense, escribe que “parece escrito, cuando el caso era muy reciente, y da muy cumplida relación de todo [52] ”. El caso a que se refiere es la donación de Calatrava a San Raimundo por el rey, Sancho III de Castilla. Como se ve, pues, el P. Moret, que sabía más de historia de Navarra que don Vicente de la Fuente, no tenía al Fiteriense por “un papel poco aceptable”. Pero, si, en efecto, lo era, si contenía infundios inaceptables, ¿por qué, en vez de refutarlos, como hubiera sido lo lógico, optaron, al cabo de los siglos, por hacerlo desaparecer? ¿Qué interés había en ello? ¿Es que contenía, tal vez, verdades incómodas? ¡Quién sabe!
Tampoco el P. Manrique consideraba al Fiterienseun papel poco aceptable”, puesto que admitió sus narraciones y confiesa que tenía una copia, concordante con otra que existía en el colegio salmantinense de San Bartolomé. Pero todas las copias desaparecieron misteriosamente. No deja de ser extraño y sospechoso. Refiriéndose de la Fuente a los documentos relativos a San Raimundo, procedentes de la abadía de Morimond (él la llama, como hemos visto, Morimundo, castellanizando el latín morimundus), escribe que “naturalmente propendían a considerarlo como francés de origen y de hábito” por el empeño que tuvieron después los monjes de aquel monasterio “en tener supeditada la orden de Calatrava[53]. Este alegato, si no fuera por su malevolencia, resultaría infantil, pues la jurisdicción de la abadía de Morimond sobre la Orden Militar de Calatrava no tuvo que ver absolutamente nada con la nacionalidad de San Raimundo. En un principio, la Orden Militar de Calatrava pasó a depender del monasterio de la Scala-Dei, sencillamente por haber sido fundada por el superior de una abadía filial suya: el primer abad de Fitero. Para el caso, tanto daba que este abad se llamase Raimundo, Clodomiro o Anastasio y que fuese español, francés o alemán. Y después, al morir nuestro Santo y romper los caballeros con los monjes de Calatrava, continuó la misma dependencia, porque así lo dispuso el Capítulo General del Císter de 1164, cuando se presentó ante él don García, primer Maestre de la Orden [54], a solicitar la incorporación o afiliación de ésta a la Congregación Cisterciense.
Más tarde, la Orden Militar de Calatrava pasó a la jurisdicción de la abadía de Morimond, al cedérsela a esta última el monasterio de la Scala-Dei, a cambio de un priorato en la Gascuña. Así lo precisa el cronista Fr. Bernabé de Montalvo y lo admite el mismo de la Fuente, detallando Mr. Francis Gutton que la decisión fue tomada por el Capítulo General del Císter de 1187 y confirmada por el Gregorio VIII, mediante una bula firmada en Ferrara, el 4 de noviembre del mismo año.  A la sazón era IV Maestre de la Orden, don Nuño Pérez de Quiñones. Arguyendo con la misma lógica que don Vicente, también se podría decir que, si Tarazona propende a considerar a San Raimundo como hijo suyo y canónigo de su catedral, es por el empeño que tuvo siempre su obispado en tener supeditada a la abadía de Fitero, a causa de su importancia y de sus riquezas. Y este empeño no es un infundio nuestro, sino una realidad histórica.
Refiere don José Goñi Gaztambide que, ya al morir San Raimundo, el segundo obispo de Tarazona, don Martín, “usurpó el Monasterio y bendijo al segundo abad, Guillermo. Juan, arcediano de Tarazona, más tarde obispo de la misma ciudad, se presentó a mano armada, con una numerosa escolta, en Fitero, y penetrando dentro del atrio con furor e ímpetu,  golpeó a unos monjes e hirió a otros y se llevó cabras y cerdos de los religiosos, porque éstos no querían obedecer a la iglesia de Tarazona [55] ”. Con tan contundentes argumentos, el obispado de Tarazona se salió por entonces con la suya, pero no se acabaron las diferencias entre aquél y el monasterio de Fitero, el cual terminó por sacudirse la tutela de Tarazona, convirtiéndose en territorio nullius, en el siglo XVI, y sólo después de la exclaustración definitiva de los monjes, a finales de 1835, la parroquia de Fitero pasó a depender de nuevo de la Mitra de Tarazona. Pero, en fin, cortemos esta argumentación capciosa, que no vale menos que la “morimundesca” de don Vicente y continuemos con sus objeciones.
De la Fuente, tratando de refutar el relato del LXVII y LXXI abad de Fitero, Fr. Manuel de Calatayud, en el que afirma que San Raimundo era de Saint-Gaudens, alega que “esta narración no se aviene con la declaración de haber sido San Raimundo canónigo de Tarazona [56].” ¿Y por qué no? En primer lugar, está todavía por demostrar que, en efecto, fue canónigo de Tarazona, y en segundo, ¿por qué un clérigo francés – secular o regular – no pudo haber sido, en aquella época, canónigo de Tarazona, cuando lo fueron bastantes, de otras catedrales españolas de mayor importancia? Y más aún, pues, por aquel tiempo, fueron monjes cluniacenses franceses los dos primeros arzobispos toledanos de la Reconquista: Bernard de Sauvetat y Raymond de Salviac; e igualmente clérigos franceses, el arzobispo de Compostela (Dalmace) y los obispos de Salamanca (Jérôme de Perigueux), de Segovia (Pierre d´Agen), de Pamplona (Pierre d´Andouque), de Osma (Pierre de Bourges), de Sigüenza (Bernard d´Agen), de Roda-Barbastro (Pons), etc [57]. El último argumento de don Vicente de la Fuente contra el orígen francés de San Raimundo, es la defensa de Calatrava. “No parece probable – escribe – que tuviera tanto empeño en defender un pueblo español, a no serlo él, cuando los cistercienses franceses llevaban a mal que se metiera en aquella empresa [58]
Vamos por partes. En primer término, la iniciativa de la defensa de Calatrava no partió de San Raimundo, sino de su compañero, Fr. Diego Velázquez, y en segundo, don Vicente olvidaba, por lo visto, al escribir estas líneas, la participación considerable que tuvieron, en las guerras de la Reconquista española, muchos señores feudales y hasta eclesiásticos franceses. Refiriéndose exclusivamente al asedio y toma de Zaragoza (1114-1118) por Alfonso I el Batallador, don Pedro Aguado Bleye, en su Manual de Historia de España [59] nombra a los siguientes: Gaston, vizconde de Bearne; Rotrou du Perche (conde de Alperche); Centullo, conde de Bigorra; Pedro, vizconde de Gabarret; Ogier, señor de Miramont; Guy, obispo de Lescar; Arnaldo, vizconde de Lavedán “y otros[60]. Precisamente uno de éstos, el conde Rotrou du Perche de Alperche fue, al parecer, el que reconquistó previamente Tudela, a fines de agosto de 1114 [61], facilitando así la liberación posterior de los pueblos de la cuenca del Alhama, y entre ellos, de Tudején, con el territorio actual de Fitero. Como vemos, no era ninguna cosa extraordinaria, en aquel siglo, que San Raimundo, siendo francés, se interesase por la defensa de una plaza española contra la morisma. En conclusión, las objeciones de don Vicente de la Fuente contra el origen francés de nuestro Santo no tienen ningún valor.

¿Cómo se apellidó San Raimundo?

Antes de contestar a esta pregunta, es preciso aclarar una cuestión pre­via: la de si nuestro Santo llevó efectivamente algún apellido, pues, en la época en que vivió, ni en España ni en Francia, usaba todo el mundo apellidos, como ocurre en la actualidad. Por otra parte, los individuos que ingresaban en una Orden religiosa, aun cuando tuviesen un apellido patronímico o simplemente un sobrenombre familiar, no solían emplearlos, siendo conocidos únicamente por sus nombres de bautismo.
Por de pronto, es bastante sospechoso que el primer historiador español que se ocupó de San Raimundo, don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, en su obra en latín, Historia Gothica o De rebus Hispaniae (libro VII), no adjudique a nuestro Santo ningún apellido, mientras que a su compañero Fr. Diego lo nombra por su nombre y apellido: Diego Velázquez. Y hay que advertir que don Rodrigo casi fue contemporáneo de nuestro primer abad, pues nació pocos años después de muerto éste y murió en 1247; de manera que podía estar bien enterado. Análogamente el primer historiador español en castellano, Alfonso X el Sabio, quien se ocupó también de San Raimundo, en su Primera Chrónica General o Estoria de España, tampoco le confiere ningún apellido, llamán­dolo simplemente don Remón. Y Alfonso X vivió en el siglo XIII. Los PP. Zapater y Calatayud achacan al historiador Briz Martínez, fallecido en 1632, el haber inventado el pretendido apellido Sierra de San Raimundo, afirmando otros que el documento español más antiguo conocido hasta hoy que da al primer abad de Fuero un apellido: el de Sierra, es el Tumbo del monasterio de Monte Sión [62], cuya fecha de compilación se desconoce; pero, según la observación de Vicente de la Fuente, «si es de los siglos XVI o XVII, poca autoridad podrá dársele para esta cuestión» [63]. ¿Por qué? Porque desgraciadamente los escritores religiosos de dichas centurias no se anduvieron con escrúpulos para inventar, tergiversar y desfi­gurar a su antojo y conveniencia, la historia en general y la hagiografia en particular. Hace pocos años, el P. Norbert Backmund, historiador de la Or­den de los Premonstratenses, les lanzó todavía esta tremenda acusación: «Es bien notorio que, en la Península, los escritores religiosos de los siglos XVI y XVII corrigieron sin escrúpulos la historia, no siempre gloriosa, de su pa­sado, inventando fábulas a la mayor gloria de su Orden y quemando los do­cumentos onerosos y escandalosos» [64].
Fundándose probablemente en el Tumbo de Monte Sión, R. Muñiz, J. Mascareñas, A. de Carvalho, P. Centeno y J. de Rojas (estos dos últi­mos, en la hagiografia raimundiana de J. J. Caparros, inserta en el Año Cristiano de Croiset y retocada por ellos), Blasco de Lanuza, siguiendo a Briz Martínez, etc., apellidaron igualmente Sierra a San Raimundo, mientras que Hacera, Latassa y R. García Villoslada le dieron el apellido de Serra. ¿Quién tiene razón? Probablemente ninguno, pues si como parece lo más verosimíl, San Raimundo fue de origen francés, es más lógico que se apellidase Serrat, que es como lo apellidan los autores franceses B. Abadie, F. Gutton y M. Cocheril. Pero tampoco éstos aducen ningún documento que lo compruebe, y hasta sospechamos que se limitaron a afrancesar el in­ventado por los españoles. Desde luego, de haberse apellidado efectivamente Serrat nuestro primer abad, Sierra y Serra serían respectivamente la castellanización y la catalanización de Serrat, aunque hay que advertir que no hacía falta catalanizarlo como Serra, porque Serrat también es un apellido catalán (y por otra parte, Serra también lo es gallego y valenciano).
Debe tenerse en cuenta a este propósito que Serrat no es ninguna palabreja del francés común, el cual se formó principalmente del dialecto de la lengua de oil, llamado el francien; y por eso la palabreja serrat no figura en ningún diccionario francés propiamente dicho. Ni en los generales (de Littré, La­rousse, Darmesteter, etc.), ni en los especiales (de Godefroy, Gransaignes d´Hauterive, Dauzat, etc.). Serrat es una palabra provenzal, es decir, de la familia lingüística occita­na, que comprende las lenguas habladas en el Mediodía de Francia, desde el Delfinado hasta los Pirineos y el Golfo de León, y además en Cataluña, Va­lencia y Mallorca. Uno de estos dialectos es el que se hablaba en el Condado de Commin­ges, ya en el siglo XII. La misma ciudad de Saint-Gaudens no se llamaba así, en tiempos de San Raimundo, sino Mas Saint-Pierre, y tomó su nombre actual, en el siglo XIII, en honor de un mártir de la localidad, asesinado a los 13 años por su fe cristiana, en el año 475, durante la persecución de Eurico, rey de los visigodos. Ahora bien, mas también es otra palabra provenzal y significa casa de campo, cortijo o granja. En cuanto a serrat, tiene diferentes significados. El Diccionari Catalá­-Valencià-Bálear [65] da los siguientes: a) como sus­tantivo, serrat quiere decir cordillera, montaña relativamente pequeña y tierra cubierta de vegetación espesa, siendo además topónimo de diversos lu­gares; b) como adjetivo, significa, por una parte, serrado y aserrado, y por otra, cerrado y reservado [66].
Por su parte, el Dictionnaire des idiomes romans du Midi de la France, de Gabriel Azais [67], le da, como sustantivo, el sig­nificado de montaña, y como adjetivo y participio, los de apretado y aserra­do, equivalentes, respectivamente, a las voces francesas serré y scié [68]. ¿Pero ya se usaba la palabra serrat en tiempos de San Raimundo? Indiscutiblemente, sí, lo cual puede comprobarse leyendo el célebre ser­ventesio Elogio de la guerra, escrito por Bertrand de Born, trovador con­temporáneo de San Raimundo, pues murió en 1210, convertido asimismo, hacía años, en monje Císterciense [69].
...es tot entorn claus defossatz,
ab lissas de fortz pals serratz.
(Está todo circunvalado de fosos, protegido por empalizadas de sólidas estacas apretadas).
Lo que no hemos podido comprobar es si Serrat se empleaba ya en el siglo XII, como sobrenombre o apellido. En todo caso, es un hecho indu­dable el uso de sobrenombres provenzales, en la época de San Raimundo. Paul Lebel, en su pequeño manual, Les noms de personne en France, trae a colación cerca de un centenar de sobrenombres, que se empleaban ya en Francia en el siglo XII. Pues bien, una treintena de ellos son provenzales y se refieren: 1) a las particularidades físicas de los individuos, como Mal fag (contrahecho); 2) a sus cualidades morales, como Amoros (enamorado); 3) a su oficio, como Porta fais (cargador); 4) a su lugar de origen, como gasc (gascón), etc. [70]. Haciendo, pues, una aplicación antroponímica al caso de la familia de San Raimundo, Serrat podría muy bien traducirse como serrano (habitante o procedente de una sierra o montaña), serrador (que se dedica a serrar ár­boles o madera en general), reservado (poco comunicativo), apretado (taca­ño) o encerrado (que sale poco de casa). Pero ignoramos francamente en qué sentido se le pudo aplicar el sobrenombre de Serrat a San Raimundo o a alguno de sus antepasados. En todo caso, cualquiera de las cinco acepciones dadas es aceptable, pues las tres últimas son de carácter moral, y las dos pri­meras concuerdan perfectamente con el tipo montañoso, boscoso y madere­ro de la región de Comminges.
Mr. Francis Gutton ha insinuado otra hipótesis que bien podría ser la verdadera explicación del pretendido apellido occitano del primer abad de Fitero, y es que Serrat fuese una corrupción de Cerat, teniendo en cuenta que Saint-Cerat fue un apóstol de aquella región, en la que había más de un lugar y de un santuario que lo recordaban [71]. Desde luego, es bien posible; pero, ¿dónde están las pruebas? En conclusión: la cuestión del verdadero apellido de San Raimundo, si es que llevó alguno, en efecto, está todavía por resolver.
Su infancia y su mocedad son un misterio. ¿Estudió en la Universidad de París, como pretende algún cronista? ¿Siguió la carrera sacerdotal en Tarazona, como aseveran otros? Nada es seguro. ¿Fue canónigo de la catedral de Tarazona y, a continuación, ermitaño en Yerga? Así lo afirman algunos autores; pero no hay ningún documento fidedigno que lo acredite. Lo mas probable es que San Raimundo, pasada ya la veintena, ingresara en algún monasterio cisterciense francés, dependiente de la Abadía de Morimond, la cual había sido fundada en la Champagne, en 1115; y que, cuando Marimond abrió en 1137 las filiales de Aiguebelle, Berdous, Bonnefont y Escale-Dieu (Scala-­Dei), San Raimundo fuese trasladado a esta última. La Scala-Dei [72] se estableció en un terreno desierto, donado por el Conde de Bigorre, Pierre Marsan, y situado en un estrecho valle pirenaico, junto a las fuentes del río Adour, perteneciente, en la actualidad, al departamento francés de los Altos Pirineos. Poco después, Alfonso VII de Castilla se dirigió a los cister­cienses franceses, con la petición de que viniesen a hacer algu­nas fundaciones en su Reino y, con tal motivo, la Scala-Dei envió al abad Durand, con doce compañeros más, para abrir una aba­día en la montaña de Yerga [73]. San Raimundo vino en calidad de Prior. Los expedicionarios debieron hacer el via¡e seguramente a pie, tardando alrededor de una semana. Siguiendo la ruta de los peregrinos provenzales de Santiago de Compostela, entraron en España por Somport, cerca de Canfranc, continuando por la línea de Jaca, Monreal y Puente la Reina. Aquí se separaron de los peregrinos jacobitas y, bordeando la orilla derecha del río Arga, llegaron a Milagro. Por la famosa barca de este pueblo, atrave­saron el Ebro y desembocaron en Alfaro; y desde esta localidad, subieron a Yerga. Fue probablemente hacia el mes de mayo de 1139. No se sabe si existía ya en Yerga una ermita, en la que, se­gún algunos autores, se albergaron primeramente los monjes, o si fue construida por éstos ¿Edificaron asimismo un convento? Es muy probable; pero no nos consta. Durand y sus compañeros vivieron en esta montaña alrede­dor de dos años. En el verano de 1140, Alfonso VII de Castilla vino a acampar en sus inmediaciones, en son de guerra contra el Rey de Nava­rra, García Ramírez el Restaurador, y noticioso de las precarias condiciones en que se desenvolvía la comunidad de Yerga, hizo donación al abad Durand y a sus sucesores, de una granja o pequeña villa desierta, llamada Niencebas, que se encontraba en un valle próximo, a dos leguas de la ermita de Yerga, a una de Fitero y a cuatro de Calahorra. Vale la pena de ofrecer a nuestros lectores una traducción íntegra y directa de ese histórico documento [74], que hemos hecho literalmente de la copia latina que inserta Cristina Monterde, en su ya citada Colección diplomática del monasterio de Fitero [75] .
«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Como quiera que cada uno de nosotros no puede alcanzar el reino de Dios por la violencia, sino por la limosna y la oración, y por otras virtudes semejantes, debemos hacer limosnas y oraciones, según lo que Dios nos dio para que merezcamos ser partícipes del reino celestial, por los méritos de las buenas obras. Por eso, yo, Alfonso, emperador de España, junto con mi esposa Berenguela, deseando reinar eternamente con Cristo, con grato ánimo y espontánea voluntad, por mi salvación ante todo y por la de mis padres, por el perdón de nuestros pecados, hago donación, por juro de heredad, a Dios y a la iglesia de la bienaventurada María, siempre Virgen, fundada en el monte que llaman Erga, y al señor Durand y sus compañeros, que están en el mismo lugar e iglesia, sirviendo regularmente a Dios y a la bienaventurada María, así como a sus sucesores, de aquella villa desierta y del lugar que llaman Nezebas, con todos los términos del mismo lugar, entradas y salidas, montes, valles, tierras, aguas, pastos, huertos y solares y con todas sus otras pertenencias, en cualquier lugar que estén. (Hacemos donación) del lugar arriba mencionado, o sea, Nezebas, con todas sus pertenencias, en tal modo, a la predicha iglesia de la bienaventurada María, situada en el monte Erga, y al señor Durand [76], ya dicho, y a sus compañeros que sirven a Dios allí, y a sus sucesores, para que libre y tranquilamente lo posean a perpetuidad. Y si alguno de mi linaje o de otro se mostrare contrario a la escritura de esta donación mía y la infringiere, herido de anatema, sea condenado al infierno con el traidor Judas, si no se retractare; y además, por su temeraria osadía, pague a la dicha iglesia y al poder real mil maravedís, y restituya el doble de lo que hubiese tomado. Hecha la carta en la Ribera del Ebro, entre Calahorra y Alfaro, en el tiempo en que el emperador firmó la paz con el Rey, Don García, y desposó a su hijo con su hija, a los 8 de las calendas de noviembre, era 1178, reinando el sobredicho Emperador en Toledo, León, Zaragoza, Nájera, Castilla y Galicia. Yo, Alfonso Emperador, confirmo esta carta que mandé hacer, en el año VI de mi imperio, y la firmo con mi mano. Sancho, Obispo de Calahorra, confirma. Miguel, Obispo de Tarazona, confirma. Esteban, Prior de Nájera, confirma. Rodrigo Gómez, Conde, confirma. Osorio Martínez, Conde, confirma. Conde Ladrón confirma. Gutierre Fernández confirma. Diego Muñoz, Mayordomo del Emperador, confirma. Poncio de Minerva, Alférez del mismo, confirma. Martín Fernández, en Calahorra, confirma. Fortún García, confirma. Miguel Muñoz de Finojosa, confirma. La escribió Giraldo, por mandato del Maestre Hugo, Canciller del Em­perador».

      El nuevo lugar también era árido, pero no tanto ni tan frío como Yerga. La donación real fue hecha el 25 de octubre de 1140, pero los monjes no se trasladaron a Niencebas hasta el 2 de octubre de 1141; es decir, casi un año después. La explicación es que, como el pueblo estaba completamente en ruinas, los monjes tuvieron que edificar previamente en él alojamiento e iglesia. Al parecer, el abad Durand [77] murió allí cuatro años des­pués, o sea, hacia 1145, y entonces fue elegido por los religio­sos, como sucesor suyo, el prior Raimundo. Una veintena de escrituras del Tumbo o Libro Naranjado del Monasterio de Fitero nos dan una idea aproximada de la actividad de San Raimundo, en el orden temporal, durante su período aba­cial de Niencebas. No deja de ser significativo que varias de ellas se refieran a adquisiciones territoriales en Fitero, pues en 1147 compró allí una heredad; en 1148, recibió una pieza; y en 1150, adquirió por permuta otras cuatro piezas. Sin duda, empe­zó tempranamente a pensar en Fitero, como en el sitio ideal para el establecimiento definitivo de su monasterio. En 1147, San Raimundo concurrió al Capítulo General del Císter, celebrado en Citeaux, con asistencia del Papa Eugenio III, que había sido cisterciense; y aprovechando la ocasión, obtuvo del Pontífice una bula, expedida en el mismo Císter, el 17 de septiembre de dicho año, por la cual tomaba Eugenio III bajo su protección, al monasterio de Niencebas, con todas sus propie­dades. Al volver de dicho Capítulo, el Obispo de Tarazona, don Mi­guel Cornel, concedió a San Raimundo y a sus sucesores la exen­ción del pago de diezmos por las tierras que tuviesen o adquirie­sen en su diócesis, y cultivasen con sus propias manos y sus animales de labranza (6 de febrero de 1148). Sin embargo, el monasterio de Niencebas, como anteriormente en el de Yerga, seguía perteneciendo a la diócesis de Calahorra, y no a la de Tarazona, como han pretendido algunos autores aragoneses. La estancia de los cistercienses en Niencebas duró unos once años, trasladándose a Fitero en la segunda mitad del 1151 o en la primera del año 1152 Por supuesto, tanto Yerga como Niencebas siguieron perte­neciendo a la Abadía de Fitero, mientras vivió San Raimundo; pero el convento de Niencebas pasó a ser propiedad de la Abadía de San Prudencio, ubicada en Monte Laturce, a seis leguas de Logroño, hacia finales del siglo XII. El traslado a Fitero se hizo, en buena parte, gracias, al parecer, a la donación de una heredad que hicieron a San Raimundo y a sus monjes, y sucesores, el rico-hombre don Pedro Tizón o de Rada y su mujer doña Toda, señores de Cadreita y Monteagudo, y abuelos paternos del famoso Arzobispo de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada. Este dignatario fue pre­cisamente el que hizo construir mas tarde, a sus expensas, la monumental iglesia actual de nuestro pueblo, y los restos de su abuelo don Pedro descansan en la misma, en una arqueta depositada dentro del cenotafio de piedra que hay en el pres­biterio, al lado del Evangelio.
      Huelga anotar que el cambio de Niencebas a Fitero se llevó a cabo con la autorización previa del entonces Obispo de Calaho­rra, don Rodrigo de Cascante (1146-1190), de quien siguió de­pendiendo el Monasterio, mientras lo rigió nuestro Santo.
      San Raimundo hizo construir el primitivo cenobio y el pri­mitivo templo de Fitero, los cuales desaparecieron posterior­mente. Con todo, es seguro que la portada actual de nuestra iglesia y su muro central, con la claraboya circular de anillos concéntricos, pertenecieron al templo raimundiano, el cual fue evidentemente románico y de una sola nave. Uno de los primeros actos de San Raimundo, una vez insta­lado en Fitero, fue poner el flamante monasterio bajo la pro­tección de la Santa Sede, como hiciera anteriormente en Nien­cebas, lo que consiguió con otra bula de Eugenio III, fechada el 9 de julio de 1152 [78].
La Abadía de Fitero prosperó rápidamente, gracias a las nu­merosas donaciones y compras, realizadas en tiempo de nues­tro Santo. Casi un centenar de escrituras del Tumbo lo acre­ditan.
En 1156, el ya citado don Rodrigo de Cascante, Obispo de Calahorra, cedió a nuestro primer Abad y a sus monjes, las cuartas episcopales. En enero de 1157, el Rey Sancho IV el Sabio de Navarra les concedió una serie de privilegios verdaderamente extraordina­rios: 1) multa de mil sueldos para el Rey y reparación completa de daños al Monasterio, a los que infligieren a éste cualquier violencia o daño en sus propiedades y pertenencias; 2) paso libre y gratuito por la barca de Milagro; 3) exención del pago de portazgos y de toda clase de alcabalas e impuestos; 4) pas­tos libres para sus rebaños en todo el Reino, bajo pena de excomunión y de multa de mil sueldos a los que pretendieren estorbárselo; 5) en caso de mezclarse sus ganados con otros extraños, adjudicación inmediata al Monasterio de las cabezas que reclamase como suyas, bajo la sola palabra de un monje; 6) y en fin, sentencias judiciales favorables en cualquier clase de pleitos, bajo la palabra de un solo monje del Monasterio, sin necesidad de juramento ni de testigos... Por su parte, Sancho III de Castilla donó, el mismo año de 1157, a San Raimundo y a su Abadía el castillo de Tudején, con todos sus términos y pertenencias.

¿Cuál fue la vida premonacal de San Raimundo?

La ignoramos en absoluto. Esta es la pura verdad. Algo más optimista, el canónigo Félix de Latassa consignó: «Sabemos muy poco de los primeros años de nuestro San Raimundo...» [79]. ¿De los primeros solamente? Sí, de los primeros cuarenta y tantos... Pero afortunadamente, nunca faltan hagiógrafos y cronistas de buena voluntad, dispuestos a suplir con su fértil imaginación la falta de datos cier­tos, y es lo que ha ocurrido cabalmente con el primer abad de Fitero. Pasemos revista a algunos de los más conocidos.

A) Las hipotesis de Mascareñas.

Don Jerónimo Mascareñas confiesa llanamente que se desconocen los padres y la educación de San Raimundo; pero, a continuación, afirma, con toda tranquilidad, que nuestro Santo, apenas tuvo uso de razón, se dio a la práctica de la virtud, pintándonos con todo detalle las virtudes que adorna­ron en su infancia al primer abad de Fitero. «Sus padres - agrega textualmente - ayudarían las buenas disposiciones de Raimundo con la educación y con el ejemplo... Pasaría sin duda Raimun­do, después de haber estudiado en su patria, a Tarazona, poco después de su restauración. ¿Qué dificultad tiene que fuese hijo de alguno de sus glo­riosos conquistadores?, que le dejase allí canónigo, debajo de la educación de don Miguel, su primer obispo, monje benito, y que su comunicación le aficionase a la Regla de aquel Gran Patriarca y le obligase a profesarla en la Congregación del Císter, que tanto florecía?»
En efecto, no hay ninguna dificultad en admitir todo lo que quiera supo­ner don Jerónimo Mascareñas, dado el carácter seminovelesco que dio a su biografia de nuestro Santo, publicada con el título rimbombante de «Ray­mundo, Abad de Fitero, de la Orden del Císter, Fundador de la Sagrada Re­ligión y ínclita Cavallería de Santa María de Calatrava; Primer Capitán Ge­neral de su Espiritual y Temporal Milicia» [80]. Pero, como se ve, todo lo que dice acerca de la infancia y juventud de San Raimundo, se reduce a meras suposiciones, sin ningún fundamento do­cumental. Por ello, él mismo las epilogó con esta frase dubitativa: «Sea lo que fuere de estos principios...» [81]. ¿Sea lo que fuere? Es decir, que no sabía lo que fueron.

B) Las fantasías de Caparrós

J. Julián Caparrós es más expeditivo. Como no era cuestión de ofrecer a los devotos lectores del Año Cristiano de Croiset una biografía llena de la­gunas, se apresuró a llenarlas por su cuenta; y así nos refiere con todo can­dor que San Raimundo nació en Tarazona; que sus nobles padres lo criaron, con el mayor cuidado, en la piedad y en la religión cristianas; que, a consecuencia de ello, el joven Raimundo siguió la carrera eclesiástica y que, terminada ésta, fue provisto de uno de los canonicatos de la Santa Igle­sia de Tarazona, en cuyo empleo se hizo admirar de todos, por su vida ejemplar. Pero como Dios lo llamaba a un estado de perfección más sublime, el piadoso canónigo renunció a todo y se retiró al desierto, con el fin de atender únicamente al negocio de su propia salvación. Algún tiempo des­pués, oyó hablar, con gran elogio, de la Reforma del Císter y se decidió por abrazar este instituto, en el monasterio de la Scala-Dei [82].
He aquí explicado con toda sencillez, el periodo premonacal de la vida de San Raimundo, ignorado por la mayoría de los autores antiguos y modernos. Lo malo del caso es que la explicación de Juan Julián Caparrós no resis­te a la crítica histórica más elemental, pues, para echar por tierra todo lo que nos cuenta acerca de la juventud de nuestro Santo, baste saber que, du­rante ella y aún los comienzos de su madurez, Tarazona estaba en poder de los sarracenos; que era un importante waliato [83] musulmán y que allí no había catedral ni canónigos ni obispo ni ningún centro de formación sacerdotal. En efecto, Tarazona fue conquistada por Alfonso I el Batallador, a princi­pios de 1119; es decir, cuando San Raimundo frisaba ya en la treintena. Y la prueba de que, a la sazón, no había allí ningún obispo ni cabildo ni ca­tedral, es que el mismo monarca citado restableció la antigua sede episcopal de Tarazona, que databa del siglo V y había sido suprimida por los moros, nombrando prelado de la misma, el 13 de diciembre de 1119, a un monje llamado Don Miguel, el cual fue el primer obispo turiasonense de la Recon­quista. El cronista de Tarazona, don José Maria Sanz Artibucilla ni siquiera pudo probar que los mozárabes de la ciudad - los pocos que quedaban, a principios del siglo XII - tuviesen a su servicio una iglesuca dedicada a la Virgen María, en el sitio en que se levanta hoy la catedral, y rechazó con desdén la lista de presuntos obispos y mártires mozárabes de la misma, pro­pagada - si no inventada - por el P. Argáiz, de quien escribe que «su pa­labra no merece gran crédito, cuando no se apoya en datos ciertos» [84]. Así pues, todo lo que refiere Juan Julián Caparrós, referente a la moce­dad de San Raimundo en Tarazona, es pura fantasía. En cuanto a los períodos canonical y eremítico de nuestro Santo, vamos a ocuparnos de ellos detenidamente.

¿Fue San Raimundo canónigo de Tarazona?

Por supuesto, el señor Sanz Artibucilla lo afirma categóricamente. «Es cosa indubitable – escribe - que San Raimundo fue canónigo de Tarazona. Lo dice el obispo don Miguel, en la donación que hizo a San Raimundo, el año 1148...; lo consigna nuestro Breviario que empieza: “Raymundus, cano­nícus ecclesiae Turíasonensis in regno Aragoniae; y de canónigo está repre­sentado en todas las pinturas y esculturas que de él poseemos» [85]. Ampliando, por nuestra cuenta, el tercer aserto, especificaremos que, en efecto, en la catedral de Tarazona, se conservan, al menos, tres cuadros que examinamos personalmente y que representan a San Raimundo, vestido de canónigo. Los tres retratos son, por supuesto, imaginarios. Uno se en­cuentra en la capilla de San Andrés, al fondo de la girola y ocupa el lado derecho (izquierdo del espectador) del banco del Sagrario. Es policromado y de medio cuerpo. Tiene la mano izquierda posada sobre el pecho y, con la derecha, sostiene un guión de la Orden de Calatrava. El segundo se halla en el extremo derecho del testero de la Sacristía, ocupando el último lugar de seis personajes que prestigiaron a Tarazona: San Prudencio, San Gaudioso, San Atilano, etc. Es también un retrato policromado, y al contrario que en la capilla de San Andrés, lleva posada sobre el pecho la mano derecha y con la izquierda sostiene el guión. Además ostenta otra diminuta cruz de Ca­latrava, colgada del capillo blanco de su hábito coral. Por fin, la tercera y más interesante imagen es la que preside el Oratorio Capitular, representán­dolo asimismo de canónigo, en un buen altorrelieve policromado de made­ra, sobre un gran cuadro. A su izquierda, ondea una amplia bandera roja con la cruz de Calatrava, y a su derecha, un angelito, también en altorre­lieve, sostiene sobre su cabeza un libro abierto, con esta inscripción, alusiva al Libro I de los Macabeos, cap. III, v. 18:

Velut Alter
Machabaeus
concludit
multo
in manu
paucorum.

(Como otro Macabeo, hizo caer prisioneros a muchos, en manos de unos pocos).
El cuadro es barroco y data del siglo XVIII, cuando, con licencia de Be­nedicto XIII, se extendió su rezo litúrgico al clero de la ciudad y diócesis de Tarazona, ya en la tercera década de dicha centuria. Por si fuera poco, en la iglesia de San Atilano de la misma ciudad, se ve­nera otra bella imagen de San Raimundo, vestido de canónigo, que es una escultura barroca de tamaño natural. En su pedestal se lee: «San Raimundo de Serra». (Así, con una de nobiliaria). Ni qué decir tiene que todos los autores que defienden que San Raimun­do nació en Tarazona, están asimismo conformes en que fue canónigo de su catedral. E incluso algunos que lo creen originario de Saint-Gaudens, como los PP. Calatayud y Moret. Pero ni las pinturas ni las estatuas ni los escritos de esos autores ni la tradición popular turiasonense se remontan siquiera a los comienzos del siglo XVI y, por consiguiente, no tienen ninguna fuerza probatoria.
Existe, con todo, un documento del siglo XII, muy discutible, aludido, como hemos visto ya, por el señor Artibucilla y esgrimido hábilmente por don Vicente de la Fuente, como una prueba irrefutable de tal presunción: es el instrumento de un privilegio que habría concedido el primer obispo tu­riasonense de la Reconquista, don Miguel, a nuestro Santo, cuando éste era abad de Niencebas. En virtud de ese privilegio, don Miguel eximía a nuestro Santo y a sus sucesores del pago de diezmos, por las granjas que tuviesen en su diócesis y por las tierras que adquiriesen en ella y cultivasen los frailes, con sus propias manos o con sus animales de labranza. Este instrumento cuyo texto íntegro en latín reproduce de la Fuente en los apéndices del tomo 49 de la España Sagrada de Flórez, bajo el nº XXIII, plantea tres problemas: 1) ¿Hubo, efectivamente, tal privilegio? 2) ¿Se deduce indudablemente de su texto que San Raimundo fue canó­nigo de Tarazona? ¿La redacción conocida de dicho instrumento es la auténtica y primi­tiva o fue arreglada o interpolada posteriormente?  Por de pronto, la existencia real de tal privilegio fue ya rechazada rotun­damente por Mascareñas, en el siglo XVII, y por Latassa en el siglo XVIII. Este último escribe a este propósito: «Ni me valdré de un privilegio del pri­mer Obispo de Tarazona, don Miguel, fecho en la era 1186 (año 1148), de que algunos han hecho uso, siendo manifiestamente falso, como lo prueba Mascareñas (p. 3), y se convence más plenamente con un menologio de Montearagón, que se guarda en la Real Biblioteca del Escorial, del cual consta que dicho Obispo murió en la era de 1178 (año 1140)[86].
Evidentemente, si don Miguel murió en 1140, no pudo otorgar ninguna escritura en 1148; pero ¿falleció efectivamente en aquel año? De la Fuente transcribe otros tres documentos que parecen demostrar que don Miguel vi­vió más años de los que cree Latassa. Son una donación de Fortún Acena­ric, fechada en 1148; otra de Fortunio Aznar, hecha en 1150, y una transac­ción sobre la aldea de Villamayor, fechada el 7 de julio de 1151. Por cierto que, en esta última, aparece como testigo San Raimundo, y al final de la misma, se dice que fue hecha «in anno quo Michael, Tirasonensis Episco­pus, et Petrus Tarase migraverunt», es decir, en el año en que Miguel, obis­po de Tarazona y Pedro Tarase (don Pedro de Atarés) emigraron al otro mundo [87]. Por otra parte, nada hubiera tenido de particular que el primer obispo de Tarazona hubiese concedido efectivamente la supradicha exención al mo­nasterio de Niencebas, aunque éste pertenecía a la diócesis de Calahorra, y no a la de Tarazona, contra lo que afirma don Vicente, pues hay que tener en cuenta que a la Mitra turiasonense le convenía atraerse a un abad tan emprendedor e influyente como San Raimundo, amigo del rey Alfonso VII de Castilla, el ambicioso monarca que, años atrás, había dado más de un disgusto a la ciudad de Tarazona y personalmente al obispo don Miguel, re­cortándole la diócesis y destituyéndolo de su cargo.
Pero vengamos al segundo problema: ¿se deduce incontestablemente del texto del discutido privilegio que San Raimundo fue canónigo de Tarazona? De ninguna manera, pues en él no se habla taxativamente de tal canonjía. Se trata, como vamos a ver, de una deducción arbitraria y apresu­rada de don Vicente, sacada de unas frases del comienzo de este documento, el cual dice así: «Ego, Michael, Tyrasonensis Episcopus indignus, pro amore nominis Je­suchristi et pro remissione peccatorum meorum, facio hoc donativum tibi, Raymundo, venerabili et religioso viro, quondam Ecclesiae nostrae filio. nunc autem, ordine et habito in melius mutato, Nencebarum Abbati..» (Yo, Miguel, obispo indigno de Tarazona, por el amor del nombre de Je­sucristo y por el perdón de mis pecados, te hago donativo a ti, Raimundo, varón venerable y religioso, hijo en otro tiempo de nuestra Iglesia, pero ahora, después de haber cambiado de orden y de hábito por otros mejores, Abad de Niencebas ...). De la Fuente ha concluido que San Raimundo fue canónigo de Tarazo­na, de las frases «hijo, en otro tiempo, de nuestra Iglesia», que cambió «de orden y de hábito por otros mejores» [88]. ¿Pero es legítima tal conclusión? Veamos.
La frase «nuestra Iglesia» se puede tomar en dos sentidos: o como el conjunto de los diocesanos, es decir, como sinónimo de diócesis; o como el templo propio del obispo, es decir, la catedral. En el primer sentido, hijo de nuestra Iglesia significa sencillamente diocesano suyo, ya clérigo, ya seglar, y en el segundo, feligrés de la catedral. Ahora bien, si se toma en este últi­mo, habida cuenta de lo que se dice a continuación, acerca del cambio de orden y de hábito de nuestro Santo, se puede deducir, a lo sumo, que San Raimundo fue clérigo de la catedral de Tarazona; pero no precisamente ca­nónigo. ¿O es que todos los clérigos de la catedral turiasonense eran, a la sazón, canónigos? Por supuesto que no, pues habría además simples diáco­nos y presbíteros, sin beneficio ni canonjía. Al pie del documento aparecen como testigos Vitalis, prior; Arnaldus, sacerdos; Iohannes, sacrista; Raimundus de Fita.
Abordemos finalmente la última cuestión: ¿la redacción conocida ac­tualmente del discutido privilegio, si es que lo hubo, es la auténtica y primi­tiva? Hay serios motivos para sospechar de ella. Nosotros la hemos leído y releído con atención y lo primero que salta a la vista, es que el latín culto y hasta elegante que se emplea en ella, no tiene que ver nada con el tosco y bárbaro que se usaba ordinariamente en el siglo XII. Y para convencerse de ello, no hay más que comparar el estilo de esta donación, con el de los ins­trumentos XXIV de 1148, XXV sin fecha y XXVI de 1150, en que se hace referencia al obispo don Miguel y que inserta el mismo de la Fuente en los Apéndices del tomo 49 de la España Sagrada, así como con el lenguaje de los instrumentos XIX de 1153 y XXII y XXIV de 1157, que se refieren a San Raimundo y que copia el mismo historiador en los Apéndices del tomo 50.
Francamente el estilo latino del privilegio en cuestión no era corriente en los escritos de los clérigos medievales. Esa ambigua y elegante perífrasis: «quondam Ecclesiae nostrae filio, nunc autem, ordine et habitu in melius mutato», tiene todas las trazas de una interpolación posterior. Con toda probabilidad, el obispo don Miguel o su escribano habrían dicho lisa y lla­namente «quondam Ecclesiae nostrae canonico» y habrían suprimido la im­pertinente apreciación, propia de un monje, pero no de un obispo, «ordine et habitu in melius mutato»: frase que menoscaba el prestigio de los clérigos seculares de la catedral, y sobre todo, el de los canónigos, los cuales, a la sa­zón, vivían también en comunidad y se regían por la Regla de San Agustín. El mismo Mascareñas escribió, a este propósito, que «no dixera el Obispo que (San Raimundo) se mudó después a mejor Orden y hábito» [89]. Natu­ralmente. Era de elemental diplomacia. Por otra parte, ¿no es extraño y sospechoso que un superior eclesiástico se dirigiera a un inferior, para concederle un privilegio, en los términos li­sonjeros y hasta un poco adulatorios que se atribuyen al obispo don Mi­guel?
Añadamos que no se conserva el original del discutido privilegio y que la copia transcrita por De la Fuente fue tomada, no precisamente del archivo de la catedral de Tarazona, sino del Tumbo del monasterio de Fitero, compilado por el prior y archivero, Fr. Manuel Baptista Ros, ya en 1634; precisamente el mismo año en que nuestra abadía y las otras cuatro Cístercienses navarras de varones, a saber: Leyre, La Oliva, Iranzu y Marcilla, quedaron incorporadas definitivamente, por una bula del Papa Urbano VIII, a la Congregacíón de Aragón. ¡Curiosa y significativa coincidencia! En resumen: la pretendida canonjía turiasonense de San Raimundo no está comprobada documentalmente. Ni tampoco de otra manera fehaciente, pues hay que agregar a todo lo dicho las dificultades que surgen al explicar su origen, tanto si se admite que San Raimundo nació en Tarazona como en Saint-Gaudens. En el primer caso, ya Fr. Manuel de Calatayud objetó que, para ser canónigo de Tarazona, es de presumir que San Raimundo estuviese suficiente­mente “adornado de virtud y letras”. Pero ¿dónde pudo adquirir éstas, si en sus 19 o 20 años primeros, aquella ciudad estaba dominada por los moros? En Tarazona no había escuelas y para que sus padres lo enviasen a estudiar a otra parte, era menester que tuviesen medios, lo que se hace dificultoso de creer, estando dominada por los moros, «gente tirana y codiciosa» [90]. A continuación rechaza la afirmación disparatada de un “biógrafo doméstico” (tal vez el P. Anselmo Arbués, autor de una Vida de San Raimundo de Fitero, que nunca fue impresa) de que San Raimundo es­tudió en la Universidad de París, cuando «está fuera de duda que hasta el ‘Maestro de las Sentencias’ (Pedro Lombardo: 1100-1160) no hubo Universi­dad en París» [91].
Esto por lo que hace a la hipótesis de que San Raimundo fuese natural de Tarazona y viviese en ella. Pero, si se admite que nació en Saint-Gaudens, tampoco es fácil de explicar cómo se convirtió en canónigo de Tarazona. La doctora Cristina Monterde, que duda de tal canonjía, ha lanzado «una posible hipótesis», que explicaría la aparición de San Raimundo en la ciudad aragonesa del Queiles. «El obispo don Miguel – escribe - era originario de Francia, había nacido en Toulouse, de donde vino hacia 1119, año en que se reconquistó Tarazona. Cerca de Toulouse se encuentra Saint-Gaudens... Es muy pro­bable que Raimundo naciese en Saint-Gaudens. Seguramente más tarde, cuando el obispo don Miguel vino a Tarazona, pasando por Saint-Gaudens, siguiendo el camino de penetración en España, se traería con él a Raimun­do» [92]. La hipótesis es, desde luego, congruente; pero, ¿en dónde están los medios de verificarla?
Desde luego, no parece cierto que el obispo don Miguel llegase a Tarazona “hacia 1119” a menos que se tome este “hacia” como sinónimo de unos años más o menos, pues resulta que, al pie de la Carta-puebla de Belchite, otorgada en 1116 por Alfonso el Batallador, aparece la firma de don Miguel en estos términos: “Episcopus Michael electus in Espiscopatu de Tarassona”, y en el fuero de Sobrarbe, otorgado a la ciudad de Tudela por el mismo monarca, en 1117, figura con esta otra: “Episcopus Michael in Sancta Maria Idrie Tirasone” [93] Por otra parte, el origen de este personaje ha sido bastante controverti­do. Según las conjeturas de los historiadores Briz Martínez y Gregorio de Argáiz, el obispo don Miguel había sido monje de San Juan de la Peña, fundándose en que tuvo por capellán a Iñigo, que también era monje de dicho monasterio. Pero De la Fuente no lo juzga «bastante fundamentado, porque los monjes dependían entonces de los obispos mucho más que des­pués, y porque los obispos se tenían que valer de cenobitas, dado el atraso del clero secular».
Argáiz dice que el apellido de don Miguel era Cornel, deudo de don Gas­tón de Biel, el cual se halló con el rey don Pedro I de Aragón en la batalla de Alcoraz. Se funda en las armas heráldicas de los Biel, idénticas a las que el obispo don Miguel tiene en la Sala de Obispos del Palacio Episcopal, “lo cual tampoco puede estimarse como fundamento sólido» [94]. En fin, todavía puede esgrimirse otra objeción extradocumental, contra la canonjía de San Raimundo, en el supuesto de que él y el obispo fuesen franceses, pues resulta incomprensible que, dadas la madurez y la religiosi­dad de nuestro Santo, no se hubiese enterado del empuje que estaba ad­quiriendo en su patria la Orden del Císter, antes de pasar a la Península, y que se le ocurriese ingresar en ella, ya en España, 20 años después. ¡Ah! y dejando plantado a su compatriota y protector. Para terminar, aclaremos que nosotros no afirmamos ni negamos que San Raimundo fuese canónigo de Tarazona: lo que sostenemos es que no está históricamente demostrado. Nada más.

¿Hizo San Raimundo vida eremítica en algún desierto?

No es probable, sobre todo si, como parece, fue de origen francés. Des­de luego, pocos historiadores ni biógrafos han recogido esta especie: ni Manrique ni Montalvo ni Moret ni Calatayud ni Alava, ni siquiera Mascareñas, tan aficionado a la novelería. Se trata de uno de tantos infundios de los autores de cronicones apócrifos y de vidas de santos falseadas, como pulula­ron en España, a finales del siglo XVI y en la primera mitad del XVII. Uno de estos falsarios fue Juan Tamayo de Salazar, del que ya nos hemos ocupa­do en la sección de Gazapos y gazapillos [95]. Pues bien, Tamayo de Salazar fue uno de los primeros - si no el primero - en lanzar en su libro Anamnesis [96], la especie de un supuesto retiro de San Raimundo al desierto. Sin apoyarse en ningún documento ni referencia fehacientes, escribe que San Raimundo, siendo canónigo de Tarazona, «eremum petiit, fugiens publicum et ipsos do­mésticos”, es decir, se dirigió al desierto, huyendo del público y hasta de los de su propia casa [97].
Pero ¿qué crédito puede merecernos este autor? Ninguno, pues no hay que olvidar que Tamayo de Salazar fue uno de los defensores más entusiastas de los falsos Cronicones aludidos – entre ellos los famosos del Sacro Monte de Granada, condenados por el Papa Inocencio XI como apócrifos en 1682 – y que el mismo autor publicó un poema heróico en latín, acerca de la venida de Santiago a España, compuesto probablemente por el mismo Tamayo, pero atribuyéndoselo a un pretendido poeta latino toledano que jamás existió: un tal Aulo Halo. Lo peor del caso es que la tal historieta del retiro de San Raimundo al desierto, propagada por Tamayo de Salazar, fue recogida ligeramente, con otras falsedades, por los Breviarios Cisterciense y Turiasonense, y a continuación por los PP. Caparrós, Múñiz, Pérez de Urbel y otros. Fr. Justo Pé­rez de Urbel, en su Año Cristiano [98], escribe: «Medio castellano, medio navarro, este monje (San Raimundo), había pasado su juventud en el desierto. Luego, con otros anacoretas como él había levantado el monasterio de Fitero». ¿De dónde sacó Fr. Justo tan estupendas noticias? Se olvidó de decírnoslo. ¡Qué lástima!
Desde luego, esta fábula anacorética no es precisamente una aberración extravagante, pues es un hecho histórico que la vida eremítica conoció un sorprendente florecimiento en Occidente, a finales del siglo XI y comienzos del XII, y que se constituyeron, aquí y allá, grupos de ermitaños, en los bos­ques que cubrían entonces el oeste de Europa. En Francia, aparecieron estos grupos en el sur y en el oeste; en Portugal, en el norte, y en España, en Ga­licia. También es cierto que la mayoría de estos grupos acabaron por ingre­sar en el Císter; pero no hay ninguna prueba ni siquiera indicio de que San Raimundo perteneciera a ninguno de ellos. Por consiguiente, la pretendida etapa anacorética de nuestro Santo no pasa de ser una hipótesis gratuita. Además, tal como se la presenta, no resiste a una crítica sensata.
En efecto, según el Oficio litúrgico del Santo y las versiones de Caparrós, Múñiz, etc., San Raimundo se retiró al desierto, renunciando pre­viamente a su canonjía de Tarazona. Pero es el caso que esta renuncia es muy poco verosímil. ¿Por qué? Porque aquella diócesis, rescatada reciente­mente de los mahometanos y repoblada en parte con algunos de los miles de mozárabes que se había traído Alfonso I el Batallador, de su triunfal expe­dición de 1125, a través de Valencia, Murcia y Andalucía, sufría, a la sazón, una gran escasez de clérigos. El mismo de la Fuente reconoce esta penuria. Y en tales condiciones, ¿cómo admitir que San Raimundo desertara de su puesto, abandonando a la nueva grey cristiana, que estaba necesitada de sus servicios, para retirarse tranquilamente al desierto y cuidarse únicamente de su propia salvación? No parece probable. Y menos tratándose de un santo varón. Por otra parte, ¿se puede saber a qué desierto se retiró San Raimundo?, pues resulta que se han olvidado de decírnoslo tanto el Oficio litúrgico como Juan J. Caparrós, Muñiz y Pérez de Urbel. De La Fuente ha insi­nuado, como una simple hipótesis, la montaña de Yerga, donde, a la sazón, estaría haciendo vida eremítica Dom Durand, con otros compañeros más. Pero ya vamos a ver, en el párrafo siguiente, cómo esta pretendida estancia de Dom Durand en Yerga, en calidad de anacoreta, es una patraña insoste­nible.

¿De dónde vino a Yerga San Raimundo?

Casi todos los historiadores y los biógrafos de nuestro Santo coinciden en afirmar que vino de la abadía francesa de la Scala-Dei, aunque no hay documentos comprobatorios, pero sí, en cambio, indicios muy elocuentes. Sin embargo, La Fuente, obstinado en descartar toda vinculación premonacal francesa del primer abad de Fitero, lanza dos conjeturas contradictorias carentes de consistencia. La primera, que él cree «la preferible», es «la opinión de los que suponen que, habiendo venido Durando de Scala-Dei a fijar su residencia en el monte Yerga, con toda la austeridad de los primitivos Cístercienses... (San Raimundo) pasara a reunirse con ellos y tomara el hábito Císterciense” [99].
Desde luego, de haber sido nuestro Santo canónigo de Tarazona - lo que, como hemos visto, no está comprobado -, esta conjetura parece, a primera vista, bastante lógica. Pero, si es verdad que San Raimundo era español, como sostiene La Fuente, ¿cómo se explica que los monjes franceses de Yerga eligieran como abad a un extranjero recién llegado, al morir el abad Durand? Para esta objeción, La Fuente tiene una contestación y es que «entonces para nombrar los abades, se miraba más bien a la virtud que a la antigüedad de la profesión, pues San Bernardo ingresó en el Císter en 1113, profesó en 1114 y fue nombrado abad de Claraval en 1115” [100]. Es cierto pero La Fuente hace caso omiso de un detalle interesantísimo, y es que San Bernardo era francés y fue elegido abad por compatriotas suyos que lo conocían perfectamente, lo cual no era el caso de San Raimundo, de haber sido español, pues habría sido elegido por extranjeros que acababan, como quien dice, de conocerlo y entre los que podría muy bien haber algún reli­gioso francés de tantos méritos como él. - Pero ¿no era suficiente su prestigio de ex-canónigo de la catedral de Tarazona? - se alegará. Pudo ser, ¿mas dónde consta que lo fue?
La segunda conjetura de La Fuente es más inconsistente todavía, pues haciendo una interpretación arbitraria del texto de la donación de Niencebas al abad Durand, hecha por Alfonso VII de Castilla en 1140, pone en duda que Durand y sus compañeros, al establecerse en Yerga, fueran verdaderos monjes y supone que fueron simples anacoretas. San Raimundo tuvo noticia de su vida austera y fue a reunirse con ellos. Más tarde, estos pretendidos ermitaños se enteraron de la Reforma del Císter y decidieron abrazarla, so­metiéndose a la obediencia del monasterio de la Scala-Dei [101]. Esta hipótesis es sencillamente disparatada. El abad Durand era indiscu­tiblemente francés, como sus homónimos medievales, el filósofo escolástico Durand de Saint-Pourçain y el canonista Guillaume Durand. Según el notable antroponimista francés, Albert Dauzat, el nombre de Durand, que significa hombre firme y obstinado, estuvo muy extendido en Francia, salvo en el norte y en el noroeste, durante la época medieval; primero, como nombre de pila y después como apellido. Incluso la forma latina Durandus era ya usada en Francia, en el siglo IX [102]. Ahora bien, si Durand era francés, ¿cómo es posible que un hombre religioso como él, al venir a instalarse en Yerga, no supiera nada del Císter, el cual había surgido en Francia, en su adolescencia, y adquirido un extraordinario desarrollo, durante su juventud y su madurez?
En efecto, la reforma benedictina del Císter o de los monjes blancos fue iniciada en 1098, en la aldea de Cîteaux, cerca de Dijon (Borgoña), por Saint-Robert (1028-1110), abad de Molesmes, el cual inauguró el Novum Monasterium, con la cooperación del Duque Eudes de Borgoña, el 21 de marzo, fiesta de San Benito, de dicho año.  En un principio, pareció condenada al fracaso; pero alcanzó una expansión enorme, en la primera mitad del siglo XII, gracias a San Bernardo de Claraval, el cual fue como su segundo fundador, por lo que a los frailes Cistercienses se les llamó también monjes bernardos. Al morir, dejó fundados 160 monasterios de su Orden y tantos poblados de religiosos que, solo en el de Claraval, vivían 770 [103].
Las cuatro grandes abadías matrices que determinaron este desarrollo, fueron las de La Ferté, fundada el 18 de mayo de 1113; la de Pontigny, el 31 de mayo de 1114; y las de Clairvaux y Morimond, el 25 de junio de 1115. Para 1136, Clairvaux o Claraval tenía ya 23 filiales; y Morimond, 12. En 1137, Morimond abrió cuatro más: las de Aiguebelle, Escale-Dieu, Berdoues y Bonnefont, contándose en total por entonces más de cien monasterios Cístercienses de varones y no pocos de mujeres, pues estos últimos comenzaron también a multiplicarse, a partir de 1125. En estas condiciones, ¿no es absurdo suponer que, al trasponer los Piri­neos, para internarse en España, el monje Durand no supiese nada del Císter y viniera a enterarse de su existencia, precisamente en el solitario monte de Yerga? Finalmente, La Fuente, obstinado en su francofobia, pone en duda que Durand fuese verdaderamente abad de la comunidad de Yerga, alegando que el instrumento de donación de Niencebas lo llama simplemente Domno Durando (señor Durand) y no abad; y a sus subordinados, ejus sociis (sus compañeros) y no sus monjes [104].
Pero esta omisión tiene una sencilla explicación. Pudo haber obedecido a dos causas: la primera, a que la pequeña comunidad de Yerga no hubiera erigido ni constituyera todavía una verdadera abadía, contando solamente con un reducido número de monjes que se habrían adelantado para preparar el terreno; y la segunda, a que el escribano real, Geraldo, ignorando pro­bablemente el francés y por tanto, el nombre exacto que se daba en Francia al superior de un monasterio Císterciense (supérieur, père, abbé, recteur, principal, etc.) y su traducción correspondiente al latín, saliera, airosamente del paso, llamándolo sencillamente domno, señor. Por lo demás, La Fuente, que se fijó en estos detalles, no quiso prestar atención especial a que, en el mismo texto, se dice, a continuación, que Du­rand y sus compañeros servían en Yerga a Dios y a Santa María regulariter; es decir, sometidos a una Regla. ¿A qué Regla? Evidentemente a la del Císter, conforme a la cual, al mo­rir Durand, San Raimundo fue elegido abad de Niencebas. Incluso la advo­cación misma de Santa María, bajo cuyo patrocinio estaba puesto el nacien­te monasterio de Yerga, testimonia ya su indudable origen y carácter Císter­ciense, pues, desde el Novum Monasterium de Saint-Robert de Molesmes, todas las abadías de la Orden tomaron automáticamente la advocación de la Virgen.

¿Dónde tomo San Raimundo el habito del císter?

No lo sabemos, a ciencia cierta; pero tuvo que ser, ya en la primitiva Abadía de Yerga (o de Niencebas, pues no consta documentalmente, aunque se da por supuesto, que San Raimundo estuviese en Yerga), ya en el Monasterio francés de la Scala Dei. Desde luego, si fue previamente canónigo de Tarazona y estaba ya abierto el cenobio de Yerga, cuando nuestro Santo abandonó su canonjía, tuvo que ser allí (o en el de Niencebas), por ser el convento cisterciense más cercano de Tarazona, ya que la distancia, en linea recta, de Tarazona a Yerga solo es de unos 35 kilómetros; y a Niencebas, todavía menos.
Ahora bien, si San Raimundo dejó su canonicato, años antes de la fun­dación de la Abadía de Yerga, o no fue canónigo de Tarazona ni tampoco español, sino francés, entonces es probable - aunque no mucho, como explicaremos luego - que tomase el hábito del Cister en el monasterio de la Scala-Dei. En este último punto, están de acuerdo la mayoría de los autores, desde Fr. Bernabé de Montalvo hasta Mr. Francis Gutton, señalando que tuvo lugar hacia el año 1137. Pero no existen pruebas fehacientes, sino la circunstancia cierta de que el convento de Yerga fue fundado por monjes cistercienses, venidos de la Scala-Dei. (No tan cierta, pues no está documen­tada) [105]. Fr. Roberto Muñiz asegura que, en la Scala-Dei, a nuestro Santo «reci­bióle Bertrando, abad de aquel monasterio, con las demostraciones de ma­yor contento» [106]. Sin embargo, no es completamente seguro, pues, aparte, de que faltan las pruebas, hay que fijarse en el detalle importante de que, según la tradi­ción, en 1139, es decir, dos años después, San Raimundo salió ya de la Scala-Dei, para hacer en España la fundación de Yerga, acompañando al abad Durand. Ahora bien, en el supuesto de que anteriormente fuese seglar - lo que no nos consta - ¿cómo es posible que, en solo dos años, tomase el hábito y las órdenes sagradas y alcanzase tal predicamento, no solamente entre sus compañeros de la Scala-Dei, sino entre los superiores del Monaste­rio de Morimond, del que aquélla era una filial, hasta el punto de que se le confiase, con el abad Durand, dicha misión, enviándolo nada menos que en calidad de Prior? Es bastante raro, porque estas empresas delicadas no suelen encomendarse a recién llegados, sino a individuos bien conocidos y bien probados.
A pesar de todo, ello sería explicable en el caso de que San Raimundo, al ingresar en el Císter, hubiese sido un hombre notable y distinguido, como lo fue San Bernardo de Claraval (lo que no sabemos) o un clérigo secular co­nocido, lo que tampoco nos consta, a menos de admitir su pretendida canonjía turiasonense.  En vista de ello, cabe sospechar que San Raimundo, así como sus com­pañeros, si es verdad que eran unos recién llegados a la Scala-Deí, no lo fueran a la Orden del Císter y que nuestro primer Abad, dada su edad ma­dura, pues pasaba ya de los cuarenta, hubiese tomado el hábito de la Orden, años atrás, en alguna otra filial antigua de la Abadía de Morimond. Pero, ¿en cuál? No lo sabemos, con lo que la sospecha se queda en el aire.  Anotemos de pasada que el Monasterio de Morimond llegó a ser, con el tiempo, el superior inmediato de todos los conventos Cistercienses ibéricos, así como de las cinco Ordenes de Caballería que se fundaron en la Península: Calatrava, Alcántara, Montesa, de Avis y de Cristo.  Databa del año 1115 y había sido fundado en un terreno de la Champagne, cedido por el señor de Choiseul, Olderic d´Aigremont, y su esposa Adelina. Su primer abad fue Arnoldo.

¿Cuándo y cómo llegaron a Yerga los expedicionarios de la Scala-Dei?

La respuesta a esta pregunta implica cinco cuestiones diferentes: 1) en qué año y época hicieron el viaje; 2) cuántos monjes vinieron en un princi­pio; 3) qué camino siguieron; 4) en qué forma hicieron la travesía; 5) cuán­tos días tardaron. Evidentemente se trata de cuestiones que solo pueden contestarse conje­turalmente, a falta de documentos; pero con conjeturas fundamentadas. Vamos por partes, empezando por la primera cuestión.
No sabemos con seguridad ni el año ni la época del mismo en que llega­ron a Yerga los primeros monjes Cístercienses de la Scala-Dei; pero según una tradición muy verosímil, fue en el mes de mayo de 1139. De todos mo­dos, no hay ningún documento comprobante. Mascareñas consigna enrevesadamente que «en el año adelante al en que pasaron los monjes a Yerga» [107], fundó Alfonso VII el Monasterio de Niencebas y les hizo donación de él. Ahora bien, como esta donación fue hecha en 1140, es claro que los monjes pasaron a Yerga el año 1139. Mr. Gutton hace, en estilo llano, la misma afirmación; pero Moret se con­tenta con decir vagamente que habían llegado «poco antes» de dicha dona­ción; mas, como añade en seguida que Durand y sus cómpañeros «habían fundado (allí) habitación e iglesia», y éstas, por pequeñas que sean, no se le­vantan en 24 horas, es evidente que ese «poco antes» significa, cuando me­nos, varios meses antes. Por lo demás, el mismo Moret nos proporciona otra pista, para deducir que la llegada de los monjes debió ocurrir ya en el año anterior, pues refiere que, cuando en el verano de 1140, se presentó Al­fonso VII por aquella comarca en plan de guerra contra el Rey de Navarra, García Ramírez, mediaron afortunadamente para impedirla, entre otros per­sonajes, los Obispos de Calahorra y de Tarazona, el Prior de Nájera y el abad de Yerga, don Durand. Ahora bien, dada su condición de extranjero, es evidente que don Durand no se habría entrometido en aquel delicado conflicto, de haber sido un recién llegado y un desconocido y que, por tan­to, hacía ya, cuando menos, un año que andaba por allí. Como, por otra parte, la Scala-Dei fue fundada en 1137 y no es probable que, al año si­guiente, desplazara ya una parte de sus monjes, para hacer una fundación en España, hay que concluir que este desplazamiento tuvo efectivamente lu­gar en 1139.
Así lo consigna también Fr. Antonio de Yepes, que es el cronista que su­ministra más detalles sobre el tema de Yerga, afirmando que Alfonso VII de Castilla había mandado llamar a estos monjes Cístercienses a la Abadía de la Scala-Dei, mientras que Montalvo atribuye su venida a una simple iniciativa del abad de este monasterio. ¿En qué época? Tampoco se sabe con certeza, pero existe un indicio elocuente de que fue en el mes de mayo: es la tradicional romería que, desde el siglo XII hasta ya entrado el XIX, celebraban anualmente, en dicho mes, los monjes y vecinos de Fitero y de los pueblos de los alrededores de Yerga, acudiendo en peregrinación al santuario de Yerga [108]; pero también, muy verosímilmente, de commemorar al mismo tiempo, la llegada e instalación en aquel lugar, de los primeros monjes cistercienses.
Por lo demás, es de sentido común que los monjes tratarían de aprovechar la mejor época del año, para hacer su instalación en aquel sitio frío e inhospitalario; y los mejores meses del año en Yerga son de mayo a septiembre. Por otra parte, pensar que pudieran emprender el viaje, en el otoño o durante el invierno, cuando la parte de los Pirineos Centrales que tenían que atravesar, está completamente cubierta de nieve, hasta el mes de mayo, y es invisible el único camino que tenían para hacerlo, nos parece muy poco cuerdo.

¿Cuántos monjes vinieron en un principio?

Mr. Francis Gutton afirma categóricamente que llegaron 13; a saber Dom Durand, como Abad; San Raimundo, como Prior; y once compañeros más [109]. Pero el P. Moret dice simplemente «algunos». Desde luego, la norma ordinaria del Císter, en materia de fundaciones, era enviar un mínimun de doce monjes, bajo la dirección de un Abad, debiendo haber entre aquéllos obligatoriamente cuatro sacerdotes. Sin embargo, cuando se trataba de fundaciones en lugares lejanos, desconocidos y probablemente, en malas condiciones, se enviaba, a veces, en calidad de adelantados, para que preparasen el terreno y realizaran las obras más indispensables, a un número más reducido de monjes. ¿Fue acaso éste último, el caso de Yerga...? No lo sabemos; pero bien podría ser un indicio de ello el detalle, ya anotado, de que, en la donación de Niencebas, no se llamase Abad a dom Durand, porque no contase todavía con la comunidad mínima indispensable, para aplicar íntegramente la Regla de la Orden, ni hubiera levantado todavía una verdadera abadía. Sin embargo, tratándose de la primera fundación en España - «un lugar tan lejano», según una frase atribuida a San Bernardo -, no parece pro­bable que enviasen solamente a media docena de adelantados, sino a la co­munidad mínima, la cual podría realizar, en menos tiempo, los trabajos de instalación. En fin, a falta de pruebas documentales, el lector puede inclinarse por cualquiera de las dos conjeturas; pero, en todo caso, es seguro que el núme­ro de los primitivos expedicionarios de la Scala-Dieu no pasó de trece.

¿Qué rutas siguieron para trasladarse a Yerga?

El mismo Mr. Gutton escribe que hicieron el viaje, a través de los valles pirenáicos del Bigorre [110], siguiendo el camino de los peregrinos provenzales de Santiago de Compostela [111]. Es lo más probable, puesto que, a la sazón, no disponían de otro más próximo, seguro y conocido. Hay que tener en cuenta, a este propósito, que, por aquella época, tanto en Francia como en España - y sobre todo, en España - eran escasísimos los caminos locales y comarcales y que, por supuesto, eran completamente desconocidos los mapas topográficos y viales, de manera que los viajeros no disponían apenas de itinerarios entre los que poder escoger. Sobre todo, en regiones tan abruptas como los Pirineos.
Para determinar, con cierta precisión, la ruta de los expedicionarios de la Escale-Dieu, a través de su país, examinamos cuidadosamente el plano de los Altos y Bajos Pirineos que inserta Raymond Ritter, en su obra Béar, Bi­gorre, Côte et Pays Basques, a escala de 1:600.000 [112]. En él aparece dicha abadía, junto a la orilla izquierda del río Arros, a cuatro kilómetros al Oeste de Mauvezin y a nueve de Bagnères-de-Bigorre [113]. Pero hay que tener presente que este lugar fue el segundo y definitivo es­tablecimiento que ocupó en los Pirineos el célebre monasterio y que a él se trasladaron ya los cistercienses en 1142 [114]. Por consiguiente, los monjes que vinieron a Yerga, no partieron de él, sino del primero, ubicado, al parecer, en Cap-Adour.
Más ¿dónde está o estuvo exactamente Cap-Adour? Confesamos que no lo sabemos a ciencia cierta, pues ni aparece en el plano citado ni en ningún otro de los Pirineos que hemos consultado. Ni siquiera Le Guide Bleu des Pyrénées de Hachette [115], tan minucioso en sus descripciones y en sus mapas, lo nombra en aquéllas ni lo localiza en éstos. Mr. Gutton escribe que se encontraba en las fuentes del Adour y Dom Maur Cocheril (quien lo llama Cabadour), lo sitúa en el valle de Campán, a 1.050 metros de altitud. Pero las dos referencias son bastante imprecisas. Por de pronto, las fuentes del Adour son varias y distan algunos kiló­metros entre sí, dando lugar a tres corrientes iniciales: 1) el Adour de Les­ponne, que se forma principalmente con las aguas procedentes del Lac Bleu y del Lac de Peyrelade; 2) el Adour de Gripp, que se alimenta sobre todo de los torrentes de Arize, del Tourmalet y del Garet, los cuales confluyen en Artigues; 3) el Adour de Payolle, formado especialmente por las aguas que descienden del monte Arbizón. Los dos últimos juntan sus corrientes en Sainte-Marie de Campan; y el de Lesponne se les une más abajo, a la entra­da meridional de Beaudéan. Desde luego, la situación que señala Cocheril de Cap-Adour, en el valle de Campán y a 1.050 metros de altitud, es una indicación de que el primiti­vo monasterio de la Scala-Dei se encontraba a orillas del Adour de Gripp, y no de los otros; pero no precisamente en el pueblo de Campan, que solo tiene 656 metros de altitud ni en Sainte-Marie de Campan, que tiene 857 m., sino en otro sitio más alto. ¿En cuál?
Las únicas localidades que señalan actualmente los mapas, remontando el curso del Adour de Grípp, desde Sainte-Marie de Campan hasta el Tour­malet, son tres: Gripp, a 1.066 m. de altitud; Artigues, a 1.200; y La Mon­gie, a 1.800. Parece, pues, lógico concluir que el primitivo monasterio de la Escale-Dieu estuvo ubicado en las proximidades de Gripp. Sin embargo, hay que fijarse en un detalle importantísimo, como es el de los significados de los topónimos La Mongie y Artigues: dos nombres de indudable origen occi­tano y medieval. La Mongie quiere decir «la casa de los monjes o convento»; y Artigues, «antiguo bosque o terreno inculto, roturado y culti­vado recientemente» [116]. ¿Por quién? Seguramente por los frailes vecinos de La Mongie. (Entre ambas localidades, hay menos de dos kilómetros de dis­tancia). Parece, pues, más que probable que el primitivo monasterio de la Scala-­Dei estuviera en La Mongie, aunque no precisamente en su magnifico circo geográfico al pie del Tourmalet, sino en un paraje más bajo y abrigado. Por otra parte, no consta que, por aquellos lugares, hubiese algún otro monaste­rio, anterior al siglo XII. Actualmente La Mongie es una importante estación de deportes de in­vierno, a la que acuden a esquiar multitud de aficionados. Su creación es de este siglo; pero, aparte de su nombre, todavía conserva recuerdos de su anti­guo origen monacal, pues dos de sus hoteles se llaman L´ Ermitage (La Er­mita) y Hótel de La Mongie (Hotel del Convento), poseyendo además una bonita capilla moderna. Un teleférico comunica a La Mongie con la cumbre del Taoulet y con el Observatorio del Pic du Midi de Bigorre. En vista de todos estos detalles, nos inclinamos a creer que el primitivo monasterio Cisterciense de la Scala-Dei estuvo en La Mongie o en sus aleda­ños, que bien pudieron extenderse hasta Gripp, pues entre ambas localida­des solo hay unos tres kilómetros y medio de distancia.
Una vez localizada la primitiva abadía de Cap-Adour, no es difícil espe­cificar la ruta que siguieron, a través de su país, los Cístercienses que vi­nieron a instalarse en Yerga. Por de pronto, para salir al camino jacobeo de la Provenza, que era el más cercano, bajaron por las orillas del Adour de Gripp, pasando por los actuales términos de Artigues, Gripp y Sainte-Marie-de-Campan, y a conti­nuación, siguieron por los de Campan, Beaudéan, y Bagnères-de-Bigorre, hasta Tarbes. Esta travesía, de acuerdo con el plano de Raymond Ritter, es de unos 42 kms. A la sazón, Tarbes era un jalón importante de la ruta provenzal de San­tiago de Compostela, la cual comenzaba en Arles, siguiendo hacia el Oeste por Saint-Gilles, Montpellier, Saint-Guilhemle-Desert, Toulouse, Saint-­Gaudens, Tarbes, Pau, Oloron-Sainte-Marie y el Valle de Aspe, hasta Som­port, en la frontera aragonesa con España [117]. Así, pues, el segundo itinera­rio de los expedicionarios de la Escale-Dieu, ya por la ruta jacobea proven­zal, fue desde Tarbes a Somport, con unos 145 kilómetros de recorrido.
Es muy probable que los viajeron descansaran precisamente en Somport, donde había entonces una famosa hospedería, fundada por agustinos fran­ceses, en la segunda mitad del siglo XI, y llamada de Santa Cristina, la cual, al decir de la Guía del Peregrino del Códice Calixtino, era «una de las tres grandes hospederías del mundo». (Las otras dos eran la de Jerusalem, para los palmeros o peregrinos de Tierra Santa; y la del Gran San Bernardo, en los Alpes, para los romeros o peregrinos de Roma). Ya en España, el camino jacobeo continuaba, por de pronto, desde Somport hasta Puente la Reina, siguiendo aproximadamente la dirección de la ruta actual que baja por Canfranc a Jaca, y desde aquí, tuerce hacia el Oeste, pasando por Santa Cilia, Berdun, Tiermas, Monreal, Ucar y Puente la Reina; y este es el nuevo recorrido que hicieron, poco más o menos, los Cístercienses, por esa ruta jacobea española. La longitud de este trayecto, de acuerdo con el Mapa General de Carreteras de España y Portugal, a escala de 1:1.000.000, editado por EDISA (Madrid, 1960), es aproximadamente de 125 kilómetros. Finalmente, para llegar a Yerga, los expedicionarios abandonaron en Puente la Reina la ruta jacobea y se dirigieron hacia el sur. ¿Por dónde? A falta de un camino comarcal, el más corto y seguro era bordear la ribera derecha del río Arga, hasta su desembocadura en el Ebro. Y así lo hicieron sin duda los monjes, atravesando los actuales términos de Muruzábal de Andión, Larraga, Berbinzana, Miranda de Arga, Falces, Pe­ralta, Funes y Milagro. Aquí pasaron el Ebro por la famosa barca del pueblo y desde Alfaro subieron al monte Yerga, instalándose junto a la fuente de Santa Maria. Este trayecto, de acuerdo con el citado Mapa General de Carreteras, mide unos 70 kilómetros. Resulta, por consiguiente, que el recorrido de los expedicionarios por Es­paña fue de unos 195 kilómetros, los que sumados a los 145 por Francia, dan un total de 340 kilómetros de travesía, desde la Scala-Dei hasta Yerga.

¿En qué forma hicieron el viaje?

¿A pie, a caballo o en carreta? El caballo era un lujo de señores; y la carreta, de villanos, pues ésta solo tenía uso - y escasísimo - entre los labriegos, dentro de los términos de su poblado. Fuera de ellos, no había caminos, con suficiente anchura, para po­der hacer viajes en carreta. Gonzalo Menéndez Pidal, en su curioso libro, Los caminos en la Historia de España [118], asegura que «a tal desuso llegó el vehículo de ruedas, que el nombre de carro no aparece en nuestra literatura poética medieval, hasta  mitad del siglo XIII» [119]. Así, pues, hay que deducir, a falta de documentos, que Dom Durand y sus compañeros hicieron el viaje a pie, acompañados, a lo sumo, de alguna acémila que cargara algunas herramientas, provisiones, libros, ornamentos y utensilios indispensables.

¿Cuántos días invirtieron en la travesía?

No lo sabemos con exactitud, pero tampoco es difícil conjeturarlo. Ya sabemos que el trayecto total recorrido por los expedicionarios de la Scala-Dei fue aproximadamente de unos 340 kilómetros. Pues bien, para precisar el tiempo en que los recorrieron, no hay más que calcular lo que ca­minaban, por término medio, cada jornada. Gonzalo Menéndez Pidal ano­ta, en su citada obra, que, por aquella época, las gentes hacían caminatas inverosímiles para el hombre medio actual, pues, en la ya mencionada Guía del Peregrino del Códice Calixtino, se preceptuaban jornadas hasta de 80 ki­lómetros (de Jaca a Monreal, y de Nájera a Burgos). Había tres jornadas de 40 kilómetros; cuatro, de más de 40 y menos de 60; y cinco, entre 60 y 80, pudiéndose, por tanto, considerar como jornada media de la peregrinación, unos 40 a 60 kilómetros [120].
Ahora bien, como los expedicionarios de la Scala-Deí no eran precisa­mente peregrinos, se puede tomar como jornada media de su viaje, la de 42 kilómetros - y probablemente nos quedamos cortos. Por consiguiente, debieron invertir en toda la travesía, cuando más, unos ocho días. Esto, cla­ro está, en el supuesto de que no se entretuvieran, durante ella, como hacían, a menudo, los peregrinos, en visitar santuarios o monasterios famo­sos de los alrededores, como el de San Juan de la Peña, que estaba a unos 8 kilómetros al S. O. de Jaca. En todo caso, se puede conjeturar, con toda verosimilitud, que los expe­dicionarios de la Scala-Dei tardaron en hacer su viaje a Yerga, alrededor de una semana. O, a lo sumo, diez días.

¿Qué se sabe del primer alojamiento y de las edificaciones de los cístercienses en Yerga?

En concreto, muy pocas cosas. Hay que tener en cuenta que no existen documentos que se refieran específicamente a este primitivo monasterio; es decir, que nos revelen cuándo y cómo se fundó y se abandonó; de dónde procedian Durand y sus compañeros, a qué Orden religiosa pertenecían, si es que, en efecto, pertenecieron, desde el principio, a alguna; con qué per­miso se establecieron allí; qué obras realizaron, etc.; todo lo cual se ha de­ducido, a base de conjeturas más o menos fundadas.
Mascareñas afirma que los recién llegados se alojaron, en un principio, en una ermita que había ya en el monte, fundada en tiempos antiguos [121]. Un códice del Archivo Histórico Na­cional, citado por Cristina Monterde (Códice 906 B) avala esta antigüedad, pues, según él, la ermita de Nuestra Señora de Yerga databa de 1072. Es, pues, lógico que los recién llegados de la Scala-Dei se guarecieran, por de pronto, en ella, a falta de otro local. Pero es claro que no podían vivir inde­finidamente en una ermita y que levantaron allí otros edificios. ¿Cuáles? Montalvo consigna que empezaron a edificar un monasterio, sin decirnos sí lo terminaron; y el P. Moret asegura que fundaron allí «habitación e iglesia, consagrada a Sta. María». El P. Calatayud, fantaseando sin duda un poco, escribe que «se debe suponer que aquella Casa tenía todas las oficinas, que, según nuestras leyes primitivas, debe tener un monasterio: esto es, Oratorio o Iglesia, Hospicio, Refectorio, Dormitorio y cuarto para el Portero, por­que es condición que no salgan los monjes a ocupar nuevo monasterio, sin que éste tenga de antemano las dichas piezas u oficinas, y no es creíble que el Abad de la Scala-Deí quisiera contravenir a las definiciones en que, seis años antes, se había establecido esto» [122]. Pues, desde luego, las contravino, porque, al llegar a Yerga, no se en­contraron los monjes más que con la ermita. ¡Y no es completamente segu­ro...! Dom Maur Cocheril asegura, por el contrario, que «nada había más pre­cario que una abadía Císterciense en sus comienzos. Se construían algunas cabañas con ramaje y una capilla y una cerca de madera. Solamente más tarde, cuando estaba asegurada la subsistencia, se preocupaban de edificar en firme» [123].
¿Edificaron en firme, en Yerga? Al parecer sí, pues, a principios del siglo XVII, atestiguaba Montalvo que «en este sitio, se conservan hoy los edificios antiguos y están allí dos monjes de la Casa de Fitero, porque acude mucha gente a tener novenas a la imagen de Nuestra Señora; y particular­mente, en las Letanías Mayores, se juntan ahí de todos los pueblos comar­canos, en procesiones” [124]. Se nos hace un poco difícil de creer que esos «edificios antiguos» fuesen los primitivos y que continuaran todavía en pie, al cabo de cuatro siglos y medio, pues hay que tener en cuenta que, en el poco tiempo que estuvieron los monjes en Yerga, no pudieron levantar edificios monumentales.
En todo caso, esos edificios desaparecieron posteriormente, siendo susti­tuidos por una ermita que, según el testimonio de D. Julio Altadill, todavía estaba en pie hacía 1920 y era llamada pomposamente «Basílica de Nuestra Señora de Yerga» [125]. Pero de ella no quedan actualmente más que algunas ruinas. En 1684, pertenecía a la jurisdicción de Alfaro; y en 1813, y actualmente, a la de Autol [126]. La última imagen de la Virgen que se veneró en la ermita, se halla ac­tualmente en Autol y es una talla en madera de estilo gótico, que data pro­bablemente de principios del siglo XIV. Estructuralmente, es parecida a la Virgen de la Barda, pues también es una escultura sedente, con el Niño sen­tado sobre su rodilla izquierda, y ambos, con las manos en análoga actitud. Asimismo están vestidos con túnica y manto de amplios pliegues. Ella lleva asimismo una pañoleta sobre la cabeza y su rostro es fino y agraciado.

¿Dónde estuvo ubicado exactamente el monasterio de Yerga?

Teniendo en cuenta que los Cístercienses hacían siempre sus fundaciones al lado de un manantial o a las orillas o inmediaciones de un río o arroyo, hasta el punto de que «el agua era el factor determinante de la orientación de sus edificios», según escribe Cocheril, es seguro que el primitivo monas­terio de Yerga fue levantado muy cerca de la actual Fuente de Yerga y de las ruinas de la ermita, en un terreno de 980 m. de altitud y a unos 600 m. al NO. del vértice geodésico de Yerga (1.101 metros). Sus coordenadas geográ­ficas aproximadas son 42º 8´de latitud N. y 1º, 2” de longitud E. del meri­diano de Madrid (o sea, 1º, 58” de longitud O. del meridiano de Greenwich). Dista, en línea recta, unos 45 kilómetros de Grávalos y unos 14 km. de Fitero.
Según la descripción que hacía en el siglo XVIII el P. Calatayud, «la Iglesia y Casa están situadas en la mitad o medio de la cuesta que mira al Occidente. A poca distancia se hallan dos fuentes: la una al septentrión de la Casa, distante de ella como 150 pasos comunes; la otra, al mediodía, que tendrá como 50 pasos de distancia. Muy cerca de esta fuente, hay dos noga­les... Un poco más abajo de la misma fuente, hay un reducido huerto, por­que lo angosto y quebrado del valle o barranco no permite más. En él se crían avellanos y algunos otros árboles frutales y excelente hortaliza. Tiene el monte abundantes pastos para ganado mayor y menor, y tierras labo­rables en las laderas y cuestas que se cultivan y que rinden trigo limpio y de buena calidad... También tiene su era para trillar» [127].
En agosto de 1974, visitamos nosotros este paraje, comprobando los de­talles de las dos fuentes y hasta los emplazamientos de la antigua era de trillar. En la actualidad, el paisaje ha cambiado completamente, pues la montaña está poblada de pinos y surcada por caminos que proceden de los pueblos circunvecinos. Por ellos, aunque a duras penas, se puede subir, a veces, en automóvil. La Fuente de Yerga, que es la aludida por el P. Calata­yud, está en una pequeña hondonada y alimenta un depósito rectangular, de unos 10 m. de longitud, 5 m. de anchura y 1,25 m. de profundidad, cons­truido en 1968 por ICONA, para su servicio de extinción de incendios fores­tales. Ya en el mismo vértice geodésico de Yerga, el ICONA tiene además una estación de vigilancia, con su emisora y receptora de radio; y a su lado, se yergue una torre de 70 m. de altura, perteneciente a una estación retrans­misora de la Televisión Española. Fue inaugurada el 24 de octubre de 1966. A unos pocos metros de dicha fuente y a la izquierda del camino de subida, se yerguen muy maltrechas las ruinas de la última ermita de Nuestra Señora de Yerga. Por cierto que un vecino de Grávalos nos las designó con el signi­ficativo nombre de «El Convento», reminiscencia secular del primitivo mo­nasterio Císterciense. De ellas solo quedaban los muros de piedra suelta, con cuatro contrafuertes de sillares, un gran arco apuntado de la capilla, restos de la ornamentación de las pechinas y dos ventanas laterales tapiadas. El recinto de la capilla era cuadrangular, de unos 6 m. de lado y estaba, a la sazón, lleno de escombros. Adyacentes a la ermita, se ven los restos de antiguas dependencias; seguramente la morada del ermitaño y alguna hospedería para los peregrinos. En las inmediaciones, al otro lado del camino, se conserva una magnífica nevera circular, a la sombra de un corpulento árbol. Tiene unos 10 m. de profundidad y 10´85 m. de diámetro y, por tanto, 34 m. de circunferencia.  Por cierto que, al oriente del vértice geodésico y a la derecha que desciende a Alfaro, se encuentra, un poco escondida, una nevera doble, con dos compartimentos comunicantes, de mayor cabida y profundidad que la anterior.

¿Cuánto tiempo vivieron en Yerga los primitivos cístercienses?

Fr. Ignacio Fermín de Ibero escribió en 1610 que «los primeros religiosos que fueron a vivir a Hierga, hallo por escrituras de nuestro Archivo que es­tuvieron en ella cerca de ocho meses; y luego, en Niencebas, siete años [128]”. Fr. Roberto Muñiz asegura que un año [129]; pero nosotros creemos que alrededor de dos.
Desde luego, no hay documentos que lo comprueben; pero no es difícil hacer un cálculo aproximado. Ya hemos dejado establecido que, con toda verosimilitud, los primeros expedicionarios de la Scala-Dei llegaron a Yerga, hacía el mes de mayo de 1139. Sabemos, por otra parte, que Alfonso VII de Castilla les donó la granja de Niencebas, a finales de octubre de 1140, sien­do lógico pensar que los monjes no se trasladaron inmediatamente a ella, por encontrarse, ya no solamente abandonada, sino en ruinas, por obra de los moros que se habían visto obligados a evacuarla, hacía casi un cuarto de siglo. La más elemental prudencia aconsejaba preparar en Niencebas un alo­jamiento y levantar un santuario, aunque solo fuesen provisionales, antes de dejar el monasterio de Yerga; sobre todo, si, como afirma Mr. Gutton - aunque su afirmación es completamente gratuita, pero no inverosímil -, la vida ejemplar de los monjes en aquella montaña había ya atraído a algu­nos postulantes, deseosos de abandonar el mundo [130].
Montalvo escribe atinadamente a este propósito que «el libro de las fun­daciones de las Casas de la Orden del Císter, sacado del que está en la casa (matriz) de Císter, pone la fundación de Nuestra Señora de Fítero, en el año de 1141, a 4 de las calendas de noviembre (29 de octubre); y ésta sería la fundación de este monasterio del valle de Niencebas, porque la de la misma casa de Fitero fue algunos años después» [131]. Esta fecha de Montalvo concuerda precisamente en el año, pero no en el día ni en el mes, con la de un instrumento de donación de una finca en Niencebas, hecha por D. Pedro Tizón a San Raimundo, en 1141: documen­to del que varios autores han deducido, un poco apresuradamente como ve­remos más adelante, que nuestro Santo era ya abad de Niencebas, el 2 de ju­nio de dicho año. De todos modos, deja en pie nuestra conjetura de que los primitivos Cístercienses estuvieron viviendo en la montaña de Yerga, alrede­dor de dos años.

¿Fue Yerga la primera fundacion císterciense de España?

En la biografía sucinta de San Raimundo, inserta en nuestro POEMA­RIO FITERANO [132] respondimos ya afirmativamente a esta pre­gunta; pero, con la restricción de que, al parecer, desde 1132, había adopta­do la Regla del Císter el monasterio de Moreruela, ocupado anteriormente por monjes negros o benedictinos de la antigua observancia; de manera que Moreruela no fue propiamente una fundación, sino una transformación.
En estos momentos, mejor informados, rechazamos tal restricción, pues la tradición española sobre la antigüedad del monasterio de Moreruela, aun­que avalada modernamente por un autor de tanto prestigio, como Manuel Gómez Moreno, en el Boletín de la Sociedad Española de Excursiones[133], es falsa. Lo demostró ya Fr. Manuel de Calatayud, en sus «Memorias» inéditas [134] y, por lo mismo, muy poco conocidas, y ha reforzado modernamente su demostración Dom Maur Cocheril, que tradujo al francés los argumentos de aquél (pero sin nombrarlo para nada...), en su estudio La Fondation de l’Abbaye de Moreruela, de sus ya citados Estudios sobre el monaquismo en España y en Portugal [135].
Ya nosotros habíamos comenzado a dudar de la solidez de tal tradición, después de leer la grave objeción de Mr. Marcelin Défourneaux, en su libro Les Français en Espagne aux XII et XXXè siècles, pues, en el c. I, párr. IV, p. 50, escribió que «un acta de doce años después aparece en contradicción con esos datos (la pretendida implantación del Císter en Moreruela en 1131 o en 1132). En efecto, en 1143, el Rey donó a Ponce de Cabrera, uno de los señores de su Corte, la villa de Moreruela, hoy desierta - precisa la carta -, para que estableciera en ella un monasterio y lo cediera a los monjes Pedro y Sancho».
Y si en 1143, Moreruela era una villa desierta y no había allí ningún mo­nasterio, ¿cómo es posible que la abadía Císterciense de tal lugar datase de 1131? De todos modos, como Mr. Défourneaux no insertaba ninguna copia de dicha donación ni daba más referenciás sobre ella, acogimos la tesis tradi­cional, aunque precediéndola de un precavido al parecer. Por otra parte, Mr. Défourneaux publicó su obra en 1949 y posteriormente insistieron todavía en tal tesis Luis Vázquez de Parga, en el Diccionario de Historia de España de la Revista de Occidente [136]; el P. Eze­quiel Martín, en la revista Cístercium [137]; José Pijoán, en su Summa Artis [138]; Pedro Aguado Bleye, en su Manual de Historia de España [139]  y el P. Patricio Guérin, en la revista Cistercium [140]. Solamente Fr. Manuel de Calatayud, Fr. Roberto Muñiz y don Vicente de la Fuente defendieron ya la tesis fiterana. Así La Fuente escribió a este propósito: «Parece inconcluso que el Monasterio de Fitero es el más antiguo de la Orden Císterciense en España» [141]. Pero no lo de­mostraba. (Aclaremos de paso que varios autores, al decir el Monasterio de Fitero, se refieren no a la abadía fíterana propiamente dicha, que solo data de 1152, sino a la fundada en Yerga en 1139 o en 1140 y trasladada sucesiva­mente a Niencebas y a Fitero).
Los defensores de la tesis moreruelense se apoyan en las Tablas Cronoló­gicas de la Orden y en una tradición secular, recogida por Fr. Angel Manri­que, en sus ya citados Annales Cistercienses [142]. Por lo que se refiere a las Tablas, observa Dom Maur Cocheril [143] que no existe ningún ejemplar oficial de las mismas y que se ha dado este nombre a los manuscritos e impresos cuya lista fue confeccionada por Fr. Leopoldo Janauschek, el cual la inserta al principio de su vasta obra, Orígenes Cístercienses [144]. Pero ocurre que dichas Tablas rara vez concuerdan entre si y, en el caso concreto de Moreruela, de las 39 que cita Janauschek, seis señalan el año 1129, quince, el año 1130; dieciseis, el año 1131; una, el año 1145; y otra, el año 1157. No fiándose de ninguna, el mismo Janauschek optó todavía por una fecha incierta, situada «entre el 5 de marzo y el 1 de agosto de 1132». Es, pues, evidente que las tales Tablas no constituyen un criterio seguro para decidir la cuestión de la antigüedad de la abadía Císterciense de Moreruela y, menos aún, de la del primer monasterio de la Orden en Es­paña.
En cuanto a la tradición secular, recogida ya en dos manuscritos del siglo XIII, se funda en dos instrumentos de donación, transcritos por el P. Manrique, al que se refieren y en el que se apoyan casi todos los defensores de la tesis moreruelense, incluyendo a Janauschek. No vamos a seguir a Calatayud y Cocheril, en la minuciosa crítica que hacen de dichos instrumentos, pues es una cuestión que solo roza tangencialmente la biografía de San Raimundo. Así pues, nos vamos a limitar a hacer resaltar los anacronismos flagrantes de los mismos, si se admiten las fechas dadas por el P. Manrique.
El primer documento, transcrito por Manrique [145] se refiere a la donación de Moreruela de Suso al monasterio benedictino de Santiago de Moreruela de Frades y a su abad Gonzalo (Gundisalvo), el 5 de agosto de 1123 (fecha de Manrique). Según su texto, la donación fue hecha por Alfonso VII de Castilla, de acuerdo con su esposa doña Rica y de sus hijos Sancho y Fernando. Uno de los firmantes es el Rey Sancho de Na­varra, que se dice vasallo del Emperador. Pues bien, Alfonso VII reinó en Castilla desde el 10 de marzo de 1126 al 31 de agosto de 1157. En 1123, quien reinaba era su madre doña Urraca. Por otra parte, doña Rica de Polonia fue la segunda mujer de Alfonso VII. La primera fue doña Berenguela, hija del Conde de Barcelona, Berenguer III, la cual murió en 1149. Por consiguiente, doña Rica no pudo firmar en 1123 una carta de donación, en calidad de segunda esposa de un monarca que no reinaba todavía y del que no era aún su mujer; y por supuesto, Al­fonso VII tampoco pudo extender la referida carta, en dicha fecha; y menos aún con el título de Emperador que se le da en aquélla, puesto que sólo em­pezó a usar este título en 1136. Finalmente en 1123 no reinaba en Navarra ningún Sancho, sino Alfonso I el Batallador, el cual era entonces, a la vez, Rey de Navarra y Aragón.
A primera vista, esta carta de donación parece una burda falsificación; pero no es así, pues el documento es auténtico y se conserva en el Archivo Histórico Nacional de Madrid [146]. Lo que pasa es que el P. Manrique no supo leer correctamente la fecha que lleva: MCLX _ I. La X, es decir, con un trazo horizontal en su extremidad derecha superior, no es la X corriente, que equivale a 10, sino una X  espada o spadata, equivalente a 40. Por tanto, la era MCLX _ I equivale a la era 1191 y al año 1153; pero no a la era 1161 y al año 1123, como la interpretó el P. Manri­que. Y efectivamente, en 1153 todos los personajes mencionados en la carta de donación estaban vivos y desempeñaban los cargos que se les asignan, incluso el Abad Gonzalo y el Rey Sancho VI de Navarra (1150-1194), quien, en efecto, se reconocía, a la sazón, vasallo del Emperador de Castilla.
Finalmente, hay que fijarse, al examinar este documento, en el detalle de que la donación está hecha «al monasterio de Santiago de Moreruela”; lo que quiere decir que todavía en 1153, no había adoptado este monasterio la Regla del Císter, pues todos los conventos que lo hacían, se ponían automá­ticamente bajo la advocación de Santa María, «pro more Ordinis» (según la costumbre de la Orden), como dice el mismo Manrique. En consecuencia hay que concluir que el monasterio Císterciense de Yerga es muy anterior al de Moreruela. El segundo documento, aducido por el P. Manrique se refiere a la dona­ción de Moreruela de Frades, hecha por el mismo Alfonso VII y su primera mujer doña Berenguela, a uno de los señores de su Corte, don Ponce de Cabrera, el 3 de septiembre de 1143. En dicha donación, se dice que la villa estaba desde hacía tiempo desierta (diu desertam), pero se da a entender que estaban instalados en ella dos monjes: Sancho y Pedro. El Rey ordena a Ponce que se la done, a su vez, a dichos monjes y a los compañeros que quisieren vivir con ellos, bajo la Orden y la Regla de San Benito; que la mande reconstruir y que la mantenga. Es todo. En tal documento, no se nombra para nada a la Orden del Císter ni se hace ninguna alusión a ella. Pero Fr. Angel Manrique, queriendo ligar los dos documentos, bajo la falsa base de la fecha de 1123 que había dado al primero, y deducir de ellos la afiliación de Moreruela al Císter en 1131, in­ventó la singular historia de que Alfonso VII concedió al abad Gonzalo un plazo de siete años, para que sacase a flote la vieja abadía benedictina, fun­dada, según se dice, por San Froilán; y como, al cabo de ellos, no lo hu­biese conseguido, el Monarca castellano apeló entonces a los monjes de Cla­raval, de acuerdo con el mismo Gonzalo. Claraval envió, a continuación, a dos monjes, llamados Pedro y Sancho, quienes introdujeron la nueva obser­vancia en Moreruela.
¿Pero dónde están las pruebas de esta historieta? El P. Manrique no las aduce, guardándose muy bien de hacer afirmaciones rotundas, y así escribe: «Et venisse creduntur Sanctius Petrusque, forte cum aliis, per quos ceteri institutum docerentur». (Y se cree que vinieron Sancho y Pedro, tal vez con otros, por medio de los cuales serían instruidos los demás en la Regla del Císter). Añade Manrique que, en este ocasión, la advocación de Santiago fue sustituída por la de Santa María; mas no lo demuestra, resultando, por el contrario, que el monje Pedro, considerado como el primer abad, aparece todavía en 1146, en otra donación concedida a Santiago de Moreruela, y no a Santa María [147] y que la primera vez que aparece la advocación de Santa María de Moreruela es ya en una bula pontifical de 1158 [148].
Descartada Moreruela como la primera abadía Císterciernse de España, Mr. Défourneaux conjeturaba que el honor de haber introducido la Refor­ma del Císter en nuestra patria correspondía, ora al monasterio de Osera, ora al de Valparaíso. Pues bien, los dos son posteriores al de Yerga. El Monasterio de Santa María la Real de Osera tuvo su origen en la do­nación real de un terreno desierto, llamado Ursaria (guarida de osos) y si­tuado en el actual municipio de Cea, provincia de Orense. Dicha donación fue hecha, a petición del Conde de Galicia, Fernán Pérez de Trava, hacia 1137, por el Rey Alfonso VII de Castilla, a cuatro anacoretas, llamados García, Diego, Juan y Pedro. Pero pasaron todavía tres años hasta que vinieron a reunirseles varios monjes de Claraval, y uno más, hasta que se or­ganizó la vida cenobítica, de acuerdo con la Regla del Císter, siendo recono­cido como primer abad el monje García. De manera que el monasterio de Osera data solamente de 1141 y, por tanto, es posterior al de Yerga. En cuanto al monasterio de Valparaíso, cuya fundación se ha querido re­montar asimismo a 1137, Cocheril ha demostrado sin lugar a dudas que no tiene tal antigüedad. Dicho monasterio estuvo ubicado en el actual municipio de Valparaíso, perteneciente a la provincia de Zamora y a la diócesis de Astorga. Su origen fue una ermita erigida en Peleas, por un clérigo secular de Zamora, llamado Martín Cid, el cual se retiró a aquel lugar, para hacer vida de anacoreta. Pronto se le reunieron cuatro religiosos Cistercienses, llamados Egeas, Ge­rardo, Pedro y Bernardo, llegados probablemente de Claraval, para hacer una investigación sobre las posibilidades de fundar allí un monasterio de la Orden, pues, al parecer, Martín Cid se había dirigido de antemano, con tal objeto, al Abad de Clairvaux, por medio del Obispo de Zamora. Mas, por de pronto, Cid y sus compañeros solo instalaron en Peleas un albergue para hospedar a los pobres y a los peregrinos. Posteriormente construyeron en el mismo albergue un monasterio Císterciense, llamado Santa Maria de Bello­fonte, el cual fue trasladado en 1232 a Valparaíso, por concesión de Fernan­do III de Castilla.
El único documento auténtico - y no muy claro - que se conoce sobre la fundación del monasterio Cisterciense de Bellofonte, «en la alberguería nueva de Peleas», es una carta de donación, otorgada a Martín Cid y a sus compañeros, por Alfonso VII de Castilla, en virtud de la cual les donaba las villas de Cubo y de Cubero, ordenándoles que levantasen en dicha alberguería, un monasterio del Císter, en honor de la Virgen María. Dicho documento, tal como consta en la copia del Tumbo de Valparaíso, aparece firmado el 4 de octubre de 1137; pero no es cierto, pues fue firmado el 4 de octubre de 1143.
El P. Damián Yáñez, en su estudio Datos para la historia del monasterio Císterciense de Valparaíso [149], ha pretendido sostener la primera fecha, apoyándose en la autoridad del autor de Tumbo, «que, con tanto cuidado, leyó las escrituras y privilegios de su archivo». Sin embargo, el autor del Tumbo cometió el anacronismo de atri­buir la fundación al rey Alfonso VIII de Castilla, el cual no había nacido todavía: error en que incurrió también Janauschek. De manera que el tal compilador no era tan de fiar, como pretende el P. Yáñez. Y por otra parte, los argumentos que esgrime el P. Calatayud contra la fecha de 1137 son aplastantes. En efecto, en dicho documento, se habla de una entrevista que, al tiem­po de firmarlo, tuvieron en Zamora Alfonso VII de Castilla y Alfonso Enríquez de Portugal, el cual es llamado al final del documento, Rey de Portugal. Pues bien, ningún historiador, ni español ni portugués, habla de tal entrevista, el 4 de octubre de 1137. (Basta leer la Historia de Portugal, de Alejandro Herculano y las de España de cualquier autor). Es más: según Diego de Colmenares, en su Historia de Segovia [150], el 10 de octubre de 1137, Alfonso VII se hallaba a más de 400 kilómetros de Zamora. No es, pues, fácil que se encontrase en esta ciudad seis días antes, dadas las dificultades que ofrecían los viajes en aquella época. Uno de los confirmantes de la donación en cuestión es Pedro, arzobispo de Compostela. Ahora bien, en 1137, el arzobispo de Compostela no era ningún Pedro, sino Diego Gelmírez, el cual murió en 1139. Finalmente, en el encuentro de los dos soberanos en Zamora, estuvo pre­sente el Legado pontificio, cardenal Guido. Pues bien, este cardenal anduvo por España en 1136, presidiendo un Concilio en Burgos el 2 de octubre; pero se volvió a Roma en marzo de 1137 y no regresó a la Península hasta julio de 1143, siendo este último año cuando se reunió en Zamora, los días 4 y 5 de octubre, con los reyes de Castilla y Portugal, para arreglar las diferencias pendientes entre ambos y firmar un tratado de paz.
De manera que la carta de donación de Alfonso VII a Martín Cid y a sus compañeros no data del 4 de octubre de 1137, sino de 1143. Por consiguiente, la fundación Císterciense de Yerga (o Fitero) también es anterior a la de Bellofonte (o de Valparaíso). Podemos, pues, concluir que, mientras no aparezcan nuevos documen­tos, desconocidos hasta ahora, que demuestren lo contrario, el monasterio de Yerga (o Fítero) fue la primera fundación Cisterciense de España. Y no solamente de España, sino de toda la Península Ibérica, pues los dos cenobios más antiguos de Portugal: el de Tarouca, en Beira Alta, y el de Sever, en Beira litoral, fueron fundados entre 1142 y 1143 [151].

¿Dónde estuvo el Monasterio de Niencebas?

Fr. Manuel de Calatayud escribe que «el sitio de Niencebas dista 2 le­guas desde Yerga, 4 leguas de Calahorra que le cae al N., 3 de Alfaro, mi­rando al Oriente, y 1 de Fitero, que está al Austro o Mediodía. Está en los confines de Navarra y Castilla y es perteneciente a este último Reyno. El valle es espacioso y desciende desde el Ocaso al Oriente, juntamente con un arroyo de agua, por muy largo espacio, siendo también considerable su lati­tud entre el Norte y el Mediodía. En el centro del Valle, se edificó la nueva Casa e Iglesia, que estaba a legua y media del Castillo de Tudején» [152]. Pues bien, el arroyo de referencia es la corriente que nace en la Fuente de los Cantares, y las distancias en leguas, traducidas en kilómetros, son las siguientes: 11,145 km. de Yerga, 22,291 km. de Calahorra, 16,718 km. de Alfaro, 5´573 km. de Fitero y 8´359 km. del castillo de Tudején.
Como estos datos no dirán nada a los lectores, les aclararemos que Niencebas se encontraba en la cañada de la Granja, en territorio actualmente de Alfaro, y el convento estaba situado a la derecha y aledaño al riachuelo, en el trozo comprendido entre los kilómetros 15 y 18 de la carretera de Alfaro a Grávalos y la línea fronteriza y enfrentada de Corella. Ahora bien, no es cosa fácil determinar el punto exacto de su ubicación, porque, trazando las líneas correspondientes a las distancias anotadas, resulta que no convergen en un punto.  Es muy posible que estuviese al lado de la cota 532, junto a la Venta del Pillo o de la cota 525, junto a la Casilla de los Peones Camineros; pero no estamos seguros.  En cambio, hay probabilidades de que la Granja a la que quedó más tarde reducido el monasterio, estuviese situada a la izquierda del riachuelo, debajo de la cota 511, poco antes de llegar al km. 16 [153] de la citada carretera. Nos fundamos en que, hace algunos años, se encontraron allí no pocos restos de cimientos y de objetos de cerámica y montones de piedras de edificaciones derrumbadas; y casi en frente, pero a la orilla derecha del riachuelo, están todavía en pie varias cuevas, anti­guamente habitadas. Las coordenadas de este lugar son 42º 06’ de latitud N. y 1º 48’ de longitud E. del meridiano de Madrid.
No deja de ser curioso que, mientras del viejo monasterio de Yerga quedan todavía el nombre y el recuerdo y las ruinas de la última ermita, en cambio, de la abadía de Niencebas no queda nada, ni siquiera el nombre exacto del lugar, el cual aparece, en las escrituras del Cartulario de Fítero, nada menos que con 17 variantes: Necebas, Neceuas, Nencebis, Nenceuis, Nesceuas, Nesceuis, Nezeuas, Nezeues, Nezeuis, Níeceuas, Niencauas, Níen­cebas, Niençauas, Niençeuas, Niescenas, Ninzaues y Trienzabas.

¿Cuándo y por qué la abadia de Yerga se traslado a Niencebas?

Nos quedan una veintena de documentos, relativos al monasterio de Niencebas. Desde luego, el primero y más importante es la donación de este lugar, hecha por el rey Alfonso VII de Castilla, al abad Durand y sus compañeros, el 25 de octubre de 1140. Vale la pena de ofrecer a nuestros lectores una traducción íntegra y directa de ese histórico documento [154], que hemos hecho literalmente de la copia latina que inserta Cristina Monterde, en su ya citada Colección diplomática del monasterio de Fitero [155] .
«En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Como quiera que cada uno de nosotros no puede alcanzar el reino de Dios por la violencia, sino por la limosna y la oración, y por otras virtudes semejantes, debemos hacer limosnas y oraciones, según lo que Dios nos dio para que merezcamos ser partícipes del reino celestial, por los méritos de las buenas obras. Por eso, yo, Alfonso, emperador de España, junto con mi esposa Berenguela, deseando reinar eternamente con Cristo, con grato ánimo y espontánea voluntad, por mi salvación ante todo y por la de mis padres, por el perdón de nuestros pecados, hago donación, por juro de heredad, a Dios y a la iglesia de la bienaventurada María, siempre Virgen, fundada en el monte que llaman Erga, y al señor Durand y sus compañeros, que están en el mismo lugar e iglesia, sirviendo regularmente a Dios y a la bienaventurada María, así como a sus sucesores, de aquella villa desierta y del lugar que llaman Nezebas, con todos los términos del mismo lugar, entradas y salidas, montes, valles, tierras, aguas, pastos, huertos y solares y con todas sus otras pertenencias, en cualquier lugar que estén. (Hacemos donación) del lugar arriba mencionado, o sea, Nezebas, con todas sus pertenencias, en tal modo, a la predicha iglesia de la bienaventurada María, situada en el monte Erga, y al señor Durand [156], ya dicho, y a sus compañeros que sirven a Dios allí, y a sus sucesores, para que libre y tranquilamente lo posean a perpetuidad. Y si alguno de mi linaje o de otro se mostrare contrario a la escritura de esta donación mía y la infringiere, herido de anatema, sea condenado al infierno con el traidor Judas, si no se retractare; y además, por su temeraria osadía, pague a la dicha iglesia y al poder real mil maravedís, y restituya el doble de lo que hubiese tomado. Hecha la carta en la Ribera del Ebro, entre Calahorra y Alfaro, en el tiempo en que el emperador firmó la paz con el Rey, Don García, y desposó a su hijo con su hija, a los 8 de las calendas de noviembre, era 1178, reinando el sobredicho Emperador en Toledo, León, Zaragoza, Nájera, Castilla y Galicia. Yo, Alfonso Emperador, confirmo esta carta que mandé hacer, en el año VI de mi imperio, y la firmo con mi mano. Sancho, Obispo de Calahorra, confirma. Miguel, Obispo de Tarazona, confirma. Esteban, Prior de Nájera, confirma. Rodrigo Gómez, Conde, confirma. Osorio Martínez, Conde, confirma. Conde Ladrón confirma. Gutierre Fernández confirma. Diego Muñoz, Mayordomo del Emperador, confirma. Poncio de Minerva, Alférez del mismo, confirma. Martín Fernández, en Calahorra, confirma. Fortún García, confirma. Miguel Muñoz de Finojosa, confirma. La escribió Giraldo, por mandato del Maestre Hugo, Canciller del Em­perador».
Como se ve por este documento, el fundamento de la traslación de la abadía de Yerga [157] a Niencebas es esta donación real. Evidentemente este traslado no fue inmediato, como ya hemos anotado en otro lugar, puesto que se trataba de una villa en ruinas y los monjes debían preparar antes un alojamiento y una iglesia, aunque fuesen provi­sionales. Conjetura Fr. Manuel de Calatayud que el plazo «de siete meses pudo ser bastante para poner el edificio en tal disposición que pudiesen los monjes habitar en él» [158]. Había buenas razones para apresurar ese traslado, porque la vida de los monjes en aquella montaña era bastante penosa y difícil. Consigna el mismo historiador que «en el monte de Yerga, suelen reinar furiosos vientos, en tiempo de invierno, y éstos, con las nieblas, que son muy frecuentes, hacen aquel sitio muy frío, lo que no podía menos de ser muy incómodo para unos hombres mal alimentados y que, vestidos sólo de una túnica y cogulla, sin zaragüelles ni femorales, gastaban una buena porción de la noche en el coro, cantando cánticos de alabanza a Dios, y dormían lo restante en el duro suelo» [159].

¿A qué diócesis perteneció el monasterio de Niencebas?

Don Vicente de la Fuente afirma que perteneció a la de Tarazona, pero no lo demuestra, resultando tanto más inverosímil cuanto que, a la sazón, el territorio de Niencebas pertenecía a Castilla, y no a Aragón ni a Navarra, que la sede episcopal más cercana de Niencebas era la castellana de Calahorra y no la aragonesa de Tarazona.
Hay además elocuentes indicios de que la abadía de Niencebas dependía precisamente de la Mitra de Calahorra. Veámoslos. 1) El altar de Niencebas fue consagrado por Sancho, obispo de Calahorra. Así consta en una súplica que elevó Rodrigo, obispo de dicha diócesis, al Papa Urbano III, a fines de 1187. 2) En la exención de diezmos que concedió el obispo de Tarazona, Miguel Cornel, a nuestro San Raimundo, entonces abad de Niencebas, el 6 de febrero de 1148, no se insinúa siquiera que Niencebas formara parte de la diócesis turiasonense: omisión increíble, si en efecto, hubiera pertenecido a ella. 3) La traslación del monasterio de Niencebas a Fitero se hizo con la autorización previa del obispo de Calahorra, Rodrigo de Cascante, hacia 1152; lo que demuestra que dependía de su autoridad [160].  4) La abadía de Fitero, mientras vivió San Raimundo, dependió de la Mitra de Calahorra y no de Tarazona, como consta en la súplica antes citada. Ahora bien, la abadía de Fitero fue una simple continuación de la de Niencebas, trasladada a 5´5 kilómetros más hacia el sur. 5) En los instrumentos de las donaciones reales, hechas al abad Durando y a San Raimundo, el primer confirmante eclesiástico es casi siempre el obispo de Calahorra, pero nunca el de Tarazona, el cual o no aparece en ellos o aparece después del prelado calagurritano. Así en el más famoso de dichos instrumentos: el de la donación de Calatrava, firmado en Almazán en 1158, no figura el obispo de Tarazona.

¿Cuándo fue elegido San Raimundo abad de Niencebas?

No lo sabemos con certeza. Una tradición recogida por varios autores antiguos y modernos, como Jerónimo Mascareñas y Francis Gutton, asegu­ra que el abad Durand y sus compañeros se trasladaron a Niencebas en 1141 y que allí murió aquél, unos cuatro años después [161]. En tal caso, San Raimundo debió ser elegido sucesor suyo en 1145. Pero Traggia, Calatayud, La Fuente y otros historiadores creen que San Raimundo era ya abad de Niencebas en 1141. Se fundan para ello en tres escrituras, fechadas en dicho año, y en la Súplica ya citada del obispo de Calahorra, don Rodrigo de Cascante, al Papa Urbano III, en 1187. De dichas escrituras – de las cuales ninguna es original, sino copias posteriores -, la más importante es la referente a la donación de “totam nostram hereditatem quam habemus in Nescevis” (toda nuestra heredad que tenemos en Niencebas), hecha por don Pedro Tizón y su mujer doña Toda, al abad San Raimundo y a sus monjes. En la Colección de documentos inéditos para la historia de Navarra, hecha por don Mariano Arigita, el documento aparece sin fecha; pero según Fr. Manuel de Calatayud, dicha fecha era “IV Nonas Junii sub hera MCLXXIX”, es decir, el 2 de junio de 1141. Admitámosla.

¿Es completamente autentica la bula del Papa Eugenio III, relativa a Niencebas?

En 1147, San Raimundo concurrió al Capitulo General del Císter, al que asistieron asimismo San Bernardo y el Papa Eugenio III, que había sido monje Cisterciense. Con tal ocasión, según se dice, San Raimundo pidió y obtuvo del Pontífice una Bula, expedida en el mismo Císter, el 17 de sep­tiembre de dicho año, por la cual tomaba bajo su protección al monasterio de Niencebas con todas sus propiedades. ¿Pero es auténtica esta Bula...? Fray Angel Manrique, en sus Annales Cistercienses [162] declinó diplomáticamente ocuparse de esta cuestión, dando, empero, a en­tender que dudaba de su autenticidad, por enumerar entre las propiedades del monasterio de Niencebas, los lugares de la Oliva y de Veruela. En efecto, en el texto de dicha bula, no se limita el Pontífice a tomar bajo su protección, de una manera general, al monasterio de Niencebas, sino que especifica los bienes del mismo y cuenta entre ellos los lugares (no dice monasterios) de Fitero, La Oliva y Veruela, con sus tierras, pastos, diezmos, granjas y pertenencias.
Por lo mismo, don Vicente de la Fuente, el cual insertó el texto latino de dicha bula en los Apéndices del t. 50 de la España Sagrada, bajo el n. XVII [163], después de examinarlo cuidadosamente, concluyó que tenía a dicha bula «por muy sospechosa y aún por apócrifa» [164]. ¿Razones? Nada menos que por seis diferentes. Veámoslas.
1) Por la concesión de diezmos que se hace en ella al monasterio de Niencebas, pues no tenía ningún sentido que, en la época de su mayor fervor, los Cistercienses se pusiesen a acaparar diezmos, exactamente como lo habían hecho antes los cluniacenses, con el descrédito consiguiente.
2) Por la concesión hecha al año siguiente al monasterio de Niencebas, por el obispo de Tarazona, don Miguel, de los diezmos de las tierras, radi­cadas en su diócesis, que cultivasen los monjes con sus propias manos o ani­males del mismo monasterio.
3) Porque la donación de Fitero o, mejor dicho, de Castellón, no se hi­zo a san Raimundo hasta 1151, es decir, cuatro años después.
4) Porque Veruela fue donada en 1146 a la Scala-Dei, por el conde don Pedro de Atarés, y como no consta que esta abadía francesa hubiese cedido tal lugar a la de Niencebas, es claro que san Raimundo no podía tener por suyo lo que no le pertenecía.
5) Porque en 1149, el conde de Barcelona, Berenguer IV, donó análo­gamente al monasterio de la Scala-Dei, la recién fundada abadía de La Oliva. Por tanto, no podía ser esta última de Niencebas en 1147.
6) Porque en 1147 el lugar que se llama Fitero se llamaba Castellón, y solamente años después, «el vulgo lo principió a llamar Fitero, por estar sir­viendo de hito en la raya de Castilla y Navarra» [165]. Añadamos que, por una parte, no existe ningún documento anterior a la bula de 1147, que nos diga cuándo y cómo la abadía de Niencebas adquirió los lugares en cuestión, y por otra parte, tampoco se conoce ningún docu­mento, posterior a dicha bula que nos informe de cuándo, cómo y por qué la abadía de Niencebas se desprendió de esas propiedades tan importantes.
Fr. Manuel de Calatayud intentó explicar esta embarazosa cuestión del modo siguiente. «No tenemos —escribe— instrumento ninguno que nos in­forme de qué manera llegaron el uno y el otro sitio al poder de Niencebas». Admite que uno y otro habían ya sido donados a la abadía de Scala-Dei, pa­ra hacer fundaciones Cistercienses, y agrega que, en vista de ello, «llegamos a sospechar que intervinieron algunos impedimentos para que no se efec­tuasen luego las fundaciones... Supuesto esto, es muy verosímil que, entre­tanto que no se llevasen a ejecución las dichas donaciones, encomendase el abad de Scala-Dei al de Niencebas tuviese en su custodia los lugares de La Oliva y Veruela y se aprovechase de sus frutos, mientras no se erigían los monasterios..., y estando en este estado de cosas, obtendría Raimundo la Bula en que se expresan como bienes del monasterio de Niencebas los luga­res de La Oliva y de Veruela» [166].
La explicación es muy ingeniosa y propia de un Cisterciense del siglo XVIII, pero no tan verosímil, como cree el P. Calatayud, porque es de su­poner que San Raimundo —un santo Cisterciense del siglo XII— respetaría las primitivas constituciones del Cister, que apenas si llegaba entonces al medio siglo de existencia. Pues bien, estas constituciones obligaban a los monjes a vivir exclusivamente del trabajo de sus manos, y no de las manos de los demás, como ocurrió más tarde, y como el monasterio de Niencebas no tenía seguramente suficientes monjes para desplazar peonajes a La Oliva y a Veruela a trabajar aquellas tierras ni le era lícito ponerlas a renta, para aprovecharse de sus frutos, o sea, del trabajo de ajenos a la comunidad, es claro que la explicación del P. Calatayud no tiene validez. Para comprobar lo que decimos, no hay más que repasar el Cartulario de Fitero y se compro­bará que entre el centenar largo de documentos relativos al abadiazgo de San Raimundo en Niencebas y en Fitero, figuran muchas escrituras de compras, ventas, permutas y donaciones de terrenos, pero ni una sola de arrendamiento de ninguna clase.
El señor Goñi Gaztambide, apoyándose en la autoridad de Paul Kehr (quien, a su vez, se apoyó en la del Dr. Rassow), asienta que «la autentici­dad del privilegio pontificio (o sea, la Bula de 1147) está hoy fuera de duda. El original se conserva en el Archivo Histórico Nacional y, desde el punto de vista diplomático, no ofrece ningún motivo de desconfianza»[167]. Pero sí, desde el punto de vista de su contenido, pues todavía hay algo más sospechoso, y es que la doctora Monterde transcribe, en su Colección diplomática, bajo los números 8 y 9 de sus Apéndices, dos copias de la mis­ma bula: una dirigida a San Raimundo, como abad de Niencebas, y otra, como abad de Yerga. En la primera, se nombran como pertenencias de Niencebas, a Fitero, La Oliva y Veruela, omitiendo a Yerga, y en la segun­da, a Yerga, Fitero y La Oliva, omitiendo a Veruela. En lo demás, la redac­ción de ambas es la misma, salvo en el orden de los firmantes y en el nombre del diácono cardenal de Santa María de Cosmedin, que en la prime­ra se llama Jacinto, y en la segunda, Sancho. La primera copia es la más co­nocida y es seguramente la que vio La Fuente, añadiendo entre paréntesis, al final de ella, la doctora Monterde: Falta la bula. ¿Cuál de las dos es la auténtica? Desde luego, no es la segunda, pues estando San Raimundo en el Capítulo General del Cister, como abad de Niencebas, es inadmisible que se le dirigiese la bula como abad de Yerga. Admitiendo, pues, hipotéticamente que es la primera, como no podemos imaginar siquiera que San Raimundo presentara a Eugenio III una falsa relación de las propiedades que tenía el monasterio en 1147, es forzoso concluir que, si la bula no ofrece ningún motivo de desconfianza, desde el punto de vista diplomático, los ofrece en abundancia, desde el punto de vista de su contenido, y que un hábil falsario posterior interpoló en su texto la supuesta pertenencia a dicha abadía de los lugares de Fitero, de La Oliva y de Veruela [168].
El pergamino se prestaba a toda clase de manipulaciones y los falsarios de aquella época las perpetraron a granel, hasta el punto de que el mejor historiador español contemporáneo de la Edad Media, don Claudio Sánchez Albornoz, ha calificado al siglo XII, como «la edad de oro de las falsifica­ciones eclesiásticas españolas»[169]. La Fuente conjetura que la falsificación de la bula de 1147 se hizo ya en el siglo siguiente, cuando se fraguaron otros documentos análogos por los monjes del siglo XIII, con objeto de favorecer sus pleitos con los obispos, referentes a diezmos y exacciones. En el caso de Niencebas, parece que se pretendió además afectar cierta superioridad sobre los monasterios herma­nos de La Oliva y de Veruela; superioridad que podía fundarse justamente en razones de antigüedad, pero no de sumisión y de dependencia, durante cierto tiempo»[170].

¿Qué se sabe del monasterio de San Bartolomé de la Noguera y del de Casanueva? [171]

El pequeño monasterio de San Bartolomé de la Noguera [172] - llamado en los más viejos documentos de Anaguera y de Anagora - fue, en sus comien­zos, benedictino y estaba situado, según las noticias del P. Calatayud, en la Rioja, entre Tudelilla y Villar de Arnedo, en las inmediaciones de Ausejo, a 7 leguas (39 km.) de la abadía de Fitero [173]. Fue donado al mo­nasterio de Niencebas, en la época de san Raimundo, por el rey Alfonso VII, el 5 de abril de 1148, cuando se encontraba en Almazán, con su mujer Berenguela y su hijo Sancho. Pocos años después, San Bartolomé de la No­guera fue convertido en una granja, según aparece en una bula del Papa Alejandro III, del 18 de septiembre de 1162. En febrero de 1270, su granje­ro, Fr. Sancho, por orden del abad Arnalt (1266-1278), cedió al campanero de la iglesia de Calahorra, Miguel González, una pieza, cerca del villar de Anaguera. Al decir del P. Calatayud, el monasterio de Fitero conservó esta granja durante centenares de años, vendiéndola más tarde al monasterio de San Prudencio. En efecto, consta documentalmente que en 1617 ya había sido comprada por este último.
Por lo que se refiere al convento de Casanueva [174], anotemos que aparece citado en dos bulas papales, tomando bajo su protección al monasterio de Fitero y sus posesiones: la de Eugenio III, fechada en Segni, el 9 de julio de 1152, y la de Alejandro III, fechada en Déols, el 18 de septiembre de 1162. Todavía seguía siendo convento un siglo después, como lo acreditan dos do­cumentos, citados por la doctora Monterde y tomados del Archivo de la ca­tedral de Calahorra, de F. Bujanda. El primero se refiere a una concordia sobre pastos que el Concejo de Calahorra hizo en abril de 1237, con los frailes de Casanueva, y el segundo, a un arreglo de las diferencias sobre diezmos, ente el deán y el Cabildo de la misma ciudad y el prior del monasterio de Casanueva, firmado el 17 de agosto de 1255.
Lo mismo que San Bartolomé de la Noguera, acabó finalmente converti­do en granja. Dice el P. Calatayud que estaba ubicada en Navarra, entre Milagro y Villafranca; pero ignora quién se les dio ni tampoco sabe cómo se enajenó; pero hace constar que fue donada más tarde - se ignora por quién - a la abadía de religiosas francesas de Fontevrault y que éstas la ven­dieron posteriormente a las monjas de Marcilla. Era natural. ¿Para qué querían las monjas de Fontevrault - celebre panteón real, donde están enterrados, entre otros, Ricardo Corazón de León y  Leonor de Aquitania - una granja situada en el extranjero, a más de 830 kilómetros de distancia?


¿Cuál fue el final de la abadía de Niencebas?

En vida de san Raimundo y de sus inmediatos sucesores, el territorio de Niencebas y su convento siguieron perteneciendo a la abadía de Fitero. Posteriormente, el convento, según afirma De la Fuente, pasó a ser propiedad del monasterio de San Prudencio, situado en las faldas de Monte Laturce, a 33 km. y medio de Logroño. Pertenecía a la diócesis de Calahorra y todavía quedan en pie sus imponentes ruinas, en el fondo de un gran barranco, al Este del legendario pueblo de Clavijo. Dicho cambio de manos no debió ocurrir, por lo menos, hasta el año 1181, en el que el santuario de San Pru­dencio, servido hasta entonces por una comunidad de canónigos regulares, pasó a poder de los Cistercienses de Ruet (Rioja), por imposición de Diego Jiménez, señor de Cameros. El convento de Niencebas debió mantenerse en pie en los dos siglos siguientes, puesto que, según unas declaraciones de tes­tigos de vista, todavía quedaban algunos restos de él en 1484; mas habían desaparecido por completo hacía mediados del siglo XVI, pues en la romería anual que hacían, en el mes de mayo, a la ermita de Yerga, los veci­nos de Fitero, juntamente con su abad y los monjes, al pasar por Niencebas, hacían una rogativa a san Lorenzo, “en el lugar donde dicen que estuvo antes dicho monasterio”; lo que quiere decir que ya no lo sabían con certeza [175]. Jimeno Jurío asegura que “Niencebas vino a convertirse en una granja, arrendada en 1476 al monje Fr. Juan de Marcilla por 1.500 robos de trigo. Violentamente ocupada por los vecinos de Alfaro en 1483, entablóse un largo pleito de más de medio siglo sobre su propiedad, ante la Real Cancillería de Valladolid” [176].
A juzgar por el documento nº 781, resumido por don Florencio Idoate, en su Catálogo Documental de la ciudad de Corella, Niencebas era ya un despoblado en 1620. Sin embargo, todavía figura la “Granja de Niencebas” en el plano del término territorial de Fitero, ejecutado en el mismo siglo y reproducido por el señor Idoate en dicha obra; pero ya no se encuentra en el plano del Instituto Geográfico y Catastral de 1953 (segunda edición).

¿Qué hay de cierto sobre el traslado de la abadía de Niencebas a Castellón?

El traslado de los Cistercienses de Niencebas a Fitero ha dado lugar a un curioso error geográfico-histórico en el que han incurrido Caparrós, Latas­sa, Montalvo, Mascareñas y Gutton, entre otros. Consiste en creer que, al dejar Niencebas y antes de fijarse definitivamente en Fitero, san Raimundo y sus compañeros pasaron a residir por algún tiempo en otra localidad dis­tinta llamada Castejón o Castellón. Montalvo escribe que «el año de 1150 se pasó a vivir Raymundo con sus monjes a Castejón, y ahí estuvieron no mucho tiempo, hasta que D. Pedro Tizón los pasó a una heredad suya, lla­mada Fitero» [177]. Por su parte, Mr. Gutton asegura que «en 1152, este convento (el de Niencebas) se trasladó a Castellón, y de allí, en 1157, a Fitero”[178]. Es decir, que según cuenta el autor francés, los cistercienses de Niencebas estuvieron instalados en Castellón cinco años. Por lo que se ve, ninguno de los escritores citados sospechó siquiera que ese Castejón o Castellón y Fitero fueran la misma cosa, pues se trataba de “Castellón de Fitero, así llamado - escribe Moret - por un recinto amuralla­do que en él había, como que era plaza fronteriza»[179].
Ya el P. Calatayud refutó esta especie y a este propósito, escribe en sus Memorias: «El monasterio situado en este paraje fue, en los principios, lla­mado precisamente de Castellón y de Fitero. De estos dos nombres que hu­bo, se originó la equivocación que algunos escritores han padecido, juzgando que Castellón y Fitero eran dos diferentes sitios y que del primero pasa­ron al segundo San Raimundo y sus monjes... Lo cierto es que Castellón y Fitero son dos nombres de un mismo e individuo monasterio». Y para pro­barlo, cita el instrumento, expedido en Cuenca, el 2 de diciembre de 1189, por Alfonso VIII de Castilla restituyendo y confirmando los privilegios que había concedido su padre, Sancho III, a la abadía de Fitero, «olim monaste­rio de Casteion, quod nunc dicitur de Fitero» (que en otro tiempo se llama­ba monasterio de Castejón y hoy se llama de Fitero), como puede leerse en el documento número 210 de la Colección Diplomática, ya citada, de Cristi­na Monterde. Podría haber añadido una escritura de venta de dos piezas de tierra en la Pedrera, hacia 1154, a Raimundo, «abbati de Fiterio uel de Cas­tellione» [180]. Termina el P. Calatayud mostrando su extrañeza de que, de haber distintas localidades, «de esta Ca­sa del sitio de Castellón, como distinto del de Fitero, no haya quedado noti­cia ninguna ni en la tradición ni en los muchos instrumentos», del Archivo de la abadía” [181].

¿Qué sedes tuvo sucesivamente nuestra abadía?

Solamente tres: Yerga, Niencebas y Fitero, como acabamos de dejar asentado. Sin embargo, el distinguido investigador corellano, don Mariano Arigita, en su Colección de documentos inéditos para la Historia de Navarra, ha sostenido que “no fueron dichos cenobios sucesión uno de otro, como ordinariamente se ha creído, sino que tuvieron existencia simultánea” [182]. Pero Arigita, como observa el señor Goñi Gaztambide, se basó para hacer tal afirmación, en documentos mal fechados; por ejemplo, en el instrumento de donación de la Serna, que, en su Colección, aparece firmado en Niencebas en 1156, siendo de 1146.
Por cierto que, a propósito de La Serna, el P. Jacinto Clavería escribe que, al donar Alfonso VII este terreno al monasterio de Niencebas, «nueva­mente cambiaron de morada los monjes, erigiendo un edificio en la finca re­cién recibida.., junto a los baños de Turungén» [183]. Es muy probable, en efecto, que san Raimundo hiciese construir a conti­nuación una casa en dicha Serna; pero es inexacto que la comunidad aban­donase el monasterio de Niencebas para irse a vivir permanentemente en tal lugar. ¿En qué libro o documento hizo el P. Clavería tan sorprendente des­cubrimiento? Lo ignoramos, pues no cita ninguno. Que quede, pues, definitivamente asentado que san Raimundo vino a instalarse con su comunidad en Fitero, directamente desde Niencebas, y no desde Castejón o desde Tudején.

¿Es cierto que el primitivo monasterio de Fitero se levantó en un terreno donado por don Pedro Tizón?

Así lo afirman la mayoría de los autores que han escrito sobre nuestro Monasterio: Montalvo, Mascareñas, Moret, Caparrós, Madrazo, Altadill, pero ninguno de ellos aduce una sola prueba documental. Hasta ahora, solamente se conocen dos instrumentos, que relacionan a nuestra abadía con don Pedro Tizón. El primero es la donación de una heredad en Niencebas, el 2 de junio de 1141, la cual figura en el folio 55 del Cartulario de Fitero y de la que ya nos hemos ocupado. Y el segundo es una carta de donación, extendida en Burgos, por el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ji­ménez de Rada, nieto de don Pedro Tizón, en noviembre de 1214 (es decir, después de la instalación de san Raimundo y de sus monjes en Fite­ro, a favor del abad Guillermo Fuertes y de sus sucesores en el monasterio, dándoles «hereditatem illam de Fitero que fuit quondam avi nostri dompni on» (aquella heredad de Fitero que fue, en otro tiempo, de nuestro abuelo Pedro Tizón) [184].
Pues bien, de ninguno de estos documentos se deduce que el monasterio fuese edificado sobre un terreno donado por don Pedro Tizón. Esta especie fue ya refutada por el P. Calatayud en estos términos: «Contra lo que comúnmente se ha creído en esta casa, el suelo donde está edificado el Monasterio de Fitero, se distingue así de la heredad, que, en el año 1141, nos dio D. Pedro Tizón, como de la que nos concedió, muchos años después, su nieto, el Arzobispo...... Se distingue de la primera, porque ésta perte­nece a los términos de Niencebas, y el monasterio, a los de Turungén. Se distingue también de la segunda, porque, cuando se nos concedió, estaba ya fundado el Monasterio... Supuesto este, es menester confesar que no sabemos ciertamente quién o quiénes nos dieron el término de Fitero. Puede ser algún ascendiente del Arzobispo, como comúnmente se ha creído en esta casa, por tradición de padres a hijos, pero realmente no se infiere de instrumentos arriba puestos» [185].

¿Qué sedes tuvo sucesivamente nuestra abadía?

Solamente tres: Yerga, Niencebas y Fitero, como acabamos de dejar asentado. Sin embargo, el distinguido investigador corellano, don Mariano Arigita, en su Colección de documentos inéditos para la Historia de Navarra, ha sostenido que “no fueron dichos cenobios sucesión uno de otro, como ordinariamente se ha creído, sino que tuvieron existencia simultánea” [186]. Pero Arigita, como observa el señor Goñi Gaztambide, se basó para hacer tal afirmación, en documentos mal fechados; por ejemplo, en el instrumento de donación de la Serna, que, en su Colección, aparece firmado en Niencebas en 1156, siendo de 1146.
Por cierto que, a propósito de La Serna, el P. Jacinto Clavería escribe que, al donar Alfonso VII este terreno al monasterio de Niencebas, «nueva­mente cambiaron de morada los monjes, erigiendo un edificio en la finca re­cién recibida.., junto a los baños de Turungén» [187]. Es muy probable, en efecto, que san Raimundo hiciese construir a conti­nuación una casa en dicha Serna; pero es inexacto que la comunidad aban­donase el monasterio de Niencebas para irse a vivir permanentemente en tal lugar. ¿En qué libro o documento hizo el P. Clavería tan sorprendente des­cubrimiento? Lo ignoramos, pues no cita ninguno. Que quede, pues, definitivamente asentado que san Raimundo vino a instalarse con su comunidad en Fitero, directamente desde Niencebas, y no desde Castejón o desde Tudején.

¿Es cierto que el primitivo monasterio de Fitero se levantó en un terreno donado por don Pedro Tizón?

Así lo afirman la mayoría de los autores que han escrito sobre nuestro Monasterio: Montalvo, Mascareñas, Moret, Caparrós, Madrazo, Altadill, pero ninguno de ellos aduce una sola prueba documental. Hasta ahora, solamente se conocen dos instrumentos, que relacionan a nuestra abadía con don Pedro Tizón. El primero es la donación de una heredad en Niencebas, el 2 de junio de 1141, la cual figura en el folio 55 del Cartulario de Fitero y de la que ya nos hemos ocupado. Y el segundo es una carta de donación, extendida en Burgos, por el arzobispo de Toledo don Rodrigo Ji­ménez de Rada, nieto de don Pedro Tizón, en noviembre de 1214 (es decir, después de la instalación de san Raimundo y de sus monjes en Fite­ro, a favor del abad Guillermo Fuertes y de sus sucesores en el monasterio, dándoles «hereditatem illam de Fitero que fuit quondam avi nostri dompni on» (aquella heredad de Fitero que fue, en otro tiempo, de nuestro abuelo Pedro Tizón) [188].
Pues bien, de ninguno de estos documentos se deduce que el monasterio fuese edificado sobre un terreno donado por don Pedro Tizón. Esta especie fue ya refutada por el P. Calatayud en estos términos: «Contra lo que comúnmente se ha creído en esta casa, el suelo donde está edificado el Monasterio de Fitero, se distingue así de la heredad, que, en el año 1141, nos dio D. Pedro Tizón, como de la que nos concedió, muchos años después, su nieto, el Arzobispo...... Se distingue de la primera, porque ésta perte­nece a los términos de Niencebas, y el monasterio, a los de Turungén. Se distingue también de la segunda, porque, cuando se nos concedió, estaba ya fundado el Monasterio... Supuesto este, es menester confesar que no sabemos ciertamente quién o quiénes nos dieron el término de Fitero. Puede ser algún ascendiente del Arzobispo, como comúnmente se ha creído en esta casa, por tradición de padres a hijos, pero realmente no se infiere de instrumentos arriba puestos» [189].

¿Qué actividad desarrolló San Raimundo en la abadía de Fitero?

Por supuesto, nos referimos al período precalatraveño, o sea, desde me­diados de 1152 hasta mediados de 1158. Por de pronto fue obra suya la preparación y la mudanza de Niencebas a Fitero. Ya las tres compras de terreno que había realizado en el término de Fitero en 1147, 1148 y 1151, así como las tres donaciones que obtuvo en el mismo término en 1148 y 1151 y la permuta con García Zapata, en este últi­mo año, revelaron su intención de trasladarse de las orillas del riachuelo de los Cantares a las riberas del río Alhama. El traspaso efectivo no debió ha­cerse de golpe, sino en etapas, desde el otoño de 1151 al verano de 1152. Huelga anotar que el cambio se realizó con la autorización previa del enton­ces obispo de Calahorra, don Rodrigo de Cascante (1146-1190), de quien si­guió dependiendo el monasterio, mientras vivió san Raimundo.
Uno de los primeros actos de nuestro Santo, una vez instalado en Fitero, fue poner el flamante monasterio bajo la protección de la Santa Sede, como había hecho anteriormente con el de Niencebas, y lo consiguió con otra bula de Eugenio III, fechada en Segni, el 9 de junio de 1152. A falta de documentos fehacientes, es incuestionable que se debe a San Raimundo la construcción del primitivo convento y de la primitiva iglesia de Fitero, uno y otro desaparecidos hace siglos: el primero, en el siglo XVI, al construirse el monasterio nuevo, y la segunda en la primera mitad del siglo XIII, al erigirse el templo actual. Con todo, es muy probable que pertenez­ca al pequeño templo románico raimundano la portada de la actual iglesia, cuya relativa modestia no guarda proporción con la grandiosidad del inte­rior. La importancia que adquirió rápidamente la abadía de Fitero, hizo que san Raimundo tomase parte en diversas asambleas foráneas, como la de Calahorra en 1155 y la de Tudela en 1156. La primera tuvo lugar en junio, bajo la presidencia del cardenal diácono Jacinto, titular de Santa María de Cosmedin y legado del Papa Adriano IV. Acudieron a la reunión los obis­pos don Lope de Pamplona, Dodó de Huesca, Martín de Tarazona, Rodri­go de Nájera y otros eclesiásticos, entre ellos San Raimundo. «Según creo» —escribe el P. Calatayud— nuestro Santo obtuvo del Legado unas letras —no datadas— de Conservaduría, dirigidas a dichos obispos, mandándoles que, siempre que fuesen requeridos por el abad de Fitero, «le amparasen y defendiesen contra cualesquiera personas que se atreviesen a inquietar su Monasterio” [190]. La reunión o Concordia de Tudela tuvo lugar el 22 de agosto de 1156 y fue presidida por el arzobispo de Tarragona, Bernardo, como Legado del Papa, asistiendo, entre otros, los obispos de Zaragoza y de Pamplona, y los abades de Fitero y de Veruela. Su finalidad fue la de arreglar ciertas diferen­cias existentes entre el prior y los canónigos de Tudela, con el obispo de Ta­razona. También en esta ocasión, al decir del P. Calatayud, San Raimundo, «obtuvo, según parece, unas letras del Arzobispo-Legado, excomulgando a los «que presumieren invadir, violar o robar al Monasterio de Fitero o maltratar a alguno de sus monjes» [191].
Sobre el abadiazgo de San Raimundo en Fitero nos quedan algo más de un centenar de escrituras: 70 de compras y 13 de permutas de tierras, 15 de donaciones diversas, 6 de protección y de confirmación de donaciones y pri­vilegios y 1 convenio con el Concejo de Tudején. Es decir, que en los seis años que estuvo en Fitero, hizo once veces más compras y cuatro veces más permutas de tierras que durante los once años que estuvo en Niencebas. Las compras sumaron 93 quiñones, 36 piezas, 2 prados, 5 viñas, 5 heredades en Tudején y 1 en Cervera, cuyo precio total, según la estimación de la Docto­ra Monterde, fue de 71,5 mizcales, 41,5 morabetinos marinos, 6 morabeti­nos lopinos y 186 morabetinos corrientes [192]. Por los topónimos que aparecen en las escrituras, se ve que las fincas ad­quiridas por san Raimundo, estaban situadas principalmente a una y otra ri­bera del río Alhama, entre la Serna de Cervera y Peñahitero. Desgraciada­mente no podemos calcular ni su extensión ni su costo exacto - que de­bieron ser considerables - por desconocer, como ya advertimos, las equiva­lencias de las medidas agrarias y de las monedas que se usaban entonces.
Como no es cosa de especificar aquí todas estas transacciones, vamos a contentarnos con citar resumidamente algunas muestras. Entre las compras más curiosas figuran las siguientes: 1) En 1154, Raimundo, picapiedras, y su mujer Boneta, vendieron al monasterio por 4 morabetinos, seis quiñones de tierra: dos situados en el valle de la Pedrera, y cuatro sobre la acequia de Cintruénigo. 2) En 1156, Monio Ceresano le vendió por 10 morabetinos y 2 cahíces de mijo, seis quiñones de tierra en Añamaza, dos piezas en Tudején, dos quiñones entre la presa de Cintruénigo y Torralba, tres quiñones lindantes con el río Alhama, con Miguel, Monio y Talaferro y dos viñas lindantes con Domingo Aparicio y Saturnino. 3) En el mismo año, Domingo Serrano y su mujer le vendieron, por 12 morabetinos, sus propiedades de Tudején; a saber, dos quiñones en Añama­za, sendas viñas en Añamazola, el Saco y el Prado, un huertecillo de berzas junto al puente (el que había cerca de la Peña del Saco), dos sequeros más arriba y un quiñón más abajo de la acequia de Cintruénigo, dos quiñones, junto al prado que fue de Monio Ceresano, y dos pequeñas fincas más. 4) En 1157, el señor de Tarazona, Fortún Aznárez y su mujer Teresa Ortiz, vendieron todas las fincas que tenían en Cervera, a San Raimundo y sus monjes por un mulo, una mula y 5 morabetinos de oro, equivalentes a 60 morabetinos corrientes.
En lo referente a las 13 permutas de tierras que hizo san Raimundo en este periodo, tuvieron evidentemente una doble intención: desprenderse de las fincas lejanas y concentrar las desperdigadas en varios términos circun­dantes. Vamos a citar otros cuatro ejemplos: 1) En 1156, cambia a los hermanos Miguel y Domingo tres viñedos, si­tuados en Peñafría y el Prado, y tres quiñones, de los que dos situados más arriba y más abajo de la Serna de Doña Godina, y uno, en la Calle, por 5 quiñones en Murelo. 2) En 1157, cambia con don Pascual de Tudején, una heredad que tenían los monjes en Cervera, por tres quiñones y una pieza en Murelo, y otra pieza en Castellón. 3) En 1158, cambia con Pedro Aragonés, una heredad y un casal que tenían en Cascante, por una heredad en Tudején. 4) En el mismo año, cambia con don Rodrigo de Tudején unas hereda­des de los monjes en Calahorra y en Vilanova, por otra heredad en Tudején.
En lo referente a las donaciones obtenidas en el periodo precalatraveño, ascienden a una quincena, siendo la más importante la donación del castillo de Tudején, hecha en Toledo el 15 de abril de 1157, por Sancho III de Cas­tilla, con el consentimiento de su padre, el emperador Alfonso VII. Es de las pocas escrituras originales que se conservan. La redactó Martín Peláez, notario del rey Sancho y la firmaron los reyes, el arzobispo de Toledo, Juan, seis obispos, seis condes y cinco señores más.
Entre las demás donaciones, mencionamos las siguientes: 1) la de un terreno, situado junto al molino del monasterio, cedido por el Concejo de Tudején, hacia 1154. 2) la de diezmos y frutos, hecha por el obispo de Calahorra, don Rodri­go de Cascante, el 4 de marzo de 1156. Se conserva todavía el documento original en pergamino, en el Archivo de la catedral de Calahorra. 3) la de una heredad «que est iuxta balneum de Caracallo» (que está junto al Baño de Cascajos); a saber, aquella cueva mayor, aquella viña y aquel casal que donó el rey, Sancho III, a Pedro Sanz y a su mujer María, el 10 de abril de 1155, y que éstos donaron, a su vez, al monasterio, en 1157. Finalmente, entre los documentos relativos a privilegios y confirma­ciones, hay que citar uno papal y dos reales. El pontificio es una copia - pues no se conserva el original - de una bula de Eugenio III, fechada en Segni, el 9 de julio de 1152, confirmando las posesiones del monasterio y recibiéndolo bajo su protección. Se citan Niencebas, Casanueva y La Noguera. El Papa prohibe que nadie les exija diezmos y excomulga a los que atentaren contra sus bienes. Suscriben además del Pontífice, dos obispos y cinco cardenales, y está datada por el notario pontificio, Boso.
Los dos documentos pretendidamente regios son, uno de Sancho III de fechado en Calahorra, el 2 de agosto de 1156, y otro de Sancho VI Navarra, firmado en Tudela, en enero de 1157. Y decimos pretendidamente r­egios, porque los dos son puras falsificaciones de los monjes, hechas seguramente después de la muerte de San Raimundo. Por lo visto, con ellas pretendían cubrirse contra todo riesgo en Castilla y en Navarra. Más tarde falsificaron hasta una bula papal, que atribuyeron a Inocencio III, hacia 1200. El contenido de dichos documentos seudo-reales es parecido. En ambos, los ­monarcas toman bajo su protección al monasterio, prohibiendo que inflija ninguna violencia ni daño a sus propiedades, pertenencias y hombres, bajo la pena de seis mil sueldos en Castilla y de mil sueldos en Navarra. En los dos, se establece que, si los ganados del monasterio se mezclaran con otros se devolvieran las reses que aquél reclamara como suyas, bajo la sola palabra de un monje, sin necesidad de juramento. Asimismo se dis­pone que el ganado del monasterio tenga pastos libres, en los dos reinos, imponiendo multas de otros seis mil reales en Castilla y de mil en Navarra a los que pretendieren impedírselos. Por supuesto, en ambos documentos se concede la exención al monasterio de toda clase de impuestos, portazgos, alcabalas, etc. Y en fin, exagerando sus pretensiones hasta lo increíble, los falsarios atribuyen a Sancho VI de Navarra la descabellada disposición de que, en cualquier pleito que se entablara contra el monasterio, los tribunales sentenciaran siempre a favor del mismo, bajo la palabra de un solo monje, sin necesidad de juramento ni de testigos.
Sin referirse para nada a su contenido, la doctora Monterde escribe sobre el documento atribuido a Sancho III de Castilla que “un análisis diplomático hace pensar que se trata de una falsificación, no sólo por el tipo de letra en que fue escrito, sino porque los pliegues del pergamino presentan un hueco en blanco que no muestra escritura contemporánea” [193]. Y sobre el atribuido a Sancho VI, anota cinco motivos puramente diplomáticos, que hacen dudar de su autenticidad; entre ellos, “el aprovechamiento del espacio en blanco – tras el texto, a la derecha de la fórmula cronológica y en el margen inferior del pergamino – para añadir exenciones tributarias y protección real al Monasterio, que parece olvidó en principio el escriba”; así como el mismo signo de Sancho VI, que “podría asegurarse que no es legítimo, entre otras cosas, por las letras que van en el interior del mismo” [194].
Como esta faceta económica de la actividad de San Raimundo es comúnmente desconocida, aclaremos que no trataba de hacer del monasterio una potencia señorial, que es en lo que se convirtió, de hecho, con el tiempo, sino una potencia espiritual, como en la misma época, hacía San Bernardo en Claraval. No se trataba de acaparar tierras, para vivir del trabajo de renteros y censalistas y convertirlos en vasallos suyos, sino de proporcionar ocupación material y espiritual a los cientos de postulantes que deseaban ingresar en sus abadías y convertirse en monjes.
¿Cuántos llegó a haber en Fitero, en la época de San Raimundo? Fr. Ramón Zapater, en su Historia de las Ordenes Militares [195], afir­ma que, en 1158 tenía 300 monjes y 30 legos. El P. Calatayud confiesa no haber encontrado semejante noticia en los papeles del Archivo del Monaste­rio, pero la cifra no le parece increíble, porque «si al presente, no teniendo el monasterio ni con mucho la mitad de la tierra que tenía en aquel tiempo, con ella casi sola se mantiene, no sólo la comunidad, sino un pueblo que tiene más de dos mil almas, ¿cuántos monjes podía mantener, teniendo más que doblados términos y trabajando por sí mismos los monjes?” [196]. De todos modos, el P. Calatayud no tenía inconveniente en rebajar la cifra, dejándola en la tercera parte; o sea, en unos 120.
La vida de los monjes, en la etapa fiterana de san Raimundo, era muy dura, pues ellos solos tenían que realizar las faenas agrícolas, pastoriles y domésticas. Y lo mismo ocurría en todos los monasterios del Císter. Cuan­do, en 1145, fue elegido Papa Bernardo Paganelli, con el nombre de Euge­nio III, san Bernardo, que había sido superior suyo en el de Claraval, excla­mo: «¡Cómo! ¡A un hombre del campo como él arrancarle de las manos el hacha, el zapapico y la azada!” (Epístola 237). Según las Definiciones Cister­cienses de 1134, a la sazón vigentes, el vestido de los monjes consistía en una túnica y una cogulla de paño, juntamente con los piales, y una faja algo ancha, atada interiormente a la cintura, que les bajaba hasta las rodillas (articulo 4). Usaban además femorales, cuando montaban a caballo. La co­mida, según el art. 14, consistía en pan grueso, hecho en el convento, con harina de trigo, sin pasarla por un cedazo, sino por una criba; y si faltaba el trigo, se hacia de cebada u otro grano inferior. El art. 61 ordenaba que no se usase en los monasterios pimienta ni comino ni otras especias, sino las yerbas comunes del lugar. Estaba prohibida la carne, y el pescado solo se daba, con mucha dificultad, a algún enfermo inapetente. Su mobiliario era muy pobre, incluidos los efectos litúrgicos, y sólo tenían cristos de madera. Dormían poco, pues se levantaban por la noche para la hora canónica de las Completas, y antes de amanecer, para los Maitines. Y tenían entonces tan buena fama los cistercienses que el mismo Tomás de Kempis los cita como modelo de religiosos, en su famosa obra La imitación de Cristo [197]. Por lo demás, se trataba, en general, con muy raras excepciones, de hombres sencillos, laboriosos y de escasa o nula cultura, como eran enton­ces hasta los reyes y los grandes señores, la mayoría de los cuales no sabían ni leer ni escribir. San Bernardo se lamentaba de esta incultura ante el Papa Inocencio II, al que escribía: «¡Qué pena! ¡No es posible encontrar escribientes para las necesidades de vuestro servidor, en todo Claraval!” (Ep. 436). Y sin embargo, ¡tenía allí cerca de 800 monjes! Era la Edad Media.


¿Cómo es que San Raimundo resolvió encargarse de la defensa de Calatrava la Vieja?

Con tantas donaciones y privilegios, el Monasterio de Fite­ro subió naturalmente como la espuma, en vida misma de nuestro Santo. De todos modos, San Raimundo, a pesar de sus virtudes, de su capacidad y de su espíritu emprendedor, no hubiera pasado de ser un oscuro abad, de no haber surgido una circunstancia histórica, que lo iba a lanzar a la celebridad: la devolución a la Corona de Castilla de la plaza fuerte de Calatrava la Vieja, por los Caballeros Templarios, en 1157. Calatrava la Vieja estaba situada junto a la orilla izquierda del río Guadiana, dentro del actual territorio municipal de Ca­rrión de Calatrava, perteneciente a la provincia y al partido judicial de Ciudad Real. Distaba de Toledo 90 kilómetros en línea recta y su fortaleza había sido construida en el siglo VIII, por los moros, quienes le dieron el nombre de Kalaat-Rawaak (de kalaat, castillo).

La plaza fuerte de Calatrava la Vieja tenía una gran impor­tancia estratégica, no sólo por dominar la vasta planicie cono­cida con el nombre de Campo de Calatrava, sino, sobre todo, por estar emplazada en la confluencia de los caminos roma­nos, que desde Andújar y Mérida, se dirigían por Consuegra hasta la imperial Toledo. Calatrava la Vieja fue conquistada por Alfonso VI de Casti­lla, después de la toma de Toledo en 1085. Pero no tardó en ser recobrada por los almoravides, quienes la convirtieron en un Centro de operaciones militares, contra los castellanos de la cuenca del Guadiana. En una de sus expediciones, la de 1143. encontró la muerte el Alcaide de Toledo, Murió Alfonso. El ada­lid Faraj, que ejercía análogo cargo en Calatrava la Vieja, para aterrorizar a los cristianos, hizo descuartizar el cadáver de Munio y colocar sus miembros en la más alta almena de la ciudadela sarracena.
Estos acontecimientos pusieron de relieve que la seguridad de Toledo dependía de la posesión de Calatrava y, en consecuencia, Alfonso VII de Castilla decidió apoderarse de ella, lo que llevó a efecto en enero de 1147. Tres años después, entregó la plaza a los Caballeros Templarios, para su conservación y defensa.
Pero entretanto, un cambio trascendental se estaba operando en Al-Andalus: el desplazamiento de los almohades hacia los reinos de taifas de los almoravides y, una vez, vencidos éstos, hacia los reinos cristianos peninsulares. Su aguerrido jefe, Abd-el-Mumen, iba avanzando de una manera inquietante y, al morir el Emperador Alfonso VII, en agosto de 1157, se dispuso a invadir la cuenca castellana del Guadiana.
La ocasión no podía ser más propicia, pues, en aquel momento, Sancho III de Castilla, hijo y sucesor del Emperador, era atacado por su cuñado, Sancho IV de Navarra, y estaba en dificultades con su tío, Ramón Berenguer IV de Cataluña y Aragón; de manera que, cuando los Templarios, en vista de los imponentes preparativos de los almohades, pidieron refuerzos al Monarca castellano, éste se vio imposibilitado de enviárselos. Ante esta crítica situación, los Caballeros del Temple, no queriendo exponerse a la vergüenza de perder la plaza de Calatrava la Vieja, se la devolvieron a Sancho III. A continuación, el Rey publicó un edicto, ofreciendo la villa de Calatrava, con todas sus tierras y pertenencias, a cualquier rico-hombre o caballero que se comprometiese a defender la ciudadela. Pero con gran sorpresa de la Corte, nadie aceptó semejante oferta.

A la sazón, se encontraba en Toledo San Raimundo, el cual acababa de llegar, para recabar de Sancho III la confirmación de los privilegios y de las donaciones que le había hecho su padre, el Emperador. Lo acompañaba Fray Diego Velázquez, antiguo noble y guerrero castellano, natural de Bureba, cerca de Burgos, el cual se había criado, desde su niñez, al servicio del mismo don Sancho y había peleado en su compañía, al servicio del Emperador.
Ambos monjes se quedaron sorprendidos del silencio con que fue acogido el ofrecimiento del Monarca, y, a instancias reiteradas de Fray Diego, San Raimundo decidió aceptarlo.
Parece que Sancho III vaciló en un principio en ceder a tan insólita solicitud: insólita, por la condición monacal de los postulantes; pero, en enero de 1158, otorgó en Almazán a San Raimundo la escritura correspondiente de donación. La firmó, en primer término, el Rey de Castilla; y a continuación, la confirmaron el Rey de Navarra, Sancho VI, los Condes Manrique de Lara, Lope Díaz, señor de Vizcaya, con otros feudales, así como C. González, Mayordomo del Rey de Castilla; don Juan, Arzobispo de Toledo, y los Obispos de Palencia, Burgos, Osma y Calahorra. Un mes más tarde, el Rey Sancho III, encontrándose en Segovia, donó asimismo a San Raimundo la aldea de Cirujares, en el término de Toledo.
Sin pérdida de tiempo, San Raimundo empezó a poner manos a la obra. Como era lógico, el Monarca castellano le proporcionó inmediatamente armas, hombres y dinero; y el Arzobispo don Juan, no sólo le suministró igualmente abundantes recursos, sino que dio a la campaña de Calatrava el carácter de cruzada, ofreciendo a todos los que se enrolasen en las huestes de nuestro Santo, indulgencia plenaria de sus pecados.
Por su parte, San Raimundo vació las arcas del convento de Fitero, reclutó a los monjes capaces de empuñar las armas, así como a todos los mozos del pueblo y de los alrededores que quisieron sumarse a ellos; y cargado de provisiones, se dirigió a Calatrava. En el camino, no se olvidó de predicar la pequeña cruzada por todos los pueblos que atravesaba, con lo que pudo llegar a su destino, con una cantidad respetable de hombres, animales y víveres.
Naturalmente sus primeras preocupaciones, en el orden bélico, fueron las de reparar y reforzar la plaza fuerte, y adiestrar y encuadrar a los abigarrados combatientes. De ello se encargaron especialmente los caballeros que lo siguieron, bajo la dirección suprema de Fray Diego Velázquez. San Raimundo, debido a su edad – había ya pasado de los sesenta – y a su impreparación militar, no podía encargarse directamente de estos menesteres, y por lo mismo, no consta que tomar parte personalmente en ningún combate.
Otra preocupación primordial de nuestro Santo fue la de hacer cultivar cuanto antes los campos vecinos abandonados, para asegurar la subsistencia de los defensores de Calatrava; y con tal objeto, donó tierras de su extenso Campo a numerosas familias pobres de Castilla y de Navarra que vinieron a avecindarse en la región.
Aun cuando los nuevos defensores de Calatrava no ganaron a los moros ninguna gran batalla, el éxito de su empresa fue completo, puesto que obligaron a los almohades a renunciar a su proyectada ofensiva contra la cuenca del Alto Guadiana.
Diego Velázquez, al frente de sus huestes, empezó a batir, en frecuentes escaramuzas, a las algaras moras que merodeaban por la comarca, obligando a los sarracenos a recluirse en su fortaleza de Salvatierra. Incluso se adentró en sus incursiones más allá de Despeñaperros, llegando hasta Ubeda y Baeza, de donde regresó con un fuerte botín.
El ejemplo de los Templarios, cuya Orden habla sido aproba­da por el Papa Honorio II en 1127 y cuyos estatutos habían sido dictados por el gran cisterciense San Bernardo de Claraval, inspiró sin duda a San Raimundo la idea de dar una organización análoga a los caballeros y religiosos que lo habían seguido a Calatrava. Esta organización debería ser a la vez militar y religiosa, imponiéndose naturalmente una selección: religiosos de coro y hombres guerreros.
Mientras éstos estuviesen en combate, los primeros rogarían a Dios por la victoria de sus compañeros. En todo caso, unos y otros deberían llevar el hábito del Císter —con ligeras modificaciones en los gue­rreros— y someterse a su Regla.
Así es como nació la Orden Militar de Calatrava en 1158, reinando todavía Sancho III, quien murió el 31 de agosto de este año. Pero no se conoce la fecha exacta de su fundación ni consta con certeza que San Raimundo redactara o dictara Constituciones especiales para el régimen del convento— for­taleza de Calatrava, en particular, ni de la nueva Orden, en general. Mientras éstos estuviesen en combate, los primeros rogarían a Dios por la victoria.  En realidad, la organización definitiva de la Orden se llevó a cabo después de muerto San Raimundo y data de la época del primer Maestre don García, a quien el Capitulo General del Císter remitió la Prima Regula et forma vivendi (la Primera Regia y forma de vivir), aprobada y expedida por dicho Capi­tulo, el 14 de septiembre de 1164 y confirmada por el Papa Ale­jandro III, desde Sens, once días después. La empresa histórica de San Raimundo, tan bien acogida en la Corte de Castilla, no tuvo la misma aceptación entre sus correligionarios y superiores franceses, a quienes no habla consultado de antemano. En primer término, la Abadía de la Scala-Dei, y después, el Capítulo General del Císter desapro­baron la conducta de nuestro Santo y hasta estuvieron a punto de anular todo lo hecho por él y de imponerle sanciones; pero la mediación oportuna de los Reyes Sancho III de Castilla y Luis VII el Joven de Francia, así como del Duque de Borgoña, detuvieron el golpe. Esta actitud, al parecer desconcertante, tenía una lógica explicación: el reciente y rotundo fracaso de la Segunda Cru­zada palestinense, promulgada y predicada respectivamente por los dos cistercienses más eminentes del siglo XII: el Papa Eu­genio III y San Bernardo de Claraval. Tal fracaso había acarrea­do un gran descrédito a los monjes de la Orden y, especialmen­te, a San Bernardo, ¿e iban a embarcarse, nueve años después, en otra aventura parecida...? Evidentemente era una temeridad. Por fortuna, a San Raimundo le salió bien la empresa y no le ocurrió lo que a San Bernardo, aunque ciertamente no tuvo éste la culpa del fracaso de la II Cruzada.
La última etapa de la vida de San Raimundo no esté aclara­da; pero parece que la oposición del Císter a su obra amargó sus últimos años. Por de pronto, renunció —o le obligaron a renunciar— a la Abadía de Fitero, hacia 1160, si no fue antes. En todo caso, consta documentalmente que, en 1161, era ya abad de nuestro monasterio Guillermo V, enviado directamente por la Scala-Dei, con algunos otros monjes, para reorganizar su filial fiterana y hacerse cargo de ella. ¿Terminó siquiera sus días San Raimundo, como abad efec­tivo del convento-fortaleza de Calatrava...? No es seguro, ni mucho menos.

¿Cuál fue la actitud de la corte ante la petición de San Raimundo?

Las versiones de sus biógrafos son contradictorias. Así, por ejemplo, Helyot afirma que, en un principio, tomaron a san Raimundo por un de­mente[198], agregando Alban Butier que «los ministros de Sancho III opinaron que entregarle la plaza de Calatrava seria una locura» [199]. Si una mi­licia organizada y aguerrida como la de los Templarios había devuelto al Rey la amenazada plaza, por estimar que no podrían defenderla, ¿cómo y con qué medios iban a hacerlo aquellos dos frailes? Sin embargo, Montalvo asegura que el Monarca «le concedió (a nuestro Santo), con mucha alegría, esta empresa, en la ciudad de Toledo, aunque la escritura de donación fue hecha en Almazán» [200].
Francamente, a nosotros nos parece la cosa más natural del mundo que Sancho III y su Corte desconfiaran, en un principio, de los postulantes, a pesar de los antecedentes militares de Fr. Diego Velázquez, teniendo en cuenta su condición de simples religiosos; y la prueba de que fue así es que el Rey no accedió de inmediato a sus pretensiones. Moret escribe, a este propósito, que el Monarca se distrajo del asunto y fue a concertar una alianza con Sancho de Navarra y el Conde de Barcelona, agregando que, en vista de ello, San Raimundo hizo una nueva petición a Sancho III en Almazán.  Entonces el Rey de Castilla consultó el caso con su colega de Navarra y, finalmente, acordó hacer a nuestro primer abad la donación a perpetuidad de la villa de Calatrava, con todos sus términos, tierras y derechos [201]. La escritura fue redactada y firmada en Almazán, en enero de 1158. (No se precisa en ella el día). Por su importancia histórica, ofrecemos a conti­nuación a los lectores una traducción directa de su texto latino, tal como aparece reproducido en la Colección Diplomática del Monasterio de Fitero, por Cristina Monterde [202].
«En el nombre de la Santa e Indivisible Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo, que, por todos los fieles, es honrada y adorada en su uni­dad. Puesto que la clemencia de la Dignidad Real debe tener siempre por mira el agradar sin cesar a Dios, en cuyas manos están los corazones de los Re­yes, y el procurar, con piadosa intención, servir a aquél, sin el cual no se puede mantener el reino terreno ni alcanzar el sempiterno; por todo esto, Yo, el Rey Sancho, por la gracia de Dios, hijo de Don Alfonso, de buena memoria, ilustre Emperador de las Españas, inspirado por don divino, hago esta carta de donación y texto de escritura, valedera a perpetuidad, a Dios y a la bienaventurada María y a la santa Congregación Cisterciense, y a vos, Don Raimundo, abad de la Iglesia de Santa María de Fitero, y a todos vuestros hermanos, así presentes como futuros, de la villa llamada Calatra­va, para que la tengáis y poseáis sin tributo, libre y en paz, por juro de here­dad, desde hoy en adelante, para siempre, y para que la defendáis de los pa­ganos, enemigos de la cruz de Cristo, con su ayuda y la nuestra. Así, pues, digo que os la doy y concedo, con sus términos, montes, tierras, aguas, pra­dos y pastos, entradas y salidas, y con todos los derechos pertenecientes a la misma Villa, para que la tengáis y poseáis, por juro de heredad, como he­mos dicho, vos y todos vuestros sucesores, cualesquiera que fueren, de vuestra Orden, y quisieren servir allí a Dios, de hoy en adelante, a perpe­tuidad. Y os hago esta donación, por el amor de Dios y la salvación de mi alma y la de mis padres, y para que Dios sea honrado por vos, y extendida la religión cristiana, y para que nuestro reino vaya en auge y esté seguro bajo la protección de vuestro servicio, gratísimo a Dios Omnipotente.
Si alguno, con temerario atrevimiento, intentase quebrantar esta decisión mía, iniciada por la gracia divina, así como esta donación, sea maldito y excomulgado y condenado en el infierno con Judas, que traicionó al Señor, y que esta determinación mía se mantenga siempre firme. Hecha la escritura en Almazán, en la era de 1196, en el mes de enero, en el año en que don Alfonso, famosísimo Emperador de las Españas, falleció, siendo el Rey Sancho de Navarra vasallo del señor Rey. YO, el Rey Sancho, confirmo con mi propio sello, esta escritura que mandé hacer. El Rey Sancho de Navarra confirma. El Conde Manrique de Lara confirma. El Conde Lope, Alférez del Rey, confirma. El Conde Vela de Navarra confirma. Gómez González, Mayordomo del Rey, confirma. Sancho Díaz confirma. Pedro Ximénez, tenente de Logroño, confirma. Fortún López de Soria confirma. Gonzalo Rodríguez confirma. Gonzalo de Marañón confirma. Juan, Arzobispo de Toledo y Primado de las Españas, confirma. Raimundo, Obispo de Palencia, confirma. Pedro, Obispo de Burgos, confirma. Cerebruno, Obispo de Sagunto, confirma. Juan, Obispo de Osma, confirma. Rodrigo, Obispo de Calahorra, confirma. Martín Peláez, notario del señor Rey, la escribió, siendo Canciller Ber­naldo, Archidiácono de Palencia».
La coletilla de la data de este documento en la que se dice que fue hecho el mismo año en que falleció Alfonso VII el Emperador, parece, a primera vista, desconcertante, pues la era de 1196 corresponde exactamente al año 1158 y resulta que Alfonso VII murió el 21 de agosto de 1157. ¿Cómo se explica esto? Se explica, porque se refiere al año emergente y no al juliano o del calendario, pues para el 21 de agosto de 1157 ya habían transcurrido más de siete meses y medio del año 1158.

¿Predicó San Raimundo la cruzada calatraveña?

Nos parece bastante probable, aun cuando no se conocen documentos que lo comprueben. Desde luego, era la costumbre de la época, pues doce años antes, su correligionario, san Bernardo de Claraval, había predicado, a su vez, la Segunda Cruzada de los Santos Lugares. El P. Moret, exagerando un poco, asegura que «con la ardiente predicación, con que metiendo fuego por todas partes, concitó el Santo Abad las gentes para ella (la defensa de Calatrava), concurrió tan gran número de combatientes, y tan encendidos del vigor y aliento que inspiró su predicación, que, entrando con ellos en Calatrava, la levantó del desmayo en que estaba» [203]. Lo mismo afirma don Modesto Lafuente en su Historia General de Es­paña [204], así como Ferreras y otros autores. Por otra parte, ¿de qué otro medio más directo y eficaz disponía nuestro Santo, si no era de su palabra fervorosa, para lograr que los hombres capa­ces de empuñar las armas, se enrolasen voluntariamente en sus huestes? Por supuesto que fue secundado por otros predicadores.
Ahora bien, como San Raimundo no dejó escrito ningún sermón ni de­bió tener ningún escribano que los recogiese, resulta que no se conserva nin­guno de ellos. A la sazón, los escribanos eran rarísimos, pues casi nadie sabía leer ni escribir. Con todo, el expeditivo Mascareñas cita una pequeña alocución, inventada probablemente por él mismo, que San Raimundo habría dirigido, al llegar a Calatrava, a los habitantes que no habían huido ante la amenaza de los almohades. Hela a continuación. «Hijos, la defensa y custodia de la ciudad está puesta en la disposición del Altísimo Dios. Todo nuestro empleo, toda nuestra vigilancia es vana y superflua, sin la asistencia de Aquél que es igualmente Dios de los Ejércitos y de las Victorias. A El, por tanto, recurramos; a El pidamos las ayudas y las defensas. Aseguraos entretanto que El no quiere abandonaros, habiendo elegido para vuestra defensa un instrumento tan flaco como yo. El es celoso de vuestra salud y así no desconfiéis de la inmensidad de sus gracias» [205]. Mr Gutton tradujo literalmente esta alocución al francés, insertándola en su biografía de nuestro Santo; pero sin indicar de dónde la tomó [206]. Ahora bien, la mayoría de los historiadores, a falta de documentos, no mencionan siquiera esta actividad propagandística de san Raimundo.

¿Qué hay de cierto acerca de los preparativos de la defensa de Calatrava?

En detalle, nada, por falta de documentos fehacientes. Ahora bien, se puede dar como seguro que San Raimundo y sus hombres tomaron todas las medidas habituales en la preparación de la defensa de una fortaleza amena­zada: reparación de todo lo que estuviese en mal estado (en las murallas y en el foso, en las palizadas y estacadas, en las troneras y saeteras, en las al­menas y parapetos, etc.); acopio suficiente de armas y de víveres; encuadra­miento y adiestramiento de los combatientes; organización de los diversos servicios del fuerte, y demás providencias del caso.
El arzobispo e historiador, don Rodrigo Jiménez de Rada, asegura que nuestro Santo logró reunir hasta 20.000 voluntarios para defender la plaza [207]. Pero el señor Goñi Gaztambide anota oportunamente que no hay que tomar al pie de la letra semejante cifra, pues, para don Rodrigo, lo mismo que para los demás cronistas medievales, las cifras no tenían un valor matemático, y así el arzobispo quiso decir simplemente muchos [208]. Sin embargo, Ferreras, Mo­desto Lafuente, Receveur y otros autores han recogido literalmente el núme­ro dado por don Rodrigo, haciéndolos precisamente combatientes.
Por su parte, el P. Mariana afirma que san Raimundo «trajo de los lu­gares comarcanos hasta 20.000 personas a quienes repartió los campos y pueblos cercanos a Calatrava, para que en ellos poblasen y viviesen, por es­tar yermos de moradores» [209]. Lo mismo asegura Hel­yot, aumentando la cifra, pues dice «plus de 20.000 personnes» (más de 20.000 personas). Y Caro de Torres escribió antes que ellos que san Raimundo llevó de Fitero a Calatrava «muchas vacas y ovejas y más de 20.000 hombres para poblar y defender la tierra» [210]. En fin, para completar esta historieta de los 20.000, el P. Moret escribe, a su vez, que nuestro Santo sacó de Fitero a los monjes robustos y «cerca de 20.000 ovejas», lo cual le parece más creíble que 20.000 hombres, explican­do que es «muy fácil que algún copiador de la obra del Arzobispo don Rodrigo escribiese, en lugar de ovium, la voz hominum» [211].
Como comprenderá el lector, sería completamente ingenuo tomar al pie de la letra estas versiones y, por lo mismo, lo único que cabe deducir de ellas es que San Raimundo llegó efectivamente a Calatrava con muchos hombres de armas, colonos, ganados y provisiones. Ahora bien, las andanzas del Santo, desde que llegó a Toledo hacía el otoño de 1157 y se hizo cargo efectivo de la plaza de Calatrava la Vieja, constituyen otro enigma. Ya hemos visto que, según Ferreras, nuestro primer abad rechazó en un principio la sugerencia de Fr. Diego Velázquez, volviéndose ambos a Fitero, sin pedir por entonces la famosa plaza a Sancho III. Moret admite dicha pe­tición, antes de regresar a nuestra villa, pero cree asimismo en el regreso, «a toda priesa», a nuestro monasterio de los dos personajes [212].  Sin embargo, a nosotros se nos ocurre la siguiente duda. ¿Es posible que San Raimundo, una vez decidido a pedir al rey la fortaleza, no hiciese un viaje previo o inmediato a Calatrava, para ver siquiera dónde estaba y cómo se encontraba? Es cierto que pudo enterarse de estos detalles por Velázquez, quien seguramente la conocía bien; pero la más elemental prudencia aconse­jaba a nuestro Santo hacer tal viaje, para darse personalmente cuenta cabal de la carga que iba a echarse sobre los hombros.
Por supuesto, creemos que San Raimundo debió acudir a Almazán, en enero de 1158, cuando Sancho III le hizo formalmente la concesión de Ca­latrava, firmando el histórico documento de donación, y es claro que, a continuación tuvo que desplazarse asimismo a diferentes lugares, para predi­car la cruzada calatraveña. Pero la verdad es que nada sabemos en concreto de estas idas y venidas, y hasta ignoramos el mes preciso de 1158 en que nuestro Santo se hizo cargo personalmente de la histórica fortaleza. Desde luego, es seguro que antes de quedarse definitivamente en ella, es­tuvo en Fitero una o dos veces, para dar cuenta a los monjes de la nueva si­tuación, hacer una leva de gentes en los pueblos cercanos, recoger víveres, ganados, etc. y disponer lo concerniente a la continuación de la vida en el monasterio. Asegura el arzobispo don Rodrigo que San Raimundo se llevó a Calatrava un gran número de monjes (multitudinem monachorum); pero es­tima el P. Calatayud que no fue «ni la mitad de la comunidad» y que no obligó a ninguno a seguirle, «porque sus súbditos sólo habían profesado y prometido la obediencia, según la Regla, y esta salida a defender Calatrava excedía mucho a lo que prometieron en la profesión»; de manera que entre los débiles y enfermos, que exceptúa don Rodrigo (exceptis debilibus et aegrotis) hay que contar no sólo a los débiles de cuerpo, sino a los débiles de espíritu, para convertirse en guerreros [213].
Por otra parte, el P. Calatayud hace hincapié en que el traslado de San Raimundo a Calatrava no supuso el traslado del monasterio de Fitero, como en el caso de Yerga a Niencebas, sino que el monasterio de Fitero continuó con su autonomía, sus posesiones y sus derechos[214]. Asegura asi­mismo que San Raimundo dejó en Fitero el instrumento original de la dona­ción de Calatrava y que envió más tarde al mismo la confirmación de la do­nación que obtuvo del Regente del Reino de Castilla, en la minoría de Al­fonso VIII, don Gutierre Fernández de Castro. Pero esta confirmación es más que sospechosa, pues no consigna ni el lugar ni la fecha en que fue otorgada, ni aparece siquiera suscribiéndola la firma del tutor y Regente, como era de rigor, ya que Alfonso VIII era, a la sazón, un niño de cuatro o cinco años. Por lo demás, puntualiza que «el Santo ni un hombre sacó de Fitero, sino los monjes, porque entonces no había pueblo de Fitero, pero pudo sa­carlos y los sacó de los pueblos de Calahorra, Tarazona, Cervera y otros muchos de Castilla, Aragón y Navarra». Respecto de los colonos que se llevó San Raimundo a Calatrava, además de los hombres de guerra, escribe: «Yo no niego que muchos de aquellos hombres eran conducidos para que poblasen y cultivasen aquella tierra, pero con la mira también de que la defendiesen». Y respecto de las tropas que acudieron en principio a la defensa de Calatrava, afirma que, «al ver que los mahometanos habían abandonado el designio de sitiar por entonces aquella plaza, después de haber consumido los víveres, se volvieron a sus ca­sas y solo, al parecer, quedaron en la Plaza los soldados que dieron principio a la Orden militar y algunos familiares suyos» [215]. Conjetura que acompañaron tal vez a San Raimundo los tres primeros Maestres de Calatrava: don García, don Fernando Escaza y don Martín Pérez de Siones; pero no está seguro, concluyendo que «no tenemos ni la más ligera noticia de los primeros caballeros que se alistaron en esta Sagrada Milicia» [216].

¿Ostentó San Raimundo alguna jerarquía militar determinada?

Ninguna. Que nosotros sepamos, ni se la adjudicó él mismo ni se la confirió Sancho III. El instrumento de donación de Calatrava se limita a decir que el Rey donaba a san Raimundo y a sus sucesores dicha villa, «para que la defendáis de los paganos, enemigos de la Cruz de Cristo, con ayuda de su Divina Majestad y nuestra». Sin embargo, el imaginativo Mascareñas afirma tranquilamente que Sancho III «nombró luego a Raimundo por Capitán General de la defensa de Calatrava» [217]. Y en el mismo título de su biografía de nuestro Santo, lo llama «Fundador de la Sagrada Religión y Inclyta Cavallería de Santa María de Calatrava, Primer Capitán General de su Espiritual y Temporal Milicia».
¿En qué documento de la época leyó Mascareñas tal nombramiento? En ninguno. Y no pudo leerlo en ninguno, por la sencilla razón de que se trata de un flagrante anacronismo. En efecto, en ninguna milicia peninsular de la Edad Media, existía tal grado militar ni se conocía siquiera el nombre, el cual solamente empezó a usarse en España ya a principios del siglo XVI; es decir, unos 350 años después. Con todo, Yanguas y Miranda afirma que empezó a usarse en Navarra hacia el año 1440 [218].  Sin embargo, no han faltado autores posteriores, como Moret y Gutton, que han recogido, con toda ingenuidad, este infundio del escritor portugués.

¿Dirigió personalmente San Raimundo alguna operación de guerra?

Desde luego no hay constancia documental de ello. Por nuestra parte, no lo creemos por dos razones elementales: 1) porque nuestro Santo no era un estratega ni sabía una palabra de táctica militar; 2) porque, a causa de su edad, ya no estaba en condiciones físicas de empuñar las armas en el campo de batalla. Hay que tener en cuenta que, a la sazón, la lucha ordinaria era cuerpo a cuerpo, tanto a pie como a caballo, tomando parte en ella los mis­mos jefes; y ¿cómo un sexagenario, debilitado por la edad e inexperto en el manejo de las armas, iba a batirse con guerreros jóvenes o maduros, habi­tuados a los combates? Hubiera sido suicida.
Sin embargo, el Oficio litúrgico del Santo afirma literalmente que san Raimundo «peritia rei militaris mirabiliter pollens, Saracenos fugavit muitasque urbes expugnavit» (admirablemente poderoso por su pericia en el arte militar, puso en fuga a los sarracenos y se apoderó de muchas ciudades). ¿De dónde sacó su anónimo autor tales noticias? Sin duda de Ta­mayo, pues ningún otro biógrafo de nuestro santo afirma que éste fuese un perito en cuestiones de guerra. ¿En dónde podía haber adquirido esa peri­cia? ¿En los conventos de la Scala-Dei, de Niencebas y de Fitero? ¿En los campos de batalla en los que nunca había estado? Por otra parte, es completamente falso que san Raimundo se apoderara de muchas ciudades. ¿De cuáles?, pues ningún historiador español ni extranjero cita siquiera una. Mucho mejor enterado y más sensato, el autor de la Liturgia de las Horas para la Iglesia de Navarra se abstiene de afirmar que san Raimundo tomara parte en ningún combate ni que arrebatara a los moros plaza alguna, confe­sando, en cambio, que «por providencia del Altísimo, aquel ejército agareno ­del que tanto se había hablado, no asedió a la ciudad de Calatrava»  [219]. Y, en efecto, así fue, mientras vivió san Raimundo.
Montalvo afirma que fue Fr. Diego Velázquez «el que principalmente ordenaba los escuadrones y acaudillaba a los monjes y caballeros que solían pelear contra los infieles». Y lo mismo escriben la mayoría de los autores: Mascareñas, Ferreras, Receveur, Vicente de la Fuente, etc., menos Tamayo de Salazar, quien asegura, con todo desparpajo, que «Raymundo, aunque ago­tado por la vejez y privado de las fuerzas del cuerpo..., se revistió de la ar­madura militar como un gigante y empuñó las armas de guerra en los comb­ates» [220]. Pura novelería. Por lo demás, los nuevos defensores de la estratégica plaza fuerte del Alto Guadiana no conquistaron ninguna ciudad importante, mientras vivió nuestro primer abad, sino que se limitaron a tener alejados a los moros del campo de Calatrava y a hacer, de tarde en tarde, algunas incursiones más allá de Despeñaperros, para recoger botín y tener a raya al enemigo.
A propósito del comportamiento de las huestes raimundanas, Mascareñ­as, en su Apología histórica por la Ilustrísima Religión y Inclyta Cavallería de Calatrava [221], refiere una anécdota curiosa, pero de cuya autenticidad dudamos mucho, según la cual, con motivo de una visita que hizo Sancho III a Calatrava la Vieja, se realizó un re­to de moros y el Rey quedó muy complacido de la prontitud y esfuerzo con que los monjes y caballeros salieron en busca del enemigo y lo atacaron victoriosamente, así como de la circunspección y modestia con que, a la vuelta, cantaron las Completas, en el coro de la iglesia, con las brazos cru­zados y con la vista baja.
- «Paréceme Padre - comentó el rey -, que el son de las trompetas transforma en lobos a vuestros súbditos, y que el de las campanas los con­vierte en corderos». A lo que san Raimundo replicó: «Será porque aquéllas los llaman para resistir a los enemigos de Cristo y vuestros, y éstas para alabarle y rogar por Vos» [222].
Pese a los esfuerzos de san Raimundo y de los primeros Maestres de la Orden Militar de Calatrava, el destino de su Casa Matriz no fue precisamen­te brillante ni duradero, pues, sin terminar el siglo XII, cayó en poder de los almohades, después de su aplastante victoria de Marcos, en julio de 1195. Continuó en sus manos, durante 17 años, siendo reconquistada por los cristianos, el 30 de junio de 1212; es decir, 16 días antes de la batalla de las Navas ­de Tolosa. Pero estos cambios de dominio, con los asaltos y saqueos correspondientes, habían dejado la fortaleza bastante maltrecha, por lo que, en 1217, siendo VIII Maestre de Calatrava don Martín Fernández de Quin­a, dejó de ser la Casa Mayor de la Orden, trasladándose sus jefes al fla­mante castillo de Calatrava la Nueva, el cual acababa de ser construido, ocho leguas más al sur, por esclavos de guerra, en la cima rocosa de Alacranejo­, lugar situado en el actual municipio de Calzada de Calatrava y perte­neciente a la provincia de Ciudad Real y al partido judicial de Almagro.
Aunque la villa de Kalaat-Rawaak o Calatrava la Vieja desapareció completamente hace siglos, todavía se conservan algunas ruinas de su ciuda­dela [223], distinguiéndose su figura elíptica y el foso que la rodeaba. Los árabes tenían en su recinto la mezquita, los cuarteles, almacenes, parques y otras dependencias, y aún subsiste en el mismo, aunque muy deteriorada, la ca­pilla de los Mártires, erigida por los cristianos, en el sitio donde eran inmo­lados los caballeros que caían en poder de los musulmanes. También Calatrava la Nueva estuvo convertida, durante siglos, en un montón de ruinas, pues al trasladar los caballeros la sede de su Orden a Al­magro, se llevaron todo lo que pudieron, arrancando artesonados, puertas y ventanas, y pegando fuego a todo lo que dejaron. Pero, en el tercer cuarto del siglo actual, fue restaurado, en parte, el castillo con su iglesia, emplean­do piedra de pedernal cuarzoso, de manera que ahora aparece rodeado de murallas, como en la Edad Media, y parcialmente almenado. Atravesando una doble puerta con arco apuntado, se penetra en una galería que da al pa­tio y, desde éste, se pasa a la fortaleza. A su izquierda tiene la iglesia con un magnífico rosetón renacentista y dos ventanas góticas, a ambos lados de las naves laterales. Hay escaleras exteriores de subida y las bóvedas son de crucería de ladrillo, de bellísima factura. Algunas ventanas son mudéjares y se encuentran capillas laterales tabicadas, que son torreones góticos, en los que se enterraba antaño a los Maestres de la Orden de Calatrava.
Subiendo al castillo se deja, a mano derecha, el pozo-Cisterna y la helera, así como el cementerio con la capilla de los Mártires, la cual es de tres cuer­pos, pero el central está en ruinas, y su osario relicario cubierto con una reja. Se penetra en la zona alta del Maestre por una bella galería arqueada, con una escalera lateral de caracol, que está truncada y da acceso al Archivo. En esta parte se encuentra el crematorio de cadáveres moros, con una Cisterna cuadrada, un estrecho puesto de vigilancia, de dos alturas y la cámara y celda del Maestre. Como remate del castillo, se yergue la clásica Torre del Homenaje, desde donde se contempla el conjunto amurallado, la cubierta restaurada de la igle­sia, las capillas hundidas de los Maestres, el recinto de los claustros y del mo­nasterio y la campiña de Calzada de Calatrava.
El topónimo Calatrava procede de las palabras arábigas Kalaat-Rawaak, que significan «castillo en tierra llana», y así era en efecto, el de Calatrava la Vieja, la cual estuvo situada a la orilla izquierda del río Guadiana, dentro del actual territorio de Carrión de Calatrava [224], en la provincia y partido judicial de Ciudad Real. Tenía una gran importancia estratégica, no sólo por dominar la vasta planicie, conocida con el nombre de Campo de Calatrava, sino, sobre todo, por estar emplazada en la confluencia de los caminos romanos que, des­de Andújar y Mérida, se dirigían, por Consuegra, hasta la imperial Toledo, de la que distaba 90 kilómetros en línea recta.

¿Cuándo y cómo fue fundada la Orden militar de Calatrava?

No se sabe con certeza, puesto que no se conserva acta ninguna de su fun­dación - ni original ni copia -, suponiendo que, en efecto, se redactó alguna, lo que ponemos en duda, porque antes habría que haber obtenido el consenti­miento del Capítulo General del Císter, aunque no lo crea el P. Calatayud, y no se le consultó.
Se admite comúnmente por todos los historiadores que la Orden se institu­yó en el reinado de Sancho III. Ahora bien, como este monarca donó la plaza de Calatrava a san Raimundo en enero de 1158, y murió el 31 de agosto del mismo año, podemos conjeturar que dicha fundación data de la primavera o del verano de aquel año, ya que es de suponer que las semanas que quedaban aún de aquel invierno, se pasaron en predicar la nueva cruzada, en allegar hombres y recursos y en hacer los trabajos de instalación en la fortaleza. Al parecer, la institución consistió inicialmente en militarizar a la mayoría de los monjes y seglares, aptos para las armas, que siguieron a san Raimundo y en imponerles, en líneas generales, la observancia de la Regla del Císter, con las modificaciones apropiadas al caso.
Don Modesto Lafuente, siguiendo al arzobispo don Rodrigo, escribe a es­te propósito que, «discurriendo entonces el abad que de ningún modo se mantendría mejor el buen espíritu de aquellas gentes que uniéndolas con un voto solemne de religión, instituyó una Orden Militar que se llamó de Ca­latrava, dándole la Regla de su Orden» [225]. Según Caro de Torres, Helyot y otros autores, dicha institución se llevó a cabo, de acuerdo con el Rey de Castilla y el Arzobispo de Toledo: cosa que se puede dar como segura.
Los cronistas discrepan entre sí acerca del primitivo traje que usaron los caballeros; pero todos convienen en que llevaban una esclavina blanca, «a manera de muceta de obispo» y que su primitivo distintivo fue «una cruz negra con sus cuatro puntas flordelisadas» [226]. El Tumbo de Fitero escribe a este propósito que «el hábito que traían al principio, cuando se fundó la Orden, era un escapulario largo y una capilleta (capucha). El escapulario lo traían debajo de los vestidos y la capille­ta sobre ellos, a modo de muceta de obispos. Llevaron este hábito más de 200 años, hasta que el Sumo Pontífice, en 1397, se les cambió. En adelante, llevarían la cruz colorada, con flores de lis por remates, como al presente la llevan» [227]. Dicho Pontífice fue Benedicto XIII (el famoso Papa Pedro de Luna) y la modificación la hizo a petición del XXIII Maestre de Calatrava, don Gonza­lo Núñez de Guzmán, suprimiéndoles la capucha monástica y cambiándoles el primitivo color negro de la cruz de Calatrava por el rojo.
Mascareñas, Muñiz, Latassa, Gutton y otros aseguran que nuestro Santo añadió a la Regla del Císter, impuesta como régimen general, otras constitu­ciones particulares, para el buen gobierno del convento-fortaleza y del nuevo instituto militar. Desde luego, no es improbable, pues san Benito lo había hecho ya, seis siglos antes, con destino al monasterio de Monte Cassi­no; pero no han quedado rastros de tales constituciones, si es que efectiva­mente las hubo.
Los documentos auténticos más antiguos respecto a la constitución y reglamentación de la Orden Militar de Calatrava son la Prima Regula et for­ma vivendi, dictada por el Capitulo General del Císter, el 14 de septiembre de 1164, y la bula del Papa Alejandro III, del 25 del mismo mes y año. Mas, para entonces, ya había fallecido san Raimundo, se había consumado la escisión entre los monjes y Caballeros de Calatrava la Vieja y se habían separado. De manera que, en resumidas cuentas, las cuestiones relativas al cuándo y al cómo fue fundada la histórica Orden no están todavía, ni mucho me­nos, aclaradas. Tropezamos, una vez más, con la falta de documentos feha­cientes.

¿Por qué se opusieron los cistercienses franceses a la empresa de San Raimundo?

Desde luego no fue, como escribió desenfadadamente don Pedro de Madrazo y Kuntz, porque «a los Cistercienses de allende el Pirineo, por lo visto, les era indiferente que la morisma se enseñorease otra vez de toda Es­paña» [228].
Este reproche es sencillamente inadmisible. ¿Cómo iba a serles indiferen­te tamaño peligro? Se opusieron, en primer término, porque la transforma­ción realizada por san Raimundo se había hecho sin su conocimiento ni con­sentimiento y además porque, como escribe el mismo P. Calatayud, «la no­vedad extraña de querer componer la vida retirada y silenciosa de monje, con las juntas y ejercicios ruidosos de soldado, se oponía también a los Es­tatutos que, en el año de 1134, se hicieron en el Císter, y en parte también, a la Carta de Caridad» [229].
Según dispone el articulo 8 de dicha Carta, el abad padre del monasterio de Fitero, que era el abad de la Scala-Dei, vino a visitar el monasterio de Fi­tero, en el curso de 1158 o de 1159 - no hay seguridad- , encontrándose con la ausencia de san Raimundo y la noticia de su empresa en Calatrava. Naturalmente dio cuenta de todo esto al Capitulo General del Císter, el cual desaprobó lo hecho por nuestro Santo y estuvo a punto de anularlo e imponerle sanciones, al no haber mediado, al parecer, en favor suyo, el rey de Castilla Sancho III, el de Francia Luis VII y el Duque de Borgoña. Los his­toriadores Cistercienses suelen negar estos extremos, alegando que se trata de infundios del Fiteriense. Pero es innegable que el Capítulo General del Císter tuvo que deliberar y decidir sobre un asunto tan grave; ¿y cómo es que no ha quedado rastro de tales deliberaciones y resoluciones? Es muy sospechoso. El P. Calatayud alega que la pretendida intervención de esos Príncipes no consiguió que los nuevos Caballeros fuesen incorporados a la Orden, pues sólo fueron admitidos como familiares en 1164. Pues bien, este hecho es precisamente una prueba de que la Orden se opuso a reconocer tal institución, aunque no pudo impedir que funcionara, porque el Reino de Castilla, sobre todo, no estaba dispuesto a consentir que quedase desguarne­cida de nuevo la plaza de Calatrava.
Añade el P. Calatayud que el Capitulo General no tenía autoridad para impedir el ejercicio en que se ocupaban estos Caballeros, puesto que enton­ces no estaban sujetos a la Orden. Efectivamente, no lo estaban los Caballe­ros seglares, pero sí san Raimundo y sus frailes-guerreros, que pertenecían a ella.
Todavía alega el P. Calatayud que «no consta de estatuto ninguno, ante­rior a la empresa de Raimundo, que éste necesitase licencia del abad Padre, para instituir la nueva Milicia». Seguramente, pero bastaba con que se opusiera al espíritu, si no a la letra, de las Definiciones de 1134 y de la Carta de Caridad, como él mismo confiesa. Pero, en fin, dejando aparte las cuestiones estatutarias, los superiores franceses tenían además dos razones poderosas para oponerse a la iniciativa de san Raimundo: una pragmática, y otra de principios. La pragmática fue el reciente y ruidoso fracaso de la II Cruzada palestinense, promulgada y predicada respectivamente por los dos Cistercienses más famosos de la épo­ca: el Papa Eugenio III y san Bernardo. Tal fracaso, que constituyó «un es­cándalo para los cristianos», en frase del mismo san Bernardo, acarreó un gran descrédito al Santo, así como a la Orden del Císter. Era, pues, lógico, que a ésta no le quedasen ganas de meterse en otra aventura parecida, nueve años después.
Además, en el caso español, la aventura tenía una agravante, y es que, mientras en la II Cruzada de Palestina, los Cistercienses se limitaron única­mente a predicarla, dejando la responsabilidad de su organización y de su ejecución al rey de Francia, Luis VII, y al emperador de Alemania, Conra­do III, en la Cruzada de Calatrava fueron un abad (san Raimundo) y un prior (Diego Velázquez) de la Orden los que asumieron tan temeraria res­ponsabilidad, convirtiendo a sus monjes en guerreros. Ciertamente tan insó­lita transformación no estaba prevista en los estatutos del Císter, como dice el P. Calatayud, ni se había visto todavía en la cristiandad. El mismo oficio litúrgico del primer abad de Fitero lo reconoce expresamente: «Usque ad ea tempora inaudito exemplo, Raymundus monachuati militiam conjunxit” (dando un ejemplo inaudito hasta entonces, Raimundo unió la milicia al monacato). Se explica, pues, perfectamente que los superiores franceses de san Raimundo se opusieran a la empresa guerrera del mismo. Y no precisa­mente, porque no tuviese precedentes, sino además por una cuestión de principios, pues para ellos la milicia y el monacato eran inconciliables. Un clérigo no debía empuñar las armas en un campo de batalla. Ni tampoco ejercer un mando militar.
El máximo oráculo del Císter, el citado san Bernardo, el cual no tuvo in­conveniente en dictar las constituciones de la Orden de los Caballeros Templarios, fundada en 1119, declaraba paladinamente al comienzo del pró­logo de su pequeño tratado, De laude novae militiae (Alabanza de la nueva milicia), dirigido al primer Gran Maestre de la misma, Hugo de Paganis: «Me pediste una, dos y tres veces, si no me engaño, Hugo carísimo, que te hiciese un discurso de exhortación para ti y para tus Caballeros, y como no me era permitido servirme de la lanza, contra los insultos de los enemi­gos, deseaste que, a lo menos, emplease mi lengua y mi ingenio contra ellos» [230]. El texto latino original es más conciso, pero más tajante: «Quia lanceam non liceret, stylum vibrarem». Por lo mismo, cuando el inescrupuloso arcediano de París y deán de Orleans, Etienne de Garlande, fue elevado a la Senescalía o jefatura supre­ma de los ejércitos franceses en 1127, san Bernardo protestó, aunque sin éxito, contra tal nombramiento, alegando la incompatibilidad entre las fun­ciones eclesiásticas y los oficios militares. En una carta dirigida al primer ministro, Suger, abad de Saint-Denis, le decía que semejante confusión era «no menos deshonrosa para el Estado que para la Iglesia» [231].
En fin, es bien sabido que, a causa del entusiasmo general provocado por los sermones del mismo san Bernardo, en favor de la II Cruzada de Palesti­na, el Santo llegó a ser designado jefe de la misma, «pero él se excusó di­ciendo: ¿Quién soy yo para hacer de general, ordenar las tropas en batalla y marchar a su frente? Y aunque tuviera energías para ello, ¿qué cosa hay más distante de mi profesión...? [232]. Por supuesto, el Capitulo General del Císter rehusó ratificar tal nombramiento, y el Santo aceptó muy complacido esta decisión. Y como colofón de la fracasada aventura, sacó esta amarga, pero realista conclusión: «El deber de los monjes es encaminarse a la Jerusalem celestial, no a la de la Tierra; y no es con sus pies, sino con su corazón, como llegarán a ella» (Epístola 399). Se comprenderá, pues, que con tales principios y antecedentes, los Cistercienses franceses no podían menos que oponerse a la empresa de san Raimundo.
Por lo demás, es indudable que la iniciativa raimundana de los monjes-guerreros fue útil y hasta justificable, en aquellos críticos momentos, en los que ningún seglar se atrevía a defender la estratégica plaza castellana. Desde este punto de vista patriótico, san Raimundo fue un verdadero héroe y me­rece el honroso lugar que ocupa en la Historia de España. No cabe duda al­guna. Pero su pretensión, ingenua y de buena fe, de casar a la milicia con el monacato - dos instituciones inconciliables - no podía prosperar a la larga y naturalmente no prosperó. Sospechamos que tal confusión de funciones fue precisamente la causa de que ni el Capitulo General del Císter, ni el Papa Adriano IV, muerto en 1159, ni su sucesor, Alejandro III aprobaran la fundación de la Orden de Calatrava mientras vivió San Raimundo. Los sucesos inmediatos a su muerte lo pusieron en evidencia. Existen dos ver­siones. Según una, los monjes y los caballeros eligieron, de común acuerdo, a un monje llamado Rudolph (Rodolfo), quien, con su impericia y mal ca­rácter, infligió no pocas molestias y vejaciones a los Caballeros, muriendo en 1164. Entonces los Caballeros se desligaron de la obediencia de los aba­des. Según otra versión, esta desligadura ocurrió ya, sin que Rodolfo llegara a tomar posesión de Calatrava, pues sólo fue elegido por los monjes; pero los Caballeros de la Milicia rechazaron tal nombramiento, alegando que no querían seguir teniendo como jefe a un eclesiástico, sino a un seglar, con el título de Maestre, lo mismo que los Templarios, eligiendo como tal al na­varro don García. A su vez, los monjes replicaron que tampoco podían ad­mitir como superior a un civil y, en consecuencia, abandonaron Calatrava la Vieja. Unos se marcharon al monasterio de Ciruelos; y otros, al de Fitero, y con tal ruptura se acabaron los monjes-guerreros.
Queriendo, no obstante, seguir en el Císter como familiares, don García se dirigió al Capítulo General de la Orden, el cual halló correcta la actitud de los Caballeros y les dictó la Prima Regula et forma vivendi, aprobada, pocos días después, así como la Orden Militar de Calatrava, con la nueva estructura, es decir, sin monjes-guerreros, por el Papa Alejandro III, por bula del 14 de septiembre de 1164. Anotemos que la liquidación de los bienes del convento-fortaleza de Ca­latrava debió provocar algún pleito entre los monjes y los caballeros, pues, como es sabido, Calatrava fue donada por Sancho III a san Raimundo y a los monjes de Fitero que quisieran vivir en ella; de manera que sus bienes pertenecían, en buena parte, a los monjes, los cuales, como es de compren­der, no iban a dejarse despojar pasivamente de todo por los caballeros. Sa­bemos que, aprovechándose de la turbulenta minoridad de Alfonso VIII de Castilla, Sancho VI de Navarra conquistó entre otras plazas castellanas, Tu­dején y el monasterio de Fitero, que retuvo en su poder durante varios años. Pues bien, según cuenta el P. Calatayud, parece que Sancho VI escribió una carta al Maestre don García, diciéndole que se ajustase con los monjes de Fitero, a propósito de sus reclamaciones sobre Calatrava. Ignoramos cuáles eran y si efectivamente hubo algún arreglo; pero suponemos que algo sacarían los frailes de Fitero.

¿Cuál fue el final de San Raimundo?

En el altar de san Bernardo de la iglesia de Fitero, los exteriores de las dos jambas del arco angrelado de la hornacina están adornados con pares de motivos decorativos, análogos, sin importancia especial, excepto el pri­mer par, que son dos representaciones simbólicas de san Raimundo. La fi­gura de la derecha del espectador representa a san Raimundo triunfante. Con la mano derecha, enarbola su bastón de mando, y con la izquierda, sostiene su báculo abacial y un libro, ostentando en el pecho una cruz roja de Calatrava. La figura de la izquierda representa, en cambio, a san Raimundo vencido. Aquí lleva en la mano derecha una palma de mártir; su bastón de mando aparece clavado en su corazón y goteando sangre, y con la mano izquierda empuña una simple cruz alzada, rematada en una de Ca­latrava en blanco y negro. Añadamos el interesante detalle de que este re­tablo fue pintado por orden y en tiempo del abad Fr. Ignacio Fermín de Ibero [233], historiador de la orden del Císter y uno de los hombres más eruditos que rigieron la abadía de Fitero.
Como es notorio que san Raimundo no fue torturado físicamente por ningún tirano, es claro que su palma de mártir se refiere a un martirio mo­ral; o sea, a un calvario de orden anímico que amargó el final de sus días. ¿Cuál? La tenaz oposición de sus superiores de la Orden del Císter a reco­nocer la fundación de la Orden Militar de Calatrava, tal como él la conci­bió: como una fusión del monacato y de la milicia. Esta oposición no consta documentalmente, porque las actas de los Capítulos Generales del Císter de esta época se perdieron... ¡Qué casualidad! Por lo mismo, algunos biógra­fos modernos la ocultan o la niegan. Con todo, hay dos hechos innegables bastante reveladores, y son que, en 1161, era ya abad de Fitero, Guillermo I, y que san Raimundo murió en el convento de Ciruelos: pueblo de la provincia de Toledo, situado a unos 11 kilómetros de Aranjuez [234].
Del abadiato de Guillermo I no cabe duda alguna, pues se conservan 69 documentos, que van desde 1161 hasta 1182, y en todos ellos se le llama abad. Sin embargo, en una biografía de san Raimundo, aparecida en 1963, se afirma que nuestro Santo gobernó, a la vez, la abadía de Fitero y el convento-fortaleza de Calatrava [235], hasta su muerte, ocurrida en 1163 y que, en sus ausencias, gobernaba aquélla su prior Guillermo [236]. No es cier­to, como lo demuestran los aludidos documentos, entre los que figura inclu­so una bula del Papa Alejandro III, firmada en Déols, el 18 de septiembre de 1162, dirigida a «Wilielmo, Abbati Monasterii de Fiterio eiusque fratri­bus» (a Guillermo, abad del monasterio de Fitero y a sus hermanos o frailes). De aquí se deduce que san Raimundo ya no era abad de Fitero en 1161; y en cuanto a eso de que Guillermo fuese solamente su prior, es una afirmación gratuita, sin ningún fundamento documental. Pudo haberlo sido antes de 1161 y hasta sucederle en la abadía, pero no después.
Por lo demás, es más probable que Guillermo fuese enviado como abad por la Scala-Dei, al frente de un nuevo contingente de religiosos, para ende­rezar la situación creada en Fitero, con la marcha de san Raimundo a Ca­latrava. Desde luego, al marchar nuestro Santo a este lugar, debió dejar a alguien de prior, al mando interino de la abadía de Fitero, ya que no es pro­bable que renunciase a ésta, por un puesto tan inseguro como era el de jefe del convento-fortaleza de Calatrava. Por otra parte, su marcha a esta plaza no supuso el traslado a ella de la abadía de Fitero, como dicen que decía el Fiteriense, ni al parecer se intituló san Raimundo abad de Calatrava. En realidad, todo es bastante incierto, a causa de la citada desaparición, bas­tante sospechosa, de todos los documentos de la época, referentes a este es­pinoso asunto.
De todos modos, hay otro hecho cierto, que se presta a conjeturas verosímiles: la muerte del Santo en Ciruelos. ¿Cómo es que fue a morir allí? Los biógrafos más modernos de nuestro Santo, como Mr. F. Gutton (1955), seguido del P. H. Marín (1963), nos han dado una explicación de novela rosa. Resulta que san Raimundo, extendiendo su acción defensiva contra los moros, había colocado un gran número de Caballeros, en diferen­tes castillos de la región. Pues bien, en una gira de inspección a los mismos, se detuvo en Ciruelos y allí enfermó y falleció. Así de natural y sencillo. Pero a Mr. Gutton y al P. Marín se les olvidó el darnos unos cuantos detalles suplementarios: qué castillos eran aquéllos, dónde estaban situados y cuándo y cómo los guarnecieron los Caballeros de la recién nacida orden de Calatrava, pues confesamos que no tenemos ni la menor idea de ellos.
Para los biógrafos más antiguos y autorizados de san Raimundo, la explicación no es tan simple. Según Fr. Roberto Muñiz, en su Médula histórica cisterciense, hacía tiempo que san Raimundo se había retirado a Ci­ruelos, «para significar la profunda obediencia y sumisión que siempre pro­fesó a la Orden y, en particular, al Capitulo General del Císter que, al pare­cer, no aprobaba la empresa de nuestro santo: motivo por el que tuvo bien en qué ejercitar la paciencia. Por su parte, el P. Calatayud escribe que «es muy verosímil que Raymundo, llegando a saber que la Religión (es decir, la Orden del Císter) no miraba bien su empresa, o su residencia en Calatrava, en medio de las armas, por ser cosa opuesta a sus primeras Definiciones, se retirase de Calatrava a Ciruelos, y allí esperase que la Religión, mejor infor­mada, dispusiese lo conveniente». Y a la pregunta de por qué no se retiró a Fitero, responde que «aún estando retirado, regía Raymundo y gobernaba las operaciones que se hacían en Calatrava» y esto era más fácil desde Ci­ruelos que desde Fitero, «que distaba mucho de Calatrava»[237].
Un poco difícil de creer es que san Raimundo dirigiese las operaciones militares desde Ciruelos; en primer lugar, porque se reducían a simples esca­ramuzas o algaradas, ya que, en vida de san Raimundo, la Orden Militar de Calatrava no intervino en ninguna batalla de importancia; en segundo tér­mino, porque desde Ciruelos hasta Calatrava hay más de 100 kilómetros de distancia itineraria, que en aquella época sólo se podían recorrer a pie o a caballo, y en tercer lugar, porque, a la sazón, no se conocían los planos mi­litares y no era fácil planear, desde lejos, una operación de guerra. Pero, en fin, esta cuestión no tiene importancia para nosotros. En cam­bio la tiene, y grande, la siguiente: ¿san Raimundo se retiró a Ciruelos vo­luntariamente o por imposición de sus superiores franceses?
El P. Calatayud, adelantándose a esta presunción, escribe: «Alguno podría presumir que fue depuesto de su prelacía y superioridad, pero es cier­to que no hubo nada de eso», y para apoyar esta afirmación, a falta de do­cumentos, da las siguientes razones: 1) porque, para ser depuesto un abad, debía ser amonestado antes no menos de cuatro veces; 2) porque san Raimundo era un varón celebrado y estimado por los príncipes y prelados de aquel tiempo; 3) porque era un héroe que había defendido a España, en unos momentos críticos; 4) porque no había dado motivo para un castigo tan riguroso, etc. Pero, a continuación, agrega: «Verdad es que si bien la Religión ni soñó en privar a Raymundo de su Prelacía, no podía menos de mirar la empresa de Raymundo como cosa ajena y aún opuesta al espíritu de monje y, al parecer, estaba muy distante de confirmarla» [238]. Entonces ¿qué pasó en realidad? No lo sabemos. En todo caso, es seguro que esta tensa y embarazosa situación debió amargar el final de la vi­da del Santo y que la palma de mártir que ostenta en una de las dos repre­sentaciones ya citadas del altar de san Bernardo, en la iglesia de Fitero, es bien elocuente, y se la pusieron con cuenta y razón.
Todavía una última cuestión: ¿cuándo tuvo lugar el retiro de nuestro Santo a Ciruelos? Se ignora. Si, como opina el P. Calatayud, san Raimundo debió morir a fines de 1160 o a comienzos de 1161, su retiro debió ocurrir a fines del 1159 o en el curso preinvernal de 1160. Pero la verdad es que no se pueden hacer conjeturas a base de la fecha de su muerte, porque, como va­mos a ver en el capítulo siguiente, esa fecha es insegura.

¿Cuándo murió San Raimundo?

No se sabe a punto fijo. Por de pronto, no se conservan documentos re­lativos a nuestro Santo posteriores a 1158; pero esto no quiere decir que mu­riese en ese año, como ha deducido algún autor, pues hasta 1164, tampoco aparece ningún documento referente a su sucesión en la dirección del convento-fortaleza de Calatrava y de la Orden Militar del mismo nombre. El primero que habla del Maestre Don García data ya de septiembre de este último año. Ahora bien, de haber muerto San Raimundo en 1158, ¿quién fue el abad de dicho convento y el jefe de dicha Orden, durante esos seis años de intervalo? No se conoce ningún documento que responda a esta pre­gunta. Por otra parte, el sucesor de nuestro Santo en la abadía de Fitero, Guillermo I, aparece por vez primera en un documento de 1161, como ya hemos anotado. Entonces, si san Raimundo hubiese muerto en 1158, habría que preguntarse, a su vez, quién fue el abad titular de Fitero en esos tres años de intervalo: pregunta que tampoco tiene contestación documental. Por tanto, parece lo más verosímil que nuestro Santo falleció después de dicho año, y la inexistencia de documentos raimundanos desde 1158 podría explicarse por el interés posterior que tuvieron los cistercienses de aquende y allende los Pirineos, así como los Caballeros de la orden Militar de Calatra­va, en borrar las huellas de las dificultades que tuvo san Raimundo con la Orden del Císter, a propósito de su empresa guerrera y de su institución religioso-militar.
Ya hemos anotado que Fr. Manuel de Calatayud opina que san Raimun­do murió a fines de 1159 o en 1160. Por su parte, Mascareñas afirma que gobernó la Orden Militar de Calatrava, «cinco años, poco más o menos» [239], y el Oficio litúrgico, Caro de Torres y otros autores, seis años. Admitiendo que nuestro Santo fuese abad del convento-fortaleza de Calatrava y de la Orden fundada por él, hasta el momento de su falleci­miento - lo que es bastante dudoso -, se podría deducir de las afirmaciones anteriores que san Raimundo murió en 1163 o en 1164; pero el hecho mismo de que, al morir, no fuesen trasladados sus restos a la Casa Matriz, es decir, a Calatrava, sino que fueron inhumados en Ciruelos, induce a sospechar que ya no ostentaba ningún mando. Bien es verdad que pudieron influir en tal inhumación la propia voluntad de san Raimundo, así como la distancia, algo considerable en aquella época, entre Ciruelos y Calatrava la Vieja. Por lo demás, a falta de documentos, todo esto no son más que puras conjeturas.
Montalvo escribe que no se sabe de cierto cuándo murió san Raimundo, pero que la opinión más probable es que falleció seis años después de la fun­dación de la Orden Militar de Calatrava [240]. Por tanto, en 1164, que es la fecha aceptada por Caro de Torres, Latassa, Blasco de Lanuza, Gaspar Gongelino y otros. En cambio, Fr. Antonio de Yepes opina que murió en 1162, lo que es muy poco verosímil. Y por fin, los PP. Muñiz y Helyot, Vicente de la Fuente, Aureliano Fernández Guerra, F. Gutton, el anónimo redac­tor del Oficio Litúrgico del Santo y otros consignan que pasó a mejor vida en 1163. Fernández Guerra conjetura incluso que su óbito ocurrió el 1 de febrero de este año, fundándose en que los menologios Cistercienses conme­moran en tal día a nuestro Santo. En efecto, el Menologio Cisterciense del P. Crisóstomo Henríquez, citado por el Tumbo de Fitero, pone la kalenda de san Raimundo (es decir, el día de su festividad, correspondiente al de su muerte), el día 1 de febrero [241]; pero el Tumbo asienta, a su vez, que «murió en 1164, a la edad de más de 74 años, habiendo sido abad de Niencebas, Fitero o Castellón, más de 20 años, y habiendo gobernado varios la nueva Orden que instituyó en Calatrava» [242].
También el P. Manrique pone la kalenda de san Raimundo el 1 de febre­ro. A mayor abundamiento, la inscripción latina que, en 1590, hizo grabar el ilustre abad de Fitero, Fr. Marcos de Villalba, sobre la tumba de san Raimundo, en el lado de la Epístola de la capilla mayor de la iglesia conven­tual de Monte Sión, decía así, traducida al castellano: «Aquí yace el bienaventurado Raimundo, monje de esta Orden, primer abad de Fitero, por quien Dios ha hecho numerosos milagros; el cual, con licencia del Rey Sancho el Deseado, defendió Calatrava contra los moros e instituyó la Orden Militar de Calatrava. Murió en 1163 y fue trasladado a este lugar en 1590» [243].
De todos modos, una cosa es incuestionable: que nuestro Santo había ya fallecido, antes de terminar el verano de 1164, puesto que, en aquella época aparece ya en escena el primer Maestre de Calatrava, don García. Lo que tampoco tiene duda es que murió y fue enterrado en Ciruelos, como lo recuerda una lápida conmemorativa que, en 1768, hizo colocar Carlos III en el sitio en que estuvo su sepulcro, cercándolo con una pequeña balaustrada de hierro, que, en la actualidad, sirve de comulgatorio a los ve­cinos del lugar.

¿Qué ocurrió con los restos de San Raimundo?

Los monjes de Ciruelos inhumaron a san Raimundo, a la entrada del coro de su iglesia conventual, en un sencillo ataúd de madera. Allí estuvo, durante tres siglos, hasta que Paulo II concedió al arcediano de Madrid y canónigo de Toledo, don Luis Núñez de Toledo, por bula del 18 de marzo de 1468, la traslación de dichos restos al monasterio de Monte Sión, llama­do vulgarmente San Bernardo de Toledo, el cual había sido fundado en 1408 por Fr. Martín de Vargas y, a la sazón, se hallaba ocupado por monjes bernardinos. El Dr. Núñez presentó la citada bula al arzobispo de Toledo, don Alonso Carrillo, quien encontrándose en Alcalá, otorgó su licencia para el traslado, el 22 de agosto de 1471, y el 4 de septiembre siguiente, dio man­damiento para la ejecución del mismo el teniente de Vicario don Rodrigo Alonso [244]. Unos días antes, el 26 de agosto de 1471, se abrió por primera vez el se­pulcro raimundano de Ciruelos, para su identificación y observación de sus restos. El documento de traslación que copia Mascareñas, consigna que «hallaron el cuerpo en un ataúd de tabla de álamo negro y dentro, un cáliz de plomo [245]»; sin duda, el que había usado san Raimundo. Por cierto que los autores que se han ocupado de este traslado, han ar­mado un buen embrollo, en torno a la fecha. El P. Mariana dice que se lle­vó a cabo en 1461, precisando el P. Muñiz que fue el 26 de agosto del mis­mo año, depositando los restos del Santo «en una urna de madera» [246]. Evi­dentemente no pudo ser en tal año, puesto que la bula de Paulo II es de 1468.
Francis Gutton asegura, por su parte, que fue en 1475, por una bula de Paulo III: detalle este último manifiestamente erróneo, porque Paulo III (Alejandro Farnesio) fue Papa de 1534 a 1549. Don Vicente de la Fuente afirma que la bula fue efectivamente de Paulo II, pero que data de 1461, lo que tampoco es posible, pues Paulo II (Pedro Barbo) fue Papa de 1464 a 1471. Finalmente, don Pedro de Madrazo admitió el error de don Vicente, añadiéndole, por su cuenta, otro más burdo: que el traslado se verificó, «reinando don Juan II y doña Blanca [247]», la cual había ya fallecido en 1441. En realidad, el traslado ocurrió en septiembre de 1471.
El último Maestre de Calatrava, don García López de Padilla (1482-1487), intentó que los restos de san Raimundo fuesen trasladados al Sacro Convento de Calatrava la Nueva, que parecía el lugar más indicado; pero no lo consiguió. En vista de ello, según cuenta Mascareñas, hizo construir en honor de nuestro Santo, «un arco de alabastro de mucha curiosidad, en el lado de la misma capilla (de la Visitación), que corresponde a la capilleta, donde estaba el santo cuerpo. En él se puso un gran bulto (estatua) de San Raimundo, con báculo y mitra, y a los lados, a nuestros Padres, San Benito y San Bernardo. Vese en medio del arco una lápida antigua con esta inscrip­ción: «Este arco mandó fazer el muy magnífico e ilustre Señor, Frey Garcí López de Padilla, Maestre de la Orden y Cavallería de Calatrava, el año de mil y quatrocientos y ochenta y cinco».

En 1590, los restos del primer abad de Fitero pasaron a una urna dora­da, donada por Fr. Marcos de Villalba [248], y el 12 de marzo de 1721, a otra de plata, forrada por dentro de terciopelo carmesí, con franjas de oro, la cual fue regalada por el rey Felipe V. Por cierto que Muñiz y La Fuente la califi­caron de «magnífica», mientras que Madrazo y Kunt asegura que era «de mal gusto». Finalmente, los despojos de san Raimundo fueron trasladados a la ca­pilla del Relicario de la catedral de Toledo [249], en el segundo cuarto del siglo XIX, y allí continúan actualmente. Añadamos, para terminar esta información, algunos datos sobre la suer­te final de Fr. Diego Velázquez, el compañero inseparable de nuestro Santo.
Parece que, al ocurrir la separación entre los monjes y los caballeros de Calatrava la Vieja, después de muerto nuestro Santo, Fr. Diego se volvió al monasterio de Fitero, pues, según refiere el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, aquí se lo encontró él mismo como monje resi­dente en 1179, agregando que fue a terminar su vejez al convento de San Pedro de Gumiel, perteneciente al obispado de Osma, junto a la villa de Gu­miel de Zan, en la provincia de Soria. Allí murió en 1196, siendo sepultado en la sacristía de la iglesia conventual. Fernández Guerra, en desacuerdo con este último detalle, afirma que sus restos fueron colocados en una arca muy grande de piedra, dentro de la misma iglesia y al lado de la Epístola, aña­diendo que fueron indignamente profanados en el siglo pasado. Pero no es segura tal profanación, pues, según Mr. Gutton, los despojos de Fr. Diego no se quedaron definitivamente en Gumiel, sino que fueron trasladados posteriormente a Aranda de Duero, sin que se sepa actualmente el sitio preciso en que reposan [250].
En el Archivo General de Navarra [251] hay un Testimonio de la reliquia del Venerable Fr. Diego Velázquez [252], firmada el 8 de abril de 1736, que dice así: Fr. Bautista del Barrio, secretario de la comunidad de San Pedro de Gumiel, del Císter, dice: que, a petición de Fr. Tomás de Arévalo, monje de Fitero, hecha al Abad, Jerónimo Fernández, de mandarle una reliquia del Venerable Fr. Diego Velázquez, sepultado en aquel monasterio, en el sepulcro del 2º arco de la Sacristía, a mano derecha, el Abad le ha concedido la canilla del muslo izquierdo y dice que, al lado del cuerpo, en una tablilla, se lee: “Fr. Diego Velázquez, criado en su niñez, en la Corte, al servicio de Don Alonso VII y del Príncipe Sancho, era diestro en hazañas de guerra y natural de Bureba (Burgos), tomó hábito en Fitero, de manos de Fr. Raimundo, y aconsejó a dicho prelado hacer la empresa de Calatrava”. ¿Dónde para actualmente esta canilla?

¿Cómo fue elevado a los altares San Raimundo?

La ascensión oficial de nuestro Santo a los altares fue tardía, lenta y, al parecer, nada fácil. Mientras que su correligionario san Bernardo fue cano­nizado 27 años después de su deceso, por Alejandro III, san Raimundo tar­dó cinco siglos y medio en recibir culto litúrgico. ¿Por qué? Sospechamos que a causa del carácter guerrero de su principal empresa e institución y de las dificultades que tuvo con sus superiores del Císter. Lo más curioso del caso es que precisamente por la defensa de Calatrava y la fundación de su Orden Militar, el pueblo empezó a considerarlo tempranamente como santo. En efecto, antes de que se decretara oficialmente a san Raimundo ningu­na clase de culto, escribía el P. Mariana: «La gente de aquel lugar (Ciruelos), por la diligencia que usó en defender a Calatrava, le hace tanta honra que se persuade haber hecho milagros, y le ponen en el número de los Santos» [253]. Y Mr. Gutton refiere la costumbre que tenían los vecinos de dicho pueblo, de invocar a san Raimundo cuando es­tallaba una tormenta, y de tocar las campanas de la iglesia, tirando de las cuerdas que pendían de la bóveda, al lado de su sepulcro, para alejar el gra­nizo y los rayos [254].
El Oficio Litúrgico de nuestro Santo lo proclama «ilustre por los muchos milagros, hechos después de su muerte»; hasta, según Mascareñas, cuando era todavía abad de Niencebas, «es fama que ya entonces hacia milagros” [255]. Y el inefable Tamayo de Salazar asegura que, por inter­cesión de nuestro Santo, «los ciegos recobraron la vista, los sordos, el oído, y los mudos, el habla» [256]. Mas no dan nombres ni lugares. Por lo demás, casi todos los biógrafos de san Raimundo hablan vaga­mente de sus milagros, aunque sin consignar casos concretos, o repitiendo alguno de los que le atribuye Montalvo. En efecto, cuenta este cronista que, un año en que hubo grandes enfer­medades en Toledo, se curaron muchos vecinos, yendo a Monte Sión y be­biendo agua pasada por algún hueso del Santo. Añade que a un monje, sastre del convento, le salió un lobanillo en la cabeza, que «llegó a ponérsele como dos huevos» y que se le curó untándose con el aceite de la lámpara de san Raimundo [257]. (Advirtamos de paso que, según la doctrina de la Iglesia Católica, los milagros atribuidos a los Santos no son materia obligatoria de fe). Pues bien, a pesar de su prestigio de taumaturgo y de las gestiones de la Congregación del Císter y de los Caballeros de la Orden Militar de Calatra­va, nuestro Santo continuaba sin tener acceso a los altares, a mediados del siglo XVII. Fue ya en 1702, cuando la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 21 de enero, permitió rezar a los monjes del Císter el Oficio de san Raimundo, con solemnidad de doble decreto que, según el P. Muñiz, fue confirmado por Clemente XI, a solicitud del cardenal Gabrieli, el 25 de septiembre de 1710, agregando el mismo historiador que, sin embargo, en España no se empezó a solemnizar su culto hasta 1719. Don Vicente de la Fuente consigna más específicamente que «no se principió a tributarle culto general en España hasta 1719, en que se permitió para todas las iglesias, con cuyo motivo se hicieron unas solemnes funciones, en el templo de las Ca­latravas de Madrid» [258].
Ignoramos de dónde sacaron esta fecha el P. Muñiz y don Vicente de la Fuente, pues resulta que el Oficio Litúrgico del Santo (15 de marzo), impre­so en Madrid en 1825, por Typis Regiae Societatis, inserta al final un Decre­tum, que traducido del latín al español, dice lo siguiente: «Hace ya tiempo que el Oficio litúrgico de san Raimundo fue aprobado y concedido por la Sagrada Congregación de Ritos, el día 21 de enero de 1702, a los monjes de la Congregación del Císter. A continuación fue intro­ducido por la misma Sagrada Congregación, en el Ritual Romano, el 15 de febrero de 1727; y con licencia de Benedicto XIII, extendido su rezo al clero de la ciudad y diócesis de Tarazona. Posteriormente, después de reiterados decretos de la misma Sagrada Congregación, fue extendido, por decreto del 10 de abril de 1728, a los Religiosos Reformados de la Santísima Trinidad de la Redención de los Cautivos, pertenecientes a la Congregación de Espa­ña; y por decreto de Clemente XIII del día 23 de agosto de 1766, lo fue igualmente al clero secular y regular de todo el Reino de Navarra. Ultima­mente, a ruegos de Carlos IV, Rey Católico de las Españas, se ha concedido por S.S. Pío VII, mediante su Breve, fechado en Roma el 5 de diciembre de 1800, el que, cada año, el día 15 de marzo, pueda rezarse el mismo Oficio, con oración y misa, bajo el rito de doble menor, por todo el clero secular, y regular de ambos sexos, de todos los dominios sujetos al mismo Católico Monarca».
Por consiguiente, no es cierto que se empezase a tributar oficialmente a san Raimundo culto general en toda España, desde 1719, como afirman Muñiz y La Fuente, sino 81 años más tarde [259]. Añadamos que, al parecer, san Raimundo no fue jamás beatificado ni canonizado, de una manera formal, sino equivalente, iniciada por el Papa Clemente XI, a base de autorizaciones escalonadas de su culto. Constatemos, para terminar, que san Raimundo no sólo fue el primer abad de Fitero, sino que fue y sigue siendo la gloria primitiva de nuestro pueblo, cuyo nombre, gracias a él, es conocido no sólo en España, sino en el extranjero.



 


[1] Continuación de la España, Sagrada, del P. Enrique Flórez, t. 50, Tratado 87, c. XI, p. 37. Madrid, José Rodríguez, 1866.
[2] Antes de publicar este ensayo sobre San Raimundo, Manuel G. Sesma remitió una copia del mismo al Monasterio de Las Dueñas (Palencia). La respuesta confirma que había comenzado sus investigaciones durante su larga estancia en México. Esta es la carta: “Abadía Cisterciense de Nª Sª de San Isidro de Dueñas. Venta de Baños. Sr. Manuel García Sesma. Avda. Madero, 6-1º-izda. C. V. México I, D. F. Octubre, 1971. Muy estimado Sr. en Xtº. Antes de todo, perdone mi tardanza en contestar a su muy atta. carta que recibí juntamente con el proyecto de la vida de San Raimundo.  Causas ajenas a mi voluntad me han impedido cumplir con este deber de compañerismo y amistad; hemos tenido la defunción de nuestro querido P. Abad y la elección de otro nuevo, y todo eso ha llevado mucho tiempo de trámite y de ocupaciones. He repasado su Obra y la encuentro muy buena en todos los sentidos, perfecta en cuanto cabe; se ve que Vd. domina bien la materia y la ha hecho con mucho cariño, por tratarse de un paisano suyo. Francamente, nos gustaría mucho que llegara a imprimirse, pues no hay casi nada sobre esta materia. Con este motivo me es muy gustoso ofrecerme siempre de Vd. aftmo. en Xto. Fr. Jesús Alvarez.”
[3] Tomo V, p. 945, París, 1932.
[4] [GUTT-1955] La Chevalerie Militaire en Espagne. L´Ordre de Calatrava. Ch. II, p. 28.
[5] T. VIII, p. 1009, París, 1963.
[6] C. II, apart. V, f. 22.
[7] La Regla Primitiva de la Orden. Sus principales disposiciones fueron las siguientes. 1) En lo tocante al vestido, los Caballeros solo usarían ropa interior de lino, y la exterior consistiría en pellizas de piel de cordero, capotes cortos forrados de la misma piel y apropiados para montar a caballo y el escapulario (prenda exterior que colgaba sobre el pecho y la espalda, al estido de los monjes del Císter). En todo caso, sus vestiduras no llamarían la atención por su superficialidad ni por su curiosidad, siendo los paños de igual color y espesor que los hábitos de los monjes. 2) En cuanto a la comida, podrían comer carne tres días a la semana: martes, jueves y domingos, así como en las fiestas principales; pero deberían contentarse con un solo plato de ella y de una sola clase. 3) Guardarían continuamente silencio en el Oratorio, Refectorio, Dormitorio y Cocina, y dormirían siempre vestido y ceñidos. 4) Cuando fuese a alguna Abadía del Císter, serían alojados en la Hospedería, pero no en el Convento, aunque lo más familiarmente posible. 5) Tendrían en las Casas capellanes profesos, elegidos por ellos, los cuales les cantarían Misa y los oirían en confesión. 6) El Caballero que hiriese a un compañero, no tendría acceso al caballo ni a las armas, durante seis meses, y comería tres días en el suelo. 7) La misma pena sufriría el que no obedeciese al Maestro. 8) El que fuere cogido con publicidad en pecado de fornicación, comería en el suelo un año enero, estaría a pan y agua tres días a la semana y los viernes recibiría una disciplina. 9) Desde el día de la Exaltación de la Santa Cruz (14 de Septiembre), hasta la Pascua de Navidad, ayunarían tres días a la semana: lunes, miércoles y viernes, y celebrarían dos cuaresmas. Esto los que permanecisese en una Casa de la Orden; pero los Caballeros que estuviesen guerreando contra los sarracenos, comerían como lo ordenasen sus jefes y fuese costumbre entre ellos. 10) Los Superiores de cada Casa celebrarían Capítulo diario, con todos los Caballeros de la misma. Por lo demás, los Caballeros hacían los votos monásticos ordinarios de castidad, pobreza y obediencia, comprometiéndose además a defender la fe católica y a guerrear sin descanso contra los musulmanes; y desde 1652, a defender la Inmaculada Concepción de la Virgen María.
[8] [MASC-1653] P. 26, v. Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1653.
[9] [FUEN-1886], t. 50, p. 45.
[10] Barcelona, Dalmau y Jover, 1956, 2ª edición.
[11] Madrid, 1958, t. II, por el P. Ricardo García Villoslada.
[12] Tomo 49.
[13] Madrid, L. Sánchez, 1602.
[14] Zaragoza, 1620.
[15] Valladolid, 1691.
[16] León, 1642.
[17] Madrid, B. Cano, 1791.
[18] Valladolid, 1781.
[19] [LATA] Zaragoza, 1796.
[20] [FUEN-1886] T. 50, Trat. 87, caps. XI y XXIII Madrid, José Rodríguez, 1886.
[21] [SANZ-1929-2] Madrid, E. Maestre, 1929.
[22] Zaragoza, 1947, t. II.
[23] [MARI-1963] Cistercium, XI, 1963, pp. 259-60.
[24] Extensión y sedes de la Orden. Los territorios de la Orden Militar de Calatrava llegaron a comprender 350 centros de población (ciudades y pueblos), con más de 200. 000 cabezas de familia; o sea, alrededor de un millón de habitantes. Figuraban entre éstas las famosas minas de mercurio de Almadén. Sus sedes principales fueron tres: 1) Desde 1158, el castillo-convento de Calatrava la Vieja (Kalaat-Rawaak, que significa Castillo en el llano). 2) Desde 1217, el Castillo de Calatrava la Nueva, erigido por esclavos de guerra, en la cima de Alacranejo, lugar del actual municipio de Calzada de Calatrava (Ciudad Real). 3) Desde  el siglo XIV, el Palacio Maestral de Almagro, ciudad y cabeza de partido judicial de la misma provincia. Otras sedes circunstancialmente fueron los castillos-conventos de Ciruelos, Córcoles, Salvatierra, Zorita y, sobre todo, Alcañiz. El castillo y la encomienda más septentrionales de la Orden en España estuvieron en Alcañiz (Teruel) y Amaya (Burgos); y los más meridionales en Osuna y en Morón (Sevilla), respectivamente.
Sus privilegios y poderío. La Orden gozaba del derecho del diezmo, desde el puerto de Yébenes al del Muradas y del derecho de portazgo, desde Agaz hasta la tierra de moros, sobre las recuas que fuesen desde Toledo a Córdoba, o desde Caprilla, Gafek o Ubeda y llevasen frutas o minerales, por cualquier camino. Sus ganados tenían libre tránsito y pasto por toda clase de terrenos, sin satisfacer peaje ni derecho alguno; y San Fernando eximió de tributos a cuantas posesiones adquiriese en adelante. La Orden estaba exenta de toda jurisdicción de los Prelados ordinarios diocesanos y puesta bajo la protección y amparo de la Santa Sede. Nadie, excepto el Císter, podía ejercer sobre ella el derecho de Visita, mientras que, en cambio, lo ejercía ella sobre las Ordenes de Avís, Alcántara y Montesa. Ningún prelado podía excomulgar a sus freires, a sus capellanes ni a sus familiares, y en caso de hacerlo, sus Priores y sacerdotes tenían facultades para absolver, salvo en los casos reservados, por su gravedad, al Sumo Pontífice. La importancia que alcanzó la Orden, con sus riquezas, inmunidades y poderes, fue tan grande que sus Maestres se convirtieron en verdaderos Príncipes eclesiásticos, mimados y temidos por los Reyes, que los admitían en sus Consejos, y hasta los Papas los llamaban en sus Concilios y les daban cuenta de su elevación al solio pontificio. En el siglo XIV, desde el reinado de Alfonso XI, el Maestre de la Orden, que vivía en el soberbio Palacio Maestral de Almagro, gozaba de una renta anual de un millón y medio de reales.
Insignias de la Orden. La primitiva cruz de Calatrava, de dos brazos iguales, no era roja, sino negra. La roja data ya de 1397, cuando a petición del XXIII Maestre de Calatrava, Don Gonzalo Nuñez de Guzmán, el Papa Benito XIII (o antipapa Pedro de Luna, pero reconocido entonces como legítimo por el Reino de Aragón) autorizó a los Caballeros de Calatrava a introducir ciertas modificaciones en su vestimenta. Consistieron en la supresión de la capucha monástica que, desde la fundación de la Orden, iba unida al escapulario, y en tomar como marca distintiva, la cruz roja flordelisada, cosida en el lado izquierdo de sus prendas exteriores. El estandarte de la Orden, así como sus pendones, eran de paño blanco, en cuyo centro campeaba la cruz roja flordelisada. En tiempos de Felipe II, el Capítulo General de la Orden acordó modificarlo, añadiendo por debajo de la cruz, dos trabas negras, por una cara; y por la otra, la imagen de la Virgen María, Patrona de la Orden. El blasón o armas de la Orden consistía en dicha cruz roja flordelisada, en campo de oro, entre dos trabas azules.  El uniforme de iglesia de los Caballeros, en la Edad Moderna, consiste en un hábito blanco, abierto por delante y birrete negro de terciopelo, con plumaje blanco. Y el uniforme de calle, en guerra blanca, pantalón rojo con franjas de oro, correaje balnco, sable y casco, con el distintivo de la cruz flordelisada.
[25] [CALA], p. 43.
[26] Félix de Latassa, t. III, pp. 194-95; edición de Miguel Gómez Muriel, Zaragoza, C. Ariño, 1866.
[27] [YEPE-1691] T. VII, p. 309.
[28] P. 40, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.
[29] [FUEN-1886], t. 50, p. 38.
[30] [FUEN-1886], t. 50, p. 40.
[31] Toledo, 1572.
[32] Madrid, Juan González, 1629.
[33] Madrid, José Gil Dorregaray, 1864.
[34] [MASC-1653] Raymundo, abad de Fitero. p. 5.
[35] Pamplona, 1704.
[36] [OLCO-2002] Manuel Calatayud (1697-1777).
[37] [OLCO 2] Edición crítica de estas Memorias del Monasterio de Fitero. Incluye, así mismo, el texto completo de estas Memorias.
[38] [FUEN-1886] T. 50, p. 38.
[39] [MORE-1766], t. II, libro XIX, c. II, p. 473. Todas las citas que hacemos del P. Moret se refieren a esa edición.
[40] Paris, 1932, t. V, p. 945, y París, 1933, t. VI, p. 128.
[41] Paris, 1963, t. VIII, p. 1009.
[42] [COCH-1966] Lisboa, Bertrand, 1966.
[43] [DIMI-1971-3] Collection La Nuit des Temps, nº 34, 1971.
[44] Artículo publicado en La Croix du Midi (23-04-1981): “30 Avril, fête de Saint-Raymond de Fitéro en Espagne et fondateur de Calatrava. Ce moine Cistercien, de l´Escale-Dieu né à Saint Gaudens en 1090, passa en Espagne où il s´engagea pour la défense de la Catalogne contre les Maures. Il transforma en un ordre militaire la troupe de croisés qu´il commandait. Il mourut en 1163, près de Tolède. Il est un des témoins de cette osmose qui faisait passer à travers les Pyrénées tant de gens pour des raisons économiques, militaires ou religieuses.” (30 de abril, fiesta de San Raimundo de Fitero en España y fundador de Calatrava. Este monje Cisterciense, de Escale-Dieu, nacido en Saint-Gaudens, en 1090, se trasladó a España y se comprometió en la defensa de Calaluña contra los moros. Transformó en una orden militar la tropa de cruzados que comandaba. Murió en 1163, cerca de Toledo. Es uno de los testigos de esta ósmosis que hacía cruzar a través de los Pirineos a tanta gente por razones económicas, militares o religiosas). N. del E.
[45] [GUTT-1955], P. 30.
[46]Cher Monsieur. Monsieur le Maire de Saint-Gaudens me transmet ce jour votre lettre qui a retenu toute mon attention et dont j´ai pris bonne note. En effet, Saint- Raymond (de Calatrava) est bien né à Saint-Gaudens à une date que je ne saurais préciser. Une Place de notre ville porte encore son nom; c´est la Place où le Jeudi jour de marché, on vend encore des Sabots. Quand à la Maison natale de Saint-Raymond effectivement elle était située au quartier du Pradet, au nord de la Ville mais malgré que j´ai 70 ans, je ne l´ai jamais connue et on a construit un inmeuble à son emplacement présumé. Vous me dites dans votre lettre qu´il existe un livre où on peut trouver une Photografíe de cette Maison. Pourriez-vous me donner des indications afin que je puisse me procurer ce livre et faire reproduire cette Photo que je pourrais faire figurer en bonne place dans le Musée de Saint-Gaudens dont je suis le Conservateur? J´ai moi-même une statue de Saint-Raymond dans un Hôtel de Barbastro, Ville jumelle de Saint-Gaudens où je suis allé plusieurs fois; on m´avait promis de m´en faire exécuter une réplique; j´attends toujours! Quant aux relations entre nos deux Villes, cela serait une très bonne idée; je vais de mon côté le suggérer au Conseil Municipal afin que ce dernier veuille bien se pencher sur la question et veuille bien y donner suite favorable. Veuillez je vous prie me donner des précisions sur la situation et l´accès de Fitero. Dans cette attente, je vous prie d´agréer, cher Monsieur, l´expression de mes sentiments les meilleurs.”
(Estimado señor. El Señor Alcalde de Saint-Gaudens me ha entregado hoy su carta que ha merecido todo mi interés y de la que he tomado cumplida cuenta. En efecto, San Raimundo (de Calatrava) nació efectivamente en Saint-Gaudens en una fecha que no sabría precisar. Una Plaza de nuestra ciudad lleva su nombre; es la Plaza en la que los jueves, día de mercado, se venden todavía zuecos. En cuanto a la casa natal de San Raimundo, efectivamente está situada en el Barrio del Pradet, al norte de la ciudad, pero, a pesar de que tengo ya 70 años, no la he conocido nunca, habiendo construido un inmueble en ese lugar. Me dice en su carta que existe un libro en el que se puede encontrar una fotografía de esta casa. ¿Podría darme más indicaciones a fin de poder adquirir uno y mandar reproducir esta foto que yo mismo colocaría en lugar destacado en el Museo de Saint-Gaudens, del que soy el Conservador? Yo mismo tengo una estatua de San Raimundo en un Hotel de Barbastro, ciudad hermanada con Saint-Gaudens, a donde me he trasladado varias veces; me habían prometido hacerme una copia; ¡todavía sigo esperando! En cuanto a las relaciones entre nuestras dos ciudades, sería una buena idea; voy a sugerirlo al Ayuntamiento a fin de que este último se interese por esta cuestión y dé su conformidad. A la espera de esta resolución, reciba mi más cordial saludo.)
[47] Carta de Mr. Estrade, 4 de mayo de 1981: “J´ai bien reçu votre lettre et j´ai pris bonne note de tout ce que vous désirez. J´attends d´avoir rassemblé tous les documents que je pourrai me procurer pour vous les adresser. Le photographe de la Mairie doit photographier la place Saint-Raymond avec la plaque et peut-être aussi une peinture du même Saint que je trouve dans le coeur de notre Collegiale, mais qui est assez vétuste et endommagée; il va tout de même essayer.” (He recibido su carta y he tomado buena nota de todo lo que desea. Estoy esperando recopilar todos los documentos que pueda procurarme para enviárselos. El fotógrafo de la alcaldía debe fotografiar la plaza de San Raimundo con la placa y quizás también una pintura del mismo Santo que se encuentra en el Coro de la Colegiata, pero que está bastante vetusta y deteriorada; va a intentarlo, de cualquier manera”.
[48]  P. 16 – Imprim. Vanin, Saint-Gaudens, 1959.
[49] [FUEN-1886], t. 50, p. 39, nota.
[50] Fitero, nº 394.
[51] [IDOA-1954] T. I, p. 35, nota 2.
[52] [MORE-1766], p. 473.
[53] [FUEN-1886], T. 50, p. 41.
[54] Estos son los treinta Maestres de la Orden: Don García (1163-1169). II.- Don Fernando Escaza (1169-1170). III.- Don Martín Pérez de Siones (1170-11º82). IV.- Don Nuño Pérez de Quiñones (1182-1199). V.- Don Martín Martínez (1199-1207). VI.- Don Ruy Díaz de Yanguas (1207-1212). VII.- Don Rodrigo Garcés (1212-1215). VIII.- Don Martín Fernández Quintana (1216-1218). IX.- Don Gonzalo Yáñez de Novoa (1218-1238). X.- Don Martín Ruiz (1238-1240). XI.- Gómez Manrique (1240-1243). XII.- Don Fernándo Ordóñez (1243-1254). XIII.- Don Pédro Yáñez (1254-1267).- XIV.- Don Juan González (1267-1284). XV.- Don Ruy Pérez Ponce (1284-1295). XVI.- Don Diego López de Sansoles (1295-1296). XVII.- Don Garci López de Padilla (1296-1329). XVIII.- Don Juan Núñez de Prado (1329-1355). XIX.- Don Diego García de Padilla (1355-1365). XX.- Don Martín López de Córdoba (1365-1371). XXI.- Don Pedro Muñiz de Godoy (1371-1384). XXII.- Don Pedro Alvarez de Pereira (1384-1385). XXIII.- Don Gonzalo Núñez de Guzmán (1385-1404). XXIV.- Don Enrique de Villena (1404-1407). XXV.- Don Luis González de Guzmán (1407-1443). XXVI.- Don Fernando de Padilla (1443). XXVII.- Don Alfonso de Aragón (1443-1445). XXVIII. Don Pedro Girón (1445-1466). XXIX.- Don Rodrigo Téllez Girón (1474-1482). XXX.- Don García López de Padilla (1482-1487). A partir del final de la Reconquista, la Orden Militar de Calatrava se convirtió en una institución puramente honorífica y nobiliaria, como el resto de sus homólogas.
[55] [GOÑI-1965] Historia del Monasterio de Fitero, pp. 2 y 3.
[56] [FUEN-1886] T. 50, p. 38.
[57] [DEFO-1949] Defourneaux, Marcelin: Les Français en Espagne aux XIè et XIIè siècles (Paris, Presses Universitaires de France, 1949, c. I, pp. 35-38), y [COCH-1966] Dom Maur Cocheril, Etudes sur le monachisme en Espagne et au Portugal (Paris, Les Belles Lettres, 1966, c. I, p. 110).
[58] [FUEN-1886] T. 50, p. 41.
[59] T. I, p. 629, Madrid, España-Calpe, séptima edición, 1954.
[60] [DEFO-1947], p. 157. Entre estos otros, se cuentan Robert Burdet, Rainaud de Bailleul, Gautier de Gerville y Bernard de Comminges, con millares de combatientes anónimos.
[61] Esta fecha de la reconquista de Tudela, aunque admitida por muchos historiadores, no es segura, ni mucho menos, pues el erudito don José María Lacarra, apoyándose en la Chronique de Saint-Maixent, confirmada por otra crónica de la catedral de Calahorra, ha sostenido que tuvo lugar el 22 de febrero de 1119, es decir, después de la caída de Zaragoza y no antes. La fecha de la conquista de Tudela, en la revista Príncipe de Viana, pp. 45.54, Pamplona, 1946.
[62] Folio 13.
[63] [FUENTE-1886], t. 50, p. 39.
[64] Monasticon Praemonstratense, t. II, p. 209; Circaria Hispaniae, nota 1, (Straubing, 1955-1960).
[65]  Palma de Mallorca, 1959.
[66] T. IX, p. 870.
[67] Paris, Maisonneuve, 1877.
[68] T. III. p. 460.
[69] Consta que, el 8 de enero de 1197, Bertrand de Born figuraba ya entre los religiosos Cístercienses de la abadía de Dalon.
[70] Collection «Que sais-je?», n. 235. Paris, Presses Universitaires de France, 1946.
[71] [GUTT-1955], c. II, p. 28.
[72] Ver, en relación al emplazamiento de la Abadía de Escale-Dieu: “De Fitero a l´Escale-Dieu”, Revista Fitero-89. Editada por el M. I. Ayuntamiento de Fitero.
[73] [OLCO-2002] En su libro, San Raimundo de Fitero, El Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar de Calatrava (2002), Serafín Olcoz Yanguas niega rotúndamente, en un prometedor trabajo, la existencia de un primer asentamiento de monjes cistercienses en Yerga. N. del E.
[74] Serafín Olcoz dice, a propósito de este documento, [OLCO], p. 27, que “no es el documento original, sino que se trata de una copia, que debe datar de finales del siglo XII o comienzos del XIII, y cuyo contenido fue modificado, seguramente, con el propósito de justificar la propiedad de la granja de Yerga, reiterándose el párrafo que contiene el objeto de la donación.”
[75] [MONT-1978], pp. 356-57.
[76] Serafín Olcoz afirma, [OLCOZ-2002], p. 28, que “hay que cuestionar la propia existencia de Durando y sus compañeros, fuesen ermitaños o no, pues ni de ellos, ni de la supuesta iglesia o cumunidad de Yerga, se conserva ningún documento coetáneo que los mencione, a excepción de la citada donación de la villa de Niencebas.”
[77] Serafín Olcoz [OLCO-2002], p. 27-28, afirma que “hay que desestimar la existencia de una comunidad de ermitaños instalados en el monte Yerga, desde 1072, debido a que, como se ha visto, es inconsistente con la evolución geopolítica de la frontra del Islam en esta región.” Matiza, sin embargo, a continuación [OLCO], p. 28, que “el monte Yerga sirvió de primera línea fronteriza del reino musulman de Zaragoza, lo que dificultó, si es que no hizo inviable, el asentamiento de una comunidad cristiana en dicho monte”.

[78] Carta de D. José Goñi Gaztambide a Manuel García Sesma (Pamplona, 28 mayo 1970): “Distinguido señor. Con mucho gusto contesto a las preguntas que me hace en su atenta del 20 del cte. Veo que me ha leído con atención, descubriendo algún lapsus que se me deslizó.  Muchas gracias. Seguiré el orden de su carta. 1) En cuanto que en la bula de 1152 no menciona los lugares de Veruela y la Oliva como posesiones de Fitero. 2) Le adjunto copia. 3) Creo que me guié para fijar su muerte en el hecho de que Raimundo desaparece de la documentación en 1158. Luego viene un vacío hasta 1161, en que figura como abad Guillermo. 4) Sin lugar a dudas se apellidaba Ros y no Ríos. Ya me fijé en el desliz de La Fuente. 5) Según mis apuntes, Jaime de San Martín llama a Magallón, Pedro, a menos que me equivocara al tomar los apuntes.  Otros testigos, que deponen en el mismo proceso, lo llaman Miguel. En dos cartas censales se llama Miguel.  Puede, pues, rectificar la pág. 302 y poner Miguel donde dice Pedro. Mañana revisaré el proceso, solamente para aclarar si el error es de Jaime o mío. En todo caso siempre es mío, porque debí advertirlo y corregirlo, aunque lo llamase Pedro el alemán. Fíjese que digo "al parecer" y no simplemente que fue beaumontés.  Este periodo está muy embrollado, aunque creo que logré aclararlo algo. 6) El monasterio de San Bartolomé de Anaguera está en la Rioja, muy vecino a las villas de Tudelilla y Villar de Arnedo, a 7 leguas de Fitero (Manuel de Calatayud, p. 88). 7) El Tumbo de Fitero continúa inédito. Las Memorias de Fr. Manuel de Calatayud están en la secretaría de la Institución "Príncipe de Viana" esperando su turno para la edición, pero me parece que el Director no tiene demasiado interés en publicarlas. Actualmente hay una señorita Cristina Monterde, profesora auxiliar de la Universidad de Navarra, que prepara una tesina sobre Documentación de Fitero en el siglo XII. A pesar de que su carta tenía la dirección de la casa de un hermano mío, llegó con una rapidez sorprendente. Si desea alguna otra aclaración o ayuda, quedo a su disposición, augurándole un éxito completo en sus investigaciones. Suyo affmo. José Goñi Gaztambide.”

[79] Biblioteca an­tigua y nueva de escritores aragoneses, edic. cit. de Gómez Muriel, p. 195.
[80] [MASC-1653] Madrid, Diego Díaz de la Carre­ra, 1653.
[81] [MASC-1653] , p. 7v.
[82] [CROZ-1791] Año Cristiano, de J. Croiset, t. III, Pp. 275-79 Madrid, Cano, 1791.
[83] [SANZ-1929-2] Histo­ria de la ciudad de Tarazona, pp. 207-11.
[83] [SANZ-1929-2] , p. 290.


[86] Latassa, t. III, p. 195, Edic. de C. Ariño, Zaragoza, 1886.
[87] Privilegia Verolensis Monasterii, f. 82, Real Academia de la Historia, Madrid, Instrumento XXVII de los Apéndices del tomo 49 de la España Sagrada (Padre Florez).
[88] [FUEN-1886], T. 50, p. 40.
[89] [MASC-1653], p. 3 v. de Raymundo, abad de Fitero.
[90] [CALA], p. 45.
[91] [CALA], p. 48.
[92] [MONT-1978], Colección diplomática del monasterio de Fitero, p. 248.
[93] [SANZ] Sanz Artibucilla, p. 244.
[94] [SANZ] Sanz Artibucilla, p. 256.
[95] Estudios Fiteranos. Manuel García Sesma. Gráficas Larrad, Tudela, 1981.
[96] Lyon, 1652.
[97] Idem, t. II, p. 235, Lyon, 1652.
[98] T. 1, p. 505. Madrid, Fax, 1945.
[99] [FUEN-1886], T. 50, p. 41.
[100] [FUEN-1886], T. 50, p. 44.
[101] [FUEN-1886], T. 50, p. 42.
[102] Dictionnaire Etymologique des Noms et Prénoms de France, París, 1951, Larousse, p. 225.
[103] Obras Completas de San Bernardo, Biblioteca de Autores Cristianos, t. I, p. 41. Madrid, Editorial Católica, 1953.
[104] [FUEN-1886], T. 50, p. 42.
[105] [OLCO-2002] En su libro, San Raimundo de Fitero, El Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar de Calatrava (2002), Serafín Olcoz Yanguas niega rotúndamente, en un prometedor trabajo, la existencia de un primer asentamiento de monjes cistercienses en Yerga. N. del E.
[106] [MUÑI], p. 173 del t. I, Edición de Tomás de Santander, Valladolid, 1781.
[107] [MASC-1653], p. 13.
[108] La Romería discurría seguramente por uno de los caminos que atraviesan el  término corellano de la “La Romereta”.
[109] [GUTT-1955], C. 11, p. 31.
[110] Existe todavía en Fitero un término denominado el “Bigorro”.
[111] [GUTT-1955], c. 11, p. 31.
[112] Mulhouse, Arthaud, 1958.
[113] Ver, en relación con el emplazamiento actual de la Abadía de Escala-Dieu: “De Fitero à l´Escaladieu”, Revista “Fitero-89” (Editada por el M. I. Ayuntamiento de Fitero).
[114] Es la fecha que da Cocheril, pero A. Dimier da la de 1140 (L´Art Cistercien, France, p. 75).
[115] Paris, 1959.
[116] Lexique Roman por M. Raynouard (Heildeberg, Carl Winters), t. IV, p. 256 y t. I, p. 129, y Diccionari Català-Valencià-Balear (Palma de Mallorca, 1959), t. VII, p. 538 y t. I, p. 189.
[117] Por esta época, todavía había en Francia tres rutas jacobeas más: las que partían respectivamente de París, Vezelay y Cluny. La de París se dirigía hacia el S. O., pasando por Orleans, Clery, Tours, Poitiers, Saint-Jean-d´Angely, Saintes y Bordeaux. La de Vezelay descendía por Bourges, Saint-Leonard, Limoges, Perigueux y Saint-Sever. Y la de Cluny, por Le Puy, Conques y Moissac. Las tres peregrinaciones se reunían en Ostabat, pequeño pueblo del actual cantón de Iholdy, en el departamento de los Bajos Pirineos, y franqueaban los Pirineos por Roncesvalles. [DEFO], p. 103, y Romain Roussel, Les Pèlerinages, c. IV, p. 39. Colección Que sais-je?, nº 666 (Paris, 1956, Presses Universitaires de France).
[118] [MENE]Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1951.
[119] [MENE-19151] P. 41.
[120] [MENE] “Los caminos en la Historia de España”, p. 45.
[121] [MASC-1653] Raymundo, Abad de Fitero, p. 12.
[122] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 33.
[123] [COCH-1966] Etudes sur le monachisme en Espagne et au Portugal, c. V, p. 143.
[124] [MONT-1602], p. 205.
[125] [ALTA] Navarra, t. II, p. 886.
[126] [IDOA-1964-2] Florencio Idoate, Catálogo documental de la ciudad de Corella, nº 549 y 645.
[127] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 36.
[128] Archivo Histórico Nacional, secc. de Códices, 371 B, 1ª parte.
[129] [MUÑI-1787], p. 174.
[130] [GUTT-1955], c. II, p. 31.
[131] [MONT-1602], p. 205.
[132] Pp. 241-252.
[133] El primer monasterio español de Cístercienses, Moreruela, t. XIV, 1906, pp. 97-105.
[134] Editadas en 2003. Edición crítica de Serafín Olcoz Yanguas.
[135] [COCH], C. II, pp. 157-180.
[136] T. 1, p. 657. Madrid, 1952.
[137] Julio y agosto de 1953.
[138] T. XI, p. 449, 2ª edic. Madrid, Espasa-Calpe 1953.
[139] T. Ip. 966, 7ª edíc. Madrid, E.C. 1954
[140] 70, pp. 209-214, 1960.
[141] [FUEN-1886], t. 50, p. 194.
[142] Cap. VIII y IX del t. 1.
[143] [COCH], p. 341.
[144] T 1, párrafo II de la Introducc. PP. XV y XVI, Viena, 1877.
[145] Manrique, Angel: t. 1, p. 230, nº 3.
[146] Moreruela, pergamino 27.
[147] P. Damián Yáñez, Alfonso VII de Castilla y la Orden Cisterciense, en Cistercium, 1959, nº 62, p. 29.
[148] H. P. Eydoux, L´Abbatiale de Moreruela et l´architecture des églises cisterciennes d´Espagne, en Cîteaux in de Nederlanden, Westmalle (Belgique), 1954, nº 3, p. 179.
[149] Cistercium, nº 52, año 1957, pp. 162-171.
[150] Madrid, 1640, p. 122.
[151] [COCH], p. 344.
[152] [CALA], p. 67.
[153] Carretera de Alfaro a Grávalos:
[154] Serafín Olcoz dice, a propósito de este documento, [OLCO], p. 27, que “no es el documento original, sino que se trata de una copia, que debe datar de finales del siglo XII o comienzos del XIII, y cuyo contenido fue modificado, seguramente, con el propósito de justificar la propiedad de la granja de Yerga, reiterándose el párrafo que contiene el objeto de la donación.”
[155] [MONT-1978], pp. 356-57.
[156] Serafín Olcoz afirma, [OLCOZ-2002], p. 28, que “hay que cuestionar la propia existencia de Durando y sus compañeros, fuesen ermitaños o no, pues ni de ellos, ni de la supuesta iglesia o cumunidad de Yerga, se conserva ningún documento coetáneo que los mencione, a excepción de la citada donación de la villa de Niencebas.”
[157] Serafín Olcoz [OLCO-2002], p. 27-28, afirma que “hay que desestimar la existencia de una comunidad de ermitaños instalados en el monte Yerga, desde 1072, debido a que, como se ha visto, es inconsistente con la evolución geopolítica de la frontra del Islam en esta región.” Matiza, sin embargo, a continuación [OLCO], p. 28, que “el monte Yerga sirvió de primera línea fronteriza del reino musulman de Zaragoza, lo que dificultó, si es que no hizo inviable, el asentamiento de una comunidad cristiana en dicho monte”.
[158] [CALA], p. 56.
[159] [CALA], p. 37.
[160] [GOÑI-1965], p. 2.
[161] [GUTT-1965], p. 31.
[162] Manrique, Angel: T. II, f. 108, col. I.
[163] [FUEN-1866], pp. 403 y 404.
[164] [FUEN-1886], t. 50, p. 191.
[165] [FUEN-1886] La Fuente, t. 50, p. 192.
[166] [CALA], p. 76.
[167] [GOÑI-1965], p. 2.
[168] Serafín Olcoz habla en su libro, [OLCO-2002], p. 36, publicado en 2002, un documento en latín, al que habría tenido acceso el investigador del Císter, M. Laurent Dailliez (fallecido), que se conservaría en una biblioteca privada de Normandie (Francia) y que ratificaría la pertenencia de La Oliva y de Veruela a Niencebas.
[169] Cuadernos de Historia de España, Buenos Aires, 1948, en La auténtica batalla de Clavijo, t. IX, p, 95.
[170] [FUEN-1886], t. 50, p. 192.
[171] De la ubicación exacta de estos monasterios, además de una información más completa de la historia de los mismos, se puede consultar el libro de Serafín Olcoz, [OLCO], pp. 37-43
[172] Dos fotografías del estado actual de dicho monasterio aparecen publicadas en el libro de Serafína Olcoz, [OLCO-2002], pp. 121 y 122.
[173] [CALA], p. 88.
[174] Serafín Olcoz recoge en su libro, [OLCO-2002], p. 123, una fotografía en la que situan los terrenos que ocuparan dicho convento.
[175] [GOÑI-1965], página 11, nota 14.
[176] [JURI-1970] FITERO, p. 9. Nº 72 de la colección NAVARRA. Temas de Cultura Popular. DFN. Pamplona, 1970.
[177] [MONT-1602], p. 205.
[178] [GUTT-1955], p. 31.
[179] [MORE-1766] Annales, t. II, p. 468.
[180] [MONT-1978] Colección Diplomática, Cristina Monterde. Documento nº 37.
[181] [CALA], pp. 103-104.
[182] Arigita, Mariano: t. I, p. 4.
[183] Clavería, Jacinto: Iconografía y santuarios de la Virgen en Navarra. Madrid, 1944, p. 486.
[184] Archivo General de Navarra, Fitero, nº 123.
[185] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp. 61-62.
[186] Arigita, Mariano: t. I, p. 4.
[187] Clavería, Jacinto: Iconografía y santuarios de la Virgen en Navarra. Madrid, 1944, p. 486.
[188] Archivo General de Navarra, Fitero, nº 123.
[189] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp. 61-62.
[190] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp. 112-113.
[191] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 116.
[192] [MONT-1978], p. 340.
[193] [MONT-1978], p. 289.
[194] [MONT-1978], pp. 158-159.
[195] Fr. Ramón Zapater: Historia de las Ordenes Militares. Zaragoza, 1662.
[196] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 179.
[197] Lib. 1, c. XXV, v. 8.
[198] [HELY], p. 536.
[199] Vidas de los santos, t. I, p. 273, México, John W. Clute, 1964.
[200] [MONT-1602]: p. 207.
[201] [MORE-1766]Anales de Navarra, t. II, pp. 463-464.
[202] [MONT-1978], Documento número 106.
[203] [MORE-1766], p. 464.
[204] [LAFU] Parte II, libro II, p. 125, Madrid, Mellado, 1851.
[205] [MASC-1653], pp. 30 v. y 31.
[206] [GUTT-1955], p. 32.
[207] De rebus Hispaniae, VII, c. XVI.
[208] [GOÑI-1965], p. 3, nota 19.
[209] P. Mariana: p. 526 del t. 1.
[210] Caro de la Torre: p. 49 vuelta.
[211] [MORE-1766], p. 465.
[212] [MORE-1766], p. 465.
[213] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp. 172-173.
[214] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 164.
[215] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 151.
[216] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 151.
[217] [MASC-1653], p. 27.
[218] [YANG-1840/1843] Diccionario de Antigüedades del Reino de Navarra, t. I, p. 135.
[219] Página 44.
[220] Tamayo de Salazar: p. 237.
[221] [MASC-1651], Madrid, Diego Diaz de la Carrera, 1651.
[222] [MASC-1651], p. 7.
[223] Ver Revista Fitero-90, p. 53, y Fitero-2003.
[224] Ver fotografía del Castillo de Calatrava la Vieja en la Revista Fitero-90, p. 53. N. del E.
[225] [LAFU-1851]Historia General de España, Parte II, lib. II, p. 125 Madrid, Mellado, 1851.
[226] Caro Torres, ob. cit., lib. II, p. 49 v.
[227] C. II, apart. 5, f. 21.
[228] [MADR-1886]. España. Sus monumentos y su arte, t. III, p. 465 Barcelona, Corte­zo, 1886.
[229] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 181.
[230] Obras completas de San Bernardo, Biblioteca de Autores Cristianos, t. II, p. 853, Madrid, La Editorial Católica, 1955.
[231] Joseph Calmette et Henrí David, Saint-Bernard, ch. VI, p. 194 París, A. Fayard, 1953.
[232] Obras completas de san Bernardo, de la Biblioteca de Autores Cristianos, La Editorial Católica, Madrid, 1953, t. 1, p. 40, nota.

[233] Abad de Fitero (1592-1612).
[234] Sobre Ciruelos (Toledo), la Revista FITERO-90 algunos datos complementarios: “San Raimundo de Fitero murió en Ciruelos”. Jesús Bozal Alfaro. N. del E.
[235] Ver Revista FITERO-90: “La ruta de San Raimundo y Calatrava”. Jesús Bozal Alfaro. N. del E.
[236] Página 267.
[237] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 193.
[238] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 192.
[239] [MASC-]p. 46 v.
[240] Montalvo: c. IX, p. 215.
[241] Menologio, f. 36.
[242] Tumbo, cap. II, apart. 5, f. 22.
[243] [GUTT-1955] F. Gutton, p. 193.
[244] [MASC-1753], Raimundo, abad de Fitero, p. 56.
[245] [MASC-1753], p. 57.
[246] Roberto Muñiz: Médula Histórica Cisterciense. Valladolid: Viuda de Santander, 1787, p. 185.
[247] Pedro de Madrazo, p. 466.
[248] Abad de la Abadía de Fitero (1590-1591).
[249] La Revista Fitero-89 ilustró su portada con la fotografía de dicha urna de plata, que pudo ser obtenida, a requerimiento del Alcalde de Fitero, Carmelo Aliaga Hernández, gracias a  la diligencia de José Mª Sanz Larrea y Felisa Abril.
[250] [GUTT-1955], p. 37.
[251] [GUTT-1955], p. 37.
[252] Serafín Olcoz duda del protagonismo de este monje cisterciense en la fundación de Calatrava, aunque no de su presencia en San Pedro de Gumiel. A este propósito escribe: “Recuerdo (el de Diego Velázquez) que, seguramente, debió ser exacerbado por Rodrigo Jiménez de Rada, atribuyendo a Diego Velázquez una responsabilidad más que decisiva, en la fundación de la cofradía militar de Calatrava y con el que, seguramente, este monje no tuvo nada que ver.” [OLCO-2002], p. 97.
[253] P. Mariana:  t. 1, p. 527.
[254] [GUTT-1955], c. II, p. 37.
[255] [MASC-1766], p. 14 v..
[256] Anamnesis, t. II, p. 239.
[257] Ob. cit., p. 216.
[258] [FUEN-1886], t. 50, p. 48.
[259] En Francia se empezó a dar culto a San Raimundo, solamente en los conventos cistercienses, a principios del siglo XVIII, como en España. Posteriormente se concedió su celebración al Obispado de Comminges, al cual pertenecía Saint-Gaudens, presunta ciudad natal de San Raimundo, que celebraba su fiesta el 30 de abril, y más tarde, a la diócesis de Toulouse, celebrándose aquí el 17 de marzo.



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