LEYENDAS FITERANAS, MUGAS DEL SIGLO
XIX,
SAN RAIMUNDO ABAD DE FITERO
Manuel García Sesma
Gráficas
Larrad, Tudela, 1981
PROLOGO
Este
nuevo volumen es una continuación de los ESTUDIOS FITERANOS del anterior.
Consta
de tres partes. La primera reproduce las tres leyendas fiteranas de Gustavo
Adolfo Bécquer: EL MISERERE, LA CUEVA DE LA MORA Y LA FE SALVA. Van precedidas
de una Noticia Biográfica del poeta y de una Introducción a la generalidad de
sus Leyendas; y seguidas de unos Comentarios a cada una de las fiteranas: las
tres ediciones, escritas por nosotros.
La
segunda parte expone la extensión y mugas de Fitero en el siglo XIX,
modificadas a principios del siglo XX, con motivo del reparto de los Montes
comunales.
Y
la tercera es un estudio exhaustivo sobre San Raimundo de fitero. La primitiva
redacción de este Ensayo la terminamos en Méjico, hace unos 14 años, enviando a
continuación una copia para su examen a la Abadía Cisterciense de San Isidro de
Dueñas (Palencia). Pues bien, el P. Jesús Álvarez, en carta que conservamos,
nos contestó, en octubre de 1971, lo siguiente: “He repasado su Obra y la
encuentro muy buena, en todos los sentidos; perfecta, en cuanto cabe se ve que
Ud. Domina bien la materia y la ha hecho con mucho cariño, por tratarse de un
paisano suyo. Francamente nos gustaría mucho que llegar a imprimirse, pues no
hay cada nada sobre esta materia.”
Posteriormente
añadimos a este Ensayo unos capítulos nuevos e hicimos algunas rectificaciones,
que en nada modifican nuestras conclusiones fundamentales de la redacción
primitiva.
No
queremos terminar este prólogo, sin expresar nuestro agradecimiento a Mr. Noël
Estrade, Conservador del Museo Municipal de Saint-Gaudens (Francia), por las
noticias que nos comunicó, el año pasado, acerca de los recuerdos que se
conservan sobre San Raimundo, en dicha ciudad.
Asímismo
manifestamos nuestra gratitud al Sr. Delegado Provincial del Ministerio de
Cultura, don Joaquín Sagüés.
PRIMERA PARTE
LAS LEYENDAS FITERANAS DE GUSTAVO
ADOLFO BÉCQUER
Capítulo I
NOTICIA BIOGRÁFICA DE GUSTAVO
ADOLFO BÉCQUER
Casi todas las ediciones de las obras
de Gustavo Adolfo Bécquer van precedidas de una noticia, más o menos extensa,
de la vida del autor; pero mucho nos tememos que no conozcan ninguna muchos
vecinos de Fitero, y por esa razón, vamos a ofrecerles también nosotros un
resumen de la misma. Bien merece este pequeño homenaje un escrito que ha
llevado –y sigue llevando- el nombre de nuestro pueblo a todos los países de
habla española y a no pocos extranjeros, donde se siguen leyendo y editando
todavía sus Rimas y sus leyendas.
Anotemos de antemano que la vida de
nuestro escritor fue un drama oscuro, silencioso y lastimoso, pues se quedó
huérfano en la infancia; arrastró una bohemia famélica en la veintena; le
contagiaron una enfermedad incurable, a los 22 años; contrajo matrimonio
catastrófico, a los 25; nadie o casi nadie reconoció su valía literaria,
publicando a menudo sus trabajos en almanaques y revistas sin importancia,
donde le pagaban mal o no le pagaban nada; no consiguió que le editasen un
libro, mientras vivió; y murió prácticamente abandonado y desconocido, a los 34
años.
Después de muerto, al cabo de unas
décadas, vino el reconocimiento general de su talento, proclamando el primer
poeta lírico español del siglo XIX; vinieron los estudios entusiastas de los
críticos, las traducciones de sus obras a las principales lenguas extranjeras,
incluso al chino, los cientos de ediciones de sus obras, los millares y
millares de ejemplares vendidos en Europa y América, los homenajes, las
estatuas, los recuerdos, etc.
Pero ¡todo después de muerto!
Gustavo
Adolfo Bécquer nació en Sevilla, el 17 de febrero de 1836. Fueron sus padres
don José María Domínguez Insausti y doña Joaquina Bastida y Vargas. Por
consiguiente, los verdaderos apellidos de Bécquer fueron Domínguez y Bastida.
Pero Gustavo y su hermano Valeriano adoptaron el apellido Bécquer, por ser más
eufónico y porque lo habían adoptado y llevado su padre y su tío paterno
Joaquín, en razón de haber sido el apellido de unos remotos antepasados suyos,
oriundos de los Países Bajos, que vinieron a establecerse en Sevilla, hacia
1622. El matrimonio Domínguez-Bastida tuvo ocho hijos: Valeriano, Gustavo,
Estanislao, Ricardo, Alfredo, Eduardo, Jorge y José, de los que sólo los dos
primeros han pasado a la posteridad. Su padre fue un buen pintor costumbrista y
retratista, de ámbito local, y murió el 20 de enero de 1841, cuando Gustavo
tenía cinco años. Su madre falleció, a su vez, en 1847; y ambos, en la
treintena.
Ante
esta catástrofe familiar, Gustavo fue recogido por su madrina, doña manuela
Monnehay, señora culta y acomodada, casada y sin hijos; y pronto viuda; y los
demás hermanos, por su tío materno, don Juan de Vargas, que era también un
señor acomodado y sin descendencia. Gustavo Adolfo cursó las primera letras en
el Colegio de San Antonio Abad; y en 1846, cuando tenía 10 años, ingresó en el
Colegio Naval de San Telmo 8de pilotos de altura). Allí conoció e hizo amistad
con Narciso Campillo, huérfano como él, futuro catedrático del Instituto del
Cardenal Cisneros de Madrid y buen poeta y escritor. En aquel colegio, hicieron
los dos, en colaboración, sus primeros pinitos teatrales, componiendo y
estrenando Los Conjurados: un “espantable y disparatado drama”, según el juicio
posterior de Narciso.
Desde
temprana edad, dio muestras Bécquer de su vocación poética, escribiendo, cuando
tenía 12 años, en un viejo libro de cuentas de su padre, sus primeras poesías:
entre ellas, su Oda a la muerte de don
Alberto Lista, en siete estrofas sáficas (Sevilla, octubre de 1848).
Clausurado
inesperadamente el colegio de San Telmo por Real Orden, Gustavo se matriculó, según
algunos biógrafos, en el Instituto de Segunda enseñanza de Sevilla: extremo que
niega, en su biografía de Bécquer, Rica Brown[1],
asegurando que s madrina no lo envió a ningún colegio, sino que lo dejó vivir a
sus anchas, entre los 11 y 13 años, devorando los libros de su excelente
biblioteca y permitiéndole estudiar en ella, con su amigo Campillo. En todo
caso, es cierto que, al rayar en los 14 años, ingresó en el taller del pintor,
Antonio Cabral y Bejarano, que había sido amigo de su padre, y donde ya
trabajaba su hermano Valeriano, quien llegó a ser un notable pintor. A
continuación, pasó al taller de su tío Joaquín; pero, en ninguno de los dos,
hizo muchos progresos en la pintura, aunque, por lo menos, aprendió a dibujar
bien. Afirma Adolfo de Sandoval[2]
que, en vista de ello, su madrina quiso dedicarlo al comercio; pero no lo
consiguió. El muchacho soñaba con convertirse en un poeta célebre, y el 17 de
diciembre de 1852, escribió ya su primera composición amorosa, titulada Oda a la señorita Lenona, en su partida,
en 22 liras de seis versos. Del mismo año data probablemente su poema Elvira.
Poco después, vio el joven poetas impresas sus primeras composiciones, en el
periódico local LA AURORA, por medio de cuyo director, José Luis Nogués,
conoció a Julio Nombela, que era de la misma edad que Gustavo y llevó a ser asimismo
un buen escritor. Nombela era madrileño; pero, a la sazón, vivía
accidentalmente en Sevilla, con su familia. Bécquer, Campillo y Nombela tenían
las mismas aficiones e ilusiones y se hicieron íntimos amigos. Todas las noches
se reunión en el caramanchón de Campillo, donde se comunicaban y enjuiciaban
sus escritos y los de los autores que iban leyendo, haciendo proyectos risueños
para el futuro, entre los que figuraba, en primer término, su traslado próximo
a Madrid, para alcanzar el triunfo con que soñaban.
La señora Monnehay no aprobaba estos
planes delirantes y rompió con Gustavo. Nombela fue el primero que marchó a la
Corte con su familia, en junio de 1854; y alentado por sus cartas, Gustavo lo
hizo, tres meses después, con 30 duros que le dio su tío materno, don Juan de
VARGAS. Gastó ya 12 duros en el viaje; de manera que sólo le quedaron 18, para
empezar a vivir en la capital. Anota Juan Luis Alborg que la ciudad causó, al
principio, a Bécquer “una tremenda desilusión” y que allí pasó jornadas de
“indescriptible estrechez”[3].
Tal vez fue entonces o recordando esta triste etapa, cuando escribió la triste
Rima LXVI:
Llegó la noche y no encontré un
asilo;
¡y tuve sed! Mis lágrimas bebí:
¡Y tuve hambre! ¡Los hinchado ojos
cerré para morir!
Según
Adolfo de Sandoval, se alojó primeramente en Madrid, en una casa de huéspedes
de la calle de Hortaleza, donde pagaba seis reales diarios; y luego, en la casa
nº 8 de la calle de la Visitación. Con frecuencia, vivió del socorro de algunos
amigos y hasta de una bondadosa patrona de huéspedes, llamada doña Soledad. A
finales de 1855, llegó Valeriano a Madrid, dispuesto también a abrirse camino y
Gustavo se fue a vivir con él.
Un
benévolo protector logró colocarlo en la Dirección de Bienes Nacionales, con
3.000 reales anuales, en calidad de escribiente meritorio, fuera de plantilla;
pero no le duró mucho su empleo, porque un día entró en la oficina el director,
mientras Bécquer dibujaba a pluma una escena de Shakespeare: Ofelia deshojando su corona, y un corro
de compañeros admiraba su habilidad. El director dijo entonces a su ayudante:
“¡Aquí tiene usted uno que sobra!”. Y Bécquer fue despedido el mismo día.
Como
la mayoría de los escritores de la época, Gustavo Adolfo refugióse en el
periodismo. No lo consiguió fácilmente en un principio, por ser un desconocido
y no tener la presentación personal de un dandy.
De manera que tuvo que contentarse con colaborar en periódicos y revistas de
exigua tirada y, a veces, de efímera existencia, como El Mundo, del que sólo se publicaron dos números y Bécquer no cobró
nada; El Porvenir, que también murió
en seguida; La España Artística y
Literaria, revista que fundó con unos amigos y desapareció asimismo pronto;
el Album de Señoritas y Correo de la Moda… y posteriormente en
otros de mayor circulación, como Correo
de la Moda… y posteriormente en otros de mayor circulación, como La Crónica, El Museo Universal, El
Contemporáneo. Al mismo tiempo, cultivó la literatura teatral corriente y
moliente, “pro pane lucrando”, haciendo adaptaciones de obras como Esmeralda (1856) La Cruz
del Valle, o escribiendo comedias, como La
novia y el pantalón y hasta alguna zarzuela como La Venta encantada (1857), con música de Antonio Reparaz. Colaboró
más de una vez en estos menesteres escénicos, con su amigo Luis García Luna,
ocultándose bajo el semiseudónimo de Adolfo
García. Tal en la misma última obra.
En junio de 1858, cogió
una grave enfermedad de la que salió con vida, a duras penas y de la cual nos
ocupamos en nuestros comentarios a su leyenda fiterana, La Fe salva. Según parece, atendió
a los gastos de su curación, con el dinero que le produjo la inserción
en La Crónica, de su leyenda, El Caudillo de las Manos Rojas. En 1859,
emprendió, bajo los auspicios de los Reyes de España y con la colaboración de
Juan de la Puerta Vizcaino, la publicación en fascículos de la Historia de los templos de España: obra
en la que puso grandes esperanzas; pero sólo salió el primer tomo, quedando
interrumpida, a causa de un pleito lamentable. Como se ve, todo le salía mal al
pobre poeta. Bien podía consignar en su Rima LX:
Mi
vida es un erial:
flor
que toco se deshoja;
que,
en mi camino fatal,
alguien
va sembrando el mal,
para
que yo lo recoja.
Su situación pareció
mejorar, a finales de 1860, cuando el político y periodista, José Luis Albareda
Sedze, fundó El Contemporáneo,
importante diario madrileño, en cuya redacción entró Bécquer, desde la primera
hora. En él colaboraron escritores tan notables como Valera, Castelar y Pérez
Galdós, y en él publicó Bécquer una buena parte de sus Rimas y Leyendas, y sus nueve Cartas desde mi celda. Esta celda era
una del Monasterio de Veruela, donde pasó Bécquer varias temporadas, entre 1860
y 1864, por lo menos. Bécquer llegó incluso a dirigir El Contemporáneo, entre noviembre de 1864 y febrero de 1865.
En
1861, empezó a colaborar asimismo en El
Museo Universal.
El 19 de mayo de este último año,
cometió Bécquer el error más grande de su vida: su casamiento con Casta Esteban
Navarro[4],
hija de un médico de Noviercas (Soria), a la que conoció seguramente en casa de
su padre del que fue cliente ocasional. Eusebio Blasco calificó tal matrimonio
de “absurdo”, por tratarse de una muchacha vulgar. Y Nombela escribió acerca de
él: “Pensé, sin que el tiempo me haya hecho cambiar de opinión, que no se casó,
sino que lo casaron”, añadiendo que Bécquer no habló nunca de su mujer “ni a
sus mejores amigos”[5].
Por otra parte, Rafael Montesinos opina que fue un “matrimonio apresurado,
contraído por despecho o desesperación”, atribuyéndolo al desvío definitivo de
Julia Espin, a la que había conocido en su convalecencia y de la que estaba muy
enamorado. Julia era hija del compositor y profesor del Conservatorio de
Madrid, Joaquín Espin, y sobrina del célebre Rossini. La pintan como una rubia
fina y bella que brillaba, por su elegancia y bonita voz, en el salón de sus
padres, al que acudían artistas y literatos. Siguió la carrera de cantante de
ópera, pero no llegó a ser una “prima donna”. Asienta Franz Schneider que
Bécquer le regaló dos álbumes de poesías, con dibujos de carácter burlón y con
un autorretrato. Sin embargo, Nombela asegura que Bécquer “no la trató
siguiera”. ¿Quién de los dos tiene razón?
La verdad es que las
relaciones femeninas del poeta continúan todavía siendo un misterio, a
excepción –y solo en parte- de las relaciones con su mujer.
Eusebio Blasco escribió
en 1886: “No es un secreto para nadie que el poeta estuvo ciegamente enamorado
de una hermosura que no debo nombrar, porque existe todavía y tiene ya legal y
legítimo dueño”[6].
Y Moreno Godino, en un artículo publicado en 1895, afirmó que Gustavo había
amado “a una mujer de alta clase”, lujosa y predispuesta a la sensualidad, que
“consumió todas sus energías juveniles” [7].
Fernando Iglesias
Figueroa que, en 1923, se había dado a conocer como un notable becqueriano, con
la publicación de su obra en tres volúmenes, Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer, anunció en 1926 un
descubrimiento sensacional: el de la mujer que inspiró a Bécquer sus Rimas. Se llamaba Elisa Gillén y era la
destinataria de la rima dedicada a Elisa, no incluida en el Libro de los Gorriones del mismo Bécquer
y que dio a conocer el mismo Iglesias, en su citada obra (t. II, p. 17). Se
fundaba para ello en cuatro cartas inéditas, sin fecha, que publicó
primeramente en La Voz de Madrid (enero de dicho año) y reprodujo en 1928; tres
eran de Bécquer a Rodríguez Correa; y una, de éste a Fernández Espino. Por
cierto que en esta última, se lee: “En Fitero, vi a Gustavo Bécquer, que estaba
acompañado de su mujer. Ya parece que va olvidando un poco, un poco solamente,
la historia de Elisa Guillén, que tan fatal fue para nuestro amigo y que tan
cruelmente con él se topó.”
Por supuesto, la tal
historia era una pretendida historia de amor, vivida por Bécquer, poco antes de
su casamiento.
Los becquerianos
acogieron sin reserva tal descubrimiento; y cuando en 1942, Gerardo Diego,
ateniéndose a unos informes recogidos de los parientes sorianos de Casta
Esteban, escribió que el poeta había tenido relaciones amorosas, antes de su
boda, con “una dama de rumbo de Valladolid” [8]
cuyo nombre no daba, más de uno de aquéllos se apresuró a identificar a la
incógnita con Elisa Guillén.
Ahora bien, Rafael
Montesinos demostró en 1970, en un artículo en INSULA [9] -y
amplió su demostración, en su libro, Bécquer.
Biografía e imagen (Barcelona, 1977- que las tales cartas y la rima A Elisa eran apócrifas y constituían una
superchería, confesada, al fin, por el propio Iglesias Figueroa, y que la tal
Elisa Guillén, amante de Bécquer, jamás había existido.
Sandoval escribe a este
propósito: “De gran parte de las mujeres de que Gustavo Adolfo habla en sus Rimas, ni se conoce tan siquiera el
nombre. Pero ¿es que han tenido nunca nombre alguno?”. Y cita a continuación
este juicio certero de Juan Valera: “Para gozar o padecer en realidad con
aquellos amores (los que reflejan las Rimas)
y para enredarse en ellos con aquellas peregrinas mujeres, faltáronle a Bécquer
tiempo, ocasión salud y dinero… Con frac elegante, hecho en París o en Londres,
con oro en el bolsillo y con billetes de banco en la cartera, Bécquer hubiese
brillado y triunfado en los salones; pero acaso no hubiera hallado entre sus
enamoradas, las que halló y enamoró, saliendo en sueños de su pobre casa”[10].
Pero, en fin, dejemos
en paz a las diferentes e hipotéticas musas de Gustavo Adolfo que nadie ha
identificado todavía, sin lugar a dudas, y volvamos a ocuparnos de su propia
mujer.
No parece que se casó
con ella precisamente por amor, puesto que dice en la única Rima que le dedicó:
A Casta
Tu aliento es el aliento de las flores;
tu voz es de los cisnes la armonía;
es tu mirada el esplendor del día
y el color de la rosa es tu color.
Tú prestas nueva vida y esperanza
a un corazón para el amor ya muerto;
tú creces de mi vida en el desierto,
como crece en un páramo la flor.
Se la debió escribir,
siendo novios, o en el primer año de su matrimonio, cuando todavía estaba algo
ilusionado con la lozanía juvenil de la muchacha. Los recién casados vivieron
algún tiempo en Toledo y, a continuación, se trasladaron a Madrid. Según Adolfo
de Sandoval, se alojaron primeramente en un hotelito de Las Ventas, a mano
derecha del Puente del Espíritu Santo. Tuvieron tres hijos y convivieron, mejor
o peor, durante algún tiempo; pero el matrimonio naufragó a los siete años, a
causa de la disparidad de temperamentos. Un cuadro al óleo de su hermano
Valeriano, titulado “Gustavo Adolfo Bécquer y su familia”, pintado en los
primeros años del matrimonio, es un fiel reflejo de que aquella familia no era
precisamente dichosa. Gustavo aparece sentado en un sillón, con aire triste y
decaído, como si estuviera enfermo. Lleva la barba muy crecida, caídos los
brazos y algo caída la cabeza sobre el pecho. Casta tiene en brazos a su hijito
mayor al que muestra, al parecer, un sonajero; y una linda niña, una sobrinita,
la acompaña.
Gustavo y Casta se
separaron en le verano de 1868, al enterarse el poeta de que su mujer tenía
relaciones adúlteras con un antiguo novio, al que algunos biógrafos atribuyen
la paternidad del que se cuenta oficialmente como tercer hijo de Bécquer. Al
decir de Rafael Montesinos, el tal sujeto era “un maleante, salteador y
asesino”. Se casó con casta, al año y medio de muerto Gustavo, y murió
asesinado un año después[11].
Pero no adelantemos
sucesos y retrocedamos unos cuantos años.
Hacia mediados de la
década de 1860, gracias a la protección de Narváez y de González Bravo, Gustavo
Adolfo fue nombrado censor oficial de novelas, con un sueldo anual de 3.000
pesetas. A su vez, su hermano Valeriano obtuvo una pensión anual de 2.500 para
viajar por España, estudiando pictóricamente las costumbres y trajes
regionales, con la obligación de entregar dos cuadros al Museo.
La suerte pareció
sonreírles, sobre todo, a Gustavo, a quien el dictador González Bravo prometió
editarle y hasta prologarle las Rimas,
entregándole Bécquer el manuscrito correspondiente. Pero el político,
entretenido en asestar golpes furiosos a la oposición, no cumplió su palabra; y
la víspera misma de la Revolución de Septiembre de 1868, que iba a acabar con
su dictadura y con el reina de de Isabel II, dejó el gobierno y huyó a Francia,
muriendo en Biarritz, tres años después.
Lo malo del caso es
que, triunfante la Revolución, el pueblo asaltó y saqueó la mansión de González
Bravo en Madrid y, en el saqueo, desaparecieron las Rimas de Bécquer. Por
fortuna, el poeta se apresuró a hacer, el mismo año, una nueva copia, en un
cuaderno que tituló el Libro de los Gorriones cuyo autógrafo se guarda en la
Biblioteca Nacional de Madrid. Consta de 79 Rimas, cuyos números de orden no
coinciden con la numeración de las ediciones póstumas, la cual fue establecida
por su amigo, Narciso Campillo.
Con el triunfo de la
Revolución de Septiembre, Gustavo y Valeriano perdieron sus empleos oficiales y
se retiraron de momento a Toledo, volviendo finalmente a Madrid. Valeriano
también se había separado de su mujer y Gustavo se había hecho cargo de los
tres hijos de su infiel esposa. Para seguir subsistiendo, Valeriano se vio
obligado a trabajar para El Museo
Universal y también para La
Ilustración de Madrid, que dirigía su hermano Gustavo, el cual había vuelto
de nuevo al periodismo, publicando asimismo algunas colaboraciones en El Museo.
Hundidos en la penuria,
el abandono y la enfermedad, la muerte rondaba a los dos hermanos. Valeriano
murió el 23 de septiembre de 1870, a los 35 años; y Gustavo, tres meses más
tarde. En este triste intervalo, todavía se encargó Gustavo de la dirección del
periódico El Entreacto, en cuyo
primer número publicó su último trabajo literario, que era la primera parte de Una tragedia y un ángel (Historia de una zarzuela y una mujer).
Pero no pudo escribir la continuación, anunciándose en el segundo número que su
director estaba enfermo. Resulta que había asistido con Julio Nombela a una
reunión y regresaron de ella en la imperial descubierta de un ómnibus. Eran los
umbrales del crudo invierno de 1970-1871. Hacía un frío de espanto y los dos
cayeron enfermos. Nombela se repuso pronto y vivió hasta 1919; pero el
organismo debilitado de Bécquer no resistió. Según Benjamín Jarnés; “una fiebre
infecciosa acabó con él”[12].
Federico Carlos Sáinz de Robles dice que “murió de una hemoptisis”[13].
El crítico inglés, Gerad Brenan escribe que murió de tuberculosis, a
consecuencia de su desnutrición, agravada por un matrimonio catastrófico y su
desventurado “affaire” (percance) amoroso[14].
Y en fin, Adolfo de Sandoval anota que “según dicen, murió de pericarditis en
que se trocara una hepatisis”, y pronunciando claramente las palabras “¡Todo
mortal”. Los hermanos Álvarez Quintero señalan el detalle de que “aquel día
hubo en Madrid un eclipse de sol. No es metáfora”[15].
Expiró a las 10 de la
mañana del 22 de diciembre de 1870, en la casa número 7 (hoy 25) de la calle de
Claudio Coello. Tenía, a la sazón, 34 años, 10 meses y 6 días.
Algunos devotos suyos
colocaron en su fachada, hacia 1937, una sencilla lápida, con esta inscripción:
EN ESTA CASA
MURIÓ,
EL DÍA 22 DE
DICIEMBRE DE 1870,
GUSTAVO ADOLFO
BÉCQUER,
EL POETA DEL
AMOR Y DEL DOLOR
CAPÍTULO
II
INTRODUCCIÓN
A LAS LEYENDAS BECQUERIANAS
La leyenda, como relato
en prosa o en verso, de sucesos tradicionales o maravillosos, se encuentra en
casi todas las literaturas, desde sus mismos orígenes. Baste recordar en
castellano, los Milagros de Nuestra
Señora; y en gallego, las Cantigas de
Nuestra Señora, escritas respectivamente por Gonzalo de Berceo y Alfonso X
el Sabio, cuyo contenido es una colección de leyendas marianas.
Los escritores románticos
del siglo pasado, al dar rienda suelta a su imaginación y a su sensibilidad, no
podían menos de cultivar este género literario que los enlazaba con la
literatura medieval, sobresaliendo en la leyenda en verso el Duque de Rivas y,
sobre todo, don José Zorrilla. Se trata de leyendas basadas ordinariamente en
un hecho objetivo, sea un suceso
histórico, sea una simple tradición popular.
Ahora bien, las
leyendas en prosa de Gustavo Adolfo Bécquer son algo diferente, pues parten de
un estado subjetivo, constituyendo
una proyección desdoblada de los sentimientos y de los sueños del autor, a
través de situaciones creadas íntegramente por su fantasía desbordada y
protagonizada por personajes de su invención, dentro de marcos geográficos
reales.
“La originalidad de
Bécquer –escribe a este propósito Justo García Morales- reside en la misma
subjetividad de sus leyendas, en el estilo íntimamente poético, en significar
algo así como una transmutación, un desdoblamiento impersonal y misterioso de
sus propias ensoñaciones, apoyadas en un escenario más o menos real: Toledo,
Soria, Fitero, Madrid, Aragón y el Pirineo Oriental, la India lejana y apenas
presentida…[16]”.
En cuanto a la forma en prosa de las leyendas becquerianas, no supuso
ciertamente ninguna innovación narrativa esencial, pero sí accidental, al
introducir con ellas la prosa poética, en un lenguaje pulcro y elegante, al par
que sencillo y sugerente.
G. A. Bécquer compuso
una veintena de leyendas, entre 1856 y 1863; es decir, entre sus 22 y 27 años
y, por tanto, en plena juventud, ocupando en el conjunto las tres fiteranas un
lugar muy distinguido. Son EL MISERERE, LA CUEVA DE LA MORA y LA FE SALVA.
CAPÍTULO
III
EL
“MISERERE”
(Leyenda
religiosa)
Hace algunos meses que
visitando la célebre abadía de Fitero y ocupándome en revolver algunos
volúmenes en su abandonada biblioteca, descubrí en uno de sus rincones dos o
tres cuadernos de música bastante antiguos, cubiertos de polvo y hasta
comenzados a roer por los ratones.
Era un Miserere.
Yo no sé la música; pero
la tengo tanta afición, que, aun sin entenderla, suelo coger a veces la
partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas,
mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, las rayas, los semicírculos,
los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman llaves, y todo esto sin
comprender una jota ni sacar maldito el provecho.
Consecuente con mi manía,
repasé los cuadernos, y lo primero que me llamó la atención fue qué, aunque en
la última página había esta palabra latina, tan vulgar en todas las obras,
finis, la verdad era que el Miserere no estaba terminado, porque la música no
alcanzaba sino hasta el décimo versículo.
Esto fue sin duda lo que
me llamó la atención primeramente; pero luego que me fijé un poco en las hojas
de música, me chocó más aún el observar que en vez de esas palabras italianas
que ponen en todas, como maestoso, allegro, ritardando, piú vivo, a piacere,
había unos renglones escritos con letra muy menuda y en alemán, de los cuales
algunos servían para advertir cosas tan difíciles de hacer como esto; Crujen...
crujen los huesos, y de sus médulas han de parecer que salen los alaridos; o
esta otra: La cuerda aúlla sin discordar, el metal atruena sin ensordecer; por
eso suena todo, y no se confunde nada, y todo es la Humanidad que solloza y
gime, o la más original de todas, sin duda, recomendaba al pie del último
versículo: Las notas son huesos cubiertos de carne; lumbre inextinguible, los
cielos y su armonía... ¡fuerza!... fuerza y dulzura.
-¿Sabéis qué es esto?
-pregunté a un viejecito que me acompañaba, al acabar de medio traducir estos
renglones, que parecían frases escritas por un loco.
El anciano me contó
entonces la leyenda que voy a referiros.
I
Hace ya muchos años, en
una noche lluviosa y oscura, llegó a la puerta claustral de esta abadía un
romero, y pidió un poco de lumbre para secar sus ropas, un pedazo de pan con
que satisfacer su hambre, y un albergue cualquiera donde esperar la mañana y
proseguir con la luz del sol su camino.
Su modesta colación, su
pobre lecho y su encendido hogar, puso el hermano a quien se hizo esta demanda
a disposición del caminante, al cual, después que se hubo repuesto de su
cansancio, interrogó acerca del objeto de su romería y del punto a que se
encaminaba.
-Yo soy músico -respondió
el interpelado-, he nacido muy lejos de aquí, y en mi patria gocé un día de
gran renombre. En mi juventud hice de mi arte un arma poderosa de seducción, y
encendí con él pasiones que me arrastraron a un crimen. En mi vejez quiero
convertir al bien las facultades que he empleado para el mal, redimiéndome por
donde mismo pude condenarme.
Como las enigmáticas
palabras del desconocido no pareciesen del todo claras al hermano lego, en
quien ya comenzaba la curiosidad a despertarse, e instigado por ésta continuara
en sus preguntas, su interlocutor prosiguió de este modo:
-Lloraba yo en el fondo
de mi alma la culpa que había cometido; mas al intentar pedirle a Dios
misericordia, no encontraba palabras para expresar dignamente mi
arrepentimiento, cuando un día se fijaron mis ojos por casualidad sobre un
libro santo. Abrí aquel libro y en una de sus páginas encontré un gigante grito
de contrición verdadera, un salmo de David, el que comienza ¡Miserere mei,
Deus! Desde el instante en que hube leído sus estrofas, mi único pensamiento
fue hallar una forma musical tan magnífica, tan sublime, que bastase a contener
el grandioso himno de dolor del Rey Profeta. Aún no la he encontrado; pero si
logro expresar lo que siento en mi corazón, lo que oigo confusamente en mi
cabeza, estoy seguro de hacer un Miserere tal y tan maravilloso, que no hayan
oído otro semejante los nacidos: tal y tan desgarrador, que al escuchar el
primer acorde los arcángeles, dirán conmigo cubiertos los ojos de lágrimas y
dirigiéndose al Señor: ¡misericordia!, y el Señor la tendrá de su pobre
criatura.
El romero, al llegar a
este punto de su narración, calló por un instante; y después, exhalando un
suspiro, tornó a coger el hilo de su discurso. El hermano lego, algunos
dependientes de la abadía y dos o tres pastores de la granja de los frailes,
que formaban círculo alrededor del hogar, le escuchaban en un profundo
silencio.
-Después -continuó- de
recorrer toda Alemania, toda Italia y la mayor parte de este país clásico para
la música religiosa, aún no he oído un Miserere en que pueda inspirarme, ni
uno, ni uno, y he oído tantos, que puedo decir que los he oído todos.
-¿Todos? -dijo entonces
interrumpiéndole uno de los rabadanes-. ¿A qué no habéis oído aún el Miserere
de la Montaña?
-¡El Miserere de la
Montaña! -exclamó el músico con aire de extrañeza-. ¿Qué Miserere es ése?
-¿No dije? -murmuró el
campesino; y luego prosiguió con una entonación misteriosa-. Ese Miserere, que
sólo oyen por casualidad los que como yo andan día y noche tras el ganado por
entre breñas y peñascales, es toda una historia; una historia muy antigua, pero
tan verdadera como al parecer increíble.
Es el caso, que en lo más
fragoso de esas cordilleras, de montañas que limitan el horizonte del valle, en
el fondo del cual se halla la abadía, hubo hace ya muchos años, ¡que digo
muchos años!, muchos siglos, un monasterio famoso; monasterio que, a lo que
parece, edificó a sus expensas un señor con los bienes que había de legar a su
hijo, al cual desheredó al morir, en pena de sus maldades.
Hasta aquí todo fue
bueno; pero es el caso que este hijo, que, por lo que se verá más adelante,
debió de ser de la piel del diablo, si no era el mismo diablo en persona,
sabedor de que sus bienes estaban en poder de los religiosos, y de que su
castillo se había transformado en iglesia, reunió a unos cuantos bandoleros,
camaradas suyos en la vida de perdición que emprendiera al abandonar la casa de
sus padres, y una noche de Jueves Santo, en que los monjes se hallaban en el
coro, y en el punto y hora en que iban a comenzar o habían comenzado el
Miserere, pusieron fuego al monasterio, saquearon la iglesia, y a éste quiero,
a aquél no, se dice que no dejaron fraile con vida.
Después de esta
atrocidad, se marcharon los bandidos y su instigador con ellos, adonde no se
sabe, a los profundos tal vez.
Las llamas redujeron el
monasterio a escombros; de la iglesia aún quedan en pie las ruinas sobre el
cóncavo peñón, de donde nace la cascada, que, después de estrellarse de peña en
peña, forma el riachuelo que viene a bañar los muros de esta abadía.
-Pero -interrumpió
impaciente el músico- ¿y el Miserere?
-Aguardaos -continuó con
gran sorna el rabadán-, que todo irá por partes. Dicho lo cual, siguió así su
historia:
-Las gentes de los
contornos se escandalizaron del crimen: de padres a hijos y de hijos a nietos
se refirió con horror en las largas noches de velada; pero lo que mantiene más
viva su memoria, es que todos los años, tal noche como la en que se consumó, se
ven brillar luces a través de las rotas ventanas de la iglesia; se oye como una
especie de música extraña y unos cantos lúgubres y aterradores que se perciben
a intervalos en las ráfagas del aire.
Son los monjes, los
cuales, muertos tal vez sin hallarse preparados para presentarse en el tribunal
de Dios limpios de toda culpa, vienen aún del purgatorio a impetrar su
misericordia cantando el Miserere.
Los circunstantes se
miraron unos a otros con muestras de incredulidad; sólo el romero, que parecía
vivamente preocupado con la narración de la historia, preguntó con ansiedad al
que la había referido:
-¿Y decís que ese
portento se repite aún?
-Dentro de tres horas
comenzará sin falta alguna, porque precisamente esta noche es la de jueves
Santo, y acaban de dar las ocho en el reloj de la abadía.
-¿A qué distancia se
encuentra el monasterio?
-A una legua y media
escasa...; pero ¿qué hacéis? ¿Adónde vais con una noche como ésta? ¡Estáis
dejado de la mano de Dios! -exclamaron todos al ver que el romero, levantándose
de su escaño y tomando el bordón, abandonaba el hogar para dirigirse a la
puerta.
-¿A dónde voy? A oír esa
maravillosa música, a oír el grande, el verdadero Miserere, el Miserere de los
que vuelven al mundo después de muertos, y saben lo que es morir en el pecado.
Y esto, diciendo,
desapareció de la vista del espantado lego y de los no menos atónitos pastores.
El viento zumbaba y hacía
crujir las puertas, como si una mano poderosa pugnase por arrancarlas de sus
quicios; la lluvia caía en turbiones, azotando los vidrios de las ventanas, y
de cuando en cuando la luz de un relámpago iluminaba por un instante todo el
horizonte que desde ellas se descubría.
Pasado el primer momento
de estupor, exclamó el lego:
-¡Está loco!
-¡Está loco! -repitieron
los pastores; y atizaron de nuevo la lumbre y se agruparon alrededor del hogar.
II
Después de una o dos
horas de camino, el misterioso personaje que calificaron de loco en la abadía
remontando la corriente del riachuelo que le indicó el rabadán de la historia,
llegó al punto en que se levantaban negras e imponentes las ruinas del
monasterio.
La lluvia había cesado;
las nubes flotaban en oscuras bandas, por entre cuyos jirones se deslizaba a
veces un furtivo rayo de luz pálida y dudosa; y el aire, al azotar los fuertes
machones y extenderse por los desiertos claustros, diríase que exhalaba
gemidos. Sin embargo, nada sobrenatural, nada extraño venía a herir la
imaginación. Al que había dormido más de una noche sin otro amparo que las
ruinas de una torre abandonada o un castillo solitario; al que había arrostrado
en su larga peregrinación cien y cien tormentas, todos aquellos ruidos le eran
familiares.
Las gotas de agua que se
filtraban por entre las grietas de los rotos arcos y caían sobre las losas con
un rumor acompasado, como el de la péndola de un reloj; los gritos del búho,
que graznaba refugiado bajo el nimbo de piedra de una imagen, de pie aún en el
hueco de un muro; el ruido de los reptiles, que despiertos de su letargo por la
tempestad sacaban sus disformes cabezas de los agujeros donde duermen, o se arrastraban
por entre los jaramagos y los zarzales que crecían al pie del altar, entre las
junturas de las lápidas sepulcrales que formaban el pavimento de la iglesia,
todos esos extraños y misteriosos murmullos del campo, de la soledad y de la
noche, llegaban perceptibles al oído del romero que, sentado sobre la mutilada
estatua de una tumba, aguardaba ansioso la hora en que debiera realizarse el
prodigio.
Transcurrió tiempo y
tiempo, y nada se percibió; aquellos mil confusos rumores seguían sonando y
combinándose de mil maneras distintas, pero siempre los mismos.
-¡Si me habrá engañado!
-pensó el músico; pero en aquel instante se oyó un ruido nuevo, un ruido
inexplicable en aquel lugar, como el que produce un reloj algunos segundos
antes de sonar la hora: ruido de ruedas que giran, de cuerdas que se dilatan,
de maquinaria que se agita sordamente y se dispone a usar de su misteriosa
vitalidad mecánica, y sonó una campanada..., dos..., tres..., hasta once.
En el derruido templo no
había campana, ni reloj, ni torre ya siquiera.
Aún no había expirado,
debilitándose de eco en eco, la última campanada; todavía se escuchaba su
vibración temblando en el aire, cuando los doseles de granito que cobijaban las
esculturas, las gradas de mármol de los altares, los sillares de las ojivas,
los calados antepechos del coro, los festones de tréboles de las cornisas, los
negros machones de los muros, el pavimento, las bóvedas, la iglesia entera,
comenzó a iluminarse espontáneamente, sin que se viese una antorcha, un cirio o
una lámpara que derramase aquella insólita claridad.
Parecía como un
esqueleto, de cuyos huesos amarillos se desprende ese gas fosfórico que brilla
y humea en la oscuridad como una luz azulada, inquieta y medrosa.
Todo pareció animarse,
pero con ese movimiento galvánico que imprime a la muerte contracciones que
parodian la vida, movimiento instantáneo, más horrible aún que la inercia del
cadáver que agita con su desconocida fuerza. Las piedras se reunieron a
piedras; el ara, cuyos rotos fragmentos se veían antes esparcidos sin orden, se
levantó intacta como si acabase de dar en ella su último golpe de cincel el
artífice, y al par del ara se levantaron las derribadas capillas, los rotos
capiteles y las destrozadas e inmensas series de arcos que, cruzándose y enlazándose
caprichosamente entre sí, formaron con sus columnas un laberinto de pórfido.
Un vez reedificado el
templo, comenzó a oírse un acorde lejano que pudiera confundirse con el zumbido
del aire, pero que era un conjunto de voces lejanas y graves, que parecía salir
del seno de la tierra e irse elevando poco a poco, haciéndose cada vez más
perceptible.
El osado peregrino
comenzaba a tener miedo; pero con su miedo luchaba aún su fanatismo por todo lo
desusado y maravilloso, y alentado por él dejó la tumba sobre que reposaba, se
inclinó al borde del abismo por entre cuyas rocas saltaba el torrente,
despeñándose con un trueno incesante y espantoso, y sus cabellos se erizaron de
horror.
Mal envueltos en los
jirones de sus hábitos, caladas las capuchas, bajo los pliegues de las cuales
contrastaban con sus descarnadas mandíbulas y los blancos dientes las oscuras
cavidades de los ojos de sus calaveras, vio los esqueletos de los monjes, que
fueron arrojados desde el pretil de la iglesia a aquel precipicio, salir del fondo
de las aguas, y agarrándose con los largos dedos de sus manos de hueso a las
grietas de las peñas, trepar por ellas hasta tocar el borde, diciendo con voz
baja y sepulcral, pero con una desgarradora expresión de dolor, el primer
versículo del salmo de David:
¡Miserere mei, Deus,
secundum magnam misericordiam tuam!
Cuando los monjes
llegaron al peristilo del templo, se ordenaron en dos hileras, y penetrando en
él, fueron a arrodillarse en el coro, donde con voz más levantada y solemne
prosiguieron entonando los versículos del salmo. La música sonaba al compás de
sus voces: aquella música era el rumor distante del trueno, que desvanecida la
tempestad, se alejaba murmurando; era el zumbido del aire que gemía en la
concavidad del monte; era el monótono ruido de la cascada que caía sobre las
rocas, y la gota de agua que se filtraba, y el grito del búho escondido, y el
roce de los reptiles inquietos. Todo esto era la música, y algo más que no
puede explicarse ni apenas concebirse, algo más que parecía como el eco de un
órgano que acompañaba los versículos del gigante himno de contrición del Rey
Salmista, con notas y acordes tan gigantes como sus palabras terribles.
Siguió la ceremonia; el
músico que la presenciaba, absorto y aterrado, creía estar fuera del mundo
real, vivir en esa región fantástica del sueño en que todas las cosas se
revisten de formas extrañas y fenomenales.
Un sacudimiento terrible
vino a sacarle de aquel estupor que embargaba todas las facultades de su
espíritu. Sus nervios saltaron al impulso de una emoción fortísima, sus dientes
chocaron, agitándose con un temblor imposible de reprimir, y el frío penetrar
hasta la médula de los huesos.
Los monjes pronunciaban
en aquel instante estas espantosas palabras del Miserere:
In iniquitatibus conceptus
sum: et in peccatis concepit me mater mea.
Al resonar este versículo
y dilatarse sus ecos retumbando de bóveda en bóveda, se levantó un alarido
tremendo, que parecía un grito de dolor arrancado a la Humanidad entera por la
conciencia de sus maldades, un grito horroroso, formado de todos los lamentos
del infortunio, de todos los aullidos de la desesperación, de todas las
blasfemias de la impiedad; concierto monstruoso, digno intérprete de los que
viven en el pecado y fueron concebidos en la iniquidad.
Prosiguió el canto, ora
tristísimo y profundo, ora semejante a un rayo de sol que rompe la nube oscura
de una tempestad, haciendo suceder a un relámpago de terror otro relámpago de
júbilo, hasta que merced a una transformación súbita, la iglesia resplandeció bañada
en luz celeste; las osamentas de los monjes se vistieron de sus carnes; una
aureola luminosa brilló en derredor de sus frentes; se rompió la cúpula, y a
través de ella se vio el cielo como un océano de lumbre abierto a la mirada de
los justos.
Los serafines, los
arcángeles, los ángeles y las jerarquías acompañaban con un himno de gloria
este versículo, que subía entonces al trono del Señor como una tromba armónica,
como una gigantesca espiral de sonoro incienso:
Auditui
meo dabis gaudium et lœtitiam: et exultabunt ossa humiliata.
En este punto la claridad
deslumbradora cegó los ojos del romero, sus sienes latieron con violencia,
zumbaron sus oídos y cayó sin conocimiento por tierra, y nada más oyó.
III
Al día siguiente, los
pacíficos monjes de la abadía de Fitero, a quienes el hermano lego había dado
cuenta de la extraña visita de la noche anterior, vieron entrar por sus
puertas, pálido y como fuera de sí, al desconocido romero.
-¿Oísteis al cabo el
Miserere? -le preguntó con cierta mezcla de ironía el lego, lanzando a
hurtadillas una mirada de inteligencia a sus superiores.
-Sí -respondió el músico.
-¿Y qué tal os ha
parecido?
-Lo voy a escribir. Dadme
un asilo en vuestra casa -prosiguió dirigiéndose al abad-; un asilo y pan por
algunos meses, y voy a dejaros una obra inmortal del arte, un Miserere que
borre mis culpas a los ojos de Dios, eternice mi memoria y eternice con ella la
de esta abadía.
Los monjes, por
curiosidad, aconsejaron al abad que accediese a su demanda; el abad, por
compasión, aun creyéndole un loco, accedió al fin a ella, y el músico,
instalado ya en el monasterio, comenzó su obra.
Noche y día trabajaba con
un afán incesante. En mitad de su tarea se paraba, y parecía como escuchar algo
que sonaba en su imaginación, y se dilataban sus pupilas, saltaba en el
asiento, y exclamaba: -¡Eso es; así, así, no hay duda..., así! Y proseguía
escribiendo notas con una rapidez febril, que dio en más de una ocasión que
admirar a los que le observaban sin ser vistos.
Escribió los primeros
versículos y los siguientes, y hasta la mitad del Salmo, pero al llegar al
último que había oído en la montaña, le fue imposible proseguir.
Escribió uno, dos, cien,
doscientos borradores; todo inútil. Su música no se parecía a aquella música ya
anotada, y el sueño huyó de sus párpados, y perdió el apetito, y la fiebre se
apoderó de su cabeza, y se volvió loco, y se murió, en fin, sin poder terminar
el Miserere, que, como una cosa extraña, guardaron los frailes a su muerte y
aún se conserva hoy en el archivo de la abadía.
Cuando el viejecito
concluyó de contarme esta historia, no pude menos de volver otra vez los ojos
al empolvado y antiguo manuscrito del Miserere, que aún estaba abierto sobre
una de las mesas.
In peccatis concepit me mater mea éstas eran las
palabras de la página que tenía ante mi vista, y que parecía mofarse de mí con
sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en la
música.
Por haberlas podido leer
hubiera dado un mundo.
¿Quién sabe sí no serán
una locura?
Fin
COMENTARIOS
I.-
El “Miserere” es, sin duda alguna, la leyenda fiterana más importante de G. A.
Bécquer, al mismo tiempo que una de las más notables de todas las que salieron
de su pluma. Como se comprueba, al leerla, tiene una fuerza dramática
impresionante. Lo más curioso del caso es que, a pesar de discurrir, desde el
principio hasta el final, en un terreno evidentemente fantástico, sus
personajes y sus escenas están descritos con tal viveza que producen la
sensación de que son reales, desencadenando en el lector una atención y una
emoción ascendentes hasta la muerte del romero músico, sumido en la locura.
El publicista alemán Rodolfo Rocher
escribió ya, a este propósito, que “habrá muy pocas personas que no se sientan
profundamente impresionadas por el “Miserere”. Todos los personajes aparecen
patentemente ante nuestros ojos… Cada detalle está escrito con plástica
precisión e influye con fuerza sorprendente sobre nuestros sentimientos más
íntimos”[17].
Juan
Luis Alborg, comentando esta misma leyenda, afirma que “es magistral el arte de
Bécquer para hacer palpable lo imposible y dar cuerpo a una atmósfera de
misterio e irrealidad”[18].
Ramón Rodríguez Correa, en su prólogo a
la primera edición de las obras de G. A. Bécquer, publicadas en 1871, dio a
esta leyenda una interpretación simbólica: la de la impotencia del artista para
materializar como él quisiera las creaciones de su imaginación.
“¿Qué
significa –escribe- aquel “Miserere” magnífico de las montañas, que va a
escuchar un músico extraño y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese
anhelar del artista, ese luchar sin reposo con la forma, esa desesperación
eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra
oportuna y nota adecuada al mundo increado de su alma, a los hijos brillantes
de su fantasía?”
Igual significado le dio, casi un siglo
después, Adolfo de Sandoval.
“¿No
es –se pregunta- el pensamiento primordial que informa la leyenda de “El
Miserere2, de que nunca a los mejores sentimientos del alma puede dárseles
forma? Y acaso éste también: que no quiera imitarse nunca a nadie; que no se
intente hacer nunca nada, buscando para hacerlo, la inspiración, el modo, el
espíritu de nadie”[19].
¿Tuvo Bécquer realmente esas
intenciones, al escribir su leyenda? No constan expresamente en ninguna parte
y, por lo tanto, no pasan de ser simples conjeturas. De todos modos, en la
Introducción a sus Obras, que escribió en junio de 1868, apunta ya esa lucha
del artista por materializar sus concepciones.
“Por los tenebrosos rincones de mi
cerebro –empezaba-, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de
mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra, para
poderse presentar después en la escena del mundo…” Y añadía más adelante: “pero
¡ay! que entre el mundo de la idea y el de la forma existe un abismo que solo
puede salvar la palabra; y la palabra, tímida y perezosa, se niega a secundar
sus esfuerzos”.
II.- La Biblioteca del Monasterio de
Fitero de la que habla Bécquer, se conserva todavía; pero sin libros. Se trata
de un enorme recinto de planta rectangular, de 21,10 metros de largo, 8,20
metros de ancho y 11,40 metros de alto. Su bóveda es de medio cañón con lunetos
y está surcada, de E. a O. por cinco arcos perpiaños de platabanda. La
ornamentación de la sala es barroca. De la gran imposta en tonos violeta y
amarillo que separa las zonas alta y baja, penden, en las paredes laterales,
cinco grandes colgantes de escayola, a cada lado, con ángeles de cuerpo entero,
de medio cuerpo, de busto y de cabeza sola, y debajo de ellos, antemas, palmas,
rosas, follaje, palmetas, etc. Actualmente solo tiene una gran puerta de
entrada al Sur; pero, en los siglos pasados, tuvo otra igual al Norte, que daba
al sobreclaustro y está ahora cegada. Por encima de la imposta destacan
Los huecos de ocho ventanas laterales (cuatro
en cada muro), de las que solo están abiertas dos al Este y una al Oeste
Finalmente los muros del N. y S., exhiben, en sus partes altas, por encima de
las puertas, sendos escudos redondeados, atravesados por una gran cruz ancorada
y floronada cuyos extremos ostentan las de Calatrava, Alcántara, Montesa y
Cristo; y en sendas cintas rojas, se lee esta leyenda bipartita:
CALATRAVAE MILITAE
MATER (S) – HUIUS FUNDATOR S. RAYMUNDUS. Ambos escudos muestran
la fecha: AÑO 1614.
Según
el Inventario de los Bienes del Monasterio, realizado a fines de 1835 por el
escribano de Fitero, Celestino Huarte, con motivo de la exclaustración
definitiva de los monjes, la Biblioteca comprendía 43 estantes, con 2.100 obras
en 2,838 volúmenes; y entre ellas, no faltaban los cuadernos y papeles de
música. No es, pues, improbable que figurase entre ellos algún Miserere de los
que cantaban los frailes, en los Oficios de Tinieblas de la Semana Santa.
III.-
¿Se tropezó Bécquer efectivamente con alguno? Desde luego, es muy posible,
aunque es también seguro que no contendría las frases tremebundas y
entrecortadas que le atribuye Bécquer. Estas frases son indudablemente una
invención suya. Recordamos que, en nuestra adolescencia, en la segunda década
de este siglo, todavía quedaban arrinconadas, a la derecha de la puerta de
entrada de la Biblioteca, algunos viejos libros, encuadernados en pergamino, y
papeles de música sacra.
Adolfo
de Sandoval consigna, en su ya citado libro, que él estuvo en la Abadía de
Fitero y que no vio tal “Miserere” ni nadie acertó en el pueblo a darle razón
del mismo, conjeturando que tampoco lo vio Bécquer y que todo es una pura
fantasía del poeta. A juzgar por el año en que Sandoval publicó su libro sobre
Bécquer (1941), él debió venir a Fitero en la década de 1930-1940. Y bien ¿no es un poco ingenuo pretender
encontrar en la biblioteca de un convento, suprimido desde hacía más de un
siglo, unos papeles de música, hallados por Bécquer 25 años después de ls
supresión y, por lo tanto, 70 años después del pretendido hallazgo del poeta?
Por
lo demás, nos explicamos que en Fitero no acertara nadie a darle razón de tal
“Miserere”, pues entonces el 99% de los vecinos no habían leído las Leyendas de Bécquer ni sabían quién fue
este señor. Ahora bien, concluir de esto que el famoso escritor romántico no
vio ningún “Miserere” y que todo fue una invención suya, nos parece un poco
arbitrario. Desde luego que así pudo ser, pues a los genios como Bécquer les
basta su fértil imaginación, para crear estupendas obras de arte. En todo caso,
nos da igual que Bécquer viese o no viese, encontrase o no encontrase unos
viejos papeles pautados, con algunos versículos musicados del salmo 50 de
David. Lo que importa es su magnífica leyenda y la impresión profunda que
produce su lectura, hasta en escritores de ideas anarquistas como Rocker[20].
IV.-
No deja de ser un poco extraño que, en la leyenda La Fe salva, Bécquer aluda cuatro veces al “extraño y misterioso
Miserere” y hasta afirme en ella que sintió “los misterios acordes, las
extrañas notas, el inmenso gemido del “Miserere” que una noche recogió en su
cuaderno un genial peregrino”. Y decimos que es un poco extraño, porque resulta
que, según da a entender en la misma leyenda La Fe salva, todavía no había escrito el “Miserere”, prometiendo
hacerlo a su bella acompañante. Es un indicio de que, cuando menos, tenía ya su
argumento bien perfilado. Otro detalle curioso es que en el “Miserere”, Bécquer
no menciona su estancia en los Baños de fitero, como hace en las otras dos
leyendas fiteranas. ¿Es que hizo desde Veruela alguna visita esporádica a la
Abadía de Fitero, sin pasar por los Baños…? Podría ser, pero nos parece más
probable que concibiese su famosa leyenda religiosa, en una de sus novenas en
el establecimiento termal nuevo.
V.-
Según las Tablas cronológicas de las
obras de Gustavo Adolfo Bécquer, escritas por el profesor Franz Scheneider,
de la Universidad de California (U.S.A.), el “Miserere” fue publicado en el
número 402 de El Contemporáneo de Madrid,
correspondiente al 17 de abril de 1862[21].
Así, pues, Bécquer debió estar en Fitero, en el verano de 1861.
CAPÍTULO IV
LA CUEVA DE LA MORA
I
Frente al establecimiento
de baños de Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a cuyos pies corre el
río Alhama, se ven todavía los restos abandonados de un castillo árabe, célebre
en los fastos gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y
memorables hazañas, así por parte de los que le defendieron, como los que
valerosamente clavaron sobre sus almenas el estandarte de la cruz.
De los muros no quedan
más que algunos ruinosos vestigios; las piedras de la atalaya han caído unas
sobre otras al foso y lo han cegado por completo; en el patio de armas crecen
zarzales y matas de jaramago; por todas partes adonde se vuelven los ojos no se
ven más que arcos rotos, sillares oscuros y carcomidos: aquí un lienzo de
barbacana, entre cuyas hendiduras nace la hiedra; allí un torreón, que aún se
tiene en pie como por milagro; más allá los postes de argamasa, con las anillas
de hierro que sostenían el puente colgante.
Durante mi estancia en
los baños, ya por hacer ejercicio que, según me decían, era conveniente al
estado de mi salud, ya arrastrado por la curiosidad, todas las tardes tomaba
entre aquellos vericuetos el camino que conduce a las ruinas de la fortaleza
árabe, y allí me pasaba las horas y las horas escarbando el suelo por ver si
encontraba algunas armas, dando golpes en los muros para observar si estaban
huecos y sorprender el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por todos los
rincones con la idea de encontrar la entrada de algunos de esos subterráneos
que es fama existen en todos los castillos de los moros.
Mis diligentes pesquisas
fueron por demás infructuosas.
Sin embargo, una tarde en
que, ya desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso en lo alto de la roca
sobre que se asienta el castillo, renuncié a subir a ella y limité mi paseo a
las orillas del río que corre a sus pies, andando, andando a lo largo de la
ribera, vi una especie de boquerón abierto en la peña viva y medio oculto por
frondosos y espesísimos matorrales. No sin mi poquito de temor separé el ramaje
que cubría la entrada de aquello que me pareció cueva formada por la Naturaleza
y que después que anduve algunos pasos vi era un subterráneo abierto a pico. No
pudiendo penetrar hasta el fondo, que se perdía entre las sombras, me limité a
observar cuidadosamente las particularidades de la bóveda y del piso, que me
pareció que se elevaba formando como unos grandes peldaños en dirección a la
altura en que se halla el castillo de que ya he hecho mención, y en cuyas
ruinas recordé entonces haber visto una poterna cegada. Sin duda había
descubierto uno de esos caminos secretos tan comunes en las obras militares de
aquella época, el cual debió de servir para hacer salidas falsas o coger
durante el sitio, el agua del río que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la
verdad que pudiera haber en mis inducciones, después que salí de la cueva por
donde mismo había entrado, trabé conversación con un trabajador que andaba
podando unas viñas en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so pretexto de
pedirle lumbre para encender un cigarrillo.
Hablamos de varias cosas
indiferentes; de las propiedades medicinales de las aguas de Fitero, de la
cosecha pasada y la por venir, de las mujeres de Navarra y el cultivo de las
viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen hombre se le ocurrió, primero
que de la cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la
conversación recayó sobre este punto, le pregunté si sabía de alguien que
hubiese penetrado en ella y visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de
la mora! -me dijo como asombrado al oír mi pregunta-. ¿Quién había de
atreverse? ¿No sabe usted que de esa sima sale todas las noches un ánima?
-¡Un ánima! -exclamé yo
sonriéndome-. ¿El ánima de quién?
-El ánima de la hija de
un alcaide moro que anda todavía penando por estos lugares, y se la ve todas
las noches salir vestida de blanco de esa cueva, y llena en el río una jarrica
de agua.
Por la explicación de aquel
buen hombre vine en conocimiento de que acerca del castillo árabe y del
subterráneo que yo suponía en comunicación con él, había alguna historieta; y
como yo soy muy amigo de oír todas estas tradiciones, especialmente de labios
de la gente del pueblo; le supliqué me la refiriese, lo cual hizo, poco más o
menos, en los mismos términos que yo a mi vez se la voy a referir a mis
lectores.
II
Cuando el castillo del
que ahora sólo restan algunas informes ruinas, se tenía aún por los reyes
moros, y sus torres, de las que no ha quedado piedra sobre piedra, dominaban
desde lo alto de la roca en que tienen asiento todo aquel fertilísimo valle que
fecunda el río Alhama, ocurrió junto a la villa de Fitero una reñida batalla,
en la cual cayó herido y prisionero de los árabes un famoso caballero
cristiano, tan digno de renombre por su piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza
y cargado de hierros por sus enemigos, estuvo algunos días en el fondo de un
calabozo luchando entre la vida y la muerte hasta que, curado casi
milagrosamente de sus heridas, sus deudos le rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su
hogar; volvió a estrechar entre sus brazos a los que le dieron el ser. Sus
hermanos de armas y sus hombres de guerra se alborozaron al verle, creyendo la
llegada de emprender nuevos combates; pero el alma del caballero se había
llenado de una profunda melancolía, y ni el cariño paterno ni los esfuerzos de
la amistad eran parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio
logró ver a la hija del alcaide moro, de cuya hermosura tenía noticias por la
fama antes de conocerla; pero cuando la hubo conocido la encontró tan superior
a la idea que de ella se había formado, que no pudo resistir a la seducción de
sus encantos, y se enamoró perdidamente de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el
caballero forjando los proyectos más atrevidos y absurdos: ora imaginaba un
medio de romper las barreras que lo separaban de aquella mujer; ora hacía los
mayores esfuerzos para olvidarla; ya se decidía por una cosa, ya se mostraba
partidario de otra absolutamente opuesta, hasta que al fin un día reunió a sus
hermanos y compañeros de armas, mandó llamar a sus hombres de guerra, y después
de hacer con el mayor sigilo todos los aprestos necesarios, cayó de improviso
sobre la fortaleza que guardaba a la hermosura, objeto de su insensato amor.
Al partir a esta
expedición, todos creyeron que sólo movía a su caudillo el afán de vengarse de
cuanto le habían hecho sufrir aherrojándole en el fondo de sus calabozos; pero
después de tomada la fortaleza, no se ocultó a ninguno la verdadera causa de
aquella arrojada empresa, en que tantos buenos cristianos habían perecido para
contribuir al logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado
en el amor que al fin logró encender en el pecho de la hermosísima mora, ni
hacía caso de los consejos de sus amigos, ni paraba mientes en las
murmuraciones y las quejas de sus soldados. Unos y otros clamaban por salir
cuanto antes de aquellos muros, sobre los cuales era natural que habían de caer
nuevamente los árabes, repuestos del pánico de la sorpresa.
Y en efecto, sucedió así:
el alcaide allegó gentes de los lugares comarcanos; y una mañana el vigía que
estaba puesto en la atalaya de la torre bajó a anunciar a los enamorados
amantes que por toda la sierra que desde aquellas rocas se descubre se veía
bajar tal nublado de guerreros, que bien podía asegurarse que iba a caer sobre
el castillo la morisma entera.
La hija del alcaide se
quedó al oírlo pálida como la muerte; el caballero pidió sus armas a grandes
voces, y todo se puso en movimiento en la fortaleza. Los soldados salieron en
tumulto de sus cuadras; los jefes comenzaron a dar órdenes; se bajaron los
rastrillos; se levantó el puente colgante, y se coronaron de ballesteros las
almenas.
Algunas horas después
comenzó el asalto.
Al castillo con razón
podía llamarse inexpugnable. Sólo por sorpresa, como se apoderaron de él los
cristianos, era posible rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores, una, dos y
hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron,
viendo la inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo estrechamente para hacer
capitular a sus defensores por hambre.
El hambre comenzó, en
efecto, a hacer estragos horrorosos entre los cristianos; pero sabiendo que,
una vez rendido el castillo, el precio de la vida de sus defensores era la
cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle traición, y los mismos que habían
reprobado su conducta, juraron perecer en su defensa.
Los moros, impacientes:
resolvieron dar un nuevo asalto al mediar la noche. La embestida fue rabiosa,
la defensa desesperada y el choque horrible. Durante la pelea, el alcaide,
partida la frente de un hachazo, cayó al foso desde lo alto del muro, al que
había logrado subir con ayuda de una escala, al mismo tiempo que el caballero
recibía un golpe mortal en la brecha de la barbacana, en donde unos y otros
combatían cuerpo a cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron
a cejar y a replegarse. En este punto la mora se inclinó sobre su amante que
yacía en el suelo moribundo, y tomándole en sus brazos con unas fuerzas que
hacían mayores la desesperación y la idea del peligro, lo arrastró hasta el
patio de armas. Allí tocó a un resorte, y, por la boca qué dejó ver una piedra
al levantarse como movida de un impulso sobrenatural, desapareció con su
preciosa carga y comenzó a descender hasta llegar al fondo del subterráneo.
III
Cuando el caballero
volvió en sí, tendió a su alrededor una mirada llena de extravío, y dijo:
-¡Tengo sed! ¡Me Muero! ¡Me abraso!- Y en su delirio, precursor de la muerte,
de sus labios secos, por los cuales silbaba la respiración al pasar, sólo se
oían salir estas palabras angustiosa: -¡Tengo sed! ¡Me abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel
subterráneo tenía una salida al valle por donde corre el río. El valle y todas
las alturas que lo coronan estaban llenos de soldados moros, que una vez
rendida la fortaleza buscaban en vano por todas partes al caballero y a su
amada para saciar en ellos su sed de exterminio: sin embargo, no vaciló un
instante, y tomando el casco del moribundo, se deslizó como una sombra por
entre los matorrales que cubrían la boca de la cueva y bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua,
ya iba a incorporarse para volver de nuevo al lado de su amante, cuando silbó
una saeta y resonó un grito.
Dos guerreros moros que
velaban alrededor de la fortaleza habían disparado sus arcos en la dirección en
que oyeron moverse las ramas.
La mora, herida de
muerte, logró, sin embargo, arrastrarse a la entrada del subterráneo y penetrar
hasta el fondo, donde se encontraba el caballero. éste, al verla cubierta de
sangre y próxima a morir, volvió en su corazón; y conociendo la enormidad del
pecado que tan duramente expiaban; volvió los ojos al cielo, tomó el agua que
su amante le ofrecía, y sin acercársela a los labios, preguntó a la mora:
-¿Quieres ser cristiana? ¿Quieres morir en mi religión, y si me salvo salvarte
conmigo? La mora, que había caído al suelo desvanecida con la falta de la
sangre, hizo un movimiento imperceptible con la cabeza, sobre la cual derramó
el caballero el agua bautismal, invocando el nombre del Todopoderoso.
Al otro día, el soldado
que disparó la saeta vio un rastro de sangre a la orilla del río, y
siguiéndolo, entró en la cueva, donde encontró los cadáveres del caballero y su
amada, que aún vienen por las noches a vagar por estos contornos.
FIN
COMENTARIOS
I.- La Cueva de la Mora
se encuentra a la izquierda del camino que va desde el Combrero hasta la Vega,
entre la Casa del Soto y la Nevera de los Frailes. Su boca está ahora
completamente despejada y se divisa desde lejos, no quedando rastro de los
“frondosos y espesísimos matorrales”, que, según Bécquer, la ocultaban en su
tiempo, ni del “ramaje que cubría la entrada”. Se abre a unos seis metros de
altura sobre el camino y se asciende a ella por una rampa pronunciada y
resbaladiza. Para escribir estos comentarios, la visitamos el 27 de septiembre
de 1981, en compañía del joven estudiante, Serafín Olcoz. Hubimos de renunciar
personalmente a subir hasta ella, pues no había ni un matojo al que agarrarse y
el suelo estaba rastreado por las ovejas que lo pasan y repasan diariamente, en
dirección a un corral próximo, más elevado y más hacia el Poniente. En cambio,
Serafín lo hizo sin dificultad por nosotros, dos veces
Seguidas, examinando su interior y trazándonos
un croquis, con la forma y las medidas aproximadas que tiene en la actualidad.
La
boca está abierta en la roca viva, pero dudamos que lo fuera a pico, como el
resto del subterráneo, según afirma Bécquer. Nos parece más probable que, en un
principio, fuera una cueva natural, excavada por un manto acuífero subterráneo,
aunque posteriormente fuese, tal vez, agrandada a pico; sobre todo, si, como se
imaginó Bécquer, fue una salida secreta del inmediato castillo de Tudején, la
cual se comunicaba con una poterna, hoy cegada, abierta en el foso.
Actualmente
la anchura máxima de su boca y de los primeros metros de su interior es de unos
cuatro metros; y su altura, de unos 3 metros. La longitud del subterráneo sólo
alcanza ahora unos 8 metros. Su bóveda se va encorvando ligeramente hasta los 6
metros, en que desciende bruscamente, dejando entre ella y el suelo una
estrecha oquedad de alrededor de un metro de altura; pero, a partir de este
punto, el nivel del suelo de la cueva desciende algo más de medio metro,
formando un socavón de tierra de unos 2 metros de largo, en cuyo extremo queda
cegado el subterráneo. ¿Por dónde y cómo continuaba? No lo sabemos.
En
un artículo sobre la cueva de la Mora, aparecido en el número 65, año XVIII, de
la revista gráfica trimestral de Pamplona, PREGÓN, en el otoño de 1960, su
autor cuenta que visitó este paraje, en compañía de los vecinos de Fitero,
Cirilo y Manuel Acarreta, José Bermejo y José María Pérez y que, según le
dijeron éstos, “no hace cuatro años, entró un rapazuelo de Fitero, de donde
sacó dos baldosines, pequeños de superficie, con dibujos, relieves y esmaltes
morunos, perfectamente conservados. Cirilo me informó que él, de pequeño,
también se aventuró en la cueva y que, en su interior, existen galerías, rampas
y escalones. Dijo que penetró en ella unos veinte o treinta metros, pero que la
oscuridad, la resonancia, el silencio y el miedo le obligaron a salir
rápidamente”. ¿qué hay de cierto en todo esto?, pues hay que subrayar que dicha
exploración fue corta y realizada por un muchachuelo medroso que se alumbraba
con solo un cabo de vela.
Gustavo
Adolfo Bécquer, que observó, medio siglo antes, “cuidadosamente las
particularidades de la bóveda y del piso”, según anota en la leyenda, se limita
a decir que le “pareció que se
elevaba, formando como unos grandes peldaños, en dirección a la altura en que
se halla el castillo.”
Bueno:
no cavilemos más sobre este ausnto, porque lo que nos interesa ahora no es
precísamente la cueva, sino la leyenda que forjó Bécquer sobre ella.
Por
lo que se refiere al castillo de Tudején, ya no quedan ni los “ruinosos
vestigios” que enumera el poeta: el patio de armas, algunos arcos rotos, un
lienzo de barbacana, un torreón, los postes de argamasa con las anillas de
hierro que sostenían el puente colgante… Nada, ya no queda absolutamente nada.
II.-
Resulta un poco extraña la afirmación de Bécquer de que el trabajador fiterano
que le contó la leyenda de la Cueva de la Mora, estuviese, a la sazón, podando una viña. ¿Por qué? Porque las
viñas se podan ordinariamente en Fitero en los meses de noviembre, diciembre,
enero y febrero; es decir, en los cuatro meses de los días más cortos y de las
temperaturas más bajas del año. Es cierto que los Baños Nuevos estaban también
abiertos en esos meses, aunque con un servicio muy reducido, por ser fuera de
la temporada oficial de verano. Pero dada la naturaleza endeble y la frágil salud
del poeta –un tuberculoso y… algo más grave- nos parece difícil de admitir que
los visitase en alguno de esos meses; y aún menos todavía, como él asegura, que
todas las tardes, tomara entre aquellos vericuetos el camino que conduce a la
fortaleza árabe y que se pasara allí las horas y las horas, escarbando el
suelo, dando golpes en los muros, etc. Sin duda, consignó el campesino estaba
podando una viña, como podía haber escrito que estaba pescando barbos en el
río; es decir, sin ninguna preocupación cronológica.
III.-
En “La Cueva de la Mora” y asimismo en “La Fe salva”, Bécquer se refiere
expresamente a los “Baños de Fitero2, pero sin especificar a cuál de los dos
establecimientos alude; de manera que hasta 1973 en que fueron bautizados el
viejo y el Nuevo, con los nombres respectivos de Balneario Virrey Palafox y Balneario
Gustavo Adolfo Bécquer, el lector que no conocía Fitero, no podía saber a qué
establecimiento se refería. En cambio, para el que los conocía, la cuestión no
ofrecía dudas. El poeta se refería a los Baños Nuevos, pues sólo, desde ellos y
frente a ellos, se ven, como consigna al principio de “La cueva de la Mora”,
los restos abandonados del castillo árabe.
IV.-
¿Es cierto, como asegura Bécquer que este castillo fue “célebre en los fastos
gloriosos de la Reconquista, por haber sido teatro de grandes y memorables
hazañas”? Nada de eso. El poeta exagera y se ve que no conocía los avatares de
este “castillo pequeño”, en frase del P. Moret[22],
pues todo lo que se sabe de él, relativo a la época de la Reconquista, es que
el Rey, Sancho III el Mayor de Navarra se lo arrebató a los morso,
probablemente al comienzo de la segunda década del siglo XI, puesto que consta
que estaba en su poder en 1016. Siguió pacíficamente en poder de Navarra, hasta
que Sancho IV el de Peñalén se lo cedió, el 25 de mayo de 1073, al Rey moro de
Zaragoza, Al-Moctadir, a cambio de la fortaleza de Caparroso. Y por fin, pasó
definitivamente a manos de los cristianos hacia 1119, después que Alfonso I el
Batallador liberó la Ribera de Navarra de la dominación musulmana.
Posteriormente, la posesión de este castillo fue objeto de muchas y reñidas
luchas –pero no de “grandes y memorables hazañas”- entre navarros y
castellanos, durante los siglos XIII y XIV;> y finalmente, entre
agramonteses y beaumonteses, en el siglo XV. Pero nada más.
V.-
El argumento de La Cueva de la Mora es el más humano, romántico y hasta
verosímil de las tres leyendas fiteranas. Es seguro que no ocurrió lo que nos
cuenta Bécquer en ella. Al menos, no existe constancia de ello; pero pudo muy
bien haber sucedido; sobre todo, en aquella sociedad caballeresca medieval.
Sabido es que los amores cristiano. morunos no eran entonces cosa
extraordinaria, incluso entre los reyes. Baste recordar los del Rey, Alfonso VI
de Castilla con la princesa Zayda, hija del rey moro de Sevilla, Abenhabeth, de
la que tuvo a su hijo varón, el príncipe don Sancho, muerto en la batalla de
Uclés, en 1108, así como los amores del Califa de Córdoba, Alhakem II, casado
con la princesa navarra Aurora (Sobeya, entre los musulmanes).
En
cuanto al estilo y estructura de esta leyenda, es la más concisa y fina de las
tres. Se lee en 10 minutos. En la primera parte, nos habla de la cueva, del
castillo y de su conversación con el campesino crédulo, sin entrar en muchos
pormenores; y en la segunda, que ocupa el relato de la leyenda, Bécquer apenas
si se detiene en los episodios secundarios, yendo directamente a la aventura
amorosa de los dos protagonistas y a su trágico desenlace.
“Su
lectura, ¡qué melancolía deja en el alma!” –comenta Adolfo de Sandoval.
VI.-
A propósito de la estancia de Bécquer en los baños Nuevos, hay una cuestión
curiosa que no se ha planteado todavía nadie, al menos que nosotros sepamos. Es
la siguiente: ¿Es que las dos veces que, al parecer, estuvo el poeta en ellos,
ocupó la misma habitación?, pues, como es notorio, sólo se enseña a los
bañistas y rusitas una sola: la que lleva actualmente le número 350. Por
supuesto que no era tan elegante ni estaba tan bien amueblada, como en la
actualidad, siendo una lástima que hayan desaparecido de ella algunos pequeños
recuerdos que tenía hace medio siglo y que detallamos en nuestro POEMARIO
FITERANO (p. 174).
VII.-
Según las ya citada Tablas cronológicas de las Obras de Gustavo Adolfo Bécquer
por Franz Schneider, la leyenda de La cueva de la Mora fue publicada en el
número ooo626 del diario madrileño EL CONTEMPORANEO, correspondiente al 16 de
enero de 1863.
CAPÍTULO
V
LA
FE SALVA
COMENTARIOS
I.-
La Fe Salva es la leyenda fiterana
menos conocida. Y se explica, porque no figuró en ninguna de las ediciones de
las obras de Gustavo A. Bécquer, hasta bien entrada la tercera década del siglo
actual. Fue dada a conocer, en 1923, por Fernando Iglesias Figueroa, en sus Páginas desconocidas de Gustavo Adolfo
Bécquer, en tres volúmenes. Según él asegura, la encontró en un “Almanaque
del Café Suizo”, de 1865. Ya hemos anotado, en nuestros comentarios al Miserere, que éste es objeto de cuatro
referencias en La Fe salva, cuando
pueden comprobar los lectores. Ahora tenemos que añadir que estas cuatro
referencias pueden ser suprimidas perfectamente, sin ningún menoscabo del
contexto de la leyenda; y algo más curioso todavía; que la segunda referencia
en que promete a la hermana de Blanca escribir una leyenda sobre el Miserere, está en contradicción
flagrante con el hecho de que el Miserere lo había ya escrito y publicado en El
contemporáneo de Madrid, hacia nada menos que tres años. ¿Lo había olvidado ya
el poeta? Cabe una explicación de este contrasentido, y es que La Fe salva la hubiese escrito
efectivamente antes que el Miserere, como “apuntes para una novela”,
según decía su subtítulo, aunque la publicó después como simple leyenda; pero
es incomprensible que, antes de dar a la imprenta La Fe salva, no hubiera suprimido, por lo menos, dicha segunda
referencia.
Todavía
tenemos que oponer dos reparos.
El
primero se refiere a las repeticiones de la frase “la ruinosa abadía”,
aplicadas a nuestro monasterio, pues cuando lo visitó Bécquer, hacía solo 25
años que había sido abandonado por los monjes y no debía estar en ruinas[23].
El
segundo es el empleo de las frases “regresábamos al pueblo” y “volvíamos al
pueblo”, relacionadas con las visitas a la abadía, de Bécquer y de su amiga.
¡Cómo si el pueblo estuviera alejado del convento, cuando estaba y sigue
estando junto a él!
Pero
dejemos a un lado estas minucias.
II.-
La Fe salva nos parece una leyenda
algo menos lograda, en calidad estética, que el Miserere y La Cueva de la
Mora, aun cuando, en extensión, es un poco mayor que las dos juntas.
Algunos críticos la llaman leyenda; pero otros simplemente narración. La verdad
es que consta de una parte legendaria, que es la principal; y de otra
secundaria, que es el relato histórico de las luchas en las barricadas
madrileñas, en 1854, y de los fusilamientos del polizonte Francisco Chico y de
su secretario en la Plaza de la Cebada.
Por
lo demás, la leyenda es tan misteriosa como poco ortodoxa. Y decimos poco
ortodoxa, porque suponer que, para salvar la vida de la hermana de Blanca,
aceptase, a cambio, la Virgen María que se quedase ciega Blanca y que la luz de
sus preciosos ojos verdes fuese a parar a los de una vieja imagen de aquélla,
en una iglesia perdida en los barrios viejos de Madrid, no es ni mucho menos un
milagro, como lo califica gratuitamente Bécquer, sino una cruel barbaridad,
digna de Shylock, el usurero judío de El
Mercader de Venecia shakesperiano. El mismo Bécquer la califica al
principio de “novela absurda y disparatada”.
Con
todo, es innegable que La Fe salva
tiene la intensidad dramática suficiente como para atenazar la atención y el
interés del lector, durante los veinte minutos que dura, poco más o menos, su
lectura. Es una leyenda triste, pero fascinante.
III.-
¿Conoció, efectivamente, Bécquer, durante esta estancia en los Baños Nuevos, a
la enigmática mujer de unos 28 años y de dulce y extraña belleza, de que nos
habla? Es posible, aunque nadie ha podido identificarla.
Como
consigna que se ofreció a ella, en calidad de cicerone, puesto que conocía
perfectamente la vetusta abadía, es claro que no era la primera vez que la
visitaba, así como el Balneario Nuevo, en el que ambos se encontraban, a la
sazón; y como le prometió escribir la leyenda del Miserere y éste fue publicado, según ya hemos anotado, en abril de
1862, su encuentro con la hermana de Blanca debió ocurrir, por lo menos, en
1861; y su primera visita a la abadía, tal vez, con anterioridad. ¿Cuándo? Lo
ignoramos, pero pudo ser en los últimos años de la década de 1850, cuando se dispuso
a publicar por entregas la “Historia de los tempos de España”.
IV.-
Bécquer nos suministra en esta leyenda dos curiosas noticias, entremezcladas,
que no habrán pasado inadvertidas al lector fiterano: las de que, “durante unos
días”, se vieron obligados (el poeta y su amiga) a “permanecer en los nada
cómodos cuartos de la fonda, a causa del temporal que convirtió el balneario y
sus cercanías en una sucia y cenagosa laguna”.
De
este párrafo se deduce, por de pronto, que el primitivo establecimiento de los
Baños Nuevos era más pequeño y bastante menos confortable que el actual, e
incluso que el anterior que conocimos, desde nuestra infancia, con su alta
puerta decorativa de entrada y sus empinadas escalinatas de acceso por ambos
lados. En la época de Bécquer, debía estar al nivel de la carretera, aunque
separado, como ahora, de ella, pero sin el jardín ni el enverjado metálico
posterior. De ahí que se pudiera convertir, cuando llovía torrencialmente, en
una “cenagosa laguna”, como el cercano de La Albotea.
También
se deduce que en Fitero había entonces una fonda bastante mediana,
contemporánea de la Posada de Pelairea, en Tudela, donde estuvo Bécquer
almorzando en abril de 1864, de paso para Tarazona, y de la que escribió que
era “una posada con ribetes de fonda”. La de Fitero debía ser un mesón, con
ribetes de posada. Ignoramos quién la tenía y dónde estaba ubicada. Es probable
que fuera la antecesora de la que abrió Manuel Martínez en 1883, en el edificio
número dos de la Calle Mayor.
V.-
Falta por despejar una interesante incógnita. Indudablemente Bécquer era un
enfermo y vino a los Baños Nuevos, para tratar de aliviar, ya que no curar, sus
achaques. Lo da a entender en La Cueva de
la Mora y lo dice claramente al comienzo de La Fe salva: “Encontrándome en el balneario de fitero, en busca de
un poco de salud para mi cuerpo dolorido y cansado…”.
Ahora
bien, ¿qué enfermedad o enfermedades padecía?
Su
amigo Rodríguez Correa, en el Prólogo ya citado de las Obras de Gustavo A.
Bécquer (1871), declara que, en 1858, acometió a Gustavo una “horrible
enfermedad”; pero no da más detalles acerca de su naturaleza. Julio Nombela
dice que, en junio de 1858, Bécquer sufrió una “enfermedad gravísima que le
tuvo postrado en el lecho, muy cerca de dos meses”[24];
pero tampoco la nombra. Benjamín Jarnés es algo más explícito: “Una fiebre
violenta lo retiene en cama durante dos mees. Algunos amigos le rodean. Una
joven peinadora lo cuida con gran solicitud”[25]
Pero
¿cuál fue la causa de esta fiebre?
En
su última y desesperada Rima, la LXXIX, el poeta confesa tristemente:
Una
mujer envenenó mi alma;
otra
mujer envenenó mi cuerpo.
Ninguna
de las dos vino a buscarme;
Yo,
de ninguna de las dos me quejo, etc.
-¿Qué
clase de veneno es éste que envenena los
cuerpos…” –se pregunta entre ingenua y maliciosamente Benjamín Jarnés. Pero no
lo dice.
Adolfo
de Sandoval tampoco lo declara literalmente, al ocuparse de la enfermedad de
Bécquer; mas consigna, en otro lugar, que Gustavo no fue un trovador de grandes
damas, como aseguran algunos, sino de “muy modestas damiselas, alguna de las
cuales, y por propia confesión de él, desgraciado le hizo para toda su vida”[26].
En
fin, Justo García Morales, en su Prólogo a una edición de las Leyendas de
Bécquer, lanzada por la Editorial Libra en 1970, no se anda con remilgos y
afirma, aunque no de una manera categórica, que “en 1858, la tuberculosis, muy
verosímilmente heredada, se alía acaso con la sífilis y el agotamiento
nervioso, hasta producir una crisis que obliga a venir, por breve tiempo, de
Sevilla (a Madrid) a su hermano Valeriano. Durante ella, éste y sus amigos Nombela,
Rodríguez Correa, Alcega, Cendrera, Luna,…al oírle delirar con frecuencia,
saben de los primeros y más deshilvanados jirones de sus leyendas, de sus
rimas. Los pocos años (tenía entonces 22) le hicieron salir de esta primera
acometida de su enfermedad, que del todo no le abandonará nunca, acompañándole
como una sombra”[27].
Se
comprende, pues, por qué el poeta vino, por lo menos, dos veces, a los Baños
Nuevos de Fitero. Es que, a la sazón, tenía fama de aliviar, si no de curar
radicalmente, la lues venérea. El Dr. Cirilo Castro, que era médico-director de
los Baños Viejos, a mediados del siglo pasado, escribía que, con los baños de
vapor de Fitero, “se combaten, todas las temporadas, en gran número,
reumatismos crónicos, tanto generales como parciales, y vicios sifilíticos”[28].
Nótese bien que decía solo “se combate”, pero no que se curan.
Un
siglo después, el Dr. Saturnino Mozota, que era médico-director de los Baños
Nuevos (cuyas aguas son análogas a las de los Viejos) anotaba, a su vez, que de
los pseudo-reumátismos infecciosos, “el más frecuente y del que concurren buen
número a Fitero, es el reumatismo blenorrágico”, advirtiendo que “las aguas e
hidroterapia de Fitero no curan las artropatías de una infección como la
gonocócica”, debiendo asociarse “la vacuna gonocócica al tratamiento
hidroterápico”[29].
Actualmente
el tratamiento de las enfermedades venéreas ha cambiado por completo y es mucho
más efectivo. Pero desgraciadamente para Bécquer, en su tiempo, todavía no se
había descubierto la penicilina.
SEGUNDA
PARTE
EXTENSIÓN
Y MUGAS DE FITERO EN EL SIGLO XIX
Capítulo
I
Introducción
Quedan
actualmente pocos fiteranos que estén enterados de que el territorio de nuestra
Villa, a pesar de las amputaciones que había ya sufrido en las centurias
pasadas, tenía todavía en el siglo XIX, una extensión de 6.596,2972 Hectáreas,
96 Hm cuadrados, 29Dm cuadrados y 72m cuadrados, mientras que en la actualidad
solo tiene 4.293,87 Hectáreas, equivalentes a 42,9387 Km cuadrados. La
diferencia es notable, pues representa una disminución de más de 2.300
Hectáreas; o sea, algo más de 23 Km cuadrados, lo que equivale a casi un 35% de
merma de la superficie que tenía todavía, a finales del siglo pasado.
Esta
tremenda amputación de nuestro territorio fue llevada a efecto en 1902, al
hacerse el reparto de los Montes comunes, en detrimento de Fitero y en
beneficio de nuestro vecinos de Cintruénigo, Corella y Tudela. Esta malhadada
desmembración explica el que haya ahora tantos propietarios fiteranos, en las
jurisdicciones actuales de los pueblos que colindan con el nuestro.
Evidentemente es porque, en el siglo pasado, sus fincas pertenecían todavía, en
su mayor parte, a la jurisdicción de Fitero, etando ubicadas al presente en 12
términos o parajes de Cintruéngio, en 20 de Tudela, en 13 de Corella, etc.,
debiendo pagar a sus Ayuntamientos, las contribuciones respectivas.
Naturalmente
las mugas fiteranas del siglo pasado eran también distintas de las actuales, y
para que se den cuenta de ellas los lectores fiteranos, vamos a transcribir, en
sus APUNTES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA VILLA DE FITERO[30].
Este documento tiene, desde luego, un inconveniente; y es que, a menudo, se
citan como terrenos mugantes, propiedades de vecinos de entonces que murieron,
hace muchos años, y cuyas fincas cambiaron naturalmente de dueño; pero, por los
nombres de los parajes colindantes y aún por ciertas particularidades de las
mismas fincas, se puede seguir aproximadamente el hilo confinatorio. Por otra
parte, a los descendientes más o menos directos de los propietarios de 1878, no
les será difícil reconocerlos. El documento en cuestión fue redactado por el
Secretario interino del ayuntamiento, don Cándido Pina, y lleva como título,
REVISIÓN DE MUGAS DE NIENZOBAS Y TURUNGEN (Niencebas y Tudején); o sea del
Norte y Sur de nuestro territorio; o, para decirlo con más exactitud, de los
terrenos de la izquierda y de la derecha del Río Alhama.
Esta
revisión se llevó a cabo, previo acuerdo del Ayuntamiento (en la sesión del 29
de septiembre de 1878), en dos días del mes siguiente: la del sur, el 4 de
octubre; y la del Norte, el 31. Por cierto que se realizó con tal minuciosidad
que, en el documento, se anotan las horas en que la comitiva llegó a cada tramo
de la muga y el tiempo que pararon, para comer y descansar[31].
Otras anotaciones curiosas y más importantes son las correspondencias entre las
mugas del siglo pasado y las del apeo de Feloaga, realizado en 1655[32].
Acudieron
a la primera revisión el Alcalde, don Hilario Falces, el segundo Teniente de
Alcalde, don Santos Magaña, los regidores (o concejales), señores Julián
Yanguas, Manuel Alfaro Martínez, Manuel Asensio, Gregorio Pérez y José Muerza;
el Secretario interino, don Cándido Pina; los peritos en mugas, Victorino
Atienza (el Hornerillo) y Eloy Ramos,
guarda de las Dehesas; el alguacil, Miguel Falces; el sereno, León Yanguas y el
joven Patricio Alfaro.
Intervinieron
en la segunda división dos miembros más del Ayuntamiento: el teniente primero
de Alcalde, don Romualdo Muro y el concejal, don Severiano Muro; pero no el
guarda de las Dehesas, el sereno ni el joven Patricio, siendo sustituidos por
el alcalde, Narciso Marquínez, y el joven Isidoro Muro.
La
costumbre de llevar a dos jóvenes a estas revisiones tenía por objeto mantener
vivo el recuerdo de nuestras mugas, de manera que habuiera siempre quien
pudiera dar razón de ellas, en evitación de pleitos con los pueblos
colindantes. Pero ya no se practica tan loable costumbre. ¡Y pensar que el
previsor y probo Secretario, don Saturnino Sagasti, aconsejaba a sus sucesores
que se realizase la revisión de nuestras mugas, cada cinco años, por lo menos![33]
REVISIÓN
DE LAS MUGAS DEL SECTOR SUR DE FITERO, EN 1878
Comprendió
un total de 30 tramos. Se empezó a las ocho de la mañana, en la Peña del Saco,
y se terminó, a las siete de la tarde, en el Paso de la Hiruela[34].
I.-
En la Peña del Saco, a la orilla derecha del Río Alhama, se encontró el primer
mojón, a unos doce pasos más arriba de la Cruz, frente al barranco del agua
caliente, que puede considerarse como el 5º del Apeamiento de Feloaga. Desde
este mojón, sigue la muga por la acequia de la Mota, o sea, por su mitad
adelante, hasta el Portillo de Añamaza, confinando con heredades de Ftiero, a
la izquierda, y con un monte de Cervera, a la derecha.
II.-
En el Portillo de Añamaza, la acequia forma un recodo, junto a la senda que la
cruza, confinando, a la izquierda, con un olivar de Gregorio Calleja, de Fitero,
y a la derecha, con otro de Cervera, perteneciente al Marqués de Alcántara. En
este punto, aun cuando no se encuentra mojón, es indudable que corresponde al
6º Apeo de Feloaga. Sigue la muga por la acequia adelante, confinando con la
Vega y los Cerrados de Cervera, hasta la conclusión de éstos, en que se halla
el Paso del Arroyo de Añamaza.
III.-
En el Paso no existe pontigo, confinando con unos olivos de Joaquín Yanguas, en
ambas jurisdicciones: de Cervera, a la derecha; y de Fitero, a la izquierda.
IV.-
Sigue la muga, acequia adelante, al Prado de la Estanca y a Barnueva de
Cervera, hasta un poco antes de llegar a la Presilla. Entonces se cruzan unas
piezas de Juan Yanguas Pérez y de Juan Gualberto Fernández a unos 70 pasos más
arriba de la noguera de este último, en dirección al Monte de los Cuévanos.
V.-
Pegando a la senda hacia el Corral de Borros, a la falda del Monte de los
Cuévanos y a una vara de dicha senda, a la izquierda, se encontró un mojón de
argamasa muy conocido (el 7º de Feloaga), siguiendo la muga por la cuesta de
dicho monte.
VI.-
Se sube hasta este monte por la parte de la cordillera, que tiene grandes
piedras, entendiéndose de aguas vertientes hacia el Sur lo que da a la parte
del Moncayo, proporcionando una vista muy buena de Cervera y del terreno que da
a los Baños de Fitero. Se denomina este monte Dehesa de los Cuévanos y es
propiedad de doña Juan María Atienza (antes, de don Manuel Abadía). Sigue la
muga hasta el punto más elevado, que llaman la Contrahecha, y continúa por la
altura al cabezo último, frente al Corral de Borros, hasta un cabezo pequeño,
antes de llegar al Pozo de los Cuévanos.
VII.-
Concluido el monte, se baja, por una cuesta rápida, hasta donde sacaban antes
tierra de arcilla para el Batán, quedando a la izquierda el dicho Pozo de los
Cuévanos, el cual pertenece a Fitero.
VIII.-
Subiendo del pozo, sigue la muga por la loma próxima que asciende al Alto de
los Cuévanos, con aguas vertientes, por la izquierda, a Fitero; y por la
derecha, a Cervera (8º apeo de Feloaga).
IX.-
Siguiendo por la loma en igual forma, se llega al Portillo de los Degollados,
cruzando el cabezo, loma y muga el camino de Hospinete y de Campolain.
X.-
Continuando loma adelante se lleva al alto del Cabezo de los Degollados, donde
se encuentra un mojón de argamasa muy conocido, de aguas vertientes por la izquierda
a Hospinete. Desde allí se ve muy bien el pueblo de Fitero, y loma adelante, se
pasan varios mojones de piedras.
XI.-
Loma adelante, se atraviesa por otro alto, llamado Tiro de Cantos o Tiro de
Barra, que da vista a la Vega de Cervera, a cuya derecha, caen las aguas
vertientes a la Acequia de Añamaza, y por la izquierda, a la Abejera de
Samaria.
XII.-
Siguiendo la muga loma adelante, se llea al alto de Valdeza, donde existe un
mojón de argamasa muy conocido.
XIII.-
Bajando de la loma, sigue la muga hacia el colladillo, encontrándose otro mojón
de argamasa muy conocido, a 12 pasos a la derecha del camino de Hospinete a la
carretera de Madrid, donde termina la Dehesa de don Nicolás Octavio de Toledo
(antes de don Manuel Abadía). A 350 pasos a la izquierda de la abejera derruida
de los Poitos, se llega, camino adelante, a un colmenar, cuya mitad pertenece a
la jurisdicción de Fitero, y la otra mitad, a la de Cervera. Y al otro lado del
camino, se encuéntrala Dehesa de Valdeguarro, propiedad de don Manuel María
Alfaro.
XIV.-
A la derecha de dicho camino, hay un mojón conocido de argamasa: el único que
existe, camino delante de la citada Dehesa.
XV.-
Camino viejo adelante, se encuentra, a mano izquierda, otro mojón de argamasa;
y aunque, para pasar carros hacia la carretera, se ha hecho un camino nuevo, en
la jurisdicción de Fitero, debe entenderse que sigue la muga por el camino
viejo, y no por el nuevo.
XVI.-
A la izquierda de dicho camino, se encuentra otro mojón en la Dehesa de don
Manuel María Alfaro, dando vista a la carretera.
XVII.-
Sigue la muga por la orilla de dicha Dehesa, encontrándose un mojón de argamasa
a 20 pasos de una finca de Cervera, a 50 pasos de la carretera y a 30 dentro de
la misma Dehesa, dejando a la derecha una lista de romeros, que son de Cervera.
XVIII.-
Por la izquierda, orilla adelante, se encuentra un mojón de argamasa, a 20
pasos a la derecha del Camino Viejo.
XIX.-
A la derecha del mismo camino, se halla un mojón de argamasa y a 30 pasos,
orilla adelante, se encuentra la casilla subterránea de Simón Larrea.
XX.-
En la falda del monte de la Dehesa de Valdeguarro (o de don Manuel María
Alfaro), hay un rellano, donde se encuentran los Tres Mojones históricos, que
dividen las jurisdicciones de los tres antiguos Reinos de Castilla, Navarra y
Aragón, frente al Sur. A 30 pasos a la derecha, hay piezas de labor del
sobredicho Simón Larrea, de Cervera; y a la izquierda, se baja a un barranquico
de Fitero. Pasando éste por el ribazo de una tierra de labor de los herederos
de don Vicente Calleja, termina la muga con Cervera y comienza la muga con
Aragón (9º apeo de Feloaga).
XXI.-
A continuación, se cruza la carretera de Madrid, mojones, de piedras adelante,
y se sube al Alto del Pedroso, habiendo concluido la Dehesa de Valdeguarro y
dado comienzo, pasada ya la carretera, la de Valderromeral, propiedad de don
Domingo Huarte.
XXII.-
En el Alto del Pedroso, se encuentra un mojón muy conocido de argamasa, loma
arriba, aguas vertientes, por la derecha, a Tarazona, y por la izquierda, a la
Dehesa de Ulagoso, también de Fitero y propiedad del señor Huarte. Siguiendo la
loma y senda, termina la Dehesa de Ulagoso y comienza la del Horcajo, propiedad
de doña Juan María Atienza.
XXIII.-
Siguiendo la muga, se llega al alto de Lerín, donde existe un mojón muy grande
de piedras sueltas. Desde este alto, se a deja de seguir la senda y se cruzan
tres hoyas de San Jorge, para llegar a un alto que hay antes del Alto del
Mocón: la primera hoya, hacia la mitad, poco más o menos; la segunda, que es la
más larga, cerca del puntal de abajo, dejando más hoyas, a mano derecha de
Aragón, en la cabezada; y la tercera hoya, cerca de la cabezada al expresado
alto, donde existe un mojón de piedras y termina la Dehesa del Horcajo[35].
XXIV.-
Concluida la Dehesa del Horcajo, en dirección al Alto del Mocón, se entra en
seguida, a la izquierda, en la propiedad de Fitero, y a la derecha, en los
Montes de Cierzo (o de la Comunidad de los Siete Pueblos), los cuales se
reconocen, a simple vista, por estar más pelados de leña que los de Aragón y
las Dehesas precitadas, que quedan atrás.
XXV.-
Después de haber cruzado el barranco del Horcajo, se llega al alto del Mocón,
en el que existe un mojón muy grande de piedras, y a continuación, se baja a
una pieza de Miguela Magaña, casi abandonada, por la cabezada que forma el
barranco de En bajo, donde se encuentra otro mojón de piedras.
XXVI.-
El alto del Mocón confina, por la izquierda, aguas vertientes al Barranco de
Valdelafuente y a la Nava, propiedad de Fitero, y a la derecha a Vasentiz,
comunero. Se baja así por la senda que hace la loma aguas vertientes y aquellas
confinaciones, hasta el cabezo de la Matagorda; y junto a las piezas de Narciso
y Valentín Fernández, se sigue la cumbre por un terreno a otro cabezo, también
de la Matagorda. Y continúa la muga por la cordillera, que, por la derecha,
pertenece a la Comunidad de los Montes de Cierzo, y, por la izquierda, a
Fitero.
XXVII.-
Se sigue por la Matagorda, senda adelante, aguas vertientes abajo, al Corral
del Carlitos, y desde éste, continúa la muga por la trasera del corral de don
Nolasco Medrano, distando entre sí los dos corrales unos cinco minutos.
XXVIII.-
A continuación, se llega al Alto del Moro, desde el que se baja a otro cabezo
pequeño, que está encima de las Estanquillas, quedando a la derecha la
Corraliza Alta de Cintruénigo. Anotemos que el trayecto desde los Pedrosos
hasta las Estanquillas se considera el 10º apeo de Feloaga.
XXIX.-
Sigue la muga por un sitio del Corral de los Medranos, aguas vertientes a otro
de Juan Magaña, conocido por el Corral de los Bigorros, que está frente al
Corral de los Altos; y desde una propiedad a la derecha de éste, se prosigue en
línea recta, al cabecillo de Aguilar.
XXX.-
Sigue la muga desde el cabecillo de Aguilar, casi en línea recta, hasta el Río
Llano, a cuya orilla derecha, hay un mojón de piedras, a unos cuatro minutos
del Corral de Herrera, el cual se halla a la derecha de la muga, en la parte de
Cintruénigo, y orilla adelante, hacia la izquierda, la parte de Fitero (apeo
12º de Feloaga). Continúa la muga, pasando por Ermita de San Sebastián, hasta
una cañada que sirve de paso para buscar el Río Alhama. Este paso es de Fitero
y la muga se encuentra en el ribazo de la parte de la derecha, cruzando el
Alhama hasta el Paso de la Hiruela, que puede considerarse como el 13º apeo de
Feloaga y el final de la muga del Sur.
CAPÍTULO
III
REVISIÓN
DE LAS MUGAS DEL SECTOR NORTE DE FITERO, EN 1878
Empezó
A Las 8 y ¼ horas de la mañana del 31 de octubre, desde la orilla izquierda del
Río Alhama, frente a los Baños Nuevos, y se terminó a las 4 ½ de la tarde,
cruzando el Río Alhama hasta el paso inmediato a la Ermita de San Sebastián.
Comprendió también 30 tramos, aun cuando en el documento sólo se enumeran 29.
I.-
Se comenzó la revisión de esta muga, como acabamos de decir, desde la orilla
izquierda del Alhama, frente a la Peña del Saco, siguiendo por el dentro del
barranco del agua caliente de los Baños y pasando el Puente de piedra negra que
tiene la carretera, en el cual se encuentra un pilar de forma prismática
triangular, con dos inscripciones. La que está a la derecha dice: “Provincia de
Navarra” y pertenece a Fitero; y la que está a la izquierda dice: “Provincia de
Logroño” y pertenece a Cervera. La muga sigue barranco arriba hasta llegar a la
trasera del Molino Harinero, inutilizado, de Pablo Maculet, por donde sube y
continúa, dejando el barranco.
II.-
El mojón primero se descubrió y reformó, tocando a dicho Molino y formando
cuadro con los dos ángulos del edificio al Norte y al Poniente. Todo el Molino
queda en territorio de Fitero, siguiendo la muga por la tierra que forma ribazo
del sitio donde tuvo la cañería dicho Maculet, por la parte del Poniente, así
como del Estanque, a la mitad del Cuartel Militar, quedando antes una abejera
derruida, a la derecha, dentro también de la jurisdicción de Fitero.
III.-
El segundo mojón se colocó donde se encontraba el antiguo, detrás del Corral
del Baño Viejo, a unos siete pasos al Poniente y al Norte. Sigue la muga por la
senda del monte, quedando la mayor parte de ésta, a la izquierda, en la
jurisdicción de Alfaro; y el Baño Viejo, a unos 80 pasos a la derecha, en la de
Fitero.
IV.-
El mojón tercero, de piedras, se encontró y reformó, al comienzo de la falda
del Monte.
V.-
El cuarto mojón se colocó en la falda del Cabezo, a 26 pasos a la izquierda de
la senda, por la que se camina, muga adelante.
VI.-
El quinto mojón, muy conocido, de argamasa, se halló al Este del Cabezo, en el Colladillo,
siguiendo, a continuación, la senda.
VII.-
El sexto mojón, asimismo de argamasa, se halló a dos pasos de la senda, a la
izquierda, cerca de las Yeseras.
VIII.-
El séptimo se encontró a siete pasos de la senda, también a la izquierda, donde
se hallan varias yeseras y hornos abandonados.
IX.-
El octavo, de argamasa, se encontró en el Colladilllo, dando vista a la
travesía o Campo Ripio[36]
y, por la espalda, a la Tejería Nueva de la Venta del Baño.
X.-
El noveno mojón, de piedras sueltas, se encontró en su sitio, a 13 pasos de la
pieza casi abandonada de los herederos de Juan Sánchez, distante igual de pasos
de la senda, entrando la muga por en medio de la Solana.
XI.-
El décimo mojón, bastante concedió, de argamasa, se encontró en la mitad de la
Solana, quedando a unos 90 pasos a la derecha, la pieza de los herederos de
José Fernández (el Pífano), y a la izquierda, el Cabezo Redondo.
XII.-
El onceavo se encontró dando vista a la Abejera de los herederos de don Felipe
Gómez (Garijo). Sigue la muga por el alto, dejando la abejera a la derecha, a
unos 100 pasos y dando vista de frente al Alto del Pichín.
XIII.-
El doceavo mojón, muy conocido, de argamasa, se encontró en un cabecito de la
falda del Alto del Pichín, dando vista, a la izquierda, a Yerga; y a 20 pasos a
la derecha de las piezas de Braulio Yanguas y de Laureano Bermejo, y de vista
al Mediodía, al barranco de Valdecalera. Sigue la senda adelante por la Umbría.
XIV.-
el mojón treceavo se encontró en su puesto de piedras, a seis pasos de la senda,
a la izquierda. A la derecha, hay piezas de Isidoro Muro; Gregroria Larrea,
Bernardo Andrés y viña de Pedro Carrillo. Luego se cruza la senda que va de
Fitero a la Venta del Pillo, por el Pozo de Ribas.
XV.-
El mojón décimo catorce, de piedras, se encontró en el Alto de la Serrezuela. A
unos ocho minutos al Norte de la Venta, se ve desde allí todo el viñedo de
Fitero y la Higa de Monreal. En general, la izquierda que sigue es de Alfaro y
está poblada de romeros y coscojos verdes; y la derecha, que pertenece a
Fitero, es monte secano y árido.
XVI.-
El mojón 13º es de piedras y se encuentra a 10 pasos de la tierra de labor de
Valentín Fernández, en lo que hace esquina en la parte de la Venta, y a 157
paso de la Abejera de los herederos de Esteban Falces.
XVII.- Siguiendo la
muga, se halla el mojón 16º, teniendo a su izquierda una lista de romeros y a
su derecha una viña de Pedro Latorre Yanguas[37].
XVIII.-
Bajando de la corraliza de don Diego Montenegro al camino de Fitero a Grávalos,
bordeado de varias fincas, y luego de cruzar el camino de Corella a Grávalos,
se encuentra el mojón 17º, en el alto del Cabezo de Mateo, siguiendo la muga
por una tierra de labor de Valentín Aliaga.
XIX.-
Continuando por la muga, se encuentra el mojón 18º, a cuya derecha se halla el
final de la pieza de Valentín Aliaga, cuesta abajo, dando vista a la Balsilla.
XX.-
el mojón 19º está en el Puntal de Mateo, a cuya derecha se encuentra una pieza
de Juan Magaña, siguiendo la muga por la izquierda del Puntal a cruzar el
camino de la Aldea[38].
XXI.-
Entre los dos caminos y a 13 pasos del de Corella a la Venta, se encuentra el
mojón 20ª, a cuya derecha se halla una pieza de Segundo Vergara, siguiendo por
la izquierda de Morterete.
XXII.-
Continúa la muga hasta el Alto de Morterete, a cuya izquierda se encuentra el
mojón 2º en el ribazo de una pieza de labor de vecinos de Cintruénigo,
siguiendo la muga por una lista de romeros, de Alfaro.
XXIII.-
Al bajar del cabezo y a 240 pasos, se encontró el mojón 22º, hecho de argamasa.
XXIV.-
Sigue la muga por la viña de Sebastián Torrecilla e izquierda de Alfaro, cuya
jurisdicción acaba allí, por entrar en los Montes de Cierzo y separarse nuestra
muga a la derecha, encontrándose el mojón 23º, a los 40 pasos, lindando, a la
derecha, con tierras de labor de Cintruénigo; y a la izquierda, con tierras de
la Comunidad de los Siete Pueblos.
XXV.-
Sigue la muga por la senda y, a los 648 pasos del anterior, se encuentra el
mojón 24º, de argamasa, algo conocido. Está a la derecha, al entrar al camino
alto de Corella a Grávalos y al principio de una viña de Cintruénigo, con un
gran pedregal de piedras muy blancas. Sigue la senda hacia abajo, dejando a la
derecha tierra de labor de Cintruénigo.
XXVI.-
Continuando por la senda, y a 481 pasos a la derecha, se halla el mojón 25º,
muy conocido, hecho con argamasa. Sigue la senda y, a su derecha está una viña
de Juan Yanguas Pérez, y a la izquierda, tierra de labor de Cintruénigo. Se
sigue la senda de la derecha y se deja el camino de carros que va a Corella.
XXVII.-
Se sigue dicha senda por Vallas del Buey abajo y, a los 1264 pasos, se
encuentra a la izquierda, el mojón 26º, de argamasa, en una viña de
Cintruénigo. Dos caminos forman una cruz; se pasa la senda que va al Corral de
doña Josefa Octavio, y por la misma senda por la que se ha bajado y que
continúa, se llega a una viña de Joaquín Yanguas, a cuatro minutos del Corral
Blanco, a la izquierda. Desde esta viña, sigue hacia abajo la senda y, a los
318 pasos, se cruza el camino bajo de Grávalos a Corella, se entra y sigue la
senda entre viñas de Cintruénigo.
XXVIII.-
Se deja el camino de Corella y se sigue la senda, teniendo, a la derecha, una
viña de Robustiano Carrillo y apareciendo, a la izquierda, una vista de
Cintruénigo, donde se encuentra un mojón de argamasa.
XXIX.-
Se deja el camino a la parte opuesta al Barranco de Cruz, siguiendo la muga a los
405 paos. A la derecha, se encuentra una senda que baja de una tierra de labor
de Cintruénigo; a los 340 pasos, se pasa el camino viejo de Corella, y a los
88, bajando una cuestecita, se encuentra el pontigo del Somero. A continuación,
se deja el camino de la senda y se entra en dicho río, que está a la derecha,
siguiendo por el medio de él, la muga, desde detrás de la Ermita de Nuestra
Señora de la Concepción de Cintruénigo. La muga cruza la carretera de los Baños
y sigue por la mitad del río hasta cerca del Juncal, que se encuentra a un
cuarto de hora. Se acerca al cuarto árbol blando de los de la carretera, a unos
dos pasos de éstos, y a 20. De la estacada de Benito Aliaga. Sigue por dicho
río y luego, a mano izquierda, se encuentra el término de Torrejón y la
Estanca, lo que puede considerarse como el 14º apeo de Feloaga. Continúa la
muga por el mismo río hasta el paso de la Hiruela, quedando este paso dentro de
la jurisdicción de Fitero. A la derecha, hay heredades de Fitero, y a la
izquierda, el término de La Mayor, en la jurisdicción de Cintruénigo. Sigue la
muga, cruzando el río alhama al paso próximo a la Ermita de San Sebastián,
donde termina la muga del Norte.
[2] El último amor
de Bécquer, Barcelona, Editorial Juventud, 1941.
[3] Historia de la
Literatura Española, I. IV, p. 755, Madrid. Editorial Gredos, 1980.
[4] Dionisio
Gamallo Fierros la apellida Estébanez (hija de Esteban). Páginas abandonadas de Gustavo Adolfo Bécquer, Estudio y notas,
Madrid, 1948.
[5] Citado por José
Pérez Díaz en Gustavo Adolfo Bécquer.
Vida y poesía, Madrid, 1971.
[6] Citado por Rica
Brown en Gustavo Adolfo Bécquer.
Barcelona, Editorial Aedo, 1963.
[7] Citado
por Rica Brown, en su libro, p. 121.
[8] Los amores de Bécquer en La Nación del 19 de julio de 1942,
Buenos Aires (Argentina).
[9] Adiós a Elisa Guillén, nº 289,
diciembre.
[10] Valera,
Críticas literarias, t. I.
[11] Bécquer. Biografía e imagen, p. 52.
[12] Doble agonía de G. A. Bécquer, p. 209, Madrid, Colección austral, nº 1.521,
1973.
[13] Diccionario de la Literatura, t. II:
Escritores Españoles e hispanoamericanos, p. 126, Madrid, Aguilar, 1964.
[14] The Litterature
of the Spanish People, London, Peregrine Books,
1963.
[15] Semblanza para una edición de las Obras
Completas de G. A. Bécquer, hecha en 1937.
[16] Prólogo a las
LEYENDAS de Bécquer, p. 7, Madrid, Editorial Libra, 1970.
[17] Artistas y rebeldes, Gustavo Adolfo Bécquer,
Buenos Aires, 1922.
[18] Historia de la literatura Española, t.
IV, p. 782, Editorial Gredos, Madrid, 1980.
[19] El último amor de Bécquer, Barcelona,
1941.
[20] Rodolfo Rocker
fue redactor del Arbeiter Frei
(Obrero libre), órgano de los anarquistas israelitas de Londres, a fines del
siglo pasado.
[21] Revista de
Filología Española, t. XVI, cuaderno 4, año de 1929. Scheneider era, como
Rocker, de origen alemán y dedicó al estudio de Bécquer su tesis del Doctorado,
titulada Gustavo Adolfo Bécquer, Leben
und Schaffen, Leipzig, 1914, ocupándose además de él en Gustavo Adolfo Bécquer as Poeta and his
Knowledge of Heineé Lieder, publicado en Modern Philology, XIX (3 February,
1922).
[22] Annales del Reyno de Navarra, t. III,
lib, XXIX, c. III, párr.. párr.. III, número 5, p. 627.
[23] Un informe
oficial de 1845, sobre el estado y destino de los conventos suprimidos, anotaba
que el de Fitero se hallaba en buen
estado. Príncipe de Viana, números 128-129, p. 289.
[24] Citado por José
Pedro Díaz, en Gustavo Adolfo Bécquer.
Vida y poesía, p. 81. Madrid, 1971.
[25] Doble agonía de Bécquer, p. 105.
Colección Austral, número 1.521, Madrid, 1973.
[26] El último amor de Bécquer, c. IX, p.
105, Editorial Juventud, Barcelona, 1941.
[27] Obr, cit., p.
7.
[28] Diccionario Geográfico-Estadístico-Histórico
de España y sus posesiones de Ultramar, por Pascual Madoz, t. VIII, p. 107,
Madrid, 1847.
[29] Notas hidrológicas y clínicas de los
Balnearios de Fitero, pp. 37-38, Zaragoza, Berdejo, 1930.
[30] Obr. Cit.,
Parte II, nº 87 pp, 849-868. Fitero, 1887, Archivo Municipal.
[31] En la revisión,
comieron en la Abejera de Miguel Rupérez, a la terminación de la muga con
Cervera; y en la segunda revisión, en el Corral de doña Josefa Octavio. En una
y otra, pararon, cada vez, dos horas.
[32] Apeo o
apeamiento significa deslinde de tierras y el Apeo de Feloaga se llama así,
porque se realizó bajo la dirección del Licenciado Jerónimo de Feloaga, miembro
del Consejo de Su Majestad y Oídor del Real y Supremo Consejo del Reino de
Navarra. Lo mandó hacer el Monasterio para nulificar la decisión del pueblo, de
construir una nueva Villa, independiente de los frailes, en el término de
Olivarete.
[33] Ob. Cit.,
Primera Parte, p. 33.
[34] Hiruela es una deformación de Eruela, como se lee en otras escrituras;
es decir, una era pequeña y de poca utilidad.
[35] Las Hoyas de San Jorge son unas
hondonadas de tierras de labor que se sembraban, por entonces, de cereales.
Cabezada tiene aquí el sentido de espacio o parte de un terreno que está más
elevado que el resto.
[36] Campo Ripio
quiere decir campo de residuos: basuras, cascotes, restos de escarda,
hojarasca, etc.
[37] Lista de
romeros quiere decir faja estrecha y larga de terreno, poblados de romeros.
[38] Puntal quiere
decir aquí prominencia de un terreno, formando en punta.
SEGUNDA
PARTE
EXTENSIÓN
Y MUGAS DE FITERO EN EL SIGLO XIX
Capítulo
I
Introducción
Quedan
actualmente pocos fiteranos que estén enterados de que el territorio de nuestra
Villa, a pesar de las amputaciones que había ya sufrido en las centurias
pasadas, tenía todavía en el siglo XIX, una extensión de 6.596,2972 Hectáreas,
96 Hm cuadrados, 29Dm cuadrados y 72m cuadrados, mientras que en la actualidad
solo tiene 4.293,87 Hectáreas, equivalentes a 42,9387 Km cuadrados. La
diferencia es notable, pues representa una disminución de más de 2.300
Hectáreas; o sea, algo más de 23 Km cuadrados, lo que equivale a casi un 35% de
merma de la superficie que tenía todavía, a finales del siglo pasado.
Esta
tremenda amputación de nuestro territorio fue llevada a efecto en 1902, al
hacerse el reparto de los Montes comunes, en detrimento de Fitero y en
beneficio de nuestro vecinos de Cintruénigo, Corella y Tudela. Esta malhadada
desmembración explica el que haya ahora tantos propietarios fiteranos, en las
jurisdicciones actuales de los pueblos que colindan con el nuestro.
Evidentemente es porque, en el siglo pasado, sus fincas pertenecían todavía, en
su mayor parte, a la jurisdicción de Fitero, etando ubicadas al presente en 12
términos o parajes de Cintruéngio, en 20 de Tudela, en 13 de Corella, etc.,
debiendo pagar a sus Ayuntamientos, las contribuciones respectivas.
Naturalmente
las mugas fiteranas del siglo pasado eran también distintas de las actuales, y
para que se den cuenta de ellas los lectores fiteranos, vamos a transcribir, en
sus APUNTES Y DOCUMENTOS RELATIVOS A LA VILLA DE FITERO[1].
Este documento tiene, desde luego, un inconveniente; y es que, a menudo, se
citan como terrenos mugantes, propiedades de vecinos de entonces que murieron,
hace muchos años, y cuyas fincas cambiaron naturalmente de dueño; pero, por los
nombres de los parajes colindantes y aún por ciertas particularidades de las
mismas fincas, se puede seguir aproximadamente el hilo confinatorio. Por otra
parte, a los descendientes más o menos directos de los propietarios de 1878, no
les será difícil reconocerlos. El documento en cuestión fue redactado por el
Secretario interino del ayuntamiento, don Cándido Pina, y lleva como título,
REVISIÓN DE MUGAS DE NIENZOBAS Y TURUNGEN (Niencebas y Tudején); o sea del
Norte y Sur de nuestro territorio; o, para decirlo con más exactitud, de los
terrenos de la izquierda y de la derecha del Río Alhama.
Esta
revisión se llevó a cabo, previo acuerdo del Ayuntamiento (en la sesión del 29
de septiembre de 1878), en dos días del mes siguiente: la del sur, el 4 de
octubre; y la del Norte, el 31. Por cierto que se realizó con tal minuciosidad
que, en el documento, se anotan las horas en que la comitiva llegó a cada tramo
de la muga y el tiempo que pararon, para comer y descansar[2].
Otras anotaciones curiosas y más importantes son las correspondencias entre las
mugas del siglo pasado y las del apeo de Feloaga, realizado en 1655[3].
Acudieron
a la primera revisión el Alcalde, don Hilario Falces, el segundo Teniente de Alcalde,
don Santos Magaña, los regidores (o concejales), señores Julián Yanguas, Manuel
Alfaro Martínez, Manuel Asensio, Gregorio Pérez y José Muerza; el Secretario
interino, don Cándido Pina; los peritos en mugas, Victorino Atienza (el Hornerillo) y Eloy Ramos, guarda de las
Dehesas; el alguacil, Miguel Falces; el sereno, León Yanguas y el joven
Patricio Alfaro.
Intervinieron
en la segunda división dos miembros más del Ayuntamiento: el teniente primero
de Alcalde, don Romualdo Muro y el concejal, don Severiano Muro; pero no el
guarda de las Dehesas, el sereno ni el joven Patricio, siendo sustituidos por
el alcalde, Narciso Marquínez, y el joven Isidoro Muro.
La
costumbre de llevar a dos jóvenes a estas revisiones tenía por objeto mantener
vivo el recuerdo de nuestras mugas, de manera que habuiera siempre quien
pudiera dar razón de ellas, en evitación de pleitos con los pueblos colindantes.
Pero ya no se practica tan loable costumbre. ¡Y pensar que el previsor y probo
Secretario, don Saturnino Sagasti, aconsejaba a sus sucesores que se realizase
la revisión de nuestras mugas, cada cinco años, por lo menos![4]
REVISIÓN
DE LAS MUGAS DEL SECTOR SUR DE FITERO, EN 1878
Comprendió
un total de 30 tramos. Se empezó a las ocho de la mañana, en la Peña del Saco,
y se terminó, a las siete de la tarde, en el Paso de la Hiruela[5].
I.-
En la Peña del Saco, a la orilla derecha del Río Alhama, se encontró el primer
mojón, a unos doce pasos más arriba de la Cruz, frente al barranco del agua
caliente, que puede considerarse como el 5º del Apeamiento de Feloaga. Desde
este mojón, sigue la muga por la acequia de la Mota, o sea, por su mitad
adelante, hasta el Portillo de Añamaza, confinando con heredades de Ftiero, a
la izquierda, y con un monte de Cervera, a la derecha.
II.-
En el Portillo de Añamaza, la acequia forma un recodo, junto a la senda que la
cruza, confinando, a la izquierda, con un olivar de Gregorio Calleja, de Fitero,
y a la derecha, con otro de Cervera, perteneciente al Marqués de Alcántara. En
este punto, aun cuando no se encuentra mojón, es indudable que corresponde al
6º Apeo de Feloaga. Sigue la muga por la acequia adelante, confinando con la
Vega y los Cerrados de Cervera, hasta la conclusión de éstos, en que se halla
el Paso del Arroyo de Añamaza.
III.-
En el Paso no existe pontigo, confinando con unos olivos de Joaquín Yanguas, en
ambas jurisdicciones: de Cervera, a la derecha; y de Fitero, a la izquierda.
IV.-
Sigue la muga, acequia adelante, al Prado de la Estanca y a Barnueva de
Cervera, hasta un poco antes de llegar a la Presilla. Entonces se cruzan unas
piezas de Juan Yanguas Pérez y de Juan Gualberto Fernández a unos 70 pasos más
arriba de la noguera de este último, en dirección al Monte de los Cuévanos.
V.-
Pegando a la senda hacia el Corral de Borros, a la falda del Monte de los
Cuévanos y a una vara de dicha senda, a la izquierda, se encontró un mojón de
argamasa muy conocido (el 7º de Feloaga), siguiendo la muga por la cuesta de
dicho monte.
VI.-
Se sube hasta este monte por la parte de la cordillera, que tiene grandes
piedras, entendiéndose de aguas vertientes hacia el Sur lo que da a la parte
del Moncayo, proporcionando una vista muy buena de Cervera y del terreno que da
a los Baños de Fitero. Se denomina este monte Dehesa de los Cuévanos y es
propiedad de doña Juan María Atienza (antes, de don Manuel Abadía). Sigue la
muga hasta el punto más elevado, que llaman la Contrahecha, y continúa por la
altura al cabezo último, frente al Corral de Borros, hasta un cabezo pequeño,
antes de llegar al Pozo de los Cuévanos.
VII.-
Concluido el monte, se baja, por una cuesta rápida, hasta donde sacaban antes
tierra de arcilla para el Batán, quedando a la izquierda el dicho Pozo de los
Cuévanos, el cual pertenece a Fitero.
VIII.-
Subiendo del pozo, sigue la muga por la loma próxima que asciende al Alto de
los Cuévanos, con aguas vertientes, por la izquierda, a Fitero; y por la
derecha, a Cervera (8º apeo de Feloaga).
IX.-
Siguiendo por la loma en igual forma, se llega al Portillo de los Degollados,
cruzando el cabezo, loma y muga el camino de Hospinete y de Campolain.
X.-
Continuando loma adelante se lleva al alto del Cabezo de los Degollados, donde
se encuentra un mojón de argamasa muy conocido, de aguas vertientes por la
izquierda a Hospinete. Desde allí se ve muy bien el pueblo de Fitero, y loma
adelante, se pasan varios mojones de piedras.
XI.-
Loma adelante, se atraviesa por otro alto, llamado Tiro de Cantos o Tiro de
Barra, que da vista a la Vega de Cervera, a cuya derecha, caen las aguas
vertientes a la Acequia de Añamaza, y por la izquierda, a la Abejera de
Samaria.
XII.-
Siguiendo la muga loma adelante, se llea al alto de Valdeza, donde existe un
mojón de argamasa muy conocido.
XIII.-
Bajando de la loma, sigue la muga hacia el colladillo, encontrándose otro mojón
de argamasa muy conocido, a 12 pasos a la derecha del camino de Hospinete a la
carretera de Madrid, donde termina la Dehesa de don Nicolás Octavio de Toledo
(antes de don Manuel Abadía). A 350 pasos a la izquierda de la abejera derruida
de los Poitos, se llega, camino adelante, a un colmenar, cuya mitad pertenece a
la jurisdicción de Fitero, y la otra mitad, a la de Cervera. Y al otro lado del
camino, se encuéntrala Dehesa de Valdeguarro, propiedad de don Manuel María
Alfaro.
XIV.-
A la derecha de dicho camino, hay un mojón conocido de argamasa: el único que
existe, camino delante de la citada Dehesa.
XV.-
Camino viejo adelante, se encuentra, a mano izquierda, otro mojón de argamasa;
y aunque, para pasar carros hacia la carretera, se ha hecho un camino nuevo, en
la jurisdicción de Fitero, debe entenderse que sigue la muga por el camino
viejo, y no por el nuevo.
XVI.-
A la izquierda de dicho camino, se encuentra otro mojón en la Dehesa de don
Manuel María Alfaro, dando vista a la carretera.
XVII.-
Sigue la muga por la orilla de dicha Dehesa, encontrándose un mojón de argamasa
a 20 pasos de una finca de Cervera, a 50 pasos de la carretera y a 30 dentro de
la misma Dehesa, dejando a la derecha una lista de romeros, que son de Cervera.
XVIII.-
Por la izquierda, orilla adelante, se encuentra un mojón de argamasa, a 20 pasos
a la derecha del Camino Viejo.
XIX.-
A la derecha del mismo camino, se halla un mojón de argamasa y a 30 pasos,
orilla adelante, se encuentra la casilla subterránea de Simón Larrea.
XX.-
En la falda del monte de la Dehesa de Valdeguarro (o de don Manuel María
Alfaro), hay un rellano, donde se encuentran los Tres Mojones históricos, que
dividen las jurisdicciones de los tres antiguos Reinos de Castilla, Navarra y
Aragón, frente al Sur. A 30 pasos a la derecha, hay piezas de labor del
sobredicho Simón Larrea, de Cervera; y a la izquierda, se baja a un barranquico
de Fitero. Pasando éste por el ribazo de una tierra de labor de los herederos
de don Vicente Calleja, termina la muga con Cervera y comienza la muga con
Aragón (9º apeo de Feloaga).
XXI.-
A continuación, se cruza la carretera de Madrid, mojones, de piedras adelante,
y se sube al Alto del Pedroso, habiendo concluido la Dehesa de Valdeguarro y
dado comienzo, pasada ya la carretera, la de Valderromeral, propiedad de don
Domingo Huarte.
XXII.-
En el Alto del Pedroso, se encuentra un mojón muy conocido de argamasa, loma
arriba, aguas vertientes, por la derecha, a Tarazona, y por la izquierda, a la
Dehesa de Ulagoso, también de Fitero y propiedad del señor Huarte. Siguiendo la
loma y senda, termina la Dehesa de Ulagoso y comienza la del Horcajo, propiedad
de doña Juan María Atienza.
XXIII.-
Siguiendo la muga, se llega al alto de Lerín, donde existe un mojón muy grande
de piedras sueltas. Desde este alto, se a deja de seguir la senda y se cruzan
tres hoyas de San Jorge, para llegar a un alto que hay antes del Alto del
Mocón: la primera hoya, hacia la mitad, poco más o menos; la segunda, que es la
más larga, cerca del puntal de abajo, dejando más hoyas, a mano derecha de
Aragón, en la cabezada; y la tercera hoya, cerca de la cabezada al expresado
alto, donde existe un mojón de piedras y termina la Dehesa del Horcajo[6].
XXIV.-
Concluida la Dehesa del Horcajo, en dirección al Alto del Mocón, se entra en
seguida, a la izquierda, en la propiedad de Fitero, y a la derecha, en los
Montes de Cierzo (o de la Comunidad de los Siete Pueblos), los cuales se
reconocen, a simple vista, por estar más pelados de leña que los de Aragón y
las Dehesas precitadas, que quedan atrás.
XXV.-
Después de haber cruzado el barranco del Horcajo, se llega al alto del Mocón,
en el que existe un mojón muy grande de piedras, y a continuación, se baja a
una pieza de Miguela Magaña, casi abandonada, por la cabezada que forma el
barranco de En bajo, donde se encuentra otro mojón de piedras.
XXVI.-
El alto del Mocón confina, por la izquierda, aguas vertientes al Barranco de
Valdelafuente y a la Nava, propiedad de Fitero, y a la derecha a Vasentiz,
comunero. Se baja así por la senda que hace la loma aguas vertientes y aquellas
confinaciones, hasta el cabezo de la Matagorda; y junto a las piezas de Narciso
y Valentín Fernández, se sigue la cumbre por un terreno a otro cabezo, también
de la Matagorda. Y continúa la muga por la cordillera, que, por la derecha,
pertenece a la Comunidad de los Montes de Cierzo, y, por la izquierda, a
Fitero.
XXVII.-
Se sigue por la Matagorda, senda adelante, aguas vertientes abajo, al Corral
del Carlitos, y desde éste, continúa la muga por la trasera del corral de don
Nolasco Medrano, distando entre sí los dos corrales unos cinco minutos.
XXVIII.-
A continuación, se llega al Alto del Moro, desde el que se baja a otro cabezo
pequeño, que está encima de las Estanquillas, quedando a la derecha la
Corraliza Alta de Cintruénigo. Anotemos que el trayecto desde los Pedrosos hasta
las Estanquillas se considera el 10º apeo de Feloaga.
XXIX.-
Sigue la muga por un sitio del Corral de los Medranos, aguas vertientes a otro
de Juan Magaña, conocido por el Corral de los Bigorros, que está frente al
Corral de los Altos; y desde una propiedad a la derecha de éste, se prosigue en
línea recta, al cabecillo de Aguilar.
XXX.-
Sigue la muga desde el cabecillo de Aguilar, casi en línea recta, hasta el Río
Llano, a cuya orilla derecha, hay un mojón de piedras, a unos cuatro minutos
del Corral de Herrera, el cual se halla a la derecha de la muga, en la parte de
Cintruénigo, y orilla adelante, hacia la izquierda, la parte de Fitero (apeo
12º de Feloaga). Continúa la muga, pasando por Ermita de San Sebastián, hasta
una cañada que sirve de paso para buscar el Río Alhama. Este paso es de Fitero
y la muga se encuentra en el ribazo de la parte de la derecha, cruzando el
Alhama hasta el Paso de la Hiruela, que puede considerarse como el 13º apeo de
Feloaga y el final de la muga del Sur.
CAPÍTULO
III
REVISIÓN
DE LAS MUGAS DEL SECTOR NORTE DE FITERO, EN 1878
Empezó
A Las 8 y ¼ horas de la mañana del 31 de octubre, desde la orilla izquierda del
Río Alhama, frente a los Baños Nuevos, y se terminó a las 4 ½ de la tarde,
cruzando el Río Alhama hasta el paso inmediato a la Ermita de San Sebastián.
Comprendió también 30 tramos, aun cuando en el documento sólo se enumeran 29.
I.-
Se comenzó la revisión de esta muga, como acabamos de decir, desde la orilla
izquierda del Alhama, frente a la Peña del Saco, siguiendo por el dentro del
barranco del agua caliente de los Baños y pasando el Puente de piedra negra que
tiene la carretera, en el cual se encuentra un pilar de forma prismática
triangular, con dos inscripciones. La que está a la derecha dice: “Provincia de
Navarra” y pertenece a Fitero; y la que está a la izquierda dice: “Provincia de
Logroño” y pertenece a Cervera. La muga sigue barranco arriba hasta llegar a la
trasera del Molino Harinero, inutilizado, de Pablo Maculet, por donde sube y
continúa, dejando el barranco.
II.-
El mojón primero se descubrió y reformó, tocando a dicho Molino y formando
cuadro con los dos ángulos del edificio al Norte y al Poniente. Todo el Molino
queda en territorio de Fitero, siguiendo la muga por la tierra que forma ribazo
del sitio donde tuvo la cañería dicho Maculet, por la parte del Poniente, así
como del Estanque, a la mitad del Cuartel Militar, quedando antes una abejera
derruida, a la derecha, dentro también de la jurisdicción de Fitero.
III.-
El segundo mojón se colocó donde se encontraba el antiguo, detrás del Corral
del Baño Viejo, a unos siete pasos al Poniente y al Norte. Sigue la muga por la
senda del monte, quedando la mayor parte de ésta, a la izquierda, en la
jurisdicción de Alfaro; y el Baño Viejo, a unos 80 pasos a la derecha, en la de
Fitero.
IV.-
El mojón tercero, de piedras, se encontró y reformó, al comienzo de la falda
del Monte.
V.-
El cuarto mojón se colocó en la falda del Cabezo, a 26 pasos a la izquierda de
la senda, por la que se camina, muga adelante.
VI.-
El quinto mojón, muy conocido, de argamasa, se halló al Este del Cabezo, en el Colladillo,
siguiendo, a continuación, la senda.
VII.-
El sexto mojón, asimismo de argamasa, se halló a dos pasos de la senda, a la
izquierda, cerca de las Yeseras.
VIII.-
El séptimo se encontró a siete pasos de la senda, también a la izquierda, donde
se hallan varias yeseras y hornos abandonados.
IX.-
El octavo, de argamasa, se encontró en el Colladilllo, dando vista a la
travesía o Campo Ripio[7] y,
por la espalda, a la Tejería Nueva de la Venta del Baño.
X.-
El noveno mojón, de piedras sueltas, se encontró en su sitio, a 13 pasos de la
pieza casi abandonada de los herederos de Juan Sánchez, distante igual de pasos
de la senda, entrando la muga por en medio de la Solana.
XI.-
El décimo mojón, bastante concedió, de argamasa, se encontró en la mitad de la
Solana, quedando a unos 90 pasos a la derecha, la pieza de los herederos de
José Fernández (el Pífano), y a la izquierda, el Cabezo Redondo.
XII.-
El onceavo se encontró dando vista a la Abejera de los herederos de don Felipe
Gómez (Garijo). Sigue la muga por el alto, dejando la abejera a la derecha, a
unos 100 pasos y dando vista de frente al Alto del Pichín.
XIII.-
El doceavo mojón, muy conocido, de argamasa, se encontró en un cabecito de la
falda del Alto del Pichín, dando vista, a la izquierda, a Yerga; y a 20 pasos a
la derecha de las piezas de Braulio Yanguas y de Laureano Bermejo, y de vista
al Mediodía, al barranco de Valdecalera. Sigue la senda adelante por la Umbría.
XIV.-
el mojón treceavo se encontró en su puesto de piedras, a seis pasos de la
senda, a la izquierda. A la derecha, hay piezas de Isidoro Muro; Gregroria
Larrea, Bernardo Andrés y viña de Pedro Carrillo. Luego se cruza la senda que
va de Fitero a la Venta del Pillo, por el Pozo de Ribas.
XV.-
El mojón décimo catorce, de piedras, se encontró en el Alto de la Serrezuela. A
unos ocho minutos al Norte de la Venta, se ve desde allí todo el viñedo de
Fitero y la Higa de Monreal. En general, la izquierda que sigue es de Alfaro y
está poblada de romeros y coscojos verdes; y la derecha, que pertenece a
Fitero, es monte secano y árido.
XVI.-
El mojón 13º es de piedras y se encuentra a 10 pasos de la tierra de labor de
Valentín Fernández, en lo que hace esquina en la parte de la Venta, y a 157
paso de la Abejera de los herederos de Esteban Falces.
XVII.- Siguiendo la
muga, se halla el mojón 16º, teniendo a su izquierda una lista de romeros y a
su derecha una viña de Pedro Latorre Yanguas[8].
XVIII.-
Bajando de la corraliza de don Diego Montenegro al camino de Fitero a Grávalos,
bordeado de varias fincas, y luego de cruzar el camino de Corella a Grávalos,
se encuentra el mojón 17º, en el alto del Cabezo de Mateo, siguiendo la muga
por una tierra de labor de Valentín Aliaga.
XIX.-
Continuando por la muga, se encuentra el mojón 18º, a cuya derecha se halla el
final de la pieza de Valentín Aliaga, cuesta abajo, dando vista a la Balsilla.
XX.-
el mojón 19º está en el Puntal de Mateo, a cuya derecha se encuentra una pieza
de Juan Magaña, siguiendo la muga por la izquierda del Puntal a cruzar el
camino de la Aldea[9].
XXI.-
Entre los dos caminos y a 13 pasos del de Corella a la Venta, se encuentra el
mojón 20ª, a cuya derecha se halla una pieza de Segundo Vergara, siguiendo por
la izquierda de Morterete.
XXII.-
Continúa la muga hasta el Alto de Morterete, a cuya izquierda se encuentra el
mojón 2º en el ribazo de una pieza de labor de vecinos de Cintruénigo,
siguiendo la muga por una lista de romeros, de Alfaro.
XXIII.-
Al bajar del cabezo y a 240 pasos, se encontró el mojón 22º, hecho de argamasa.
XXIV.-
Sigue la muga por la viña de Sebastián Torrecilla e izquierda de Alfaro, cuya
jurisdicción acaba allí, por entrar en los Montes de Cierzo y separarse nuestra
muga a la derecha, encontrándose el mojón 23º, a los 40 pasos, lindando, a la
derecha, con tierras de labor de Cintruénigo; y a la izquierda, con tierras de
la Comunidad de los Siete Pueblos.
XXV.-
Sigue la muga por la senda y, a los 648 pasos del anterior, se encuentra el
mojón 24º, de argamasa, algo conocido. Está a la derecha, al entrar al camino
alto de Corella a Grávalos y al principio de una viña de Cintruénigo, con un
gran pedregal de piedras muy blancas. Sigue la senda hacia abajo, dejando a la
derecha tierra de labor de Cintruénigo.
XXVI.-
Continuando por la senda, y a 481 pasos a la derecha, se halla el mojón 25º,
muy conocido, hecho con argamasa. Sigue la senda y, a su derecha está una viña
de Juan Yanguas Pérez, y a la izquierda, tierra de labor de Cintruénigo. Se
sigue la senda de la derecha y se deja el camino de carros que va a Corella.
XXVII.-
Se sigue dicha senda por Vallas del Buey abajo y, a los 1264 pasos, se
encuentra a la izquierda, el mojón 26º, de argamasa, en una viña de
Cintruénigo. Dos caminos forman una cruz; se pasa la senda que va al Corral de
doña Josefa Octavio, y por la misma senda por la que se ha bajado y que
continúa, se llega a una viña de Joaquín Yanguas, a cuatro minutos del Corral
Blanco, a la izquierda. Desde esta viña, sigue hacia abajo la senda y, a los
318 pasos, se cruza el camino bajo de Grávalos a Corella, se entra y sigue la
senda entre viñas de Cintruénigo.
XXVIII.-
Se deja el camino de Corella y se sigue la senda, teniendo, a la derecha, una
viña de Robustiano Carrillo y apareciendo, a la izquierda, una vista de
Cintruénigo, donde se encuentra un mojón de argamasa.
XXIX.-
Se deja el camino a la parte opuesta al Barranco de Cruz, siguiendo la muga a
los 405 paos. A la derecha, se encuentra una senda que baja de una tierra de
labor de Cintruénigo; a los 340 pasos, se pasa el camino viejo de Corella, y a
los 88, bajando una cuestecita, se encuentra el pontigo del Somero. A
continuación, se deja el camino de la senda y se entra en dicho río, que está a
la derecha, siguiendo por el medio de él, la muga, desde detrás de la Ermita de
Nuestra Señora de la Concepción de Cintruénigo. La muga cruza la carretera de
los Baños y sigue por la mitad del río hasta cerca del Juncal, que se encuentra
a un cuarto de hora. Se acerca al cuarto árbol blando de los de la carretera, a
unos dos pasos de éstos, y a 20. De la estacada de Benito Aliaga. Sigue por
dicho río y luego, a mano izquierda, se encuentra el término de Torrejón y la
Estanca, lo que puede considerarse como el 14º apeo de Feloaga. Continúa la
muga por el mismo río hasta el paso de la Hiruela, quedando este paso dentro de
la jurisdicción de Fitero. A la derecha, hay heredades de Fitero, y a la
izquierda, el término de La Mayor, en la jurisdicción de Cintruénigo. Sigue la
muga, cruzando el río alhama al paso próximo a la Ermita de San Sebastián,
donde termina la muga del Norte.
[1] Obr. Cit.,
Parte II, nº 87 pp, 849-868. Fitero, 1887, Archivo Municipal.
[2] En la revisión,
comieron en la Abejera de Miguel Rupérez, a la terminación de la muga con
Cervera; y en la segunda revisión, en el Corral de doña Josefa Octavio. En una
y otra, pararon, cada vez, dos horas.
[3] Apeo o
apeamiento significa deslinde de tierras y el Apeo de Feloaga se llama así,
porque se realizó bajo la dirección del Licenciado Jerónimo de Feloaga, miembro
del Consejo de Su Majestad y Oídor del Real y Supremo Consejo del Reino de
Navarra. Lo mandó hacer el Monasterio para nulificar la decisión del pueblo, de
construir una nueva Villa, independiente de los frailes, en el término de
Olivarete.
[4] Ob. Cit.,
Primera Parte, p. 33.
[5] Hiruela es una deformación de Eruela, como se lee en otras escrituras;
es decir, una era pequeña y de poca utilidad.
[6] Las Hoyas de San Jorge son unas
hondonadas de tierras de labor que se sembraban, por entonces, de cereales.
Cabezada tiene aquí el sentido de espacio o parte de un terreno que está más
elevado que el resto.
[7] Campo Ripio
quiere decir campo de residuos: basuras, cascotes, restos de escarda,
hojarasca, etc.
[8] Lista de
romeros quiere decir faja estrecha y larga de terreno, poblados de romeros.
[9] Puntal quiere
decir aquí prominencia de un terreno, formando en punta.
ENSAYO DE UNA BIOGRAFÍA CRÍTICA DE SAN RAIMUNDO DE FITERO
Vicente de La Fuente,
escribió acerca de nuestro Santo: “La vida de San Raimundo está envuelta en
gran oscuridad, habiendo sido objeto de grandes debates su patria, su
nacimiento, apellido, monacato, sus desacuerdos con los cistercienses franceses
y hasta la fecha de su muerte” [1].
Pues bien, esa oscuridad continúa todavía y lo peor del caso es que, en lugar
de tratar de aclararla en lo posible, se la ha entenebrecido todavía más,
acumulando en torno a nuestro personaje falsedades, errores y leyendas que lo han
desfigurado por completo. Por esta razón nos impusimos, hace bastantes
años, cuando vivíamos aún en la República Mexicana, la tarea de barrer esa
broza, replanteando todas las cuestiones raimundanas y sometiéndolas a un
análisis crítico, estrictamente objetivo [2].
Por otra parte, hemos intentado proyectar alguna luz sobre aspectos
raimundanos, poco o nada estudiados todavía y que no carecen de interés. Así,
pues, es natural que, para desarrollar este ensayo hayamos adoptado la forma un
poco insólita de preguntas, ya que se trata, en la mayoría de los casos, de
cuestiones no aclaradas definitivamente y que, por lo mismo, siguen aún
constituyendo verdaderos interrogantes.
Se conservan más de un
centenar de documentos de la época de San Raimundo, pero no revelan nada acerca
de su personalidad ni de su vida, pues se reducen exclusivamente a escrituras
de compras y permutas de terrenos y a donaciones y privilegios concedidos al
monasterio. Por otra parte, sólo una decena son originales, y los demás
son copias, no siempre fiables ni interesantes, fuera de algunos documentos pontificios
y reales.
¿En qué año nació San Raimundo?
No lo sabemos a ciencia
cierta. En vano hemos consultado numerosas obras antiguas y modernas, pues casi
todas omiten tan importante dato. Sin duda lo ignoraban sus autores. A mediados
del siglo XIX, el autor francés Baptiste Abadie, en su libro Saint-Gaudens,
martyr, publicado en 1855, en la ciudad de Saint-Gaudens, señaló el año
1090. Y lo mismo han hecho posteriormente el Larousse du XX siècle [3];
Mr. Francis Gutton, en su obra L´Ordre de Calatrava [4],
y el Grand Larousse Encyclopédique [5].
Pero, ¿con qué fundamento? Lo ignoramos. Sin embargo, esta fecha es bastante
verosímil, pues el mismo Tumbo de Fitero afirma que San Raimundo murió
en 1164, a la edad de más de 74 años [6].
Por otra parte, todos los biógrafos de nuestro Santo convienen en que, al
fundar la Orden de Calatrava [7]
era ya un hombre de edad algo avanzada. “Este santo y cansado viejo...”,
dice de él don Jerónimo de Mascareñas, en su biografía de San Raimundo [8].
Ahora bien, un hombre no es ordinariamente viejo hasta que pasa de los 60. Por
tanto, si en 1158 había ya traspasado los umbrales de la sesentena, es que
había nacido, cuando menos, en la última década del siglo XI.
Añadamos todavía otro
indicio. Al parecer, San Raimundo tenía más edad que Diego Velázquez, el cual
sobrevivió a nuestro Santo 33 años. Ahora bien, don Vicente de La Fuente,
hablando de Fr. Diego, lo llama, a su vez, “intrépido anciano” [9].
Si, pues, Fr. Diego era ya un anciano en 1158 y San Raimundo tenía más edad que
él, es claro que nuestro Santo había ya pasado, hacía tiempo, de los 60. Por lo
demás, no se nos oculta que estos indicios tienen muy escasa fuerza probatoria,
pues habría que preguntarse en qué se fundaron tanto Mascareñas como La Fuente,
para aseverar que San Raimundo y Diego Velázquez eran ya unos ancianos en 1158.
De todos modos, el año 1090, dado por Mr. Baptiste Abadie, si no es
rigurosamente exacto, debe ser bastante aproximado y nos parece bastante
verosímil. Añadamos, como curiosa coincidencia, que en el año 1090 nació otro prohombre
de la Orden del Císter y de la Iglesia universal: San Bernardo de Claraval.
¿Dónde nació San Raimundo?
Tampoco se sabe con
certeza, pues se disputan su cuna, entre otras poblaciones menos importantes,
dos españolas: Tarazona y Barcelona, y una francesa: Saint-Gaudens. Sin duda,
debido a esta incertidumbre, algunas obras españolas modernas se abstienen de
pronunciarse a favor de ninguna localidad. Baste citar la Enciclopedia de la
Religión Católica, dirigida por R. D. Ferreres [10];
la Historia de la Iglesia Católica, de la Biblioteca de Autores Cristianos [11],
y la Enciclopedia Universal, de Espasa-Calpe [12].
Haciendo caso omiso de la afirmación de algunos autores despistados que han
señalado como lugar de nacimiento de nuestro santo a Tarragona, confundiéndola
con Tarazona, así como de las opiniones completamente improbables del P.
Carvalho, que quiso hacerlo originario de la provincia de Pontevedra, y dos
monjes de la abadía de Fitero – aludidos por Fr. Roberto Muñiz en su Médula
histórica cisterciense -, según los cuales San Raimundo nació en la villa
de Tudején, vamos a examinar detenidamente las tres primeras hipótesis.
El origen turiasonense de
San Raimundo fue propalado principalmente por el cronista cisterciense Fr.
Bernabé de Montalvo, en su Crónica de la Orden del Císter e Instituto de San
Bernardo [13];
por Fr. Juan Briz Martínez, en su Historia de la fundación y antigüedades de
San Juan de la Peña y de los Reyes de Sobrarbe, Aragón y Navarra [14];
por Fr. Antonio de Yepes, en su Crónica General de la Orden de San Benito
[15];
por Fr. Angel Manrique, en sus Annales Cistercienses [16];
por el capellán Juan Julián Caparrós, en sus adiciones biográficas a la edición
española del Año Cristiano, del P. Jean Croiset, traducido por el P.
José F. de Isla [17];
por Fr. Roberto Muñiz, en su ya citada Médula histórica cisterciense [18];
por el canónigo Félix de Latassa, en su Biblioteca antigua de escritores
aragoneses [19],
y, por fin, por don Vicente de La Fuente en la continuación de la España
Sagrada, del P. Enrique Flórez [20],
y por José María Sanz Artibucilla, en su Historia de la ciudad de Tarazona
[21]
En cuanto a algunas otras
obras más modernas, que consignan la misma opinión, como los Diccionarios
Enciclopédicos Hispano-Americano, Salvat y U.T.E.H.A., y El Santo de
cada día, de Edelvives [22],
se han limitado a copiar a alguno de los autores mencionados. En 1963, con
motivo del VIII centenario de la muerte de San Raimundo, el P. Hermenegildo
Marín publicó San Raimundo de Fitero, abad y fundador de Calatrava,
adhiriéndose al mismo dictamen [23].
También en el monasterio de Fitero hubo algún prelado que sostuvo lo mismo,
pues según cuenta el P. Calatayud, al levantarse su grandiosa Librería, a
principios del siglo XVII, se puso en el friso de la cornisa una inscripción,
desaparecida posteriormente, que decía: “Dn. Fray Raimundo de Sierra, natural
de la ciudad de Tarazona, Primer Abad de Fitero. Fundador de la Orden de
Calatrava [24],
murió el año de 1164”. Pero el mismo P. Calatayud desecha su fuerza probatoria [25].
¿Pruebas del origen
turiasonense de San Raimundo? Se reducen a “la tradición común y la particular
de la ciudad y Santa Iglesia de Tarazona”, reforzada con la circunstancia de
“haber sido la familia de los Serra muy antigua y de conocido lustre en la
ciudad” [26].
Por su parte, don Julián Caparrós se limita a invocar “la opinión más
autorizada”, y el P. Muñiz, “la opinión más probable”, sin explicarnos ni uno
ni otro las razones que tienen para considerarla como tal. Más cauto, el P.
Yepes escribe: “Dicen que era natural de la ciudad de Tarazona, en Aragón, y
que fue canónigo de aquella iglesia, antes de tomar el hábito” [27].
La misma precaución
muestra la Liturgia de las Horas para la Iglesia en Navarra, publicada
recientemente, pues comienza diciendo que San Raimundo “nació, a finales del
siglo XI, en Tarazona de Aragón, según se cree” [28].
En fin, don Vicente de La Fuente hace especial hincapié en que San Raimundo fue
canónigo de Tarazona, lo cual no está comprobado, ni quiere decir, por otra
parte, que naciera allí, pues entonces, como ahora, se podía ser canónigo de
una catedral de cualquier ciudad, sin ser nativo de esta última. “Habiendo como
había mozárabes en Tarazona – escribe -, ¿por qué no podía ser San Raimundo
mozárabe de aquella ciudad, cuando la conquistó Alfonso el Batallador y el
obispo don Miguel instituyó su cabildo? Desde la conquista de Tarazona en 1118,
hasta la aparición de San Raimundo en Yerga en 1141, van 23 años, en que pudo
ordenarse y ser canónigo” [29].
Desde luego, pero en la historia no se trata de lo que pudo
ser, sino del que fue, y ¿dónde están las pruebas de que San
Raimundo nació efectivamente en Tarazona? Don Vicente no aduce ninguna
convincente, limitándose, como Latassa, a traer a colación la tradición de la
iglesia de Tarazona e incluso de su Ayuntamiento, el cual puso el retrato de
nuestro Santo entre los de los hijos célebres de la ciudad. Asimismo insiste en
el pretendido apellido turiasonense de San Raimundo, aunque no está seguro de
él. “Si San Raimundo – escribe – era de apellido Sierra, en Tarazona había en
aquella época una familia del mismo apellido, como consta por una escritura de
donación hecha en 1130 por doña Toda de Sierra, a la iglesia de Santa María de
Rabate et ad suum clericum in Tirasona” [30]. Lo malo es que Latassa, como hemos
visto, argumenta de la misma manera, pero suponiéndolo descendiente de alguna
otra familia turiasonense, apellidada Serra y no Sierra. Por lo demás, es claro
que estos alegatos antroponímicos no tienen ningún valor, puesto que en otras
ciudades y regiones cristianas de aquel tiempo, también existían los apellidos
Serra y Sierra. Fundándose precisamente en este último, el escritor gallego P.
Luis Alfonso de Carvalho, S. J., sostuvo, a su vez, que nuestro Santo era
pontevedrés, porque Sierra era un apellido entroncado con la casa de Sierra de
Llamas de Mauro, en el concejo de Cangas.
El origen barcelonés del
primer abad de Fitero fue difundido principalmente por Fr. Francisco de Rades y
Andrade, capellán de honor de Felipe II, en su Crónica de las tres Ordenes
de Caballería de Santiago, Calatrava y Alcántara [31];
por el Licenciado Francisco Caro de Torres, en su Historia de las ordenes
Militares de Santiago, Calatrava y Alcántara [32];
por el escritor y eclesiástico portugués, Jerónimo Mascarenhas (castellanizado
Mascareñas), el cual publicó en Madrid, entre otras obras, una Apología
histórica de la Orden de Calatrava (1651) y una biografía de Raymundo,
abad de Fitero (1653), y por el erudito y literato, don Aureliano
Fernández-Guerra, en La Orden de Calatrava, t. I, parte II de la Historia
de las Ordenes de Caballeros y de Caballería [33].
¿Pruebas del origen barcelonés de San Raimundo? Tampoco son de mucho peso.
Mascareñas se funda en que el nombre de Ramón – forma catalana de Raimundo –
era más usado en Cataluña, durante la Edad Media, que en el resto de la
Península, y en la tradición de la familia de los Zagarrigas, antigua e ilustre
en Barcelona, la cual afirmaba que era hijo de su Casa y que conservaba en su archivo
algunos papeles que daban fe de ello [34].
¿Pero ya vio y examinó estos papeles don Jerónimo? No nos lo dice y es una
lástima. En cuanto a lo de que el nombre de Ramón fuese, en la Edad Media,
mucho más usado en Cataluña que en el resto de la Península, estamos de
acuerdo; más lo malo del caso es que son rarísimos los historiadores que llaman
a nuestro santo San Ramón, y dudamos mucho de que ni en Navarra ni en Castilla
lo llamase el pueblo Fr. Ramón. ¿Dónde están las pruebas? En ninguna parte.
Finalmente, la opinión que ha tenido y sigue teniendo buenos propugnadores, es
la que asegura que el primer abad de Fitero no fue español, sino francés, y que
su cuna fue Saint-Gaudens.
Saint-Gaudens es una
subprefectura del departamento del Alto Garona cuya prefectura es Toulouse y
está situada en una meseta, a la orilla derecha de dicho río. En la actualidad
tiene unos 11.580 habitantes. Dista 90 kilómetros de Toulouse y 85 de Lourdes,
y es la capital del país de Comminges. Está a 405 metros sobre el nivel del
mar. Entre los defensores españoles del origen sangaudinés de nuestro santo, se
cuentan el cronista y monje de la abadía de Fitero, Fr. Jerónimo de Alava,
autor de unas Memorias de Fitero, escritas hacia 1630; el historiador
navarro P. José de Moret, autor de los clásicos Annales del Reyno de Navarra
[35],
y el cronista y dos veces abad de Fitero, Fr. Manuel de Calatayud y Amasa [36],
quien vivió en el siglo XVIII y escribió una obra, conocida con el título
facticio de Memorias del Monasterio de Fitero [37].
El mismo de La Fuente reconoce que Fr. Manuel era un hombre “imparcial en la
cuestión” [38]
y el más eminente que tenía a la sazón la Congregación.
El P. Moret es
terminante, pues afirma que San Raimundo era “extranjero, natural del pueblo
de San Gaudencio, en el Condado de Comanje, como se halla en un manuscrito
antiguo del archivo de Fitero”, añadiendo que, aunque fue canónigo de
Tarazona, no hay razón para hacerlo natural de allí [39].
Entre los extranjeros que consignan la misma opinión, hay que anotar a los
Pequeños Bolandistas, continuadores de las Acta Sanctorum de sus
predecesores; al cronista de Saint-Gaudens, Baptiste Abadie, ya citado; al
investigador vasco-francés Arnald d´Oihenart (1592-1668), en su Notitia
utriusque Vasconiae, y, modernamente, a Mr. Francis Gutton, en su ya citada
obra L´Ordre de Calatrava, escrita por encargo de la Comisión de
Historia de la orden del Císter y prologada por Fr. M. Gabriel Sortais, Abad
General de los Cistercienses de la Santa Observancia. Asimismo hacen constar
tal parecer, en los artículos respectivos sobre San Raimundo y sobre
Saint-Gaudens, el Larousse du XXè siècle [40]
y el Grand Larousse Encyclopédique [41].
Y posteriormente, han sostenido la misma opinión Dom Maur Cocheril en sus Études
sur le monachisme en Espagne et au Portugal [42]
y el P. Anselme Dimier en L´Art Cistercien hors de France [43]
¿Pruebas del origen sangaudinés de San Raimundo? Por de pronto, la afirmación
del Breviario de Comminges, el cual conmemora la fiesta de nuestro Santo el día
30 de abril [44].
Pero esta razón es
evidentemente insuficiente, porque está demostrado que las noticias biográficas
de los breviarios son más de una vez erróneas y, por lo mismo, no constituyen
un argumento convincente. La segunda es que San Raimundo perteneció a una
familia distinguida de Saint-Gaudens, la cual, al decir de Abadie, dio
numerosos cónsules a la ciudad, como lo atestiguan diversos documentos
conservados en los Archivos de la Alcaldía. Esta prueba es más aceptable,
siempre y cuando esos documentos demuestren efectivamente el parentesco directo
o indirecto de nuestro Santo, con alguno de los cónsules aludidos; pero ni Mr.
Abadie ni Mr. Gutton transcriben ninguno. La tercera prueba es que en
Saint-Gaudens existe un “inmueble que fue la casa natal de Raymond Serrat”.
Mr. Gutton inserta, al frente de las 58 ilustraciones del final de su libro,
una fotografía de dicho inmueble, poniéndole debajo las palabras que acabamos
de entrecomillar. En el texto de su obra precisa además que dicha casa “se
encontraba al Norte de la ciudad, en el barrio del Pradet” [45].
Según las noticias de
Baptiste Abadie, en tiempos pasados, durante la época de las Rogativas, había
costumbre de ir en procesión hasta la casa de San Raimundo, para colgar una
corona de laureles, en un gran clavo que tenía en la fachada, bendiciendo esta
ofrenda el sacerdote que presidía la ceremonia. El mismo Abadie asegura que
tomó parte muchas veces en dichas procesiones, las cuales todavía se celebraban
al principio del siglo actual, según el testimonio de un nieto suyo, Mr. A.
Abadie, librero de Saint-Gaudens, a quien entrevistó Mr. Gutton. ¿Quiso decir
el historiador francés que dicho inmueble es efectivamente la auténtica casa en
que nació San Raimundo? Si realmente fue así, la prueba es contundente. Mas nos
extraña bastante que, al cabo de 900 años y pico, dicha casa continúe todavía
en pie. Y, en efecto, ya no continúa, pues, según nos comunicó por carta del 12
de enero [46]
del año 1981, Mr. Noël Estrade, Conservador del Museo Municipal de
Saint-Gaudens, de 70 años de edad, él no la conoció y sobre su presunto
emplazamiento, se construyó un inmueble moderno.
¿Quiso decir Mr. Gutton
que el solar del inmueble fotografiado por él fue el sitio en que estuvo la
casa en que nació San Raimundo? Entonces la cosa varía y su aserto es más
verosímil. Pero, ¿dónde están las pruebas documentales? Mr. Gutton no aduce
ninguna, ateniéndose únicamente a la tradición popular. En efecto, el pueblo de
Saint-Gaudens cree auténtica dicha tradición y hasta una placa de la ciudad
lleva todavía el nombre de San Raimundo, a quien los franceses llaman
ordinariamente Saint Raymond de Calatrava. Según me decía en dicha carta Mr.
Estrade, precisamente en la Plaza de San Raimundo, se organiza, todos los
jueves, el Mercado Público, pues está situada en el centro de la ciudad,
adyacente a la Rue de la République. Por otra parte, en la Colegiata [47]
románica de Saint-Gaudens, hay un testimonio artístico del culto rendido a San
Raimundo por su vecindario: es una buena pintura que representa al Santo,
ubicada en el extremo derecho de los arcos ciegos del plano superior del Altar
Mayor. En dicho plano, figuran asimismo San Esteban, San Juan Bautista y San
Exuperio. Ahora bien, estas pinturas solo datan de mediados del siglo XIX,
cuando la iglesia fue restaurada por Viollet-le-Duc. De todos modos, esta
pintura de nuestro Santo pone de relieve la convicción del pueblo de
Saint-Gaudens de que San Raimundo fue hijo de esta ciudad, como lo asegura el
folleto de propaganda turística Saint-Gaudens et sa Collégiale en estos
términos: “Saint-Raymond, originaire de la cité, abbé cistercien de Fitère
(en Espagne) et fondateur de l´Ordre religieux et militaire de Calatrava”
[48].
No se puede negar que todos estos datos son lo bastante impresionantes como
para tomar muy en serio esta opinión; sobre todo, teniendo en cuenta que se
trata de una ciudad francesa poco conocida e importante, la cual no tenía
motivos particulares para adjudicarse la pertenencia de un personaje que, al
fin y al cabo, se hizo famoso por sus empresas en España y no en Francia, y
cuyas empresas, por añadidura, no fueron bien vistas por los cistercienses
franceses de su época. De todos modos, no nos atrevemos a concluir
terminantemente que San Raimundo naciera en Saint-Gaudens. Desde luego, nos
parece probabilísimo, pero nada más.
Por lo demás, el origen
francés del primer abad de Fitero ha sido impugnado ásperamente por don Vicente
de La Fuente; pero sus objeciones son más apasionadas que concluyentes.
Veámoslas: a propósito del aserto de Fr. Jerónimo de Alava: “San Raimundo,
primer abad de Fitero, fue ciudadano de Saint-Gaudens”, escribe don
Vicente, que “nada significa”, y se pregunta: “¿De dónde lo sacó el P. Alava?
No lo sabemos: quizá del Fiteriense, que, a su vez, era un papel
originario de Morimundo, poco aceptable” [49].
Ese exabrupto es
inadmisible, pues el P. Alava no era un plagiario cualquiera. En un informe
sobre la abadía de Fitero, enviado a Cîteaux hacia 1733 – es decir, casi un
siglo después de la muerte de aquél – y que consta en el Archivo General de
Navarra [50],
según el señor Goñi Gaztambide, se dice que Fr. Jerónimo de Alava “fue muy
versado en historia, amantísimo de las antigüedades e incansable en revolver
los archivos, de los cuales sacó a la luz cosas que habían estado ocultas,
durante largo tiempo”. La misma Diputación de Navarra le consultaba en
cuestiones históricas, como puede verse en los Rincones de la Historia de
Navarra, de don Florencio Idoate” [51].
Por otra parte, si el mismo de la Fuente confiesa que no sabe de dónde sacó el
P. Alava tal noticia, ¿por qué dice que “quizá del Fiteriense?”.
El Fiteriense era
un antiguo manuscrito de nuestra abadía, escrito probablemente por un monje
anónimo de ella, en el que se hacía constar que San Raimundo era originario de
Saint-Gaudens. Estaba todavía en ella en la segunda mitad del siglo XVIII,
puesto que el abad, Fr. Manuel de Calatayud lo cita en sus Memorias;
pero más tarde desapareció misteriosamente. Como acabamos de ver, de la Fuente
asegura rotundamente que “era un papel originario de Morimundo”, olvidándose
de que, unas líneas antes, en la página 38, había escrito que “se supone
escrito por un monje francés de Morimundo”. ¿En qué quedamos? ¿Se supone o
lo era? Por supuesto, don Vicente no lo vio y es muy verosímil que no supiera
del Fiteriense más que lo que había leído en el Aparato de la
Historia eclesiástica de Aragón, escrito por el sacerdote zaragozano, P.
Joaquín Traggia (1748-1813), a quien cita más adelante y del que reconoce que
yerra más de una vez; pero como el citado manuscrito le estorbaba para sostener
su tesis de que San Raimundo era de Tarazona, don Vicente lo recusó
sencillamente como poco aceptable. En cambio, el P. Moret, que “vio y leyó”
El Fiteriense, escribe que “parece escrito, cuando el caso era muy
reciente, y da muy cumplida relación de todo [52]
”. El caso a que se refiere es la donación de Calatrava a San Raimundo por el
rey, Sancho III de Castilla. Como se ve, pues, el P. Moret, que sabía más de
historia de Navarra que don Vicente de la Fuente, no tenía al Fiteriense
por “un papel poco aceptable”. Pero, si, en efecto, lo era, si contenía
infundios inaceptables, ¿por qué, en vez de refutarlos, como hubiera sido lo
lógico, optaron, al cabo de los siglos, por hacerlo desaparecer? ¿Qué interés
había en ello? ¿Es que contenía, tal vez, verdades incómodas? ¡Quién sabe!
Tampoco el P. Manrique
consideraba al Fiteriense “un papel poco aceptable”, puesto que
admitió sus narraciones y confiesa que tenía una copia, concordante con otra
que existía en el colegio salmantinense de San Bartolomé. Pero todas las copias
desaparecieron misteriosamente. No deja de ser extraño y sospechoso.
Refiriéndose de la Fuente a los documentos relativos a San Raimundo,
procedentes de la abadía de Morimond (él la llama, como hemos visto, Morimundo,
castellanizando el latín morimundus), escribe que “naturalmente propendían a
considerarlo como francés de origen y de hábito” por el empeño que tuvieron
después los monjes de aquel monasterio “en tener supeditada la orden de
Calatrava” [53].
Este alegato, si no fuera por su malevolencia, resultaría infantil, pues la
jurisdicción de la abadía de Morimond sobre la Orden Militar de Calatrava no
tuvo que ver absolutamente nada con la nacionalidad de San Raimundo. En un
principio, la Orden Militar de Calatrava pasó a depender del monasterio de la
Scala-Dei, sencillamente por haber sido fundada por el superior de una abadía
filial suya: el primer abad de Fitero. Para el caso, tanto daba que este abad
se llamase Raimundo, Clodomiro o Anastasio y que fuese español, francés o
alemán. Y después, al morir nuestro Santo y romper los caballeros con los
monjes de Calatrava, continuó la misma dependencia, porque así lo dispuso el
Capítulo General del Císter de 1164, cuando se presentó ante él don García,
primer Maestre de la Orden [54],
a solicitar la incorporación o afiliación de ésta a la Congregación
Cisterciense.
Más tarde, la Orden
Militar de Calatrava pasó a la jurisdicción de la abadía de Morimond, al
cedérsela a esta última el monasterio de la Scala-Dei, a cambio de un priorato
en la Gascuña. Así lo precisa el cronista Fr. Bernabé de Montalvo y lo admite
el mismo de la Fuente, detallando Mr. Francis Gutton que la decisión fue tomada
por el Capítulo General del Císter de 1187 y confirmada por el Gregorio VIII,
mediante una bula firmada en Ferrara, el 4 de noviembre del mismo año. A
la sazón era IV Maestre de la Orden, don Nuño Pérez de Quiñones. Arguyendo con
la misma lógica que don Vicente, también se podría decir que, si Tarazona
propende a considerar a San Raimundo como hijo suyo y canónigo de su catedral,
es por el empeño que tuvo siempre su obispado en tener supeditada a la abadía
de Fitero, a causa de su importancia y de sus riquezas. Y este empeño no es un
infundio nuestro, sino una realidad histórica.
Refiere don José Goñi
Gaztambide que, ya al morir San Raimundo, el segundo obispo de Tarazona, don
Martín, “usurpó el Monasterio y bendijo al segundo abad, Guillermo. Juan,
arcediano de Tarazona, más tarde obispo de la misma ciudad, se presentó a mano
armada, con una numerosa escolta, en Fitero, y penetrando dentro del atrio con
furor e ímpetu, golpeó a unos monjes e hirió a otros y se llevó cabras y
cerdos de los religiosos, porque éstos no querían obedecer a la iglesia de
Tarazona [55]
”. Con tan contundentes argumentos, el obispado de Tarazona se salió por
entonces con la suya, pero no se acabaron las diferencias entre aquél y el
monasterio de Fitero, el cual terminó por sacudirse la tutela de Tarazona,
convirtiéndose en territorio nullius, en el siglo XVI, y sólo después de
la exclaustración definitiva de los monjes, a finales de 1835, la parroquia de
Fitero pasó a depender de nuevo de la Mitra de Tarazona. Pero, en fin, cortemos
esta argumentación capciosa, que no vale menos que la “morimundesca” de don
Vicente y continuemos con sus objeciones.
De la Fuente, tratando de
refutar el relato del LXVII y LXXI abad de Fitero, Fr. Manuel de Calatayud, en
el que afirma que San Raimundo era de Saint-Gaudens, alega que “esta
narración no se aviene con la declaración de haber sido San Raimundo canónigo
de Tarazona [56].”
¿Y por qué no? En primer lugar, está todavía por demostrar que, en efecto, fue
canónigo de Tarazona, y en segundo, ¿por qué un clérigo francés – secular o
regular – no pudo haber sido, en aquella época, canónigo de Tarazona, cuando lo
fueron bastantes, de otras catedrales españolas de mayor importancia? Y más
aún, pues, por aquel tiempo, fueron monjes cluniacenses franceses los dos
primeros arzobispos toledanos de la Reconquista: Bernard de Sauvetat y Raymond
de Salviac; e igualmente clérigos franceses, el arzobispo de Compostela
(Dalmace) y los obispos de Salamanca (Jérôme de Perigueux), de Segovia (Pierre
d´Agen), de Pamplona (Pierre d´Andouque), de Osma (Pierre de Bourges), de
Sigüenza (Bernard d´Agen), de Roda-Barbastro (Pons), etc [57].
El último argumento de don Vicente de la Fuente contra el orígen francés de San
Raimundo, es la defensa de Calatrava. “No parece probable – escribe – que
tuviera tanto empeño en defender un pueblo español, a no serlo él, cuando los
cistercienses franceses llevaban a mal que se metiera en aquella empresa [58]”
Vamos por partes. En
primer término, la iniciativa de la defensa de Calatrava no partió de San
Raimundo, sino de su compañero, Fr. Diego Velázquez, y en segundo, don Vicente
olvidaba, por lo visto, al escribir estas líneas, la participación considerable
que tuvieron, en las guerras de la Reconquista española, muchos señores
feudales y hasta eclesiásticos franceses. Refiriéndose exclusivamente al asedio
y toma de Zaragoza (1114-1118) por Alfonso I el Batallador, don Pedro Aguado
Bleye, en su Manual de Historia de España [59]
nombra a los siguientes: Gaston, vizconde de Bearne; Rotrou du Perche (conde de
Alperche); Centullo, conde de Bigorra; Pedro, vizconde de Gabarret; Ogier,
señor de Miramont; Guy, obispo de Lescar; Arnaldo, vizconde de Lavedán “y
otros” [60].
Precisamente uno de éstos, el conde Rotrou du Perche de Alperche fue, al
parecer, el que reconquistó previamente Tudela, a fines de agosto de 1114 [61],
facilitando así la liberación posterior de los pueblos de la cuenca del Alhama,
y entre ellos, de Tudején, con el territorio actual de Fitero. Como vemos, no
era ninguna cosa extraordinaria, en aquel siglo, que San Raimundo, siendo
francés, se interesase por la defensa de una plaza española contra la morisma.
En conclusión, las objeciones de don Vicente de la Fuente contra el origen
francés de nuestro Santo no tienen ningún valor.
¿Cómo se apellidó San Raimundo?
Antes de contestar a esta
pregunta, es preciso aclarar una cuestión previa: la de si nuestro Santo llevó
efectivamente algún apellido, pues, en la época en que vivió, ni en España ni
en Francia, usaba todo el mundo apellidos, como ocurre en la actualidad. Por
otra parte, los individuos que ingresaban en una Orden religiosa, aun cuando
tuviesen un apellido patronímico o simplemente un sobrenombre familiar, no
solían emplearlos, siendo conocidos únicamente por sus nombres de bautismo.
Por de pronto, es
bastante sospechoso que el primer historiador español que se ocupó de San
Raimundo, don Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo, en su obra en
latín, Historia Gothica o De rebus Hispaniae (libro VII), no
adjudique a nuestro Santo ningún apellido, mientras que a su compañero Fr.
Diego lo nombra por su nombre y apellido: Diego Velázquez. Y hay que advertir
que don Rodrigo casi fue contemporáneo de nuestro primer abad, pues nació pocos
años después de muerto éste y murió en 1247; de manera que podía estar bien
enterado. Análogamente el primer historiador español en castellano, Alfonso X
el Sabio, quien se ocupó también de San Raimundo, en su Primera Chrónica
General o Estoria de España, tampoco le confiere ningún apellido,
llamándolo simplemente don Remón. Y Alfonso X vivió en el siglo XIII.
Los PP. Zapater y Calatayud achacan al historiador Briz Martínez, fallecido en
1632, el haber inventado el pretendido apellido Sierra de San Raimundo,
afirmando otros que el documento español más antiguo conocido hasta hoy que da
al primer abad de Fuero un apellido: el de Sierra, es el Tumbo
del monasterio de Monte Sión [62],
cuya fecha de compilación se desconoce; pero, según la observación de Vicente
de la Fuente, «si es de los siglos XVI o XVII, poca autoridad podrá dársele
para esta cuestión» [63].
¿Por qué? Porque desgraciadamente los escritores religiosos de dichas centurias
no se anduvieron con escrúpulos para inventar, tergiversar y desfigurar a su
antojo y conveniencia, la historia en general y la hagiografia en particular.
Hace pocos años, el P. Norbert Backmund, historiador de la Orden de los
Premonstratenses, les lanzó todavía esta tremenda acusación: «Es bien
notorio que, en la Península, los escritores religiosos de los siglos XVI y
XVII corrigieron sin escrúpulos la historia, no siempre gloriosa, de su pasado,
inventando fábulas a la mayor gloria de su Orden y quemando los documentos
onerosos y escandalosos» [64].
Fundándose probablemente
en el Tumbo de Monte Sión, R. Muñiz, J. Mascareñas, A. de Carvalho, P. Centeno
y J. de Rojas (estos dos últimos, en la hagiografia raimundiana de J. J.
Caparros, inserta en el Año Cristiano de Croiset y retocada por ellos),
Blasco de Lanuza, siguiendo a Briz Martínez, etc., apellidaron igualmente Sierra
a San Raimundo, mientras que Hacera, Latassa y R. García Villoslada le
dieron el apellido de Serra. ¿Quién tiene razón? Probablemente
ninguno, pues si como parece lo más verosimíl, San Raimundo fue de origen
francés, es más lógico que se apellidase Serrat, que es como lo
apellidan los autores franceses B. Abadie, F. Gutton y M. Cocheril. Pero
tampoco éstos aducen ningún documento que lo compruebe, y hasta sospechamos que
se limitaron a afrancesar el inventado por los españoles. Desde luego, de
haberse apellidado efectivamente Serrat nuestro primer abad, Sierra y Serra
serían respectivamente la castellanización y la catalanización de Serrat,
aunque hay que advertir que no hacía falta catalanizarlo como Serra, porque
Serrat también es un apellido catalán (y por otra parte, Serra también lo es
gallego y valenciano).
Debe tenerse en cuenta a
este propósito que Serrat no es ninguna palabreja del francés común, el cual se
formó principalmente del dialecto de la lengua de oil, llamado el francien;
y por eso la palabreja serrat no figura en ningún diccionario
francés propiamente dicho. Ni en los generales (de Littré, Larousse,
Darmesteter, etc.), ni en los especiales (de Godefroy, Gransaignes d´Hauterive,
Dauzat, etc.). Serrat es una palabra provenzal, es decir, de la familia
lingüística occitana, que comprende las lenguas habladas en el Mediodía de
Francia, desde el Delfinado hasta los Pirineos y el Golfo de León, y además en
Cataluña, Valencia y Mallorca. Uno de estos dialectos es el que se hablaba en
el Condado de Comminges, ya en el siglo XII. La misma ciudad de Saint-Gaudens
no se llamaba así, en tiempos de San Raimundo, sino Mas Saint-Pierre, y
tomó su nombre actual, en el siglo XIII, en honor de un mártir de la
localidad, asesinado a los 13 años por su fe cristiana, en el año 475, durante
la persecución de Eurico, rey de los visigodos. Ahora bien, mas también
es otra palabra provenzal y significa casa de campo, cortijo o granja. En
cuanto a serrat, tiene diferentes significados. El Diccionari Catalá-Valencià-Bálear
[65]
da los siguientes: a) como sustantivo, serrat quiere decir
cordillera, montaña relativamente pequeña y tierra cubierta de vegetación
espesa, siendo además topónimo de diversos lugares; b) como adjetivo, significa,
por una parte, serrado y aserrado, y por otra, cerrado y reservado [66].
Por su parte, el Dictionnaire
des idiomes romans du Midi de la France, de Gabriel Azais [67],
le da, como sustantivo, el significado de montaña, y como adjetivo y
participio, los de apretado y aserrado, equivalentes, respectivamente,
a las voces francesas serré y scié [68].
¿Pero ya se usaba la palabra serrat en tiempos de San Raimundo?
Indiscutiblemente, sí, lo cual puede comprobarse leyendo el célebre serventesio
Elogio de la guerra, escrito por Bertrand de Born, trovador contemporáneo
de San Raimundo, pues murió en 1210, convertido asimismo, hacía años, en monje
Císterciense [69].
...es
tot entorn claus defossatz,
ab lissas de fortz pals serratz.
(Está todo circunvalado de fosos,
protegido por empalizadas de sólidas estacas apretadas).
Lo que no hemos podido
comprobar es si Serrat se empleaba ya en el siglo XII, como sobrenombre
o apellido. En todo caso, es un hecho indudable el uso de sobrenombres
provenzales, en la época de San Raimundo. Paul Lebel, en su pequeño manual, Les
noms de personne en France, trae a colación cerca de un centenar de
sobrenombres, que se empleaban ya en Francia en el siglo XII. Pues bien, una
treintena de ellos son provenzales y se refieren: 1) a las particularidades
físicas de los individuos, como Mal fag (contrahecho); 2) a sus
cualidades morales, como Amoros (enamorado); 3) a su oficio, como Porta
fais (cargador); 4) a su lugar de origen, como gasc (gascón), etc. [70].
Haciendo, pues, una aplicación antroponímica al caso de la familia de San
Raimundo, Serrat podría muy bien traducirse como serrano (habitante
o procedente de una sierra o montaña), serrador (que se dedica a serrar
árboles o madera en general), reservado (poco comunicativo), apretado
(tacaño) o encerrado (que sale poco de casa). Pero
ignoramos francamente en qué sentido se le pudo aplicar el sobrenombre de
Serrat a San Raimundo o a alguno de sus antepasados. En todo caso, cualquiera
de las cinco acepciones dadas es aceptable, pues las tres últimas son de
carácter moral, y las dos primeras concuerdan perfectamente con el tipo
montañoso, boscoso y maderero de la región de Comminges.
Mr. Francis Gutton ha
insinuado otra hipótesis que bien podría ser la verdadera explicación del
pretendido apellido occitano del primer abad de Fitero, y es que Serrat fuese
una corrupción de Cerat, teniendo en cuenta que Saint-Cerat fue un
apóstol de aquella región, en la que había más de un lugar y de un santuario
que lo recordaban [71].
Desde luego, es bien posible; pero, ¿dónde están las pruebas? En conclusión: la
cuestión del verdadero apellido de San Raimundo, si es que llevó alguno, en
efecto, está todavía por resolver.
Su infancia y su mocedad
son un misterio. ¿Estudió en la Universidad de París, como pretende algún
cronista? ¿Siguió la carrera sacerdotal en Tarazona, como aseveran otros? Nada
es seguro. ¿Fue canónigo de la catedral de Tarazona y, a continuación, ermitaño
en Yerga? Así lo afirman algunos autores; pero no hay ningún documento
fidedigno que lo acredite. Lo mas probable es que San Raimundo, pasada ya la
veintena, ingresara en algún monasterio cisterciense francés, dependiente de la
Abadía de Morimond, la cual había sido fundada en la Champagne, en 1115; y que,
cuando Marimond abrió en 1137 las filiales de Aiguebelle, Berdous,
Bonnefont y Escale-Dieu (Scala-Dei), San Raimundo fuese
trasladado a esta última. La Scala-Dei [72]
se estableció en un terreno desierto, donado por el Conde de Bigorre, Pierre
Marsan, y situado en un estrecho valle pirenaico, junto a las fuentes del río
Adour, perteneciente, en la actualidad, al departamento francés de los Altos
Pirineos. Poco después, Alfonso VII de Castilla se dirigió a los cistercienses
franceses, con la petición de que viniesen a hacer algunas fundaciones en su
Reino y, con tal motivo, la Scala-Dei envió al abad Durand, con doce compañeros
más, para abrir una abadía en la montaña de Yerga [73].
San Raimundo vino en calidad de Prior. Los expedicionarios debieron hacer el
via¡e seguramente a pie, tardando alrededor de una semana. Siguiendo la ruta de
los peregrinos provenzales de Santiago de Compostela, entraron en España por
Somport, cerca de Canfranc, continuando por la línea de Jaca, Monreal y Puente
la Reina. Aquí se separaron de los peregrinos jacobitas y, bordeando la orilla
derecha del río Arga, llegaron a Milagro. Por la famosa barca de este pueblo,
atravesaron el Ebro y desembocaron en Alfaro; y desde esta localidad, subieron
a Yerga. Fue probablemente hacia el mes de mayo de 1139. No se sabe si existía
ya en Yerga una ermita, en la que, según algunos autores, se albergaron
primeramente los monjes, o si fue construida por éstos ¿Edificaron asimismo un
convento? Es muy probable; pero no nos consta. Durand y sus compañeros vivieron
en esta montaña alrededor de dos años. En el verano de 1140, Alfonso VII de
Castilla vino a acampar en sus inmediaciones, en son de guerra contra el Rey de
Navarra, García Ramírez el Restaurador, y noticioso de las precarias
condiciones en que se desenvolvía la comunidad de Yerga, hizo donación
al abad Durand y a sus sucesores, de una granja o pequeña villa desierta,
llamada Niencebas, que se encontraba en un valle próximo, a dos leguas
de la ermita de Yerga, a una de Fitero y a cuatro de Calahorra. Vale la pena de ofrecer a nuestros lectores una
traducción íntegra y directa de ese histórico documento [74],
que hemos hecho literalmente de la copia latina que inserta Cristina Monterde,
en su ya citada Colección diplomática del monasterio de Fitero [75]
.
«En
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Como quiera que cada
uno de nosotros no puede alcanzar el reino de Dios por la violencia, sino por
la limosna y la oración, y por otras virtudes semejantes, debemos hacer
limosnas y oraciones, según lo que Dios nos dio para que merezcamos ser
partícipes del reino celestial, por los méritos de las buenas obras. Por eso,
yo, Alfonso, emperador de España, junto con mi esposa Berenguela, deseando
reinar eternamente con Cristo, con grato ánimo y espontánea voluntad, por mi
salvación ante todo y por la de mis padres, por el perdón de nuestros pecados,
hago donación, por juro de heredad, a Dios y a la iglesia de la bienaventurada
María, siempre Virgen, fundada en el monte que llaman Erga, y al señor Durand y
sus compañeros, que están en el mismo lugar e iglesia, sirviendo regularmente a
Dios y a la bienaventurada María, así como a sus sucesores, de aquella villa
desierta y del lugar que llaman Nezebas, con todos los términos del mismo
lugar, entradas y salidas, montes, valles, tierras, aguas, pastos, huertos y
solares y con todas sus otras pertenencias, en cualquier lugar que estén.
(Hacemos donación) del lugar arriba mencionado, o sea, Nezebas, con todas sus
pertenencias, en tal modo, a la predicha iglesia de la bienaventurada María,
situada en el monte Erga, y al señor Durand [76],
ya dicho, y a sus compañeros que sirven a Dios allí, y a sus sucesores, para
que libre y tranquilamente lo posean a perpetuidad. Y si alguno de mi linaje o
de otro se mostrare contrario a la escritura de esta donación mía y la
infringiere, herido de anatema, sea condenado al infierno con el traidor Judas,
si no se retractare; y además, por su temeraria osadía, pague a la dicha
iglesia y al poder real mil maravedís, y restituya el doble de lo que hubiese
tomado. Hecha la carta en la Ribera del Ebro, entre Calahorra y Alfaro, en el
tiempo en que el emperador firmó la paz con el Rey, Don García, y desposó a su
hijo con su hija, a los 8 de las calendas de noviembre, era 1178, reinando el
sobredicho Emperador en Toledo, León, Zaragoza, Nájera, Castilla y Galicia. Yo,
Alfonso Emperador, confirmo esta carta que mandé hacer, en el año VI de mi
imperio, y la firmo con mi mano. Sancho, Obispo de Calahorra, confirma. Miguel,
Obispo de Tarazona, confirma. Esteban, Prior de Nájera, confirma. Rodrigo
Gómez, Conde, confirma. Osorio Martínez, Conde, confirma. Conde Ladrón
confirma. Gutierre Fernández confirma. Diego Muñoz, Mayordomo del Emperador,
confirma. Poncio de Minerva, Alférez del mismo, confirma. Martín Fernández, en
Calahorra, confirma. Fortún García, confirma. Miguel Muñoz de Finojosa,
confirma. La escribió Giraldo, por mandato del Maestre Hugo, Canciller del Emperador».
El nuevo lugar también era árido, pero no tanto ni tan frío como Yerga. La
donación real fue hecha el 25 de octubre de 1140, pero los monjes no se
trasladaron a Niencebas hasta el 2 de octubre de 1141; es decir, casi un año
después. La explicación es que, como el pueblo estaba completamente en ruinas,
los monjes tuvieron que edificar previamente en él alojamiento e iglesia. Al
parecer, el abad Durand [77] murió allí cuatro años después, o sea,
hacia 1145, y entonces fue elegido por los religiosos, como sucesor suyo, el
prior Raimundo. Una veintena de escrituras del Tumbo o Libro Naranjado del Monasterio
de Fitero nos dan una idea aproximada de la actividad de San Raimundo, en el
orden temporal, durante su período abacial de Niencebas. No deja de ser
significativo que varias de ellas se refieran a adquisiciones territoriales en
Fitero, pues en 1147 compró allí una heredad; en 1148, recibió una pieza; y en
1150, adquirió por permuta otras cuatro piezas. Sin duda, empezó tempranamente
a pensar en Fitero, como en el sitio ideal para el establecimiento definitivo
de su monasterio. En 1147, San Raimundo concurrió al Capítulo General del
Císter, celebrado en Citeaux, con asistencia del Papa Eugenio III, que había
sido cisterciense; y aprovechando la ocasión, obtuvo del Pontífice una bula,
expedida en el mismo Císter, el 17 de septiembre de dicho año, por la cual
tomaba Eugenio III bajo su protección, al monasterio de Niencebas, con todas
sus propiedades. Al volver de dicho Capítulo, el Obispo de Tarazona, don Miguel
Cornel, concedió a San Raimundo y a sus sucesores la exención del pago de
diezmos por las tierras que tuviesen o adquiriesen en su diócesis, y
cultivasen con sus propias manos y sus animales de labranza (6 de febrero de
1148). Sin embargo, el monasterio de Niencebas, como anteriormente en el de
Yerga, seguía perteneciendo a la diócesis de Calahorra, y no a la de Tarazona,
como han pretendido algunos autores aragoneses. La estancia de los
cistercienses en Niencebas duró unos once años, trasladándose a Fitero en la
segunda mitad del 1151 o en la primera del año 1152 Por supuesto, tanto Yerga como
Niencebas siguieron perteneciendo a la Abadía de Fitero, mientras vivió San
Raimundo; pero el convento de Niencebas pasó a ser propiedad de la Abadía de
San Prudencio, ubicada en Monte Laturce, a seis leguas de Logroño, hacia
finales del siglo XII. El traslado a Fitero se hizo, en buena parte, gracias,
al parecer, a la donación de una heredad que hicieron a San Raimundo y a sus
monjes, y sucesores, el rico-hombre don Pedro Tizón o de Rada y su mujer doña
Toda, señores de Cadreita y Monteagudo, y abuelos paternos del famoso Arzobispo
de Toledo, don Rodrigo Ximénez de Rada. Este dignatario fue precisamente el
que hizo construir mas tarde, a sus expensas, la monumental iglesia actual de
nuestro pueblo, y los restos de su abuelo don Pedro descansan en la misma, en
una arqueta depositada dentro del cenotafio de piedra que hay en el presbiterio,
al lado del Evangelio.
Huelga anotar que el cambio de Niencebas a Fitero se llevó a cabo con la
autorización previa del entonces Obispo de Calahorra, don Rodrigo de Cascante
(1146-1190), de quien siguió dependiendo el Monasterio, mientras lo rigió
nuestro Santo.
San Raimundo hizo construir el primitivo cenobio y el primitivo templo de
Fitero, los cuales desaparecieron posteriormente. Con todo, es seguro que la
portada actual de nuestra iglesia y su muro central, con la claraboya circular
de anillos concéntricos, pertenecieron al templo raimundiano, el cual fue
evidentemente románico y de una sola nave. Uno de los primeros actos de San
Raimundo, una vez instalado en Fitero, fue poner el flamante monasterio bajo
la protección de la Santa Sede, como hiciera anteriormente en Niencebas, lo
que consiguió con otra bula de Eugenio III, fechada el 9 de julio de 1152 [78].
La
Abadía de Fitero prosperó rápidamente, gracias a las numerosas donaciones y
compras, realizadas en tiempo de nuestro Santo. Casi un centenar de escrituras
del Tumbo lo acreditan.
En 1156,
el ya citado don Rodrigo de Cascante, Obispo de Calahorra, cedió a nuestro
primer Abad y a sus monjes, las cuartas episcopales. En enero de 1157, el Rey
Sancho IV el Sabio de Navarra les concedió una serie de privilegios
verdaderamente extraordinarios: 1) multa de mil sueldos para el Rey y
reparación completa de daños al Monasterio, a los que infligieren a éste
cualquier violencia o daño en sus propiedades y pertenencias; 2) paso libre y
gratuito por la barca de Milagro; 3) exención del pago de portazgos y de toda
clase de alcabalas e impuestos; 4) pastos libres para sus rebaños en todo el
Reino, bajo pena de excomunión y de multa de mil sueldos a los que pretendieren
estorbárselo; 5) en caso de mezclarse sus ganados con otros extraños,
adjudicación inmediata al Monasterio de las cabezas que reclamase como suyas,
bajo la sola palabra de un monje; 6) y en fin, sentencias judiciales favorables
en cualquier clase de pleitos, bajo la palabra de un solo monje del Monasterio,
sin necesidad de juramento ni de testigos... Por su parte, Sancho III de
Castilla donó, el mismo año de 1157, a San Raimundo y a su Abadía el castillo
de Tudején, con todos sus términos y pertenencias.
¿Cuál fue la vida premonacal de San Raimundo?
La ignoramos en absoluto.
Esta es la pura verdad. Algo más optimista, el canónigo Félix de Latassa
consignó: «Sabemos muy poco de los primeros años de nuestro San Raimundo...» [79].
¿De los primeros solamente? Sí, de los primeros cuarenta y tantos... Pero
afortunadamente, nunca faltan hagiógrafos y cronistas de buena voluntad,
dispuestos a suplir con su fértil imaginación la falta de datos ciertos, y es
lo que ha ocurrido cabalmente con el primer abad de Fitero. Pasemos revista a
algunos de los más conocidos.
A) Las hipotesis de
Mascareñas.
Don Jerónimo Mascareñas
confiesa llanamente que se desconocen los padres y la educación de San
Raimundo; pero, a continuación, afirma, con toda tranquilidad, que nuestro
Santo, apenas tuvo uso de razón, se dio a la práctica de la virtud, pintándonos
con todo detalle las virtudes que adornaron en su infancia al primer abad de
Fitero. «Sus padres - agrega textualmente - ayudarían las buenas disposiciones
de Raimundo con la educación y con el ejemplo... Pasaría sin duda Raimundo,
después de haber estudiado en su patria, a Tarazona, poco después de su
restauración. ¿Qué dificultad tiene que fuese hijo de alguno de sus gloriosos
conquistadores?, que le dejase allí canónigo, debajo de la educación de don
Miguel, su primer obispo, monje benito, y que su comunicación le aficionase a
la Regla de aquel Gran Patriarca y le obligase a profesarla en la Congregación
del Císter, que tanto florecía?»
En efecto, no hay ninguna
dificultad en admitir todo lo que quiera suponer don Jerónimo Mascareñas, dado
el carácter seminovelesco que dio a su biografia de nuestro Santo, publicada
con el título rimbombante de «Raymundo, Abad de Fitero, de la Orden del
Císter, Fundador de la Sagrada Religión y ínclita Cavallería de Santa María de
Calatrava; Primer Capitán General de su Espiritual y Temporal Milicia» [80].
Pero, como se ve, todo lo que dice acerca de la infancia y juventud de San
Raimundo, se reduce a meras suposiciones, sin ningún fundamento documental.
Por ello, él mismo las epilogó con esta frase dubitativa: «Sea lo que fuere de
estos principios...» [81].
¿Sea lo que fuere? Es decir, que no sabía lo que fueron.
B) Las fantasías de
Caparrós
J. Julián Caparrós es más
expeditivo. Como no era cuestión de ofrecer a los devotos lectores del Año
Cristiano de Croiset una biografía llena de lagunas, se apresuró a
llenarlas por su cuenta; y así nos refiere con todo candor que San Raimundo
nació en Tarazona; que sus nobles padres lo criaron, con el mayor cuidado, en
la piedad y en la religión cristianas; que, a consecuencia de ello, el joven
Raimundo siguió la carrera eclesiástica y que, terminada ésta, fue provisto de
uno de los canonicatos de la Santa Iglesia de Tarazona, en cuyo empleo se hizo
admirar de todos, por su vida ejemplar. Pero como Dios lo llamaba a un estado
de perfección más sublime, el piadoso canónigo renunció a todo y se retiró al
desierto, con el fin de atender únicamente al negocio de su propia salvación.
Algún tiempo después, oyó hablar, con gran elogio, de la Reforma del Císter y
se decidió por abrazar este instituto, en el monasterio de la Scala-Dei [82].
He aquí explicado con
toda sencillez, el periodo premonacal de la vida de San Raimundo, ignorado por
la mayoría de los autores antiguos y modernos. Lo malo del caso es que la
explicación de Juan Julián Caparrós no resiste a la crítica histórica más
elemental, pues, para echar por tierra todo lo que nos cuenta acerca de la
juventud de nuestro Santo, baste saber que, durante ella y aún los comienzos
de su madurez, Tarazona estaba en poder de los sarracenos; que era un
importante waliato [83]
musulmán y que allí no había catedral ni canónigos ni obispo ni ningún centro
de formación sacerdotal. En efecto, Tarazona fue conquistada por Alfonso I el
Batallador, a principios de 1119; es decir, cuando San Raimundo frisaba ya en
la treintena. Y la prueba de que, a la sazón, no había allí ningún obispo ni
cabildo ni catedral, es que el mismo monarca citado restableció la antigua
sede episcopal de Tarazona, que databa del siglo V y había sido suprimida por
los moros, nombrando prelado de la misma, el 13 de diciembre de 1119, a un
monje llamado Don Miguel, el cual fue el primer obispo turiasonense de la Reconquista.
El cronista de Tarazona, don José Maria Sanz Artibucilla ni siquiera pudo
probar que los mozárabes de la ciudad - los pocos que quedaban, a principios
del siglo XII - tuviesen a su servicio una iglesuca dedicada a la Virgen María,
en el sitio en que se levanta hoy la catedral, y rechazó con desdén la lista de
presuntos obispos y mártires mozárabes de la misma, propagada - si no
inventada - por el P. Argáiz, de quien escribe que «su palabra no merece gran
crédito, cuando no se apoya en datos ciertos» [84].
Así pues, todo lo que refiere Juan Julián Caparrós, referente a la mocedad de
San Raimundo en Tarazona, es pura fantasía. En cuanto a los períodos canonical
y eremítico de nuestro Santo, vamos a ocuparnos de ellos detenidamente.
¿Fue San Raimundo canónigo de Tarazona?
Por supuesto, el señor
Sanz Artibucilla lo afirma categóricamente. «Es cosa indubitable – escribe -
que San Raimundo fue canónigo de Tarazona. Lo dice el obispo don Miguel, en la
donación que hizo a San Raimundo, el año 1148...; lo consigna nuestro Breviario
que empieza: “Raymundus, canonícus ecclesiae Turíasonensis in regno
Aragoniae; y de canónigo está representado en todas las pinturas y esculturas
que de él poseemos» [85].
Ampliando, por nuestra cuenta, el tercer aserto, especificaremos que, en
efecto, en la catedral de Tarazona, se conservan, al menos, tres cuadros que
examinamos personalmente y que representan a San Raimundo, vestido de canónigo.
Los tres retratos son, por supuesto, imaginarios. Uno se encuentra en la
capilla de San Andrés, al fondo de la girola y ocupa el lado derecho (izquierdo
del espectador) del banco del Sagrario. Es policromado y de medio cuerpo. Tiene
la mano izquierda posada sobre el pecho y, con la derecha, sostiene un guión de
la Orden de Calatrava. El segundo se halla en el extremo derecho del testero de
la Sacristía, ocupando el último lugar de seis personajes que prestigiaron a
Tarazona: San Prudencio, San Gaudioso, San Atilano, etc. Es también un retrato
policromado, y al contrario que en la capilla de San Andrés, lleva posada sobre
el pecho la mano derecha y con la izquierda sostiene el guión. Además ostenta
otra diminuta cruz de Calatrava, colgada del capillo blanco de su hábito
coral. Por fin, la tercera y más interesante imagen es la que preside el
Oratorio Capitular, representándolo asimismo de canónigo, en un buen
altorrelieve policromado de madera, sobre un gran cuadro. A su izquierda,
ondea una amplia bandera roja con la cruz de Calatrava, y a su derecha, un
angelito, también en altorrelieve, sostiene sobre su cabeza un libro abierto,
con esta inscripción, alusiva al Libro I de los Macabeos, cap. III, v. 18:
Velut
Alter
Machabaeus
concludit
multo
in
manu
paucorum.
(Como otro Macabeo, hizo caer
prisioneros a muchos, en manos de unos pocos).
El cuadro es barroco y
data del siglo XVIII, cuando, con licencia de Benedicto XIII, se extendió su
rezo litúrgico al clero de la ciudad y diócesis de Tarazona, ya en la tercera
década de dicha centuria. Por si fuera poco, en la iglesia de San Atilano de la
misma ciudad, se venera otra bella imagen de San Raimundo, vestido de
canónigo, que es una escultura barroca de tamaño natural. En su pedestal se
lee: «San Raimundo de Serra». (Así, con una de nobiliaria). Ni qué decir
tiene que todos los autores que defienden que San Raimundo nació en Tarazona,
están asimismo conformes en que fue canónigo de su catedral. E incluso algunos
que lo creen originario de Saint-Gaudens, como los PP. Calatayud y Moret. Pero
ni las pinturas ni las estatuas ni los escritos de esos autores ni la tradición
popular turiasonense se remontan siquiera a los comienzos del siglo XVI y, por
consiguiente, no tienen ninguna fuerza probatoria.
Existe, con todo, un
documento del siglo XII, muy discutible, aludido, como hemos visto ya, por el
señor Artibucilla y esgrimido hábilmente por don Vicente de la Fuente, como una
prueba irrefutable de tal presunción: es el instrumento de un privilegio que
habría concedido el primer obispo turiasonense de la Reconquista, don Miguel,
a nuestro Santo, cuando éste era abad de Niencebas. En virtud de ese
privilegio, don Miguel eximía a nuestro Santo y a sus sucesores del pago de
diezmos, por las granjas que tuviesen en su diócesis y por las tierras que
adquiriesen en ella y cultivasen los frailes, con sus propias manos o con sus
animales de labranza. Este instrumento cuyo texto íntegro en latín reproduce de
la Fuente en los apéndices del tomo 49 de la España Sagrada de Flórez,
bajo el nº XXIII, plantea tres problemas: 1) ¿Hubo, efectivamente, tal
privilegio? 2) ¿Se deduce indudablemente de su texto que San Raimundo fue canónigo
de Tarazona? ¿La redacción conocida de dicho instrumento es la auténtica y
primitiva o fue arreglada o interpolada posteriormente? Por de pronto,
la existencia real de tal privilegio fue ya rechazada rotundamente por
Mascareñas, en el siglo XVII, y por Latassa en el siglo XVIII. Este último
escribe a este propósito: «Ni me valdré de un privilegio del primer Obispo
de Tarazona, don Miguel, fecho en la era 1186 (año 1148), de que algunos han
hecho uso, siendo manifiestamente falso, como lo prueba Mascareñas (p. 3), y se
convence más plenamente con un menologio de Montearagón, que se guarda en la
Real Biblioteca del Escorial, del cual consta que dicho Obispo murió en la era
de 1178 (año 1140)” [86].
Evidentemente, si don
Miguel murió en 1140, no pudo otorgar ninguna escritura en 1148; pero ¿falleció
efectivamente en aquel año? De la Fuente transcribe otros tres documentos que
parecen demostrar que don Miguel vivió más años de los que cree Latassa. Son
una donación de Fortún Acenaric, fechada en 1148; otra de Fortunio Aznar,
hecha en 1150, y una transacción sobre la aldea de Villamayor, fechada el 7 de
julio de 1151. Por cierto que, en esta última, aparece como testigo San
Raimundo, y al final de la misma, se dice que fue hecha «in anno quo
Michael, Tirasonensis Episcopus, et Petrus Tarase migraverunt», es decir,
en el año en que Miguel, obispo de Tarazona y Pedro Tarase (don Pedro de
Atarés) emigraron al otro mundo [87].
Por otra parte, nada hubiera tenido de particular que el primer obispo de
Tarazona hubiese concedido efectivamente la supradicha exención al monasterio
de Niencebas, aunque éste pertenecía a la diócesis de Calahorra, y no a la de
Tarazona, contra lo que afirma don Vicente, pues hay que tener en cuenta que a
la Mitra turiasonense le convenía atraerse a un abad tan emprendedor e
influyente como San Raimundo, amigo del rey Alfonso VII de Castilla, el
ambicioso monarca que, años atrás, había dado más de un disgusto a la ciudad de
Tarazona y personalmente al obispo don Miguel, recortándole la diócesis y
destituyéndolo de su cargo.
Pero vengamos al segundo
problema: ¿se deduce incontestablemente del texto del discutido privilegio que
San Raimundo fue canónigo de Tarazona? De ninguna manera, pues en él no se
habla taxativamente de tal canonjía. Se trata, como vamos a ver, de una
deducción arbitraria y apresurada de don Vicente, sacada de unas frases del
comienzo de este documento, el cual dice así: «Ego, Michael, Tyrasonensis
Episcopus indignus, pro amore nominis Jesuchristi et pro remissione peccatorum
meorum, facio hoc donativum tibi, Raymundo, venerabili et religioso viro,
quondam Ecclesiae nostrae filio. nunc autem, ordine et habito in melius mutato,
Nencebarum Abbati..» (Yo, Miguel, obispo indigno de Tarazona, por el amor del
nombre de Jesucristo y por el perdón de mis pecados, te hago donativo a ti,
Raimundo, varón venerable y religioso, hijo en otro tiempo de nuestra Iglesia,
pero ahora, después de haber cambiado de orden y de hábito por otros mejores,
Abad de Niencebas ...). De la Fuente ha concluido que San Raimundo fue canónigo
de Tarazona, de las frases «hijo, en otro tiempo, de nuestra Iglesia», que
cambió «de orden y de hábito por otros mejores» [88].
¿Pero es legítima tal conclusión? Veamos.
La frase «nuestra
Iglesia» se puede tomar en dos sentidos: o como el conjunto de los diocesanos,
es decir, como sinónimo de diócesis; o como el templo propio del obispo, es
decir, la catedral. En el primer sentido, hijo de nuestra Iglesia significa
sencillamente diocesano suyo, ya clérigo, ya seglar, y en el segundo, feligrés
de la catedral. Ahora bien, si se toma en este último, habida cuenta de lo que
se dice a continuación, acerca del cambio de orden y de hábito de nuestro
Santo, se puede deducir, a lo sumo, que San Raimundo fue clérigo de la catedral
de Tarazona; pero no precisamente canónigo. ¿O es que todos los clérigos de la
catedral turiasonense eran, a la sazón, canónigos? Por supuesto que no, pues
habría además simples diáconos y presbíteros, sin beneficio ni canonjía. Al
pie del documento aparecen como testigos Vitalis, prior; Arnaldus, sacerdos;
Iohannes, sacrista; Raimundus de Fita.
Abordemos finalmente la
última cuestión: ¿la redacción conocida actualmente del discutido privilegio,
si es que lo hubo, es la auténtica y primitiva? Hay serios motivos para
sospechar de ella. Nosotros la hemos leído y releído con atención y lo primero
que salta a la vista, es que el latín culto y hasta elegante que se emplea en ella,
no tiene que ver nada con el tosco y bárbaro que se usaba ordinariamente en el
siglo XII. Y para convencerse de ello, no hay más que comparar el estilo de
esta donación, con el de los instrumentos XXIV de 1148, XXV sin fecha y XXVI
de 1150, en que se hace referencia al obispo don Miguel y que inserta el mismo
de la Fuente en los Apéndices del tomo 49 de la España Sagrada, así como
con el lenguaje de los instrumentos XIX de 1153 y XXII y XXIV de 1157, que se
refieren a San Raimundo y que copia el mismo historiador en los Apéndices del
tomo 50.
Francamente el estilo
latino del privilegio en cuestión no era corriente en los escritos de los
clérigos medievales. Esa ambigua y elegante perífrasis: «quondam Ecclesiae
nostrae filio, nunc autem, ordine et habitu in melius mutato», tiene todas las
trazas de una interpolación posterior. Con toda probabilidad, el obispo don
Miguel o su escribano habrían dicho lisa y llanamente «quondam Ecclesiae
nostrae canonico» y habrían suprimido la impertinente apreciación, propia de
un monje, pero no de un obispo, «ordine et habitu in melius mutato»: frase que
menoscaba el prestigio de los clérigos seculares de la catedral, y sobre todo,
el de los canónigos, los cuales, a la sazón, vivían también en comunidad y se
regían por la Regla de San Agustín. El mismo Mascareñas escribió, a este
propósito, que «no dixera el Obispo que (San Raimundo) se mudó después a mejor
Orden y hábito» [89].
Naturalmente. Era de elemental diplomacia. Por otra parte, ¿no es extraño y
sospechoso que un superior eclesiástico se dirigiera a un inferior, para
concederle un privilegio, en los términos lisonjeros y hasta un poco
adulatorios que se atribuyen al obispo don Miguel?
Añadamos que no se
conserva el original del discutido privilegio y que la copia transcrita por De
la Fuente fue tomada, no precisamente del archivo de la catedral de Tarazona,
sino del Tumbo del monasterio de Fitero, compilado por el prior y
archivero, Fr. Manuel Baptista Ros, ya en 1634; precisamente el mismo año en
que nuestra abadía y las otras cuatro Cístercienses navarras de varones, a
saber: Leyre, La Oliva, Iranzu y Marcilla, quedaron incorporadas
definitivamente, por una bula del Papa Urbano VIII, a la Congregacíón de Aragón.
¡Curiosa y significativa coincidencia! En resumen: la pretendida canonjía
turiasonense de San Raimundo no está comprobada documentalmente. Ni tampoco de
otra manera fehaciente, pues hay que agregar a todo lo dicho las dificultades
que surgen al explicar su origen, tanto si se admite que San Raimundo nació en
Tarazona como en Saint-Gaudens. En el primer caso, ya Fr. Manuel de Calatayud
objetó que, para ser canónigo de Tarazona, es de presumir que San Raimundo
estuviese suficientemente “adornado de virtud y letras”. Pero ¿dónde pudo
adquirir éstas, si en sus 19 o 20 años primeros, aquella ciudad estaba dominada
por los moros? En Tarazona no había escuelas y para que sus padres lo enviasen
a estudiar a otra parte, era menester que tuviesen medios, lo que se hace
dificultoso de creer, estando dominada por los moros, «gente tirana y
codiciosa» [90].
A continuación rechaza la afirmación disparatada de un “biógrafo doméstico”
(tal vez el P. Anselmo Arbués, autor de una Vida de San Raimundo de Fitero, que
nunca fue impresa) de que San Raimundo estudió en la Universidad de París,
cuando «está fuera de duda que hasta el ‘Maestro de las Sentencias’ (Pedro
Lombardo: 1100-1160) no hubo Universidad en París» [91].
Esto por lo que hace a la
hipótesis de que San Raimundo fuese natural de Tarazona y viviese en ella.
Pero, si se admite que nació en Saint-Gaudens, tampoco es fácil de explicar
cómo se convirtió en canónigo de Tarazona. La doctora Cristina Monterde, que
duda de tal canonjía, ha lanzado «una posible hipótesis», que explicaría la aparición
de San Raimundo en la ciudad aragonesa del Queiles. «El obispo don Miguel –
escribe - era originario de Francia, había nacido en Toulouse, de donde vino
hacia 1119, año en que se reconquistó Tarazona. Cerca de Toulouse se encuentra
Saint-Gaudens... Es muy probable que Raimundo naciese en Saint-Gaudens.
Seguramente más tarde, cuando el obispo don Miguel vino a Tarazona, pasando por
Saint-Gaudens, siguiendo el camino de penetración en España, se traería con él
a Raimundo» [92].
La hipótesis es, desde luego, congruente; pero, ¿en dónde están los medios de
verificarla?
Desde luego, no parece
cierto que el obispo don Miguel llegase a Tarazona “hacia 1119” a menos que se
tome este “hacia” como sinónimo de unos años más o menos, pues resulta que, al
pie de la Carta-puebla de Belchite, otorgada en 1116 por Alfonso el Batallador,
aparece la firma de don Miguel en estos términos: “Episcopus Michael electus in
Espiscopatu de Tarassona”, y en el fuero de Sobrarbe, otorgado a la ciudad de
Tudela por el mismo monarca, en 1117, figura con esta otra: “Episcopus Michael
in Sancta Maria Idrie Tirasone” [93]
Por otra parte, el origen de este personaje ha sido bastante controvertido.
Según las conjeturas de los historiadores Briz Martínez y Gregorio de Argáiz,
el obispo don Miguel había sido monje de San Juan de la Peña, fundándose en que
tuvo por capellán a Iñigo, que también era monje de dicho monasterio. Pero De
la Fuente no lo juzga «bastante fundamentado, porque los monjes dependían
entonces de los obispos mucho más que después, y porque los obispos se tenían
que valer de cenobitas, dado el atraso del clero secular».
Argáiz dice que el
apellido de don Miguel era Cornel, deudo de don Gastón de Biel, el cual se
halló con el rey don Pedro I de Aragón en la batalla de Alcoraz. Se funda en
las armas heráldicas de los Biel, idénticas a las que el obispo don Miguel
tiene en la Sala de Obispos del Palacio Episcopal, “lo cual tampoco puede
estimarse como fundamento sólido» [94].
En fin, todavía puede esgrimirse otra objeción extradocumental, contra la
canonjía de San Raimundo, en el supuesto de que él y el obispo fuesen
franceses, pues resulta incomprensible que, dadas la madurez y la religiosidad
de nuestro Santo, no se hubiese enterado del empuje que estaba adquiriendo en
su patria la Orden del Císter, antes de pasar a la Península, y que se le
ocurriese ingresar en ella, ya en España, 20 años después. ¡Ah! y dejando
plantado a su compatriota y protector. Para terminar, aclaremos que nosotros no
afirmamos ni negamos que San Raimundo fuese canónigo de Tarazona: lo que
sostenemos es que no está históricamente demostrado. Nada más.
¿Hizo San Raimundo vida eremítica en algún desierto?
No es probable, sobre
todo si, como parece, fue de origen francés. Desde luego, pocos historiadores
ni biógrafos han recogido esta especie: ni Manrique ni Montalvo ni Moret ni
Calatayud ni Alava, ni siquiera Mascareñas, tan aficionado a la novelería. Se
trata de uno de tantos infundios de los autores de cronicones apócrifos y de
vidas de santos falseadas, como pulularon en España, a finales del siglo XVI y
en la primera mitad del XVII. Uno de estos falsarios fue Juan Tamayo de
Salazar, del que ya nos hemos ocupado en la sección de Gazapos y gazapillos
[95].
Pues bien, Tamayo de Salazar fue uno de los primeros - si no el primero -
en lanzar en su libro Anamnesis [96],
la especie de un supuesto retiro de San Raimundo al desierto. Sin apoyarse
en ningún documento ni referencia fehacientes, escribe que San Raimundo, siendo
canónigo de Tarazona, «eremum petiit, fugiens publicum et ipsos domésticos”,
es decir, se dirigió al desierto, huyendo del público y hasta de los de su
propia casa [97].
Pero ¿qué crédito puede
merecernos este autor? Ninguno, pues no hay que olvidar que Tamayo de Salazar
fue uno de los defensores más entusiastas de los falsos Cronicones
aludidos – entre ellos los famosos del Sacro Monte de Granada, condenados por
el Papa Inocencio XI como apócrifos en 1682 – y que el mismo autor publicó un
poema heróico en latín, acerca de la venida de Santiago a España, compuesto
probablemente por el mismo Tamayo, pero atribuyéndoselo a un pretendido poeta
latino toledano que jamás existió: un tal Aulo Halo. Lo peor del caso es que la
tal historieta del retiro de San Raimundo al desierto, propagada por Tamayo de
Salazar, fue recogida ligeramente, con otras falsedades, por los Breviarios
Cisterciense y Turiasonense, y a continuación por los PP. Caparrós, Múñiz,
Pérez de Urbel y otros. Fr. Justo Pérez de Urbel, en su Año Cristiano [98],
escribe: «Medio castellano, medio navarro, este monje (San Raimundo), había
pasado su juventud en el desierto. Luego, con otros anacoretas como él había
levantado el monasterio de Fitero». ¿De dónde sacó Fr. Justo tan estupendas
noticias? Se olvidó de decírnoslo. ¡Qué lástima!
Desde luego, esta fábula
anacorética no es precisamente una aberración extravagante, pues es un hecho
histórico que la vida eremítica conoció un sorprendente florecimiento en
Occidente, a finales del siglo XI y comienzos del XII, y que se constituyeron, aquí
y allá, grupos de ermitaños, en los bosques que cubrían entonces el oeste de
Europa. En Francia, aparecieron estos grupos en el sur y en el oeste; en
Portugal, en el norte, y en España, en Galicia. También es cierto que la
mayoría de estos grupos acabaron por ingresar en el Císter; pero no hay
ninguna prueba ni siquiera indicio de que San Raimundo perteneciera a ninguno
de ellos. Por consiguiente, la pretendida etapa anacorética de nuestro Santo no
pasa de ser una hipótesis gratuita. Además, tal como se la presenta, no resiste
a una crítica sensata.
En efecto, según el
Oficio litúrgico del Santo y las versiones de Caparrós, Múñiz, etc., San
Raimundo se retiró al desierto, renunciando previamente a su canonjía de
Tarazona. Pero es el caso que esta renuncia es muy poco verosímil. ¿Por qué?
Porque aquella diócesis, rescatada recientemente de los mahometanos y
repoblada en parte con algunos de los miles de mozárabes que se había traído
Alfonso I el Batallador, de su triunfal expedición de 1125, a través de
Valencia, Murcia y Andalucía, sufría, a la sazón, una gran escasez de clérigos.
El mismo de la Fuente reconoce esta penuria. Y en tales condiciones, ¿cómo
admitir que San Raimundo desertara de su puesto, abandonando a la nueva grey
cristiana, que estaba necesitada de sus servicios, para retirarse
tranquilamente al desierto y cuidarse únicamente de su propia salvación? No
parece probable. Y menos tratándose de un santo varón. Por otra parte, ¿se
puede saber a qué desierto se retiró San Raimundo?, pues resulta que se han
olvidado de decírnoslo tanto el Oficio litúrgico como Juan J. Caparrós, Muñiz y
Pérez de Urbel. De La Fuente ha insinuado, como una simple hipótesis, la
montaña de Yerga, donde, a la sazón, estaría haciendo vida eremítica Dom
Durand, con otros compañeros más. Pero ya vamos a ver, en el párrafo siguiente,
cómo esta pretendida estancia de Dom Durand en Yerga, en calidad de anacoreta,
es una patraña insostenible.
¿De dónde vino a Yerga San Raimundo?
Casi todos los
historiadores y los biógrafos de nuestro Santo coinciden en afirmar que vino de
la abadía francesa de la Scala-Dei, aunque no hay documentos comprobatorios,
pero sí, en cambio, indicios muy elocuentes. Sin embargo, La Fuente, obstinado
en descartar toda vinculación premonacal francesa del primer abad de Fitero,
lanza dos conjeturas contradictorias carentes de consistencia. La primera, que
él cree «la preferible», es «la opinión de los que suponen que, habiendo venido
Durando de Scala-Dei a fijar su residencia en el monte Yerga, con toda la
austeridad de los primitivos Cístercienses... (San Raimundo) pasara a reunirse
con ellos y tomara el hábito Císterciense” [99].
Desde luego, de haber
sido nuestro Santo canónigo de Tarazona - lo que, como hemos visto, no está
comprobado -, esta conjetura parece, a primera vista, bastante lógica. Pero, si
es verdad que San Raimundo era español, como sostiene La Fuente, ¿cómo se
explica que los monjes franceses de Yerga eligieran como abad a un extranjero
recién llegado, al morir el abad Durand? Para esta objeción, La Fuente tiene
una contestación y es que «entonces para nombrar los abades, se miraba más bien
a la virtud que a la antigüedad de la profesión, pues San Bernardo ingresó en
el Císter en 1113, profesó en 1114 y fue nombrado abad de Claraval en 1115” [100].
Es cierto pero La Fuente hace caso omiso de un detalle interesantísimo, y es
que San Bernardo era francés y fue elegido abad por compatriotas suyos que lo
conocían perfectamente, lo cual no era el caso de San Raimundo, de haber sido
español, pues habría sido elegido por extranjeros que acababan, como quien
dice, de conocerlo y entre los que podría muy bien haber algún religioso francés
de tantos méritos como él. - Pero ¿no era suficiente su prestigio de
ex-canónigo de la catedral de Tarazona? - se alegará. Pudo ser, ¿mas dónde
consta que lo fue?
La segunda conjetura de
La Fuente es más inconsistente todavía, pues haciendo una interpretación
arbitraria del texto de la donación de Niencebas al abad Durand, hecha por
Alfonso VII de Castilla en 1140, pone en duda que Durand y sus compañeros, al
establecerse en Yerga, fueran verdaderos monjes y supone que fueron simples
anacoretas. San Raimundo tuvo noticia de su vida austera y fue a reunirse con
ellos. Más tarde, estos pretendidos ermitaños se enteraron de la Reforma del
Císter y decidieron abrazarla, sometiéndose a la obediencia del monasterio de
la Scala-Dei [101].
Esta hipótesis es sencillamente disparatada. El abad Durand era indiscutiblemente
francés, como sus homónimos medievales, el filósofo escolástico Durand de
Saint-Pourçain y el canonista Guillaume Durand. Según el notable antroponimista
francés, Albert Dauzat, el nombre de Durand, que significa hombre firme y
obstinado, estuvo muy extendido en Francia, salvo en el norte y en el noroeste,
durante la época medieval; primero, como nombre de pila y después como
apellido. Incluso la forma latina Durandus era ya usada en Francia, en el siglo
IX [102].
Ahora bien, si Durand era francés, ¿cómo es posible que un hombre religioso
como él, al venir a instalarse en Yerga, no supiera nada del Císter, el cual
había surgido en Francia, en su adolescencia, y adquirido un extraordinario
desarrollo, durante su juventud y su madurez?
En efecto, la reforma
benedictina del Císter o de los monjes blancos fue iniciada en 1098, en la
aldea de Cîteaux, cerca de Dijon (Borgoña), por Saint-Robert (1028-1110), abad
de Molesmes, el cual inauguró el Novum Monasterium, con la cooperación
del Duque Eudes de Borgoña, el 21 de marzo, fiesta de San Benito, de dicho
año. En un principio, pareció condenada al fracaso; pero alcanzó una
expansión enorme, en la primera mitad del siglo XII, gracias a San Bernardo de
Claraval, el cual fue como su segundo fundador, por lo que a los frailes
Cistercienses se les llamó también monjes bernardos. Al morir, dejó fundados
160 monasterios de su Orden y tantos poblados de religiosos que, solo en el de
Claraval, vivían 770 [103].
Las cuatro grandes
abadías matrices que determinaron este desarrollo, fueron las de La Ferté,
fundada el 18 de mayo de 1113; la de Pontigny, el 31 de mayo de 1114; y
las de Clairvaux y Morimond, el 25 de junio de 1115. Para 1136, Clairvaux
o Claraval tenía ya 23 filiales; y Morimond, 12. En 1137, Morimond abrió
cuatro más: las de Aiguebelle, Escale-Dieu, Berdoues y Bonnefont,
contándose en total por entonces más de cien monasterios Cístercienses de
varones y no pocos de mujeres, pues estos últimos comenzaron también a
multiplicarse, a partir de 1125. En estas condiciones, ¿no es absurdo suponer
que, al trasponer los Pirineos, para internarse en España, el monje Durand no
supiese nada del Císter y viniera a enterarse de su existencia, precisamente en
el solitario monte de Yerga? Finalmente, La Fuente, obstinado en su
francofobia, pone en duda que Durand fuese verdaderamente abad de la comunidad
de Yerga, alegando que el instrumento de donación de Niencebas lo llama simplemente
Domno Durando (señor Durand) y no abad; y a sus subordinados, ejus
sociis (sus compañeros) y no sus monjes [104].
Pero esta omisión tiene
una sencilla explicación. Pudo haber obedecido a dos causas: la primera, a que
la pequeña comunidad de Yerga no hubiera erigido ni constituyera todavía una
verdadera abadía, contando solamente con un reducido número de monjes que se
habrían adelantado para preparar el terreno; y la segunda, a que el escribano
real, Geraldo, ignorando probablemente el francés y por tanto, el nombre
exacto que se daba en Francia al superior de un monasterio Císterciense
(supérieur, père, abbé, recteur, principal, etc.) y su traducción
correspondiente al latín, saliera, airosamente del paso, llamándolo
sencillamente domno, señor. Por lo demás, La Fuente, que se fijó en
estos detalles, no quiso prestar atención especial a que, en el mismo texto, se
dice, a continuación, que Durand y sus compañeros servían en Yerga a Dios y
a Santa María regulariter; es decir, sometidos a una Regla. ¿A qué
Regla? Evidentemente a la del Císter, conforme a la cual, al morir Durand, San
Raimundo fue elegido abad de Niencebas. Incluso la advocación misma de Santa
María, bajo cuyo patrocinio estaba puesto el naciente monasterio de Yerga,
testimonia ya su indudable origen y carácter Císterciense, pues, desde el Novum
Monasterium de Saint-Robert de Molesmes, todas las abadías de la Orden
tomaron automáticamente la advocación de la Virgen.
¿Dónde tomo San Raimundo el habito del císter?
No lo sabemos, a ciencia
cierta; pero tuvo que ser, ya en la primitiva Abadía de Yerga (o de Niencebas,
pues no consta documentalmente, aunque se da por supuesto, que San Raimundo
estuviese en Yerga), ya en el Monasterio francés de la Scala Dei. Desde luego,
si fue previamente canónigo de Tarazona y estaba ya abierto el cenobio de
Yerga, cuando nuestro Santo abandonó su canonjía, tuvo que ser allí (o en el de
Niencebas), por ser el convento cisterciense más cercano de Tarazona, ya que la
distancia, en linea recta, de Tarazona a Yerga solo es de unos 35 kilómetros; y
a Niencebas, todavía menos.
Ahora bien, si San
Raimundo dejó su canonicato, años antes de la fundación de la Abadía de Yerga,
o no fue canónigo de Tarazona ni tampoco español, sino francés, entonces es
probable - aunque no mucho, como explicaremos luego - que tomase el hábito del
Cister en el monasterio de la Scala-Dei. En este último punto, están de acuerdo
la mayoría de los autores, desde Fr. Bernabé de Montalvo hasta Mr. Francis
Gutton, señalando que tuvo lugar hacia el año 1137. Pero no existen pruebas
fehacientes, sino la circunstancia cierta de que el convento de Yerga fue
fundado por monjes cistercienses, venidos de la Scala-Dei. (No tan cierta, pues
no está documentada) [105].
Fr. Roberto Muñiz asegura que, en la Scala-Dei, a nuestro Santo «recibióle
Bertrando, abad de aquel monasterio, con las demostraciones de mayor contento»
[106].
Sin embargo, no es completamente seguro, pues, aparte, de que faltan las
pruebas, hay que fijarse en el detalle importante de que, según la tradición,
en 1139, es decir, dos años después, San Raimundo salió ya de la Scala-Dei,
para hacer en España la fundación de Yerga, acompañando al abad Durand. Ahora
bien, en el supuesto de que anteriormente fuese seglar - lo que no nos consta -
¿cómo es posible que, en solo dos años, tomase el hábito y las órdenes sagradas
y alcanzase tal predicamento, no solamente entre sus compañeros de la
Scala-Dei, sino entre los superiores del Monasterio de Morimond, del que
aquélla era una filial, hasta el punto de que se le confiase, con el abad
Durand, dicha misión, enviándolo nada menos que en calidad de Prior? Es
bastante raro, porque estas empresas delicadas no suelen encomendarse a recién
llegados, sino a individuos bien conocidos y bien probados.
A pesar de todo, ello
sería explicable en el caso de que San Raimundo, al ingresar en el Císter,
hubiese sido un hombre notable y distinguido, como lo fue San Bernardo de
Claraval (lo que no sabemos) o un clérigo secular conocido, lo que tampoco nos
consta, a menos de admitir su pretendida canonjía turiasonense. En vista
de ello, cabe sospechar que San Raimundo, así como sus compañeros, si es
verdad que eran unos recién llegados a la Scala-Deí, no lo fueran a la Orden
del Císter y que nuestro primer Abad, dada su edad madura, pues pasaba ya de
los cuarenta, hubiese tomado el hábito de la Orden, años atrás, en alguna otra
filial antigua de la Abadía de Morimond. Pero, ¿en cuál? No lo sabemos, con lo
que la sospecha se queda en el aire. Anotemos de pasada que el Monasterio
de Morimond llegó a ser, con el tiempo, el superior inmediato de todos los
conventos Cistercienses ibéricos, así como de las cinco Ordenes de Caballería
que se fundaron en la Península: Calatrava, Alcántara, Montesa, de Avis y de
Cristo. Databa del año 1115 y había sido fundado en un terreno de la
Champagne, cedido por el señor de Choiseul, Olderic d´Aigremont, y su esposa
Adelina. Su primer abad fue Arnoldo.
¿Cuándo y cómo llegaron a Yerga los expedicionarios de la
Scala-Dei?
La respuesta a esta
pregunta implica cinco cuestiones diferentes: 1) en qué año y época hicieron el
viaje; 2) cuántos monjes vinieron en un principio; 3) qué camino siguieron; 4)
en qué forma hicieron la travesía; 5) cuántos días tardaron. Evidentemente se
trata de cuestiones que solo pueden contestarse conjeturalmente, a falta de
documentos; pero con conjeturas fundamentadas. Vamos por partes, empezando por
la primera cuestión.
No sabemos con seguridad
ni el año ni la época del mismo en que llegaron a Yerga los primeros monjes
Cístercienses de la Scala-Dei; pero según una tradición muy verosímil, fue en
el mes de mayo de 1139. De todos modos, no hay ningún documento comprobante.
Mascareñas consigna enrevesadamente que «en el año adelante al en que pasaron
los monjes a Yerga» [107],
fundó Alfonso VII el Monasterio de Niencebas y les hizo donación de él. Ahora
bien, como esta donación fue hecha en 1140, es claro que los monjes pasaron a
Yerga el año 1139. Mr. Gutton hace, en estilo llano, la misma afirmación; pero
Moret se contenta con decir vagamente que habían llegado «poco antes» de dicha
donación; mas, como añade en seguida que Durand y sus cómpañeros «habían
fundado (allí) habitación e iglesia», y éstas, por pequeñas que sean, no se levantan
en 24 horas, es evidente que ese «poco antes» significa, cuando menos, varios
meses antes. Por lo demás, el mismo Moret nos proporciona otra pista, para
deducir que la llegada de los monjes debió ocurrir ya en el año anterior, pues
refiere que, cuando en el verano de 1140, se presentó Alfonso VII por aquella
comarca en plan de guerra contra el Rey de Navarra, García Ramírez, mediaron
afortunadamente para impedirla, entre otros personajes, los Obispos de
Calahorra y de Tarazona, el Prior de Nájera y el abad de Yerga, don Durand. Ahora
bien, dada su condición de extranjero, es evidente que don Durand no se habría
entrometido en aquel delicado conflicto, de haber sido un recién llegado y un
desconocido y que, por tanto, hacía ya, cuando menos, un año que andaba por
allí. Como, por otra parte, la Scala-Dei fue fundada en 1137 y no es probable
que, al año siguiente, desplazara ya una parte de sus monjes, para hacer una
fundación en España, hay que concluir que este desplazamiento tuvo
efectivamente lugar en 1139.
Así lo consigna también
Fr. Antonio de Yepes, que es el cronista que suministra más detalles sobre el
tema de Yerga, afirmando que Alfonso VII de Castilla había mandado llamar a
estos monjes Cístercienses a la Abadía de la Scala-Dei, mientras que Montalvo
atribuye su venida a una simple iniciativa del abad de este monasterio. ¿En qué
época? Tampoco se sabe con certeza, pero existe un indicio elocuente de que fue
en el mes de mayo: es la tradicional romería que, desde el siglo XII hasta ya
entrado el XIX, celebraban anualmente, en dicho mes, los monjes y vecinos de
Fitero y de los pueblos de los alrededores de Yerga, acudiendo en peregrinación
al santuario de Yerga [108];
pero también, muy verosímilmente, de commemorar al mismo tiempo, la llegada e
instalación en aquel lugar, de los primeros monjes cistercienses.
Por lo demás, es de
sentido común que los monjes tratarían de aprovechar la mejor época del año,
para hacer su instalación en aquel sitio frío e inhospitalario; y los mejores
meses del año en Yerga son de mayo a septiembre. Por otra parte, pensar que
pudieran emprender el viaje, en el otoño o durante el invierno, cuando la parte
de los Pirineos Centrales que tenían que atravesar, está completamente cubierta
de nieve, hasta el mes de mayo, y es invisible el único camino que tenían para
hacerlo, nos parece muy poco cuerdo.
¿Cuántos monjes vinieron en un principio?
Mr. Francis Gutton afirma
categóricamente que llegaron 13; a saber Dom Durand, como Abad; San Raimundo,
como Prior; y once compañeros más [109].
Pero el P. Moret dice simplemente «algunos». Desde luego, la norma ordinaria
del Císter, en materia de fundaciones, era enviar un mínimun de doce monjes,
bajo la dirección de un Abad, debiendo haber entre aquéllos obligatoriamente
cuatro sacerdotes. Sin embargo, cuando se trataba de fundaciones en lugares
lejanos, desconocidos y probablemente, en malas condiciones, se enviaba, a
veces, en calidad de adelantados, para que preparasen el terreno y realizaran
las obras más indispensables, a un número más reducido de monjes. ¿Fue acaso
éste último, el caso de Yerga...? No lo sabemos; pero bien podría ser un
indicio de ello el detalle, ya anotado, de que, en la donación de Niencebas, no
se llamase Abad a dom Durand, porque no contase todavía con la comunidad mínima
indispensable, para aplicar íntegramente la Regla de la Orden, ni hubiera
levantado todavía una verdadera abadía. Sin embargo, tratándose de la primera
fundación en España - «un lugar tan lejano», según una frase atribuida a San
Bernardo -, no parece probable que enviasen solamente a media docena de
adelantados, sino a la comunidad mínima, la cual podría realizar, en menos
tiempo, los trabajos de instalación. En fin, a falta de pruebas documentales,
el lector puede inclinarse por cualquiera de las dos conjeturas; pero, en todo
caso, es seguro que el número de los primitivos expedicionarios de la
Scala-Dieu no pasó de trece.
¿Qué rutas siguieron para trasladarse a Yerga?
El mismo Mr. Gutton
escribe que hicieron el viaje, a través de los valles pirenáicos del Bigorre [110],
siguiendo el camino de los peregrinos provenzales de Santiago de Compostela [111].
Es lo más probable, puesto que, a la sazón, no disponían de otro más próximo,
seguro y conocido. Hay que tener en cuenta, a este propósito, que, por aquella
época, tanto en Francia como en España - y sobre todo, en España - eran
escasísimos los caminos locales y comarcales y que, por supuesto, eran
completamente desconocidos los mapas topográficos y viales, de manera que los
viajeros no disponían apenas de itinerarios entre los que poder escoger. Sobre
todo, en regiones tan abruptas como los Pirineos.
Para determinar, con
cierta precisión, la ruta de los expedicionarios de la Escale-Dieu, a través de
su país, examinamos cuidadosamente el plano de los Altos y Bajos Pirineos que
inserta Raymond Ritter, en su obra Béar, Bigorre, Côte et Pays Basques, a
escala de 1:600.000 [112].
En él aparece dicha abadía, junto a la orilla izquierda del río Arros, a
cuatro kilómetros al Oeste de Mauvezin y a nueve de Bagnères-de-Bigorre [113].
Pero hay que tener presente que este lugar fue el segundo y definitivo establecimiento
que ocupó en los Pirineos el célebre monasterio y que a él se trasladaron ya
los cistercienses en 1142 [114].
Por consiguiente, los monjes que vinieron a Yerga, no partieron de él, sino del
primero, ubicado, al parecer, en Cap-Adour.
Más ¿dónde está o estuvo
exactamente Cap-Adour? Confesamos que no lo sabemos a ciencia cierta, pues ni
aparece en el plano citado ni en ningún otro de los Pirineos que hemos
consultado. Ni siquiera Le Guide Bleu des Pyrénées de Hachette [115],
tan minucioso en sus descripciones y en sus mapas, lo nombra en aquéllas ni lo
localiza en éstos. Mr. Gutton escribe que se encontraba en las fuentes del
Adour y Dom Maur Cocheril (quien lo llama Cabadour), lo sitúa en
el valle de Campán, a 1.050 metros de altitud. Pero las dos referencias son
bastante imprecisas. Por de pronto, las fuentes del Adour son varias y distan
algunos kilómetros entre sí, dando lugar a tres corrientes iniciales: 1) el
Adour de Lesponne, que se forma principalmente con las aguas procedentes del
Lac Bleu y del Lac de Peyrelade; 2) el Adour de Gripp, que se alimenta sobre
todo de los torrentes de Arize, del Tourmalet y del Garet, los cuales confluyen
en Artigues; 3) el Adour de Payolle, formado especialmente por las aguas que
descienden del monte Arbizón. Los dos últimos juntan sus corrientes en
Sainte-Marie de Campan; y el de Lesponne se les une más abajo, a la entrada
meridional de Beaudéan. Desde luego, la situación que señala Cocheril de
Cap-Adour, en el valle de Campán y a 1.050 metros de altitud, es una indicación
de que el primitivo monasterio de la Scala-Dei se encontraba a orillas del
Adour de Gripp, y no de los otros; pero no precisamente en el pueblo de Campan,
que solo tiene 656 metros de altitud ni en Sainte-Marie de Campan, que tiene
857 m., sino en otro sitio más alto. ¿En cuál?
Las únicas localidades
que señalan actualmente los mapas, remontando el curso del Adour de Grípp,
desde Sainte-Marie de Campan hasta el Tourmalet, son tres: Gripp, a 1.066 m.
de altitud; Artigues, a 1.200; y La Mongie, a 1.800. Parece, pues, lógico
concluir que el primitivo monasterio de la Escale-Dieu estuvo ubicado en las
proximidades de Gripp. Sin embargo, hay que fijarse en un detalle
importantísimo, como es el de los significados de los topónimos La Mongie
y Artigues: dos nombres de indudable origen occitano y medieval. La
Mongie quiere decir «la casa de los monjes o convento»; y Artigues,
«antiguo bosque o terreno inculto, roturado y cultivado recientemente» [116].
¿Por quién? Seguramente por los frailes vecinos de La Mongie. (Entre ambas
localidades, hay menos de dos kilómetros de distancia). Parece, pues, más que
probable que el primitivo monasterio de la Scala-Dei estuviera en La Mongie,
aunque no precisamente en su magnifico circo geográfico al pie del Tourmalet,
sino en un paraje más bajo y abrigado. Por otra parte, no consta que, por
aquellos lugares, hubiese algún otro monasterio, anterior al siglo XII.
Actualmente La Mongie es una importante estación de deportes de invierno, a la
que acuden a esquiar multitud de aficionados. Su creación es de este siglo;
pero, aparte de su nombre, todavía conserva recuerdos de su antiguo origen
monacal, pues dos de sus hoteles se llaman L´ Ermitage (La Ermita) y Hótel
de La Mongie (Hotel del Convento), poseyendo además una bonita capilla
moderna. Un teleférico comunica a La Mongie con la cumbre del Taoulet y con el
Observatorio del Pic du Midi de Bigorre. En vista de todos estos detalles, nos
inclinamos a creer que el primitivo monasterio Cisterciense de la Scala-Dei
estuvo en La Mongie o en sus aledaños, que bien pudieron extenderse hasta Gripp,
pues entre ambas localidades solo hay unos tres kilómetros y medio de
distancia.
Una vez localizada la
primitiva abadía de Cap-Adour, no es difícil especificar la ruta que
siguieron, a través de su país, los Cístercienses que vinieron a instalarse en
Yerga. Por de pronto, para salir al camino jacobeo de la Provenza, que era el
más cercano, bajaron por las orillas del Adour de Gripp, pasando por los
actuales términos de Artigues, Gripp y Sainte-Marie-de-Campan, y a continuación,
siguieron por los de Campan, Beaudéan, y Bagnères-de-Bigorre, hasta Tarbes.
Esta travesía, de acuerdo con el plano de Raymond Ritter, es de unos 42 kms. A
la sazón, Tarbes era un jalón importante de la ruta provenzal de Santiago de
Compostela, la cual comenzaba en Arles, siguiendo hacia el Oeste por
Saint-Gilles, Montpellier, Saint-Guilhemle-Desert, Toulouse, Saint-Gaudens,
Tarbes, Pau, Oloron-Sainte-Marie y el Valle de Aspe, hasta Somport, en la
frontera aragonesa con España [117].
Así, pues, el segundo itinerario de los expedicionarios de la Escale-Dieu, ya
por la ruta jacobea provenzal, fue desde Tarbes a Somport, con unos 145
kilómetros de recorrido.
Es muy probable que los
viajeron descansaran precisamente en Somport, donde había entonces una famosa
hospedería, fundada por agustinos franceses, en la segunda mitad del siglo XI,
y llamada de Santa Cristina, la cual, al decir de la Guía del
Peregrino del Códice Calixtino, era «una de las tres grandes
hospederías del mundo». (Las otras dos eran la de Jerusalem, para los
palmeros o peregrinos de Tierra Santa; y la del Gran San Bernardo, en
los Alpes, para los romeros o peregrinos de Roma). Ya en España, el camino
jacobeo continuaba, por de pronto, desde Somport hasta Puente la Reina,
siguiendo aproximadamente la dirección de la ruta actual que baja por Canfranc
a Jaca, y desde aquí, tuerce hacia el Oeste, pasando por Santa Cilia, Berdun,
Tiermas, Monreal, Ucar y Puente la Reina; y este es el nuevo recorrido que
hicieron, poco más o menos, los Cístercienses, por esa ruta jacobea española.
La longitud de este trayecto, de acuerdo con el Mapa General de Carreteras
de España y Portugal, a escala de 1:1.000.000, editado por EDISA (Madrid,
1960), es aproximadamente de 125 kilómetros. Finalmente, para llegar a Yerga,
los expedicionarios abandonaron en Puente la Reina la ruta jacobea y se
dirigieron hacia el sur. ¿Por dónde? A falta de un camino comarcal, el más
corto y seguro era bordear la ribera derecha del río Arga, hasta su
desembocadura en el Ebro. Y así lo hicieron sin duda los monjes, atravesando
los actuales términos de Muruzábal de Andión, Larraga, Berbinzana, Miranda de
Arga, Falces, Peralta, Funes y Milagro. Aquí pasaron el Ebro por la famosa
barca del pueblo y desde Alfaro subieron al monte Yerga, instalándose junto a
la fuente de Santa Maria. Este trayecto, de acuerdo con el citado Mapa General
de Carreteras, mide unos 70 kilómetros. Resulta, por consiguiente, que el
recorrido de los expedicionarios por España fue de unos 195 kilómetros, los
que sumados a los 145 por Francia, dan un total de 340 kilómetros de travesía,
desde la Scala-Dei hasta Yerga.
¿En qué forma hicieron el viaje?
¿A pie, a caballo o en
carreta? El caballo era un lujo de señores; y la carreta, de villanos, pues
ésta solo tenía uso - y escasísimo - entre los labriegos, dentro de los
términos de su poblado. Fuera de ellos, no había caminos, con suficiente
anchura, para poder hacer viajes en carreta. Gonzalo Menéndez Pidal, en su
curioso libro, Los caminos en la Historia de España [118],
asegura que «a tal desuso llegó el vehículo de ruedas, que el nombre de carro
no aparece en nuestra literatura poética medieval, hasta mitad del siglo
XIII» [119].
Así, pues, hay que deducir, a falta de documentos, que Dom Durand y sus
compañeros hicieron el viaje a pie, acompañados, a lo sumo, de alguna acémila
que cargara algunas herramientas, provisiones, libros, ornamentos y utensilios
indispensables.
¿Cuántos días invirtieron en la travesía?
No lo sabemos con
exactitud, pero tampoco es difícil conjeturarlo. Ya sabemos que el trayecto
total recorrido por los expedicionarios de la Scala-Dei fue aproximadamente de
unos 340 kilómetros. Pues bien, para precisar el tiempo en que los recorrieron,
no hay más que calcular lo que caminaban, por término medio, cada jornada.
Gonzalo Menéndez Pidal anota, en su citada obra, que, por aquella época, las
gentes hacían caminatas inverosímiles para el hombre medio actual, pues, en la
ya mencionada Guía del Peregrino del Códice Calixtino, se preceptuaban
jornadas hasta de 80 kilómetros (de Jaca a Monreal, y de Nájera a Burgos).
Había tres jornadas de 40 kilómetros; cuatro, de más de 40 y menos de 60; y
cinco, entre 60 y 80, pudiéndose, por tanto, considerar como jornada media de
la peregrinación, unos 40 a 60 kilómetros [120].
Ahora bien, como los
expedicionarios de la Scala-Deí no eran precisamente peregrinos, se puede
tomar como jornada media de su viaje, la de 42 kilómetros - y probablemente nos
quedamos cortos. Por consiguiente, debieron invertir en toda la travesía,
cuando más, unos ocho días. Esto, claro está, en el supuesto de que no se
entretuvieran, durante ella, como hacían, a menudo, los peregrinos, en visitar
santuarios o monasterios famosos de los alrededores, como el de San Juan de la
Peña, que estaba a unos 8 kilómetros al S. O. de Jaca. En todo caso, se puede
conjeturar, con toda verosimilitud, que los expedicionarios de la Scala-Dei
tardaron en hacer su viaje a Yerga, alrededor de una semana. O, a lo sumo, diez
días.
¿Qué se sabe
del primer alojamiento y de las edificaciones de los cístercienses en Yerga?
En
concreto, muy pocas cosas. Hay que tener en cuenta que no existen documentos
que se refieran específicamente a este primitivo monasterio; es decir, que nos
revelen cuándo y cómo se fundó y se abandonó; de dónde procedian Durand y sus
compañeros, a qué Orden religiosa pertenecían, si es que, en efecto,
pertenecieron, desde el principio, a alguna; con qué permiso se establecieron
allí; qué obras realizaron, etc.; todo lo cual se ha deducido, a base de
conjeturas más o menos fundadas.
Mascareñas
afirma que los recién llegados se alojaron, en un principio, en una ermita que
había ya en el monte, fundada en tiempos antiguos [121].
Un códice del Archivo Histórico Nacional, citado por Cristina Monterde (Códice
906 B) avala esta antigüedad, pues, según él, la ermita de Nuestra Señora de
Yerga databa de 1072. Es, pues, lógico que los recién llegados de la Scala-Dei
se guarecieran, por de pronto, en ella, a falta de otro local. Pero es claro
que no podían vivir indefinidamente en una ermita y que levantaron allí otros
edificios. ¿Cuáles? Montalvo consigna que empezaron a edificar un
monasterio, sin decirnos sí lo terminaron; y el P. Moret asegura que fundaron
allí «habitación e iglesia, consagrada a Sta. María». El P. Calatayud,
fantaseando sin duda un poco, escribe que «se debe suponer que aquella Casa
tenía todas las oficinas, que, según nuestras leyes primitivas, debe tener un
monasterio: esto es, Oratorio o Iglesia, Hospicio, Refectorio, Dormitorio y
cuarto para el Portero, porque es condición que no salgan los monjes a ocupar
nuevo monasterio, sin que éste tenga de antemano las dichas piezas u oficinas,
y no es creíble que el Abad de la Scala-Deí quisiera contravenir a las
definiciones en que, seis años antes, se había establecido esto» [122].
Pues, desde luego, las contravino, porque, al llegar a Yerga, no se encontraron
los monjes más que con la ermita. ¡Y no es completamente seguro...! Dom Maur
Cocheril asegura, por el contrario, que «nada había más precario que una
abadía Císterciense en sus comienzos. Se construían algunas cabañas con ramaje
y una capilla y una cerca de madera. Solamente más tarde, cuando estaba
asegurada la subsistencia, se preocupaban de edificar en firme» [123].
¿Edificaron
en firme, en Yerga? Al parecer sí, pues, a principios del siglo XVII,
atestiguaba Montalvo que «en este sitio, se conservan hoy los edificios
antiguos y están allí dos monjes de la Casa de Fitero, porque acude mucha gente
a tener novenas a la imagen de Nuestra Señora; y particularmente, en las
Letanías Mayores, se juntan ahí de todos los pueblos comarcanos, en
procesiones” [124]. Se nos hace un poco difícil de creer
que esos «edificios antiguos» fuesen los primitivos y que continuaran todavía
en pie, al cabo de cuatro siglos y medio, pues hay que tener en cuenta que, en
el poco tiempo que estuvieron los monjes en Yerga, no pudieron levantar
edificios monumentales.
En todo caso, esos
edificios desaparecieron posteriormente, siendo sustituidos por una ermita
que, según el testimonio de D. Julio Altadill, todavía estaba en pie hacía 1920
y era llamada pomposamente «Basílica de Nuestra Señora de Yerga» [125].
Pero de ella no quedan actualmente más que algunas ruinas. En 1684, pertenecía
a la jurisdicción de Alfaro; y en 1813, y actualmente, a la de Autol [126].
La última imagen de la Virgen que se veneró en la ermita, se halla actualmente
en Autol y es una talla en madera de estilo gótico, que data probablemente de
principios del siglo XIV. Estructuralmente, es parecida a la Virgen de la
Barda, pues también es una escultura sedente, con el Niño sentado sobre su
rodilla izquierda, y ambos, con las manos en análoga actitud. Asimismo están
vestidos con túnica y manto de amplios pliegues. Ella lleva asimismo una
pañoleta sobre la cabeza y su rostro es fino y agraciado.
¿Dónde estuvo ubicado exactamente el
monasterio de Yerga?
Teniendo
en cuenta que los Cístercienses hacían siempre sus fundaciones al lado de un
manantial o a las orillas o inmediaciones de un río o arroyo, hasta el punto de
que «el agua era el factor determinante de la orientación de sus edificios»,
según escribe Cocheril, es seguro que el primitivo monasterio de Yerga fue
levantado muy cerca de la actual Fuente de Yerga y de las ruinas de la ermita,
en un terreno de 980 m. de altitud y a unos 600 m. al NO. del vértice geodésico
de Yerga (1.101 metros). Sus coordenadas geográficas aproximadas son 42º 8´de
latitud N. y 1º, 2” de longitud E. del meridiano de Madrid (o sea, 1º, 58” de
longitud O. del meridiano de Greenwich). Dista, en línea recta, unos 45 kilómetros
de Grávalos y unos 14 km. de Fitero.
Según
la descripción que hacía en el siglo XVIII el P. Calatayud, «la Iglesia y Casa
están situadas en la mitad o medio de la cuesta que mira al Occidente. A poca
distancia se hallan dos fuentes: la una al septentrión de la Casa, distante de
ella como 150 pasos comunes; la otra, al mediodía, que tendrá como 50 pasos de
distancia. Muy cerca de esta fuente, hay dos nogales... Un poco más abajo de
la misma fuente, hay un reducido huerto, porque lo angosto y quebrado del
valle o barranco no permite más. En él se crían avellanos y algunos otros
árboles frutales y excelente hortaliza. Tiene el monte abundantes pastos para
ganado mayor y menor, y tierras laborables en las laderas y cuestas que se
cultivan y que rinden trigo limpio y de buena calidad... También tiene su era
para trillar» [127].
En
agosto de 1974, visitamos nosotros este paraje, comprobando los detalles de
las dos fuentes y hasta los emplazamientos de la antigua era de trillar. En la actualidad,
el paisaje ha cambiado completamente, pues la montaña está poblada de pinos y
surcada por caminos que proceden de los pueblos circunvecinos. Por ellos,
aunque a duras penas, se puede subir, a veces, en automóvil. La Fuente de
Yerga, que es la aludida por el P. Calatayud, está en una pequeña hondonada y
alimenta un depósito rectangular, de unos 10 m. de longitud, 5 m. de anchura y
1,25 m. de profundidad, construido en 1968 por ICONA, para su servicio de
extinción de incendios forestales. Ya en el mismo vértice geodésico de Yerga,
el ICONA tiene además una estación de vigilancia, con su emisora y receptora de
radio; y a su lado, se yergue una torre de 70 m. de altura, perteneciente a una
estación retransmisora de la Televisión Española. Fue inaugurada el 24 de
octubre de 1966. A unos pocos metros de dicha fuente y a la izquierda del
camino de subida, se yerguen muy maltrechas las ruinas de la última ermita de
Nuestra Señora de Yerga. Por cierto que un vecino de Grávalos nos las designó
con el significativo nombre de «El Convento», reminiscencia secular del
primitivo monasterio Císterciense. De ellas solo quedaban los muros de piedra
suelta, con cuatro contrafuertes de sillares, un gran arco apuntado de la
capilla, restos de la ornamentación de las pechinas y dos ventanas laterales
tapiadas. El recinto de la capilla era cuadrangular, de unos 6 m. de lado y
estaba, a la sazón, lleno de escombros. Adyacentes a la ermita, se ven los
restos de antiguas dependencias; seguramente la morada del ermitaño y alguna
hospedería para los peregrinos. En las inmediaciones, al otro lado del camino,
se conserva una magnífica nevera circular, a la sombra de un corpulento árbol.
Tiene unos 10 m. de profundidad y 10´85 m. de diámetro y, por tanto, 34 m. de
circunferencia. Por cierto que, al oriente del vértice geodésico y a la
derecha que desciende a Alfaro, se encuentra, un poco escondida, una nevera
doble, con dos compartimentos comunicantes, de mayor cabida y profundidad que
la anterior.
¿Cuánto tiempo vivieron en Yerga los
primitivos cístercienses?
Fr.
Ignacio Fermín de Ibero escribió en 1610 que «los primeros religiosos que
fueron a vivir a Hierga, hallo por escrituras de nuestro Archivo que estuvieron
en ella cerca de ocho meses; y luego, en Niencebas, siete años [128]”.
Fr. Roberto Muñiz asegura que un año [129];
pero nosotros creemos que alrededor de dos.
Desde
luego, no hay documentos que lo comprueben; pero no es difícil hacer un cálculo
aproximado. Ya hemos dejado establecido que, con toda verosimilitud, los
primeros expedicionarios de la Scala-Dei llegaron a Yerga, hacía el mes de mayo
de 1139. Sabemos, por otra parte, que Alfonso VII de Castilla les donó la
granja de Niencebas, a finales de octubre de 1140, siendo lógico pensar que
los monjes no se trasladaron inmediatamente a ella, por encontrarse, ya no
solamente abandonada, sino en ruinas, por obra de los moros que se habían visto
obligados a evacuarla, hacía casi un cuarto de siglo. La más elemental
prudencia aconsejaba preparar en Niencebas un alojamiento y levantar un
santuario, aunque solo fuesen provisionales, antes de dejar el monasterio de
Yerga; sobre todo, si, como afirma Mr. Gutton - aunque su afirmación es
completamente gratuita, pero no inverosímil -, la vida ejemplar de los monjes
en aquella montaña había ya atraído a algunos postulantes, deseosos de
abandonar el mundo [130].
Montalvo
escribe atinadamente a este propósito que «el libro de las fundaciones de las
Casas de la Orden del Císter, sacado del que está en la casa (matriz) de
Císter, pone la fundación de Nuestra Señora de Fítero, en el año de 1141, a 4
de las calendas de noviembre (29 de octubre); y ésta sería la fundación de este
monasterio del valle de Niencebas, porque la de la misma casa de Fitero fue
algunos años después» [131].
Esta fecha de Montalvo concuerda precisamente en el año, pero no en el día ni
en el mes, con la de un instrumento de donación de una finca en Niencebas,
hecha por D. Pedro Tizón a San Raimundo, en 1141: documento del que varios
autores han deducido, un poco apresuradamente como veremos más adelante, que
nuestro Santo era ya abad de Niencebas, el 2 de junio de dicho año. De todos
modos, deja en pie nuestra conjetura de que los primitivos Cístercienses
estuvieron viviendo en la montaña de Yerga, alrededor de dos años.
¿Fue Yerga la primera fundacion
císterciense de España?
En la biografía sucinta
de San Raimundo, inserta en nuestro POEMARIO FITERANO [132]
respondimos ya afirmativamente a esta pregunta; pero, con la restricción de
que, al parecer, desde 1132, había adoptado la Regla del Císter el monasterio
de Moreruela, ocupado anteriormente por monjes negros o benedictinos de la
antigua observancia; de manera que Moreruela no fue propiamente una fundación,
sino una transformación.
En estos momentos, mejor
informados, rechazamos tal restricción, pues la tradición española sobre la
antigüedad del monasterio de Moreruela, aunque avalada modernamente por un
autor de tanto prestigio, como Manuel Gómez Moreno, en el Boletín de la
Sociedad Española de Excursiones[133],
es falsa. Lo demostró ya Fr. Manuel de Calatayud, en sus «Memorias»
inéditas [134]
y, por lo mismo, muy poco conocidas, y ha reforzado modernamente su
demostración Dom Maur Cocheril, que tradujo al francés los argumentos de aquél
(pero sin nombrarlo para nada...), en su estudio La Fondation de l’Abbaye de
Moreruela, de sus ya citados Estudios sobre el monaquismo en España y en
Portugal [135].
Ya nosotros habíamos
comenzado a dudar de la solidez de tal tradición, después de leer la grave
objeción de Mr. Marcelin Défourneaux, en su libro Les Français en Espagne
aux XII et XXXè siècles, pues, en el c. I, párr. IV, p. 50, escribió que
«un acta de doce años después aparece en contradicción con esos datos (la
pretendida implantación del Císter en Moreruela en 1131 o en 1132). En efecto, en
1143, el Rey donó a Ponce de Cabrera, uno de los señores de su Corte, la villa de Moreruela, hoy desierta - precisa
la carta -, para que estableciera en ella un monasterio y lo cediera a los
monjes Pedro y Sancho».
Y
si en 1143, Moreruela era una villa desierta y no había allí ningún monasterio,
¿cómo es posible que la abadía Císterciense de tal lugar datase de 1131? De
todos modos, como Mr. Défourneaux no insertaba ninguna copia de dicha donación
ni daba más referenciás sobre ella, acogimos la tesis tradicional, aunque
precediéndola de un precavido al parecer. Por otra parte, Mr.
Défourneaux publicó su obra en 1949 y posteriormente insistieron todavía en tal
tesis Luis Vázquez de Parga, en el Diccionario de Historia de España de
la Revista de Occidente [136];
el P. Ezequiel Martín, en la revista Cístercium [137];
José Pijoán, en su Summa Artis [138];
Pedro Aguado Bleye, en su Manual de Historia de España [139]
y el P. Patricio Guérin, en la revista Cistercium [140].
Solamente Fr. Manuel de Calatayud, Fr. Roberto Muñiz y don Vicente de la Fuente
defendieron ya la tesis fiterana. Así La Fuente escribió a este propósito:
«Parece inconcluso que el Monasterio de Fitero es el más antiguo de la Orden
Císterciense en España» [141].
Pero no lo demostraba. (Aclaremos de paso que varios autores, al decir el
Monasterio de Fitero, se refieren no a la abadía fíterana propiamente dicha,
que solo data de 1152, sino a la fundada en Yerga en 1139 o en 1140 y
trasladada sucesivamente a Niencebas y a Fitero).
Los
defensores de la tesis moreruelense se apoyan en las Tablas Cronológicas de
la Orden y en una tradición secular, recogida por Fr. Angel Manrique, en sus
ya citados Annales Cistercienses [142].
Por lo que se refiere a las Tablas, observa Dom Maur Cocheril [143]
que no existe ningún ejemplar oficial de las mismas y que se ha dado este
nombre a los manuscritos e impresos cuya lista fue confeccionada por Fr.
Leopoldo Janauschek, el cual la inserta al principio de su vasta obra, Orígenes
Cístercienses [144].
Pero ocurre que dichas Tablas rara vez concuerdan entre si y, en el
caso concreto de Moreruela, de las 39 que cita Janauschek, seis señalan el año
1129, quince, el año 1130; dieciseis, el año 1131; una, el año 1145; y otra, el
año 1157. No fiándose de ninguna, el mismo Janauschek optó todavía por una
fecha incierta, situada «entre el 5 de marzo y el 1 de agosto de 1132». Es,
pues, evidente que las tales Tablas no constituyen un criterio seguro
para decidir la cuestión de la antigüedad de la abadía Císterciense de
Moreruela y, menos aún, de la del primer monasterio de la Orden en España.
En
cuanto a la tradición secular, recogida ya en dos manuscritos del siglo XIII,
se funda en dos instrumentos de donación, transcritos por el P. Manrique, al
que se refieren y en el que se apoyan casi todos los defensores de la tesis
moreruelense, incluyendo a Janauschek. No vamos a seguir a Calatayud y
Cocheril, en la minuciosa crítica que hacen de dichos instrumentos, pues es una
cuestión que solo roza tangencialmente la biografía de San Raimundo. Así pues,
nos vamos a limitar a hacer resaltar los anacronismos flagrantes de los mismos,
si se admiten las fechas dadas por el P. Manrique.
El
primer documento, transcrito por Manrique [145]
se refiere a la donación de Moreruela de Suso al monasterio benedictino de
Santiago de Moreruela de Frades y a su abad Gonzalo (Gundisalvo), el 5 de
agosto de 1123 (fecha de Manrique). Según su texto, la donación fue hecha
por Alfonso VII de Castilla, de acuerdo con su esposa doña Rica y de sus hijos
Sancho y Fernando. Uno de los firmantes es el Rey Sancho de Navarra, que se
dice vasallo del Emperador. Pues bien, Alfonso VII reinó en Castilla desde el
10 de marzo de 1126 al 31 de agosto de 1157. En 1123, quien reinaba era su
madre doña Urraca. Por otra parte, doña Rica de Polonia fue la segunda mujer de
Alfonso VII. La primera fue doña Berenguela, hija del Conde de Barcelona,
Berenguer III, la cual murió en 1149. Por consiguiente, doña Rica no pudo
firmar en 1123 una carta de donación, en calidad de segunda esposa de un
monarca que no reinaba todavía y del que no era aún su mujer; y por supuesto,
Alfonso VII tampoco pudo extender la referida carta, en dicha fecha; y menos
aún con el título de Emperador que se le da en aquélla, puesto que sólo
empezó a usar este título en 1136. Finalmente en 1123 no reinaba en Navarra
ningún Sancho, sino Alfonso I el Batallador, el cual era entonces, a la vez,
Rey de Navarra y Aragón.
A
primera vista, esta carta de donación parece una burda falsificación; pero no
es así, pues el documento es auténtico y se conserva en el Archivo Histórico
Nacional de Madrid [146].
Lo que pasa es que el P. Manrique no supo leer correctamente la fecha que
lleva: MCLX _ I. La X, es decir, con un trazo horizontal en su extremidad
derecha superior, no es la X corriente, que equivale a 10, sino una X espada
o spadata, equivalente a 40. Por tanto, la era MCLX _ I equivale a
la era 1191 y al año 1153; pero no a la era 1161 y al año 1123, como la
interpretó el P. Manrique. Y efectivamente, en 1153 todos los personajes
mencionados en la carta de donación estaban vivos y desempeñaban los cargos que
se les asignan, incluso el Abad Gonzalo y el Rey Sancho VI de Navarra
(1150-1194), quien, en efecto, se reconocía, a la sazón, vasallo del Emperador
de Castilla.
Finalmente,
hay que fijarse, al examinar este documento, en el detalle de que la donación
está hecha «al monasterio de Santiago de Moreruela”; lo que quiere decir
que todavía en 1153, no había adoptado este monasterio la Regla del Císter,
pues todos los conventos que lo hacían, se ponían automáticamente bajo la
advocación de Santa María, «pro more Ordinis» (según la costumbre de la Orden),
como dice el mismo Manrique. En consecuencia hay que concluir que el monasterio
Císterciense de Yerga es muy anterior al de Moreruela. El segundo documento,
aducido por el P. Manrique se refiere a la donación de Moreruela de Frades,
hecha por el mismo Alfonso VII y su primera mujer doña Berenguela, a uno de los
señores de su Corte, don Ponce de Cabrera, el 3 de septiembre de 1143. En dicha
donación, se dice que la villa estaba desde hacía tiempo desierta (diu
desertam), pero se da a entender que estaban instalados en ella dos monjes:
Sancho y Pedro. El Rey ordena a Ponce que se la done, a su vez, a dichos monjes
y a los compañeros que quisieren vivir con ellos, bajo la Orden y la Regla
de San Benito; que la mande reconstruir y que la mantenga. Es todo. En tal
documento, no se nombra para nada a la Orden del Císter ni se hace ninguna
alusión a ella. Pero Fr. Angel Manrique, queriendo ligar los dos documentos,
bajo la falsa base de la fecha de 1123 que había dado al primero, y deducir de
ellos la afiliación de Moreruela al Císter en 1131, inventó la singular
historia de que Alfonso VII concedió al abad Gonzalo un plazo de siete años,
para que sacase a flote la vieja abadía benedictina, fundada, según se dice,
por San Froilán; y como, al cabo de ellos, no lo hubiese conseguido, el
Monarca castellano apeló entonces a los monjes de Claraval, de acuerdo con el
mismo Gonzalo. Claraval envió, a continuación, a dos monjes, llamados Pedro y
Sancho, quienes introdujeron la nueva observancia en Moreruela.
¿Pero
dónde están las pruebas de esta historieta? El P. Manrique no las aduce,
guardándose muy bien de hacer afirmaciones rotundas, y así escribe: «Et venisse
creduntur Sanctius Petrusque, forte cum aliis, per quos ceteri institutum
docerentur». (Y se cree que vinieron Sancho y Pedro, tal vez con
otros, por medio de los cuales serían instruidos los demás en la Regla
del Císter). Añade Manrique que, en este ocasión, la advocación de Santiago fue
sustituída por la de Santa María; mas no lo demuestra, resultando, por el
contrario, que el monje Pedro, considerado como el primer abad, aparece todavía
en 1146, en otra donación concedida a Santiago de Moreruela, y no
a Santa María [147]
y que la primera vez que aparece la advocación de Santa María de Moreruela es
ya en una bula pontifical de 1158 [148].
Descartada
Moreruela como la primera abadía Císterciernse de España, Mr. Défourneaux
conjeturaba que el honor de haber introducido la Reforma del Císter en nuestra
patria correspondía, ora al monasterio de Osera, ora al de Valparaíso. Pues
bien, los dos son posteriores al de Yerga. El Monasterio de Santa María la Real
de Osera tuvo su origen en la donación real de un terreno desierto, llamado
Ursaria (guarida de osos) y situado en el actual municipio de Cea, provincia
de Orense. Dicha donación fue hecha, a petición del Conde de Galicia, Fernán
Pérez de Trava, hacia 1137, por el Rey Alfonso VII de Castilla, a cuatro
anacoretas, llamados García, Diego, Juan y Pedro. Pero pasaron todavía tres
años hasta que vinieron a reunirseles varios monjes de Claraval, y uno más,
hasta que se organizó la vida cenobítica, de acuerdo con la Regla del Císter,
siendo reconocido como primer abad el monje García. De manera que el
monasterio de Osera data solamente de 1141 y, por tanto, es posterior al de
Yerga. En cuanto al monasterio de Valparaíso, cuya fundación se ha querido remontar
asimismo a 1137, Cocheril ha demostrado sin lugar a dudas que no tiene tal
antigüedad. Dicho monasterio estuvo ubicado en el actual municipio de
Valparaíso, perteneciente a la provincia de Zamora y a la diócesis de Astorga.
Su origen fue una ermita erigida en Peleas, por un clérigo secular de Zamora,
llamado Martín Cid, el cual se retiró a aquel lugar, para hacer vida de
anacoreta. Pronto se le reunieron cuatro religiosos Cistercienses, llamados
Egeas, Gerardo, Pedro y Bernardo, llegados probablemente de Claraval, para
hacer una investigación sobre las posibilidades de fundar allí un monasterio de
la Orden, pues, al parecer, Martín Cid se había dirigido de antemano, con tal
objeto, al Abad de Clairvaux, por medio del Obispo de Zamora. Mas, por de
pronto, Cid y sus compañeros solo instalaron en Peleas un albergue para
hospedar a los pobres y a los peregrinos. Posteriormente construyeron en el
mismo albergue un monasterio Císterciense, llamado Santa Maria de Bellofonte,
el cual fue trasladado en 1232 a Valparaíso, por concesión de Fernando III de
Castilla.
El
único documento auténtico - y no muy claro - que se conoce sobre la fundación
del monasterio Cisterciense de Bellofonte, «en la alberguería nueva de Peleas»,
es una carta de donación, otorgada a Martín Cid y a sus compañeros, por Alfonso
VII de Castilla, en virtud de la cual les donaba las villas de Cubo y de
Cubero, ordenándoles que levantasen en dicha alberguería, un monasterio del
Císter, en honor de la Virgen María. Dicho documento, tal como consta en la
copia del Tumbo de Valparaíso, aparece firmado el 4 de octubre de 1137; pero no
es cierto, pues fue firmado el 4 de octubre de 1143.
El
P. Damián Yáñez, en su estudio Datos para la historia del monasterio
Císterciense de Valparaíso [149],
ha pretendido sostener la primera fecha, apoyándose en la autoridad del autor
de Tumbo, «que, con tanto cuidado, leyó las escrituras y privilegios de su
archivo». Sin embargo, el autor del Tumbo cometió el anacronismo de atribuir
la fundación al rey Alfonso VIII de Castilla, el cual no había nacido todavía:
error en que incurrió también Janauschek. De manera que el tal compilador no
era tan de fiar, como pretende el P. Yáñez. Y por otra parte, los argumentos
que esgrime el P. Calatayud contra la fecha de 1137 son aplastantes. En efecto,
en dicho documento, se habla de una entrevista que, al tiempo de firmarlo,
tuvieron en Zamora Alfonso VII de Castilla y Alfonso Enríquez de Portugal, el
cual es llamado al final del documento, Rey de Portugal. Pues bien,
ningún historiador, ni español ni portugués, habla de tal entrevista, el 4 de
octubre de 1137. (Basta leer la Historia de Portugal, de Alejandro
Herculano y las de España de cualquier autor). Es más: según Diego de
Colmenares, en su Historia de Segovia [150],
el 10 de octubre de 1137, Alfonso VII se hallaba a más de 400 kilómetros de
Zamora. No es, pues, fácil que se encontrase en esta ciudad seis días antes,
dadas las dificultades que ofrecían los viajes en aquella época. Uno de los
confirmantes de la donación en cuestión es Pedro, arzobispo de
Compostela. Ahora bien, en 1137, el arzobispo de Compostela no era ningún
Pedro, sino Diego Gelmírez, el cual murió en 1139. Finalmente, en el encuentro
de los dos soberanos en Zamora, estuvo presente el Legado pontificio, cardenal
Guido. Pues bien, este cardenal anduvo por España en 1136, presidiendo un
Concilio en Burgos el 2 de octubre; pero se volvió a Roma en marzo de 1137 y no
regresó a la Península hasta julio de 1143, siendo este último año cuando se
reunió en Zamora, los días 4 y 5 de octubre, con los reyes de Castilla y
Portugal, para arreglar las diferencias pendientes entre ambos y firmar un
tratado de paz.
De
manera que la carta de donación de Alfonso VII a Martín Cid y a sus compañeros
no data del 4 de octubre de 1137, sino de 1143. Por consiguiente, la fundación
Císterciense de Yerga (o Fitero) también es anterior a la de Bellofonte (o de
Valparaíso). Podemos, pues, concluir que, mientras no aparezcan nuevos documentos,
desconocidos hasta ahora, que demuestren lo contrario, el monasterio de Yerga
(o Fítero) fue la primera fundación Cisterciense de España. Y no solamente de
España, sino de toda la Península Ibérica, pues los dos cenobios más antiguos
de Portugal: el de Tarouca, en Beira Alta, y el de Sever, en Beira litoral,
fueron fundados entre 1142 y 1143 [151].
¿Dónde estuvo el Monasterio de
Niencebas?
Fr.
Manuel de Calatayud escribe que «el sitio de Niencebas dista 2 leguas desde
Yerga, 4 leguas de Calahorra que le cae al N., 3 de Alfaro, mirando al
Oriente, y 1 de Fitero, que está al Austro o Mediodía. Está en los confines de
Navarra y Castilla y es perteneciente a este último Reyno. El valle es
espacioso y desciende desde el Ocaso al Oriente, juntamente con un arroyo de
agua, por muy largo espacio, siendo también considerable su latitud entre el
Norte y el Mediodía. En el centro del Valle, se edificó la nueva Casa e
Iglesia, que estaba a legua y media del Castillo de Tudején» [152].
Pues bien, el arroyo de referencia es la corriente que nace en la Fuente de los
Cantares, y las distancias en leguas, traducidas en kilómetros, son las
siguientes: 11,145 km. de Yerga, 22,291 km. de Calahorra, 16,718 km. de Alfaro,
5´573 km. de Fitero y 8´359 km. del castillo de Tudején.
Como
estos datos no dirán nada a los lectores, les aclararemos que Niencebas se
encontraba en la cañada de la Granja, en territorio actualmente de Alfaro, y el
convento estaba situado a la derecha y aledaño al riachuelo, en el trozo
comprendido entre los kilómetros 15 y 18 de la carretera de Alfaro a Grávalos y
la línea fronteriza y enfrentada de Corella. Ahora bien, no es cosa fácil
determinar el punto exacto de su ubicación, porque, trazando las líneas
correspondientes a las distancias anotadas, resulta que no convergen en un
punto. Es muy posible que estuviese al lado de la cota 532, junto a la
Venta del Pillo o de la cota 525, junto a la Casilla de los Peones Camineros;
pero no estamos seguros. En cambio, hay probabilidades de que la Granja a
la que quedó más tarde reducido el monasterio, estuviese situada a la izquierda
del riachuelo, debajo de la cota 511, poco antes de llegar al km. 16 [153]
de la citada carretera. Nos fundamos en que, hace algunos años, se encontraron
allí no pocos restos de cimientos y de objetos de cerámica y montones de
piedras de edificaciones derrumbadas; y casi en frente, pero a la orilla
derecha del riachuelo, están todavía en pie varias cuevas, antiguamente
habitadas. Las coordenadas de este lugar son 42º 06’ de latitud N. y 1º 48’ de
longitud E. del meridiano de Madrid.
No
deja de ser curioso que, mientras del viejo monasterio de Yerga quedan todavía
el nombre y el recuerdo y las ruinas de la última ermita, en cambio, de la
abadía de Niencebas no queda nada, ni siquiera el nombre exacto del lugar, el
cual aparece, en las escrituras del Cartulario de Fítero, nada menos que con 17
variantes: Necebas, Neceuas, Nencebis, Nenceuis, Nesceuas, Nesceuis, Nezeuas,
Nezeues, Nezeuis, Níeceuas, Niencauas, Níencebas, Niençauas, Niençeuas,
Niescenas, Ninzaues y Trienzabas.
¿Cuándo y por qué la abadia de Yerga se traslado a Niencebas?
Nos
quedan una veintena de documentos, relativos al monasterio de Niencebas. Desde
luego, el primero y más importante es la donación de este lugar, hecha por el
rey Alfonso VII de Castilla, al abad Durand y sus compañeros, el 25 de octubre
de 1140. Vale la pena de ofrecer a nuestros lectores una traducción íntegra y
directa de ese histórico documento [154],
que hemos hecho literalmente de la copia latina que inserta Cristina Monterde,
en su ya citada Colección diplomática del monasterio de Fitero [155]
.
«En
el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, amén. Como quiera que cada
uno de nosotros no puede alcanzar el reino de Dios por la violencia, sino por
la limosna y la oración, y por otras virtudes semejantes, debemos hacer
limosnas y oraciones, según lo que Dios nos dio para que merezcamos ser
partícipes del reino celestial, por los méritos de las buenas obras. Por eso,
yo, Alfonso, emperador de España, junto con mi esposa Berenguela, deseando
reinar eternamente con Cristo, con grato ánimo y espontánea voluntad, por mi
salvación ante todo y por la de mis padres, por el perdón de nuestros pecados,
hago donación, por juro de heredad, a Dios y a la iglesia de la bienaventurada
María, siempre Virgen, fundada en el monte que llaman Erga, y al señor Durand y
sus compañeros, que están en el mismo lugar e iglesia, sirviendo regularmente a
Dios y a la bienaventurada María, así como a sus sucesores, de aquella villa
desierta y del lugar que llaman Nezebas, con todos los términos del mismo
lugar, entradas y salidas, montes, valles, tierras, aguas, pastos, huertos y
solares y con todas sus otras pertenencias, en cualquier lugar que estén.
(Hacemos donación) del lugar arriba mencionado, o sea, Nezebas, con todas sus
pertenencias, en tal modo, a la predicha iglesia de la bienaventurada María,
situada en el monte Erga, y al señor Durand [156],
ya dicho, y a sus compañeros que sirven a Dios allí, y a sus sucesores, para
que libre y tranquilamente lo posean a perpetuidad. Y si alguno de mi linaje o
de otro se mostrare contrario a la escritura de esta donación mía y la
infringiere, herido de anatema, sea condenado al infierno con el traidor Judas,
si no se retractare; y además, por su temeraria osadía, pague a la dicha
iglesia y al poder real mil maravedís, y restituya el doble de lo que hubiese
tomado. Hecha la carta en la Ribera del Ebro, entre Calahorra y Alfaro, en el
tiempo en que el emperador firmó la paz con el Rey, Don García, y desposó a su
hijo con su hija, a los 8 de las calendas de noviembre, era 1178, reinando el
sobredicho Emperador en Toledo, León, Zaragoza, Nájera, Castilla y Galicia. Yo,
Alfonso Emperador, confirmo esta carta que mandé hacer, en el año VI de mi
imperio, y la firmo con mi mano. Sancho, Obispo de Calahorra, confirma. Miguel,
Obispo de Tarazona, confirma. Esteban, Prior de Nájera, confirma. Rodrigo
Gómez, Conde, confirma. Osorio Martínez, Conde, confirma. Conde Ladrón
confirma. Gutierre Fernández confirma. Diego Muñoz, Mayordomo del Emperador,
confirma. Poncio de Minerva, Alférez del mismo, confirma. Martín Fernández, en
Calahorra, confirma. Fortún García, confirma. Miguel Muñoz de Finojosa,
confirma. La escribió Giraldo, por mandato del Maestre Hugo, Canciller del Emperador».
Como
se ve por este documento, el fundamento de la traslación de la abadía de Yerga [157]
a Niencebas es esta donación real. Evidentemente este traslado no fue
inmediato, como ya hemos anotado en otro lugar, puesto que se trataba de una
villa en ruinas y los monjes debían preparar antes un alojamiento y una
iglesia, aunque fuesen provisionales. Conjetura Fr. Manuel de Calatayud que el
plazo «de siete meses pudo ser bastante para poner el edificio en tal
disposición que pudiesen los monjes habitar en él» [158].
Había buenas razones para apresurar ese traslado, porque la vida de los monjes
en aquella montaña era bastante penosa y difícil. Consigna el mismo historiador
que «en el monte de Yerga, suelen reinar furiosos vientos, en tiempo de
invierno, y éstos, con las nieblas, que son muy frecuentes, hacen aquel sitio
muy frío, lo que no podía menos de ser muy incómodo para unos hombres mal
alimentados y que, vestidos sólo de una túnica y cogulla, sin zaragüelles ni
femorales, gastaban una buena porción de la noche en el coro, cantando cánticos
de alabanza a Dios, y dormían lo restante en el duro suelo» [159].
¿A qué diócesis perteneció el
monasterio de Niencebas?
Don
Vicente de la Fuente afirma que perteneció a la de Tarazona, pero no lo
demuestra, resultando tanto más inverosímil cuanto que, a la sazón, el
territorio de Niencebas pertenecía a Castilla, y no a Aragón ni a Navarra, que
la sede episcopal más cercana de Niencebas era la castellana de Calahorra y no
la aragonesa de Tarazona.
Hay
además elocuentes indicios de que la abadía de Niencebas dependía precisamente
de la Mitra de Calahorra. Veámoslos. 1) El altar de Niencebas fue consagrado
por Sancho, obispo de Calahorra. Así consta en una súplica que elevó Rodrigo,
obispo de dicha diócesis, al Papa Urbano III, a fines de 1187. 2) En la
exención de diezmos que concedió el obispo de Tarazona, Miguel Cornel, a
nuestro San Raimundo, entonces abad de Niencebas, el 6 de febrero de 1148, no
se insinúa siquiera que Niencebas formara parte de la diócesis turiasonense:
omisión increíble, si en efecto, hubiera pertenecido a ella. 3) La traslación
del monasterio de Niencebas a Fitero se hizo con la autorización previa del
obispo de Calahorra, Rodrigo de Cascante, hacia 1152; lo que demuestra que
dependía de su autoridad [160].
4) La abadía de Fitero, mientras vivió San Raimundo, dependió de la Mitra de
Calahorra y no de Tarazona, como consta en la súplica antes citada. Ahora bien,
la abadía de Fitero fue una simple continuación de la de Niencebas, trasladada
a 5´5 kilómetros más hacia el sur. 5) En los instrumentos de las
donaciones reales, hechas al abad Durando y a San Raimundo, el primer
confirmante eclesiástico es casi siempre el obispo de Calahorra, pero
nunca el de Tarazona, el cual o no aparece en ellos o aparece después del
prelado calagurritano. Así en el más famoso de dichos instrumentos: el de la
donación de Calatrava, firmado en Almazán en 1158, no figura el obispo de
Tarazona.
¿Cuándo fue elegido San Raimundo abad
de Niencebas?
No
lo sabemos con certeza. Una tradición recogida por varios autores antiguos y
modernos, como Jerónimo Mascareñas y Francis Gutton, asegura que el abad
Durand y sus compañeros se trasladaron a Niencebas en 1141 y que allí murió
aquél, unos cuatro años después [161].
En tal caso, San Raimundo debió ser elegido sucesor suyo en 1145. Pero Traggia,
Calatayud, La Fuente y otros historiadores creen que San Raimundo era ya abad
de Niencebas en 1141. Se fundan para ello en tres escrituras, fechadas en dicho
año, y en la Súplica ya citada del obispo de Calahorra, don Rodrigo de
Cascante, al Papa Urbano III, en 1187. De dichas escrituras – de las cuales
ninguna es original, sino copias posteriores -, la más importante es la
referente a la donación de “totam nostram hereditatem quam habemus in Nescevis”
(toda nuestra heredad que tenemos en Niencebas), hecha por don Pedro Tizón y su
mujer doña Toda, al abad San Raimundo y a sus monjes. En la Colección de
documentos inéditos para la historia de Navarra, hecha por don Mariano
Arigita, el documento aparece sin fecha; pero según Fr. Manuel de Calatayud,
dicha fecha era “IV Nonas Junii sub hera MCLXXIX”, es decir, el 2 de junio de
1141. Admitámosla.
¿Es
completamente autentica la bula del Papa Eugenio III, relativa a Niencebas?
En
1147, San Raimundo concurrió al Capitulo General del Císter, al que asistieron
asimismo San Bernardo y el Papa Eugenio III, que había sido monje
Cisterciense. Con tal ocasión, según se dice, San Raimundo pidió y obtuvo del
Pontífice una Bula, expedida en el mismo Císter, el 17 de septiembre de dicho
año, por la cual tomaba bajo su protección al monasterio de Niencebas con todas
sus propiedades. ¿Pero es auténtica esta Bula...? Fray Angel Manrique, en sus Annales
Cistercienses [162]
declinó diplomáticamente ocuparse de esta cuestión, dando, empero, a entender
que dudaba de su autenticidad, por enumerar entre las propiedades del
monasterio de Niencebas, los lugares de la Oliva y de Veruela. En efecto, en el
texto de dicha bula, no se limita el Pontífice a tomar bajo su protección, de
una manera general, al monasterio de Niencebas, sino que especifica los bienes
del mismo y cuenta entre ellos los lugares (no dice monasterios) de
Fitero, La Oliva y Veruela, con sus tierras, pastos, diezmos, granjas y pertenencias.
Por
lo mismo, don Vicente de la Fuente, el cual insertó el texto latino de dicha
bula en los Apéndices del t. 50 de la España Sagrada, bajo el n.
XVII [163],
después de examinarlo cuidadosamente, concluyó que tenía a dicha bula «por muy
sospechosa y aún por apócrifa» [164].
¿Razones? Nada menos que por seis diferentes. Veámoslas.
1)
Por la concesión de diezmos que se hace en ella al monasterio de Niencebas,
pues no tenía ningún sentido que, en la época de su mayor fervor, los
Cistercienses se pusiesen a acaparar diezmos, exactamente como lo habían hecho
antes los cluniacenses, con el descrédito consiguiente.
2)
Por la concesión hecha al año siguiente al monasterio de Niencebas, por el
obispo de Tarazona, don Miguel, de los diezmos de las tierras, radicadas en su
diócesis, que cultivasen los monjes con sus propias manos o animales del mismo
monasterio.
3)
Porque la donación de Fitero o, mejor dicho, de Castellón, no se hizo a san
Raimundo hasta 1151, es decir, cuatro años después.
4)
Porque Veruela fue donada en 1146 a la Scala-Dei, por el conde don Pedro de
Atarés, y como no consta que esta abadía francesa hubiese cedido tal lugar a la
de Niencebas, es claro que san Raimundo no podía tener por suyo lo que no le
pertenecía.
5)
Porque en 1149, el conde de Barcelona, Berenguer IV, donó análogamente al
monasterio de la Scala-Dei, la recién fundada abadía de La Oliva. Por tanto, no
podía ser esta última de Niencebas en 1147.
6)
Porque en 1147 el lugar que se llama Fitero se llamaba Castellón, y solamente
años después, «el vulgo lo principió a llamar Fitero, por estar sirviendo de
hito en la raya de Castilla y Navarra» [165].
Añadamos que, por una parte, no existe ningún documento anterior a la bula de
1147, que nos diga cuándo y cómo la abadía de Niencebas adquirió los lugares en
cuestión, y por otra parte, tampoco se conoce ningún documento, posterior a
dicha bula que nos informe de cuándo, cómo y por qué la abadía de Niencebas se
desprendió de esas propiedades tan importantes.
Fr.
Manuel de Calatayud intentó explicar esta embarazosa cuestión del modo
siguiente. «No tenemos —escribe— instrumento ninguno que nos informe de qué
manera llegaron el uno y el otro sitio al poder de Niencebas». Admite que uno y
otro habían ya sido donados a la abadía de Scala-Dei, para hacer fundaciones
Cistercienses, y agrega que, en vista de ello, «llegamos a sospechar que
intervinieron algunos impedimentos para que no se efectuasen luego las
fundaciones... Supuesto esto, es muy verosímil que, entretanto que no se
llevasen a ejecución las dichas donaciones, encomendase el abad de Scala-Dei al
de Niencebas tuviese en su custodia los lugares de La Oliva y Veruela y se
aprovechase de sus frutos, mientras no se erigían los monasterios..., y
estando en este estado de cosas, obtendría Raimundo la Bula en que se expresan
como bienes del monasterio de Niencebas los lugares de La Oliva y de Veruela» [166].
La
explicación es muy ingeniosa y propia de un Cisterciense del siglo XVIII, pero
no tan verosímil, como cree el P. Calatayud, porque es de suponer que San
Raimundo —un santo Cisterciense del siglo XII— respetaría las primitivas
constituciones del Cister, que apenas si llegaba entonces al medio siglo de
existencia. Pues bien, estas constituciones obligaban a los monjes a vivir
exclusivamente del trabajo de sus manos, y no de las manos de los demás,
como ocurrió más tarde, y como el monasterio de Niencebas no tenía seguramente
suficientes monjes para desplazar peonajes a La Oliva y a Veruela a trabajar
aquellas tierras ni le era lícito ponerlas a renta, para aprovecharse de sus
frutos, o sea, del trabajo de ajenos a la comunidad, es claro que la
explicación del P. Calatayud no tiene validez. Para comprobar lo que decimos,
no hay más que repasar el Cartulario de Fitero y se comprobará que entre el
centenar largo de documentos relativos al abadiazgo de San Raimundo en
Niencebas y en Fitero, figuran muchas escrituras de compras, ventas, permutas y
donaciones de terrenos, pero ni una sola de arrendamiento de ninguna clase.
El
señor Goñi Gaztambide, apoyándose en la autoridad de Paul Kehr (quien, a su
vez, se apoyó en la del Dr. Rassow), asienta que «la autenticidad del
privilegio pontificio (o sea, la Bula de 1147) está hoy fuera de duda. El
original se conserva en el Archivo Histórico Nacional y, desde el punto de
vista diplomático, no ofrece ningún motivo de desconfianza»[167].
Pero sí, desde el punto de vista de su contenido, pues todavía hay algo más
sospechoso, y es que la doctora Monterde transcribe, en su Colección
diplomática, bajo los números 8 y 9 de sus Apéndices, dos copias de la misma
bula: una dirigida a San Raimundo, como abad de Niencebas, y otra, como abad de
Yerga. En la primera, se nombran como pertenencias de Niencebas, a Fitero, La
Oliva y Veruela, omitiendo a Yerga, y en la segunda, a Yerga, Fitero y La
Oliva, omitiendo a Veruela. En lo demás, la redacción de ambas es la misma,
salvo en el orden de los firmantes y en el nombre del diácono cardenal de Santa
María de Cosmedin, que en la primera se llama Jacinto, y en la segunda,
Sancho. La primera copia es la más conocida y es seguramente la que vio La
Fuente, añadiendo entre paréntesis, al final de ella, la doctora Monterde: Falta
la bula. ¿Cuál de las dos es la auténtica? Desde luego, no es la segunda,
pues estando San Raimundo en el Capítulo General del Cister, como abad de
Niencebas, es inadmisible que se le dirigiese la bula como abad de Yerga.
Admitiendo, pues, hipotéticamente que es la primera, como no podemos imaginar
siquiera que San Raimundo presentara a Eugenio III una falsa relación de las
propiedades que tenía el monasterio en 1147, es forzoso concluir que, si la
bula no ofrece ningún motivo de desconfianza, desde el punto de vista
diplomático, los ofrece en abundancia, desde el punto de vista de su contenido,
y que un hábil falsario posterior interpoló en su texto la supuesta pertenencia
a dicha abadía de los lugares de Fitero, de La Oliva y de Veruela [168].
El
pergamino se prestaba a toda clase de manipulaciones y los falsarios de aquella
época las perpetraron a granel, hasta el punto de que el mejor historiador
español contemporáneo de la Edad Media, don Claudio Sánchez Albornoz, ha
calificado al siglo XII, como «la edad de oro de las falsificaciones
eclesiásticas españolas»[169].
La Fuente conjetura que la falsificación de la bula de 1147 se hizo ya en el
siglo siguiente, cuando se fraguaron otros documentos análogos por los monjes
del siglo XIII, con objeto de favorecer sus pleitos con los obispos, referentes
a diezmos y exacciones. En el caso de Niencebas, parece que se pretendió además
afectar cierta superioridad sobre los monasterios hermanos de La Oliva y de
Veruela; superioridad que podía fundarse justamente en razones de antigüedad,
pero no de sumisión y de dependencia, durante cierto tiempo»[170].
¿Qué se sabe
del monasterio de San Bartolomé de la Noguera y del de Casanueva? [171]
El
pequeño monasterio de San Bartolomé de la Noguera [172]
- llamado en los más viejos documentos de Anaguera y de Anagora - fue, en sus
comienzos, benedictino y estaba situado, según las noticias del P. Calatayud,
en la Rioja, entre Tudelilla y Villar de Arnedo, en las inmediaciones de
Ausejo, a 7 leguas (39 km.) de la abadía de Fitero [173].
Fue donado al monasterio de Niencebas, en la época de san Raimundo, por el rey
Alfonso VII, el 5 de abril de 1148, cuando se encontraba en Almazán, con su
mujer Berenguela y su hijo Sancho. Pocos años después, San Bartolomé de la Noguera
fue convertido en una granja, según aparece en una bula del Papa Alejandro III,
del 18 de septiembre de 1162. En febrero de 1270, su granjero, Fr. Sancho, por
orden del abad Arnalt (1266-1278), cedió al campanero de la iglesia de
Calahorra, Miguel González, una pieza, cerca del villar de Anaguera. Al decir
del P. Calatayud, el monasterio de Fitero conservó esta granja durante
centenares de años, vendiéndola más tarde al monasterio de San Prudencio. En
efecto, consta documentalmente que en 1617 ya había sido comprada por este
último.
Por
lo que se refiere al convento de Casanueva [174],
anotemos que aparece citado en dos bulas papales, tomando bajo su protección al
monasterio de Fitero y sus posesiones: la de Eugenio III, fechada en Segni, el
9 de julio de 1152, y la de Alejandro III, fechada en Déols, el 18 de
septiembre de 1162. Todavía seguía siendo convento un siglo después, como lo
acreditan dos documentos, citados por la doctora Monterde y tomados del Archivo
de la catedral de Calahorra, de F. Bujanda. El primero se refiere a una
concordia sobre pastos que el Concejo de Calahorra hizo en abril de 1237, con
los frailes de Casanueva, y el segundo, a un arreglo de las diferencias sobre
diezmos, ente el deán y el Cabildo de la misma ciudad y el prior del monasterio
de Casanueva, firmado el 17 de agosto de 1255.
Lo
mismo que San Bartolomé de la Noguera, acabó finalmente convertido en granja.
Dice el P. Calatayud que estaba ubicada en Navarra, entre Milagro y
Villafranca; pero ignora quién se les dio ni tampoco sabe cómo se enajenó; pero
hace constar que fue donada más tarde - se ignora por quién - a la abadía de
religiosas francesas de Fontevrault y que éstas la vendieron posteriormente a
las monjas de Marcilla. Era natural. ¿Para qué querían las monjas de
Fontevrault - celebre panteón real, donde están enterrados, entre otros,
Ricardo Corazón de León y Leonor de Aquitania - una granja situada en el
extranjero, a más de 830 kilómetros de distancia?
¿Cuál fue el final de la abadía de
Niencebas?
En
vida de san Raimundo y de sus inmediatos sucesores, el territorio de Niencebas
y su convento siguieron perteneciendo a la abadía de Fitero. Posteriormente, el
convento, según afirma De la Fuente, pasó a ser propiedad del monasterio de San
Prudencio, situado en las faldas de Monte Laturce, a 33 km. y medio de Logroño.
Pertenecía a la diócesis de Calahorra y todavía quedan en pie sus imponentes
ruinas, en el fondo de un gran barranco, al Este del legendario pueblo de
Clavijo. Dicho cambio de manos no debió ocurrir, por lo menos, hasta el año
1181, en el que el santuario de San Prudencio, servido hasta entonces por una
comunidad de canónigos regulares, pasó a poder de los Cistercienses de Ruet (Rioja),
por imposición de Diego Jiménez, señor de Cameros. El convento de Niencebas
debió mantenerse en pie en los dos siglos siguientes, puesto que, según unas
declaraciones de testigos de vista, todavía quedaban algunos restos de él en
1484; mas habían desaparecido por completo hacía mediados del siglo XVI, pues
en la romería anual que hacían, en el mes de mayo, a la ermita de Yerga, los
vecinos de Fitero, juntamente con su abad y los monjes, al pasar por
Niencebas, hacían una rogativa a san Lorenzo, “en el lugar donde dicen que
estuvo antes dicho monasterio”; lo que quiere decir que ya no lo sabían con
certeza [175].
Jimeno Jurío asegura que “Niencebas vino a convertirse en una granja, arrendada
en 1476 al monje Fr. Juan de Marcilla por 1.500 robos de trigo. Violentamente
ocupada por los vecinos de Alfaro en 1483, entablóse un largo pleito de más de
medio siglo sobre su propiedad, ante la Real Cancillería de Valladolid” [176].
A
juzgar por el documento nº 781, resumido por don Florencio Idoate, en su
Catálogo Documental de la ciudad de Corella, Niencebas era ya un despoblado en
1620. Sin embargo, todavía figura la “Granja de Niencebas” en el plano del
término territorial de Fitero, ejecutado en el mismo siglo y reproducido por el
señor Idoate en dicha obra; pero ya no se encuentra en el plano del Instituto
Geográfico y Catastral de 1953 (segunda edición).
¿Qué hay de
cierto sobre el traslado de la abadía de Niencebas a Castellón?
El
traslado de los Cistercienses de Niencebas a Fitero ha dado lugar a un curioso
error geográfico-histórico en el que han incurrido Caparrós, Latassa,
Montalvo, Mascareñas y Gutton, entre otros. Consiste en creer que, al dejar
Niencebas y antes de fijarse definitivamente en Fitero, san Raimundo y sus
compañeros pasaron a residir por algún tiempo en otra localidad distinta
llamada Castejón o Castellón. Montalvo escribe que «el año de 1150 se pasó a
vivir Raymundo con sus monjes a Castejón, y ahí estuvieron no mucho tiempo,
hasta que D. Pedro Tizón los pasó a una heredad suya, llamada Fitero» [177].
Por su parte, Mr. Gutton asegura que «en 1152, este convento (el de Niencebas)
se trasladó a Castellón, y de allí, en 1157, a Fitero”[178].
Es decir, que según cuenta el autor francés, los cistercienses de Niencebas
estuvieron instalados en Castellón cinco años. Por lo que se ve, ninguno de los
escritores citados sospechó siquiera que ese Castejón o Castellón y Fitero
fueran la misma cosa, pues se trataba de “Castellón de Fitero, así llamado -
escribe Moret - por un recinto amurallado que en él había, como que era plaza
fronteriza»[179].
Ya
el P. Calatayud refutó esta especie y a este propósito, escribe en sus Memorias:
«El monasterio situado en este paraje fue, en los principios, llamado
precisamente de Castellón y de Fitero. De estos dos nombres que hubo, se
originó la equivocación que algunos escritores han padecido, juzgando que
Castellón y Fitero eran dos diferentes sitios y que del primero pasaron al
segundo San Raimundo y sus monjes... Lo cierto es que Castellón y Fitero son
dos nombres de un mismo e individuo monasterio». Y para probarlo, cita el
instrumento, expedido en Cuenca, el 2 de diciembre de 1189, por Alfonso VIII de
Castilla restituyendo y confirmando los privilegios que había concedido su
padre, Sancho III, a la abadía de Fitero, «olim monasterio de Casteion, quod
nunc dicitur de Fitero» (que en otro tiempo se llamaba monasterio de Castejón
y hoy se llama de Fitero), como puede leerse en el documento número 210 de la Colección
Diplomática, ya citada, de Cristina Monterde. Podría haber añadido una
escritura de venta de dos piezas de tierra en la Pedrera, hacia 1154, a Raimundo,
«abbati de Fiterio uel de Castellione» [180].
Termina el P. Calatayud mostrando su extrañeza de que, de haber distintas
localidades, «de esta Casa del sitio de Castellón, como distinto del de
Fitero, no haya quedado noticia ninguna ni en la tradición ni en los muchos
instrumentos», del Archivo de la abadía” [181].
¿Qué sedes tuvo sucesivamente nuestra abadía?
Solamente
tres: Yerga, Niencebas y Fitero, como acabamos de dejar asentado. Sin embargo,
el distinguido investigador corellano, don Mariano Arigita, en su Colección
de documentos inéditos para la Historia de Navarra, ha sostenido que “no
fueron dichos cenobios sucesión uno de otro, como ordinariamente se ha creído,
sino que tuvieron existencia simultánea” [182].
Pero Arigita, como observa el señor Goñi Gaztambide, se basó para hacer tal
afirmación, en documentos mal fechados; por ejemplo, en el instrumento de
donación de la Serna, que, en su Colección, aparece firmado en Niencebas en
1156, siendo de 1146.
Por
cierto que, a propósito de La Serna, el P. Jacinto Clavería escribe que, al
donar Alfonso VII este terreno al monasterio de Niencebas, «nuevamente
cambiaron de morada los monjes, erigiendo un edificio en la finca recién
recibida.., junto a los baños de Turungén» [183].
Es muy probable, en efecto, que san Raimundo hiciese construir a continuación
una casa en dicha Serna; pero es inexacto que la comunidad abandonase el
monasterio de Niencebas para irse a vivir permanentemente en tal lugar. ¿En qué
libro o documento hizo el P. Clavería tan sorprendente descubrimiento? Lo
ignoramos, pues no cita ninguno. Que quede, pues, definitivamente asentado que
san Raimundo vino a instalarse con su comunidad en Fitero, directamente desde
Niencebas, y no desde Castejón o desde Tudején.
¿Es cierto que
el primitivo monasterio de Fitero se levantó en un terreno donado por don Pedro
Tizón?
Así
lo afirman la mayoría de los autores que han escrito sobre nuestro Monasterio:
Montalvo, Mascareñas, Moret, Caparrós, Madrazo, Altadill, pero ninguno de ellos
aduce una sola prueba documental. Hasta ahora, solamente se conocen dos
instrumentos, que relacionan a nuestra abadía con don Pedro Tizón. El primero
es la donación de una heredad en Niencebas, el 2 de junio de 1141, la cual
figura en el folio 55 del Cartulario de Fitero y de la que ya nos
hemos ocupado. Y el segundo es una carta de donación, extendida en Burgos, por
el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, nieto de don Pedro Tizón,
en noviembre de 1214 (es decir, después de la instalación de san Raimundo y de
sus monjes en Fitero, a favor del abad Guillermo Fuertes y de sus sucesores en
el monasterio, dándoles «hereditatem illam de Fitero que fuit quondam avi
nostri dompni on» (aquella heredad de Fitero que fue, en otro tiempo, de
nuestro abuelo Pedro Tizón) [184].
Pues
bien, de ninguno de estos documentos se deduce que el monasterio fuese
edificado sobre un terreno donado por don Pedro Tizón. Esta especie fue ya
refutada por el P. Calatayud en estos términos: «Contra lo que comúnmente se ha
creído en esta casa, el suelo donde está edificado el Monasterio de Fitero, se
distingue así de la heredad, que, en el año 1141, nos dio D. Pedro Tizón, como
de la que nos concedió, muchos años después, su nieto, el Arzobispo...... Se
distingue de la primera, porque ésta pertenece a los términos de Niencebas, y
el monasterio, a los de Turungén. Se distingue también de la segunda, porque,
cuando se nos concedió, estaba ya fundado el Monasterio... Supuesto este, es
menester confesar que no sabemos ciertamente quién o quiénes nos dieron el
término de Fitero. Puede ser algún ascendiente del Arzobispo, como comúnmente se
ha creído en esta casa, por tradición de padres a hijos, pero realmente no se
infiere de instrumentos arriba puestos» [185].
¿Qué sedes tuvo sucesivamente nuestra abadía?
Solamente
tres: Yerga, Niencebas y Fitero, como acabamos de dejar asentado. Sin embargo,
el distinguido investigador corellano, don Mariano Arigita, en su Colección
de documentos inéditos para la Historia de Navarra, ha sostenido que “no
fueron dichos cenobios sucesión uno de otro, como ordinariamente se ha creído,
sino que tuvieron existencia simultánea” [186].
Pero Arigita, como observa el señor Goñi Gaztambide, se basó para hacer tal
afirmación, en documentos mal fechados; por ejemplo, en el instrumento de
donación de la Serna, que, en su Colección, aparece firmado en Niencebas en
1156, siendo de 1146.
Por
cierto que, a propósito de La Serna, el P. Jacinto Clavería escribe que, al
donar Alfonso VII este terreno al monasterio de Niencebas, «nuevamente
cambiaron de morada los monjes, erigiendo un edificio en la finca recién
recibida.., junto a los baños de Turungén» [187].
Es muy probable, en efecto, que san Raimundo hiciese construir a continuación
una casa en dicha Serna; pero es inexacto que la comunidad abandonase el
monasterio de Niencebas para irse a vivir permanentemente en tal lugar. ¿En qué
libro o documento hizo el P. Clavería tan sorprendente descubrimiento? Lo
ignoramos, pues no cita ninguno. Que quede, pues, definitivamente asentado que
san Raimundo vino a instalarse con su comunidad en Fitero, directamente desde
Niencebas, y no desde Castejón o desde Tudején.
¿Es cierto que
el primitivo monasterio de Fitero se levantó en un terreno donado por don Pedro
Tizón?
Así
lo afirman la mayoría de los autores que han escrito sobre nuestro Monasterio:
Montalvo, Mascareñas, Moret, Caparrós, Madrazo, Altadill, pero ninguno de ellos
aduce una sola prueba documental. Hasta ahora, solamente se conocen dos
instrumentos, que relacionan a nuestra abadía con don Pedro Tizón. El primero
es la donación de una heredad en Niencebas, el 2 de junio de 1141, la cual
figura en el folio 55 del Cartulario de Fitero y de la que ya nos
hemos ocupado. Y el segundo es una carta de donación, extendida en Burgos, por
el arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, nieto de don Pedro Tizón,
en noviembre de 1214 (es decir, después de la instalación de san Raimundo y de
sus monjes en Fitero, a favor del abad Guillermo Fuertes y de sus sucesores en
el monasterio, dándoles «hereditatem illam de Fitero que fuit quondam avi
nostri dompni on» (aquella heredad de Fitero que fue, en otro tiempo, de
nuestro abuelo Pedro Tizón) [188].
Pues
bien, de ninguno de estos documentos se deduce que el monasterio fuese
edificado sobre un terreno donado por don Pedro Tizón. Esta especie fue ya
refutada por el P. Calatayud en estos términos: «Contra lo que comúnmente se ha
creído en esta casa, el suelo donde está edificado el Monasterio de Fitero, se
distingue así de la heredad, que, en el año 1141, nos dio D. Pedro Tizón, como
de la que nos concedió, muchos años después, su nieto, el Arzobispo...... Se distingue
de la primera, porque ésta pertenece a los términos de Niencebas, y el
monasterio, a los de Turungén. Se distingue también de la segunda, porque,
cuando se nos concedió, estaba ya fundado el Monasterio... Supuesto este, es
menester confesar que no sabemos ciertamente quién o quiénes nos dieron el
término de Fitero. Puede ser algún ascendiente del Arzobispo, como comúnmente
se ha creído en esta casa, por tradición de padres a hijos, pero realmente no
se infiere de instrumentos arriba puestos» [189].
¿Qué actividad desarrolló San Raimundo
en la abadía de Fitero?
Por
supuesto, nos referimos al período precalatraveño, o sea, desde mediados de
1152 hasta mediados de 1158. Por de pronto fue obra suya la preparación y la
mudanza de Niencebas a Fitero. Ya las tres compras de terreno que había
realizado en el término de Fitero en 1147, 1148 y 1151, así como las tres
donaciones que obtuvo en el mismo término en 1148 y 1151 y la permuta con
García Zapata, en este último año, revelaron su intención de trasladarse de
las orillas del riachuelo de los Cantares a las riberas del río Alhama. El
traspaso efectivo no debió hacerse de golpe, sino en etapas, desde el otoño de
1151 al verano de 1152. Huelga anotar que el cambio se realizó con la
autorización previa del entonces obispo de Calahorra, don Rodrigo de Cascante
(1146-1190), de quien siguió dependiendo el monasterio, mientras vivió san
Raimundo.
Uno
de los primeros actos de nuestro Santo, una vez instalado en Fitero, fue poner
el flamante monasterio bajo la protección de la Santa Sede, como había hecho
anteriormente con el de Niencebas, y lo consiguió con otra bula de Eugenio III,
fechada en Segni, el 9 de junio de 1152. A falta de documentos fehacientes, es
incuestionable que se debe a San Raimundo la construcción del primitivo
convento y de la primitiva iglesia de Fitero, uno y otro desaparecidos hace
siglos: el primero, en el siglo XVI, al construirse el monasterio nuevo, y la
segunda en la primera mitad del siglo XIII, al erigirse el templo actual. Con
todo, es muy probable que pertenezca al pequeño templo románico raimundano la
portada de la actual iglesia, cuya relativa modestia no guarda proporción con
la grandiosidad del interior. La importancia que adquirió rápidamente la
abadía de Fitero, hizo que san Raimundo tomase parte en diversas asambleas
foráneas, como la de Calahorra en 1155 y la de Tudela en 1156. La primera tuvo
lugar en junio, bajo la presidencia del cardenal diácono Jacinto, titular de
Santa María de Cosmedin y legado del Papa Adriano IV. Acudieron a la reunión
los obispos don Lope de Pamplona, Dodó de Huesca, Martín de Tarazona, Rodrigo
de Nájera y otros eclesiásticos, entre ellos San Raimundo. «Según creo»
—escribe el P. Calatayud— nuestro Santo obtuvo del Legado unas letras —no
datadas— de Conservaduría, dirigidas a dichos obispos, mandándoles que, siempre
que fuesen requeridos por el abad de Fitero, «le amparasen y defendiesen contra
cualesquiera personas que se atreviesen a inquietar su Monasterio” [190].
La reunión o Concordia de Tudela tuvo lugar el 22 de agosto de 1156 y fue
presidida por el arzobispo de Tarragona, Bernardo, como Legado del Papa,
asistiendo, entre otros, los obispos de Zaragoza y de Pamplona, y los abades de Fitero y de Veruela. Su finalidad
fue la de arreglar ciertas diferencias existentes entre el prior y los
canónigos de Tudela, con el obispo de Tarazona. También en esta ocasión, al
decir del P. Calatayud, San Raimundo, «obtuvo, según parece, unas letras del
Arzobispo-Legado, excomulgando a los «que presumieren invadir, violar o robar
al Monasterio de Fitero o maltratar a alguno de sus monjes» [191].
Sobre el abadiazgo de San
Raimundo en Fitero nos quedan algo más de un centenar de escrituras: 70 de
compras y 13 de permutas de tierras, 15 de donaciones diversas, 6 de protección
y de confirmación de donaciones y privilegios y 1 convenio con el Concejo de
Tudején. Es decir, que en los seis años que estuvo en Fitero, hizo once veces
más compras y cuatro veces más permutas de tierras que durante los once años
que estuvo en Niencebas. Las compras sumaron 93 quiñones, 36 piezas, 2 prados,
5 viñas, 5 heredades en Tudején y 1 en Cervera, cuyo precio total, según la
estimación de la Doctora Monterde, fue de 71,5 mizcales, 41,5 morabetinos
marinos, 6 morabetinos lopinos y 186 morabetinos corrientes [192].
Por los topónimos que aparecen en las escrituras, se ve que las fincas adquiridas
por san Raimundo, estaban situadas principalmente a una y otra ribera del río
Alhama, entre la Serna de Cervera y Peñahitero. Desgraciadamente no podemos
calcular ni su extensión ni su costo exacto - que debieron ser considerables -
por desconocer, como ya advertimos, las equivalencias de las medidas agrarias
y de las monedas que se usaban entonces.
Como no es cosa de
especificar aquí todas estas transacciones, vamos a contentarnos con citar
resumidamente algunas muestras. Entre las compras más curiosas figuran las
siguientes: 1) En 1154, Raimundo, picapiedras, y su mujer Boneta, vendieron al
monasterio por 4 morabetinos, seis quiñones de tierra: dos situados en el valle
de la Pedrera, y cuatro sobre la acequia de Cintruénigo. 2) En 1156, Monio
Ceresano le vendió por 10 morabetinos y 2 cahíces de mijo, seis quiñones de
tierra en Añamaza, dos piezas en Tudején, dos quiñones entre la presa de
Cintruénigo y Torralba, tres quiñones lindantes con el río Alhama, con Miguel,
Monio y Talaferro y dos viñas lindantes con Domingo Aparicio y Saturnino. 3) En
el mismo año, Domingo Serrano y su mujer le vendieron, por 12 morabetinos, sus
propiedades de Tudején; a saber, dos quiñones en Añamaza, sendas viñas en
Añamazola, el Saco y el Prado, un huertecillo de berzas junto al puente (el que
había cerca de la Peña del Saco), dos sequeros más arriba y un quiñón más abajo
de la acequia de Cintruénigo, dos quiñones, junto al prado que fue de Monio
Ceresano, y dos pequeñas fincas más. 4) En
1157, el señor de Tarazona, Fortún Aznárez y su mujer Teresa Ortiz, vendieron
todas las fincas que tenían en Cervera, a San Raimundo y sus monjes por un
mulo, una mula y 5 morabetinos de oro, equivalentes a 60 morabetinos
corrientes.
En
lo referente a las 13 permutas de tierras que hizo san Raimundo en este
periodo, tuvieron evidentemente una doble intención: desprenderse de las fincas
lejanas y concentrar las desperdigadas en varios términos circundantes. Vamos
a citar otros cuatro ejemplos: 1) En 1156, cambia a los hermanos Miguel y
Domingo tres viñedos, situados en Peñafría y el Prado, y tres quiñones, de los
que dos situados más arriba y más abajo de la Serna de Doña Godina, y uno, en
la Calle, por 5 quiñones en Murelo. 2) En 1157, cambia con don Pascual de
Tudején, una heredad que tenían los monjes en Cervera, por tres quiñones y una
pieza en Murelo, y otra pieza en Castellón. 3) En 1158, cambia con Pedro
Aragonés, una heredad y un casal que tenían en Cascante, por una heredad en
Tudején. 4) En el mismo año, cambia con don Rodrigo de Tudején unas heredades
de los monjes en Calahorra y en Vilanova, por otra heredad en Tudején.
En
lo referente a las donaciones obtenidas en el periodo precalatraveño, ascienden
a una quincena, siendo la más importante la donación del castillo de Tudején,
hecha en Toledo el 15 de abril de 1157, por Sancho III de Castilla, con el
consentimiento de su padre, el emperador Alfonso VII. Es de las pocas
escrituras originales que se conservan. La redactó Martín Peláez, notario del
rey Sancho y la firmaron los reyes, el arzobispo de Toledo, Juan, seis obispos,
seis condes y cinco señores más.
Entre
las demás donaciones, mencionamos las siguientes: 1) la de un terreno, situado
junto al molino del monasterio, cedido por el Concejo de Tudején, hacia 1154.
2) la de diezmos y frutos, hecha por el obispo de Calahorra, don Rodrigo de
Cascante, el 4 de marzo de 1156. Se conserva todavía el documento original en
pergamino, en el Archivo de la catedral de Calahorra. 3) la de una heredad «que
est iuxta balneum de Caracallo» (que está junto al Baño de Cascajos); a saber,
aquella cueva mayor, aquella viña y aquel casal que donó el rey, Sancho III, a
Pedro Sanz y a su mujer María, el 10 de abril de 1155, y que éstos donaron, a
su vez, al monasterio, en 1157. Finalmente, entre los documentos relativos a
privilegios y confirmaciones, hay que citar uno papal y dos reales. El
pontificio es una copia - pues no se conserva el original - de una bula de Eugenio
III, fechada en Segni, el 9 de julio de 1152, confirmando las posesiones del
monasterio y recibiéndolo bajo su protección. Se citan Niencebas, Casanueva y
La Noguera. El Papa prohibe que nadie les exija diezmos y excomulga a los que
atentaren contra sus bienes. Suscriben además del Pontífice, dos obispos y
cinco cardenales, y está datada por el notario pontificio, Boso.
Los
dos documentos pretendidamente regios son, uno de Sancho III de fechado en
Calahorra, el 2 de agosto de 1156, y otro de Sancho VI Navarra, firmado en
Tudela, en enero de 1157. Y decimos pretendidamente regios, porque los dos son
puras falsificaciones de los monjes, hechas seguramente después de la muerte de
San Raimundo. Por lo visto, con ellas pretendían cubrirse contra todo riesgo en
Castilla y en Navarra. Más tarde falsificaron hasta una bula papal, que
atribuyeron a Inocencio III, hacia 1200. El contenido de dichos documentos
seudo-reales es parecido. En ambos, los monarcas toman bajo su protección al
monasterio, prohibiendo que inflija ninguna violencia ni daño a sus
propiedades, pertenencias y hombres, bajo la pena de seis mil sueldos en
Castilla y de mil sueldos en Navarra. En los dos, se establece que, si los
ganados del monasterio se mezclaran con otros se devolvieran las reses que
aquél reclamara como suyas, bajo la sola palabra de un monje, sin necesidad de
juramento. Asimismo se dispone que el ganado del monasterio tenga pastos
libres, en los dos reinos, imponiendo multas de otros seis mil reales en
Castilla y de mil en Navarra a los que pretendieren impedírselos. Por supuesto,
en ambos documentos se concede la exención al monasterio de toda clase de
impuestos, portazgos, alcabalas, etc. Y en fin, exagerando sus pretensiones
hasta lo increíble, los falsarios atribuyen a Sancho VI de Navarra la
descabellada disposición de que, en cualquier pleito que se entablara contra el
monasterio, los tribunales sentenciaran siempre a favor del mismo, bajo la
palabra de un solo monje, sin necesidad de juramento ni de testigos.
Sin
referirse para nada a su contenido, la doctora Monterde escribe sobre el
documento atribuido a Sancho III de Castilla que “un análisis diplomático hace
pensar que se trata de una falsificación, no sólo por el tipo de letra en que
fue escrito, sino porque los pliegues del pergamino presentan un hueco en
blanco que no muestra escritura contemporánea” [193].
Y sobre el atribuido a Sancho VI, anota cinco motivos puramente diplomáticos,
que hacen dudar de su autenticidad; entre ellos, “el aprovechamiento del
espacio en blanco – tras el texto, a la derecha de la fórmula cronológica y en el
margen inferior del pergamino – para añadir exenciones tributarias y protección
real al Monasterio, que parece olvidó en principio el escriba”; así como el
mismo signo de Sancho VI, que “podría asegurarse que no es legítimo, entre
otras cosas, por las letras que van en el interior del mismo” [194].
Como
esta faceta económica de la actividad de San Raimundo es comúnmente
desconocida, aclaremos que no trataba de hacer del monasterio una potencia
señorial, que es en lo que se convirtió, de hecho, con el tiempo, sino una
potencia espiritual, como en la misma época, hacía San Bernardo en Claraval. No
se trataba de acaparar tierras, para vivir del trabajo de renteros y
censalistas y convertirlos en vasallos suyos, sino de proporcionar ocupación
material y espiritual a los cientos de postulantes que deseaban ingresar en sus
abadías y convertirse en monjes.
¿Cuántos
llegó a haber en Fitero, en la época de San Raimundo? Fr. Ramón Zapater, en su Historia de las Ordenes Militares [195], afirma
que, en 1158 tenía 300 monjes y 30 legos. El P. Calatayud confiesa no haber
encontrado semejante noticia en los papeles del Archivo del Monasterio, pero
la cifra no le parece increíble, porque «si al presente, no teniendo el
monasterio ni con mucho la mitad de la tierra que tenía en aquel tiempo, con
ella casi sola se mantiene, no sólo la comunidad, sino un pueblo que tiene más
de dos mil almas, ¿cuántos monjes podía mantener, teniendo más que doblados
términos y trabajando por sí mismos los monjes?” [196].
De todos modos, el P. Calatayud no tenía inconveniente en rebajar la cifra,
dejándola en la tercera parte; o sea, en unos 120.
La vida de los monjes, en
la etapa fiterana de san Raimundo, era muy dura, pues ellos solos tenían que
realizar las faenas agrícolas, pastoriles y domésticas. Y lo
mismo ocurría en todos los monasterios del Císter. Cuando, en 1145, fue
elegido Papa Bernardo Paganelli, con el nombre de Eugenio III, san Bernardo,
que había sido superior suyo en el de Claraval, exclamo: «¡Cómo! ¡A un hombre
del campo como él arrancarle de las manos el hacha, el zapapico y la azada!”
(Epístola 237). Según las Definiciones Cistercienses de 1134, a la sazón
vigentes, el vestido de los monjes consistía en una túnica y una cogulla de paño,
juntamente con los piales, y una faja algo ancha, atada interiormente a la
cintura, que les bajaba hasta las rodillas (articulo 4). Usaban además
femorales, cuando montaban a caballo. La comida, según el art. 14, consistía
en pan grueso, hecho en el convento, con harina de trigo, sin pasarla por un
cedazo, sino por una criba; y si faltaba el trigo, se hacia de cebada u otro
grano inferior. El art. 61 ordenaba que no se usase en los monasterios pimienta
ni comino ni otras especias, sino las yerbas comunes del lugar. Estaba
prohibida la carne, y el pescado solo se daba, con mucha dificultad, a algún
enfermo inapetente. Su mobiliario era muy pobre, incluidos los efectos
litúrgicos, y sólo tenían cristos de madera. Dormían poco, pues se levantaban
por la noche para la hora canónica de las Completas, y antes de amanecer, para
los Maitines. Y tenían entonces tan buena fama los cistercienses que el mismo
Tomás de Kempis los cita como modelo de religiosos, en su famosa obra La
imitación de Cristo [197].
Por lo demás, se trataba, en general, con muy raras excepciones, de
hombres sencillos, laboriosos y de escasa o nula cultura, como eran entonces
hasta los reyes y los grandes señores, la mayoría de los cuales no sabían ni
leer ni escribir. San Bernardo se lamentaba de esta incultura ante el Papa
Inocencio II, al que escribía: «¡Qué pena! ¡No es posible encontrar
escribientes para las necesidades de vuestro servidor, en todo Claraval!” (Ep.
436). Y sin embargo, ¡tenía allí cerca de 800 monjes! Era la Edad Media.
¿Cómo es
que San Raimundo resolvió encargarse de la defensa de Calatrava la Vieja?
Con
tantas donaciones y privilegios, el Monasterio de Fitero subió naturalmente
como la espuma, en vida misma de nuestro Santo. De todos modos, San Raimundo, a
pesar de sus virtudes, de su capacidad y de su espíritu emprendedor, no hubiera
pasado de ser un oscuro abad, de no haber surgido una circunstancia histórica,
que lo iba a lanzar a la celebridad: la devolución a la Corona de Castilla de
la plaza fuerte de Calatrava la Vieja, por los Caballeros Templarios, en 1157.
Calatrava la Vieja estaba situada junto a la orilla izquierda del río Guadiana,
dentro del actual territorio municipal de Carrión de Calatrava, perteneciente
a la provincia y al partido judicial de Ciudad Real. Distaba de Toledo 90
kilómetros en línea recta y su fortaleza había sido construida en el siglo
VIII, por los moros, quienes le dieron el nombre de Kalaat-Rawaak (de kalaat,
castillo).
La plaza
fuerte de Calatrava la Vieja tenía una gran importancia estratégica, no sólo
por dominar la vasta planicie conocida con el nombre de Campo de Calatrava,
sino, sobre todo, por estar emplazada en la confluencia de los caminos romanos,
que desde Andújar y Mérida, se dirigían por Consuegra hasta la imperial Toledo.
Calatrava la Vieja fue conquistada por Alfonso VI de Castilla, después de la
toma de Toledo en 1085. Pero no tardó en ser recobrada por los almoravides,
quienes la convirtieron en un Centro de operaciones militares, contra los
castellanos de la cuenca del Guadiana. En una de sus expediciones, la de 1143.
encontró la muerte el Alcaide de Toledo, Murió Alfonso. El adalid Faraj, que
ejercía análogo cargo en Calatrava la Vieja, para aterrorizar a los cristianos,
hizo descuartizar el cadáver de Munio y colocar sus miembros en la más alta
almena de la ciudadela sarracena.
Estos
acontecimientos pusieron de relieve que la seguridad de Toledo dependía de la
posesión de Calatrava y, en consecuencia, Alfonso VII de Castilla decidió
apoderarse de ella, lo que llevó a efecto en enero de 1147. Tres años después,
entregó la plaza a los Caballeros Templarios, para su conservación y defensa.
Pero
entretanto, un cambio trascendental se estaba operando en Al-Andalus: el
desplazamiento de los almohades hacia los reinos de taifas de los almoravides
y, una vez, vencidos éstos, hacia los reinos cristianos peninsulares. Su
aguerrido jefe, Abd-el-Mumen, iba avanzando de una manera inquietante y, al
morir el Emperador Alfonso VII, en agosto de 1157, se dispuso a invadir la
cuenca castellana del Guadiana.
La
ocasión no podía ser más propicia, pues, en aquel momento, Sancho III de
Castilla, hijo y sucesor del Emperador, era atacado por su cuñado, Sancho IV de
Navarra, y estaba en dificultades con su tío, Ramón Berenguer IV de Cataluña y
Aragón; de manera que, cuando los Templarios, en vista de los imponentes
preparativos de los almohades, pidieron refuerzos al Monarca castellano, éste
se vio imposibilitado de enviárselos. Ante esta crítica situación, los
Caballeros del Temple, no queriendo exponerse a la vergüenza de perder la plaza
de Calatrava la Vieja, se la devolvieron a Sancho III. A continuación, el Rey
publicó un edicto, ofreciendo la villa de Calatrava, con todas sus tierras y
pertenencias, a cualquier rico-hombre o caballero que se comprometiese a
defender la ciudadela. Pero con gran sorpresa de la Corte, nadie aceptó
semejante oferta.
A la
sazón, se encontraba en Toledo San Raimundo, el cual acababa de llegar, para
recabar de Sancho III la confirmación de los privilegios y de las donaciones
que le había hecho su padre, el Emperador. Lo acompañaba Fray Diego Velázquez,
antiguo noble y guerrero castellano, natural de Bureba, cerca de Burgos, el
cual se había criado, desde su niñez, al servicio del mismo don Sancho y había
peleado en su compañía, al servicio del Emperador.
Ambos
monjes se quedaron sorprendidos del silencio con que fue acogido el
ofrecimiento del Monarca, y, a instancias reiteradas de Fray Diego, San
Raimundo decidió aceptarlo.
Parece
que Sancho III vaciló en un principio en ceder a tan insólita solicitud:
insólita, por la condición monacal de los postulantes; pero, en enero de 1158,
otorgó en Almazán a San Raimundo la escritura correspondiente de donación. La
firmó, en primer término, el Rey de Castilla; y a continuación, la confirmaron
el Rey de Navarra, Sancho VI, los Condes Manrique de Lara, Lope Díaz, señor de
Vizcaya, con otros feudales, así como C. González, Mayordomo del Rey de
Castilla; don Juan, Arzobispo de Toledo, y los Obispos de Palencia, Burgos,
Osma y Calahorra. Un mes más tarde, el Rey Sancho III, encontrándose en Segovia,
donó asimismo a San Raimundo la aldea de Cirujares, en el término de Toledo.
Sin
pérdida de tiempo, San Raimundo empezó a poner manos a la obra. Como era
lógico, el Monarca castellano le proporcionó inmediatamente armas, hombres y
dinero; y el Arzobispo don Juan, no sólo le suministró igualmente abundantes
recursos, sino que dio a la campaña de Calatrava el carácter de cruzada,
ofreciendo a todos los que se enrolasen en las huestes de nuestro Santo,
indulgencia plenaria de sus pecados.
Por su
parte, San Raimundo vació las arcas del convento de Fitero, reclutó a los
monjes capaces de empuñar las armas, así como a todos los mozos del pueblo y de
los alrededores que quisieron sumarse a ellos; y cargado de provisiones, se
dirigió a Calatrava. En el camino, no se olvidó de predicar la pequeña cruzada
por todos los pueblos que atravesaba, con lo que pudo llegar a su destino, con
una cantidad respetable de hombres, animales y víveres.
Naturalmente
sus primeras preocupaciones, en el orden bélico, fueron las de reparar y
reforzar la plaza fuerte, y adiestrar y encuadrar a los abigarrados
combatientes. De ello se encargaron especialmente los caballeros que lo
siguieron, bajo la dirección suprema de Fray Diego Velázquez. San Raimundo,
debido a su edad – había ya pasado de los sesenta – y a su impreparación
militar, no podía encargarse directamente de estos menesteres, y por lo mismo,
no consta que tomar parte personalmente en ningún combate.
Otra
preocupación primordial de nuestro Santo fue la de hacer cultivar cuanto antes
los campos vecinos abandonados, para asegurar la subsistencia de los defensores
de Calatrava; y con tal objeto, donó tierras de su extenso Campo a numerosas
familias pobres de Castilla y de Navarra que vinieron a avecindarse en la
región.
Aun cuando
los nuevos defensores de Calatrava no ganaron a los moros ninguna gran batalla,
el éxito de su empresa fue completo, puesto que obligaron a los almohades a
renunciar a su proyectada ofensiva contra la cuenca del Alto Guadiana.
Diego
Velázquez, al frente de sus huestes, empezó a batir, en frecuentes escaramuzas,
a las algaras moras que merodeaban por la comarca, obligando a los sarracenos a
recluirse en su fortaleza de Salvatierra. Incluso se adentró en sus incursiones
más allá de Despeñaperros, llegando hasta Ubeda y Baeza, de donde regresó con
un fuerte botín.
El
ejemplo de los Templarios, cuya Orden habla sido aprobada por el Papa Honorio
II en 1127 y cuyos estatutos habían sido dictados por el gran cisterciense San
Bernardo de Claraval, inspiró sin duda a San Raimundo la idea de dar una
organización análoga a los caballeros y religiosos que lo habían seguido a
Calatrava. Esta organización debería ser a la vez militar y religiosa,
imponiéndose naturalmente una selección: religiosos de coro y hombres guerreros.
Mientras
éstos estuviesen en combate, los primeros rogarían a Dios por la victoria de
sus compañeros. En todo caso, unos y otros deberían llevar el hábito del Císter
—con ligeras modificaciones en los guerreros— y someterse a su Regla.
Así es como
nació la Orden Militar de Calatrava en 1158, reinando todavía Sancho III, quien
murió el 31 de agosto de este año. Pero no se conoce la fecha exacta de su
fundación ni consta con certeza que San Raimundo redactara o dictara
Constituciones especiales para el régimen del convento— fortaleza de
Calatrava, en particular, ni de la nueva Orden, en general. Mientras éstos
estuviesen en combate, los primeros rogarían a Dios por la victoria. En
realidad, la organización definitiva de la Orden se llevó a cabo después de
muerto San Raimundo y data de la época del primer Maestre don García, a quien
el Capitulo General del Císter remitió la Prima Regula et forma vivendi
(la Primera Regia y forma de vivir), aprobada y expedida por dicho Capitulo,
el 14 de septiembre de 1164 y confirmada por el Papa Alejandro III,
desde Sens, once días después. La empresa histórica de San Raimundo, tan bien
acogida en la Corte de Castilla, no tuvo la misma aceptación entre sus
correligionarios y superiores franceses, a quienes no habla consultado de
antemano. En primer término, la Abadía de la Scala-Dei, y después, el Capítulo
General del Císter desaprobaron la conducta de nuestro Santo y hasta
estuvieron a punto de anular todo lo hecho por él y de imponerle sanciones;
pero la mediación oportuna de los Reyes Sancho III de Castilla y Luis VII el
Joven de Francia, así como del Duque de Borgoña, detuvieron el golpe. Esta
actitud, al parecer desconcertante, tenía una lógica explicación: el reciente y
rotundo fracaso de la Segunda Cruzada palestinense, promulgada y predicada
respectivamente por los dos cistercienses más eminentes del siglo XII: el Papa
Eugenio III y San Bernardo de Claraval. Tal fracaso había acarreado un gran
descrédito a los monjes de la Orden y, especialmente, a San Bernardo, ¿e iban
a embarcarse, nueve años después, en otra aventura parecida...? Evidentemente
era una temeridad. Por fortuna, a San Raimundo le salió bien la empresa y no le
ocurrió lo que a San Bernardo, aunque ciertamente no tuvo éste la culpa del fracaso
de la II Cruzada.
La
última etapa de la vida de San Raimundo no esté aclarada; pero parece que la
oposición del Císter a su obra amargó sus últimos años. Por de pronto, renunció
—o le obligaron a renunciar— a la Abadía de Fitero, hacia 1160, si no fue
antes. En todo caso, consta documentalmente que, en 1161, era ya abad de
nuestro monasterio Guillermo V, enviado directamente por la Scala-Dei, con
algunos otros monjes, para reorganizar su filial fiterana y hacerse cargo de
ella. ¿Terminó siquiera sus días San Raimundo, como abad efectivo del
convento-fortaleza de Calatrava...? No es seguro, ni mucho menos.
¿Cuál fue la actitud de la corte ante
la petición de San Raimundo?
Las
versiones de sus biógrafos son contradictorias. Así, por ejemplo, Helyot afirma
que, en un principio, tomaron a san Raimundo por un demente[198],
agregando Alban Butier que «los ministros de Sancho III opinaron que
entregarle la plaza de Calatrava seria una locura» [199].
Si una milicia organizada y aguerrida como la de los Templarios había devuelto
al Rey la amenazada plaza, por estimar que no podrían defenderla, ¿cómo y con
qué medios iban a hacerlo aquellos dos frailes? Sin embargo, Montalvo asegura
que el Monarca «le concedió (a nuestro Santo), con mucha alegría, esta empresa,
en la ciudad de Toledo, aunque la escritura de donación fue hecha en Almazán» [200].
Francamente,
a nosotros nos parece la cosa más natural del mundo que Sancho III y su Corte
desconfiaran, en un principio, de los postulantes, a pesar de los antecedentes
militares de Fr. Diego Velázquez, teniendo en cuenta su condición de simples
religiosos; y la prueba de que fue así es que el Rey no accedió de inmediato a
sus pretensiones. Moret escribe, a este propósito, que el Monarca se distrajo
del asunto y fue a concertar una alianza con Sancho de Navarra y el Conde de
Barcelona, agregando que, en vista de ello, San Raimundo hizo una nueva
petición a Sancho III en Almazán. Entonces el Rey de Castilla consultó el
caso con su colega de Navarra y, finalmente, acordó hacer a nuestro primer abad
la donación a perpetuidad de la villa de Calatrava, con todos sus términos,
tierras y derechos [201].
La escritura fue redactada y firmada en Almazán, en enero de 1158. (No se
precisa en ella el día). Por su importancia histórica, ofrecemos a continuación
a los lectores una traducción directa de su texto latino, tal como aparece
reproducido en la Colección Diplomática del Monasterio de Fitero, por
Cristina Monterde [202].
«En
el nombre de la Santa e Indivisible Trinidad, Padre e Hijo y Espíritu Santo,
que, por todos los fieles, es honrada y adorada en su unidad. Puesto que la
clemencia de la Dignidad Real debe tener siempre por mira el agradar sin cesar
a Dios, en cuyas manos están los corazones de los Reyes, y el procurar, con
piadosa intención, servir a aquél, sin el cual no se puede mantener el reino
terreno ni alcanzar el sempiterno; por todo esto, Yo, el Rey Sancho, por la
gracia de Dios, hijo de Don Alfonso, de buena memoria, ilustre Emperador de las
Españas, inspirado por don divino, hago esta carta de donación y texto de
escritura, valedera a perpetuidad, a Dios y a la bienaventurada María y a la
santa Congregación Cisterciense, y a vos, Don Raimundo, abad de la Iglesia de
Santa María de Fitero, y a todos vuestros hermanos, así presentes como futuros,
de la villa llamada Calatrava, para que la tengáis y poseáis sin tributo,
libre y en paz, por juro de heredad, desde hoy en adelante, para siempre, y
para que la defendáis de los paganos, enemigos de la cruz de Cristo, con su
ayuda y la nuestra. Así, pues, digo que os la doy y concedo, con sus términos,
montes, tierras, aguas, prados y pastos, entradas y salidas, y con todos los
derechos pertenecientes a la misma Villa, para que la tengáis y poseáis, por
juro de heredad, como hemos dicho, vos y todos vuestros sucesores,
cualesquiera que fueren, de vuestra Orden, y quisieren servir allí a Dios, de
hoy en adelante, a perpetuidad. Y os hago esta donación, por el amor de Dios y
la salvación de mi alma y la de mis padres, y para que Dios sea honrado por
vos, y extendida la religión cristiana, y para que nuestro reino vaya en auge y
esté seguro bajo la protección de vuestro servicio, gratísimo a Dios
Omnipotente.
Si
alguno, con temerario atrevimiento, intentase quebrantar esta decisión mía,
iniciada por la gracia divina, así como esta donación, sea maldito y
excomulgado y condenado en el infierno con Judas, que traicionó al Señor, y que
esta determinación mía se mantenga siempre firme. Hecha la escritura en
Almazán, en la era de 1196, en el mes de enero, en el año en que don Alfonso,
famosísimo Emperador de las Españas, falleció, siendo el Rey Sancho de Navarra
vasallo del señor Rey. YO, el Rey Sancho, confirmo con mi propio sello, esta
escritura que mandé hacer. El Rey Sancho de Navarra confirma. El Conde Manrique
de Lara confirma. El Conde Lope, Alférez del Rey, confirma. El Conde Vela de
Navarra confirma. Gómez González, Mayordomo del Rey, confirma. Sancho Díaz
confirma. Pedro Ximénez, tenente de Logroño, confirma. Fortún López de Soria
confirma. Gonzalo Rodríguez confirma. Gonzalo de Marañón confirma. Juan,
Arzobispo de Toledo y Primado de las Españas, confirma. Raimundo, Obispo de
Palencia, confirma. Pedro, Obispo de Burgos, confirma. Cerebruno, Obispo de
Sagunto, confirma. Juan, Obispo de Osma, confirma. Rodrigo, Obispo de
Calahorra, confirma. Martín Peláez, notario del señor Rey, la escribió, siendo
Canciller Bernaldo, Archidiácono de Palencia».
La
coletilla de la data de este documento en la que se dice que fue hecho el mismo
año en que falleció Alfonso VII el Emperador, parece, a primera vista,
desconcertante, pues la era de 1196 corresponde exactamente al año 1158 y
resulta que Alfonso VII murió el 21 de agosto de 1157. ¿Cómo se explica esto?
Se explica, porque se refiere al año emergente y no al juliano o del
calendario, pues para el 21 de agosto de 1157 ya habían transcurrido más de
siete meses y medio del año 1158.
¿Predicó San Raimundo la cruzada
calatraveña?
Nos
parece bastante probable, aun cuando no se conocen documentos que lo
comprueben. Desde luego, era la costumbre de la época, pues doce años antes, su
correligionario, san Bernardo de Claraval, había predicado, a su vez, la
Segunda Cruzada de los Santos Lugares. El P. Moret, exagerando un poco, asegura
que «con la ardiente predicación, con que metiendo fuego por todas partes,
concitó el Santo Abad las gentes para ella (la defensa de Calatrava), concurrió
tan gran número de combatientes, y tan encendidos del vigor y aliento que
inspiró su predicación, que, entrando con ellos en Calatrava, la levantó del
desmayo en que estaba» [203].
Lo mismo afirma don Modesto Lafuente en su Historia General de España [204],
así como Ferreras y otros autores. Por otra parte, ¿de qué otro medio más
directo y eficaz disponía nuestro Santo, si no era de su palabra fervorosa,
para lograr que los hombres capaces de empuñar las armas, se enrolasen
voluntariamente en sus huestes? Por supuesto que fue secundado por otros
predicadores.
Ahora
bien, como San Raimundo no dejó escrito ningún sermón ni debió tener ningún
escribano que los recogiese, resulta que no se conserva ninguno de ellos. A la
sazón, los escribanos eran rarísimos, pues casi nadie sabía leer ni escribir.
Con todo, el expeditivo Mascareñas cita una pequeña alocución, inventada
probablemente por él mismo, que San Raimundo habría dirigido, al llegar a
Calatrava, a los habitantes que no habían huido ante la amenaza de los
almohades. Hela a continuación. «Hijos, la defensa y custodia de la ciudad está
puesta en la disposición del Altísimo Dios. Todo nuestro empleo, toda nuestra
vigilancia es vana y superflua, sin la asistencia de Aquél que es igualmente
Dios de los Ejércitos y de las Victorias. A El, por tanto, recurramos; a El
pidamos las ayudas y las defensas. Aseguraos entretanto que El no quiere
abandonaros, habiendo elegido para vuestra defensa un instrumento tan flaco
como yo. El es celoso de vuestra salud y así no desconfiéis de la inmensidad de
sus gracias» [205].
Mr Gutton tradujo literalmente esta alocución al francés, insertándola en su
biografía de nuestro Santo; pero sin indicar de dónde la tomó [206].
Ahora bien, la mayoría de los historiadores, a falta de documentos, no
mencionan siquiera esta actividad propagandística de san Raimundo.
¿Qué hay de cierto acerca de los
preparativos de la defensa de Calatrava?
En
detalle, nada, por falta de documentos fehacientes. Ahora bien, se puede dar
como seguro que San Raimundo y sus hombres tomaron todas las medidas habituales
en la preparación de la defensa de una fortaleza amenazada: reparación de todo
lo que estuviese en mal estado (en las murallas y en el foso, en las palizadas
y estacadas, en las troneras y saeteras, en las almenas y parapetos, etc.);
acopio suficiente de armas y de víveres; encuadramiento y adiestramiento de
los combatientes; organización de los diversos servicios del fuerte, y demás
providencias del caso.
El
arzobispo e historiador, don Rodrigo Jiménez de Rada, asegura que nuestro Santo
logró reunir hasta 20.000 voluntarios para defender la plaza [207].
Pero el señor Goñi Gaztambide anota oportunamente que no hay que tomar al pie
de la letra semejante cifra, pues, para don Rodrigo, lo mismo que para los
demás cronistas medievales, las cifras no tenían un valor matemático, y así el
arzobispo quiso decir simplemente muchos [208].
Sin embargo, Ferreras, Modesto Lafuente, Receveur y otros autores han recogido
literalmente el número dado por don Rodrigo, haciéndolos precisamente combatientes.
Por
su parte, el P. Mariana afirma que san Raimundo «trajo de los lugares
comarcanos hasta 20.000 personas a quienes repartió los campos y pueblos
cercanos a Calatrava, para que en ellos poblasen y viviesen, por estar yermos
de moradores» [209].
Lo mismo asegura Helyot, aumentando la cifra, pues dice «plus de 20.000
personnes» (más de 20.000 personas). Y Caro de Torres escribió antes que ellos
que san Raimundo llevó de Fitero a Calatrava «muchas vacas y ovejas y más de
20.000 hombres para poblar y defender la tierra» [210].
En fin, para completar esta historieta de los 20.000, el P. Moret escribe, a su
vez, que nuestro Santo sacó de Fitero a los monjes robustos y «cerca de 20.000
ovejas», lo cual le parece más creíble que 20.000 hombres, explicando que es
«muy fácil que algún copiador de la obra del Arzobispo don Rodrigo escribiese,
en lugar de ovium, la voz hominum» [211].
Como
comprenderá el lector, sería completamente ingenuo tomar al pie de la letra
estas versiones y, por lo mismo, lo único que cabe deducir de ellas es que San
Raimundo llegó efectivamente a Calatrava con muchos hombres de armas, colonos,
ganados y provisiones. Ahora bien, las andanzas del Santo, desde que llegó a
Toledo hacía el otoño de 1157 y se hizo cargo efectivo de la plaza de Calatrava
la Vieja, constituyen otro enigma. Ya hemos visto que, según Ferreras, nuestro
primer abad rechazó en un principio la sugerencia de Fr. Diego Velázquez,
volviéndose ambos a Fitero, sin pedir por entonces la famosa plaza a Sancho
III. Moret admite dicha petición, antes de regresar a nuestra villa, pero cree
asimismo en el regreso, «a toda priesa», a nuestro monasterio de los dos
personajes [212].
Sin embargo, a nosotros se nos ocurre la siguiente duda. ¿Es posible que San
Raimundo, una vez decidido a pedir al rey la fortaleza, no hiciese un viaje
previo o inmediato a Calatrava, para ver siquiera dónde estaba y cómo se
encontraba? Es cierto que pudo enterarse de estos detalles por Velázquez, quien
seguramente la conocía bien; pero la más elemental prudencia aconsejaba a
nuestro Santo hacer tal viaje, para darse personalmente cuenta cabal de la
carga que iba a echarse sobre los hombros.
Por
supuesto, creemos que San Raimundo debió acudir a Almazán, en enero de 1158,
cuando Sancho III le hizo formalmente la concesión de Calatrava, firmando el
histórico documento de donación, y es claro que, a continuación tuvo que
desplazarse asimismo a diferentes lugares, para predicar la cruzada
calatraveña. Pero la verdad es que nada sabemos en concreto de estas idas y
venidas, y hasta ignoramos el mes preciso de 1158 en que nuestro Santo se hizo
cargo personalmente de la histórica fortaleza. Desde luego, es seguro que antes
de quedarse definitivamente en ella, estuvo en Fitero una o dos veces, para
dar cuenta a los monjes de la nueva situación, hacer una leva de gentes en los
pueblos cercanos, recoger víveres, ganados, etc. y disponer lo concerniente a
la continuación de la vida en el monasterio. Asegura el arzobispo don Rodrigo
que San Raimundo se llevó a Calatrava un gran número de monjes (multitudinem
monachorum); pero estima el P. Calatayud que no fue «ni la mitad de la
comunidad» y que no obligó a ninguno a seguirle, «porque sus súbditos sólo
habían profesado y prometido la obediencia, según la Regla, y esta salida a
defender Calatrava excedía mucho a lo que prometieron en la profesión»; de
manera que entre los débiles y enfermos, que exceptúa don Rodrigo (exceptis
debilibus et aegrotis) hay que contar no sólo a los débiles de cuerpo, sino a
los débiles de espíritu, para convertirse en guerreros [213].
Por
otra parte, el P. Calatayud hace hincapié en que el traslado de San Raimundo a
Calatrava no supuso el traslado del monasterio de Fitero, como en el caso de
Yerga a Niencebas, sino que el monasterio de Fitero continuó con su autonomía,
sus posesiones y sus derechos[214].
Asegura asimismo que San Raimundo dejó en Fitero el instrumento original de la
donación de Calatrava y que envió más tarde al mismo la confirmación de la donación
que obtuvo del Regente del Reino de Castilla, en la minoría de Alfonso VIII,
don Gutierre Fernández de Castro. Pero esta confirmación es más que sospechosa,
pues no consigna ni el lugar ni la fecha en que fue otorgada, ni aparece
siquiera suscribiéndola la firma del tutor y Regente, como era de rigor, ya que
Alfonso VIII era, a la sazón, un niño de cuatro o cinco años. Por lo demás,
puntualiza que «el Santo ni un hombre sacó de Fitero, sino los monjes, porque
entonces no había pueblo de Fitero, pero pudo sacarlos y los sacó de los
pueblos de Calahorra, Tarazona, Cervera y otros muchos de Castilla, Aragón y
Navarra». Respecto de los colonos que se llevó San Raimundo a Calatrava, además
de los hombres de guerra, escribe: «Yo no niego que muchos de aquellos hombres
eran conducidos para que poblasen y cultivasen aquella tierra, pero con la mira
también de que la defendiesen». Y respecto de las tropas que acudieron en
principio a la defensa de Calatrava, afirma que, «al ver que los mahometanos
habían abandonado el designio de sitiar por entonces aquella plaza, después de
haber consumido los víveres, se volvieron a sus casas y solo, al parecer,
quedaron en la Plaza los soldados que dieron principio a la Orden militar y
algunos familiares suyos» [215].
Conjetura que acompañaron tal vez a San Raimundo los tres primeros Maestres de
Calatrava: don García, don Fernando Escaza y don Martín Pérez de Siones; pero
no está seguro, concluyendo que «no tenemos ni la más ligera noticia de los
primeros caballeros que se alistaron en esta Sagrada Milicia» [216].
¿Ostentó San Raimundo alguna jerarquía
militar determinada?
Ninguna.
Que nosotros sepamos, ni se la adjudicó él mismo ni se la confirió Sancho III.
El instrumento de donación de Calatrava se limita a decir que el Rey donaba a
san Raimundo y a sus sucesores dicha villa, «para que la defendáis de los
paganos, enemigos de la Cruz de Cristo, con ayuda de su Divina Majestad y
nuestra». Sin embargo, el imaginativo Mascareñas afirma tranquilamente que
Sancho III «nombró luego a Raimundo por Capitán General de la defensa de
Calatrava» [217].
Y en el mismo título de su biografía de nuestro Santo, lo llama «Fundador de la
Sagrada Religión y Inclyta Cavallería de Santa María de Calatrava, Primer Capitán
General de su Espiritual y Temporal Milicia».
¿En
qué documento de la época leyó Mascareñas tal nombramiento? En ninguno. Y no
pudo leerlo en ninguno, por la sencilla razón de que se trata de un flagrante
anacronismo. En efecto, en ninguna milicia peninsular de la Edad Media, existía
tal grado militar ni se conocía siquiera el nombre, el cual solamente empezó a
usarse en España ya a principios del siglo XVI; es decir, unos 350 años
después. Con todo, Yanguas y Miranda afirma que empezó a usarse en Navarra
hacia el año 1440 [218].
Sin embargo, no han faltado autores posteriores, como Moret y Gutton, que han
recogido, con toda ingenuidad, este infundio del escritor portugués.
¿Dirigió personalmente San Raimundo
alguna operación de guerra?
Desde
luego no hay constancia documental de ello. Por nuestra parte, no lo creemos
por dos razones elementales: 1) porque nuestro Santo no era un estratega ni
sabía una palabra de táctica militar; 2) porque, a causa de su edad, ya no
estaba en condiciones físicas de empuñar las armas en el campo de batalla. Hay
que tener en cuenta que, a la sazón, la lucha ordinaria era cuerpo a cuerpo,
tanto a pie como a caballo, tomando parte en ella los mismos jefes; y ¿cómo un
sexagenario, debilitado por la edad e inexperto en el manejo de las armas, iba
a batirse con guerreros jóvenes o maduros, habituados a los combates? Hubiera
sido suicida.
Sin
embargo, el Oficio litúrgico del Santo afirma literalmente que san Raimundo
«peritia rei militaris mirabiliter pollens, Saracenos fugavit muitasque urbes
expugnavit» (admirablemente poderoso por su pericia en el arte militar, puso en
fuga a los sarracenos y se apoderó de muchas ciudades). ¿De dónde sacó su
anónimo autor tales noticias? Sin duda de Tamayo, pues ningún otro biógrafo de
nuestro santo afirma que éste fuese un perito en cuestiones de guerra. ¿En
dónde podía haber adquirido esa pericia? ¿En los conventos de la Scala-Dei, de
Niencebas y de Fitero? ¿En los campos de batalla en los que nunca había estado?
Por otra parte, es completamente falso que san Raimundo se apoderara de muchas
ciudades. ¿De cuáles?, pues ningún historiador español ni extranjero cita
siquiera una. Mucho mejor enterado y más sensato, el autor de la Liturgia de
las Horas para la Iglesia de Navarra se abstiene de afirmar que san
Raimundo tomara parte en ningún combate ni que arrebatara a los moros plaza
alguna, confesando, en cambio, que «por providencia del Altísimo, aquel
ejército agareno del que tanto se había hablado, no asedió a la ciudad de
Calatrava» [219].
Y, en efecto, así fue, mientras vivió san Raimundo.
Montalvo
afirma que fue Fr. Diego Velázquez «el que principalmente ordenaba los
escuadrones y acaudillaba a los monjes y caballeros que solían pelear contra
los infieles». Y lo mismo escriben la mayoría de los autores: Mascareñas,
Ferreras, Receveur, Vicente de la Fuente, etc., menos Tamayo de Salazar, quien
asegura, con todo desparpajo, que «Raymundo, aunque agotado por la vejez y
privado de las fuerzas del cuerpo..., se revistió de la armadura militar como
un gigante y empuñó las armas de guerra en los combates» [220].
Pura novelería. Por lo demás, los nuevos defensores de la estratégica plaza
fuerte del Alto Guadiana no conquistaron ninguna ciudad importante, mientras
vivió nuestro primer abad, sino que se limitaron a tener alejados a los moros
del campo de Calatrava y a hacer, de tarde en tarde, algunas incursiones más
allá de Despeñaperros, para recoger botín y tener a raya al enemigo.
A
propósito del comportamiento de las huestes raimundanas, Mascareñas, en su Apología
histórica por la Ilustrísima Religión y Inclyta Cavallería de Calatrava [221],
refiere una anécdota curiosa, pero de cuya autenticidad dudamos mucho, según la
cual, con motivo de una visita que hizo Sancho III a Calatrava la Vieja, se
realizó un reto de moros y el Rey quedó muy complacido de la prontitud y
esfuerzo con que los monjes y caballeros salieron en busca del enemigo y lo
atacaron victoriosamente, así como de la circunspección y modestia con que, a
la vuelta, cantaron las Completas, en el coro de la iglesia, con las brazos cruzados
y con la vista baja.
-
«Paréceme Padre - comentó el rey -, que el son de las trompetas transforma en
lobos a vuestros súbditos, y que el de las campanas los convierte en
corderos». A lo que san Raimundo replicó: «Será porque aquéllas los llaman para
resistir a los enemigos de Cristo y vuestros, y éstas para alabarle y rogar por
Vos» [222].
Pese
a los esfuerzos de san Raimundo y de los primeros Maestres de la Orden Militar
de Calatrava, el destino de su Casa Matriz no fue precisamente brillante ni
duradero, pues, sin terminar el siglo XII, cayó en poder de los almohades,
después de su aplastante victoria de Marcos, en julio de 1195. Continuó en sus
manos, durante 17 años, siendo reconquistada por los cristianos, el 30 de junio
de 1212; es decir, 16 días antes de la batalla de las Navas de Tolosa. Pero
estos cambios de dominio, con los asaltos y saqueos correspondientes, habían
dejado la fortaleza bastante maltrecha, por lo que, en 1217, siendo VIII
Maestre de Calatrava don Martín Fernández de Quina, dejó de ser la Casa Mayor
de la Orden, trasladándose sus jefes al flamante castillo de Calatrava la
Nueva, el cual acababa de ser construido, ocho leguas más al sur, por esclavos
de guerra, en la cima rocosa de Alacranejo, lugar situado en el actual
municipio de Calzada de Calatrava y perteneciente a la provincia de Ciudad
Real y al partido judicial de Almagro.
Aunque
la villa de Kalaat-Rawaak o Calatrava la Vieja desapareció completamente hace
siglos, todavía se conservan algunas ruinas de su ciudadela [223],
distinguiéndose su figura elíptica y el foso que la rodeaba. Los árabes tenían
en su recinto la mezquita, los cuarteles, almacenes, parques y otras dependencias,
y aún subsiste en el mismo, aunque muy deteriorada, la capilla de los
Mártires, erigida por los cristianos, en el sitio donde eran inmolados los
caballeros que caían en poder de los musulmanes. También Calatrava la Nueva
estuvo convertida, durante siglos, en un montón de ruinas, pues al trasladar
los caballeros la sede de su Orden a Almagro, se llevaron todo lo que
pudieron, arrancando artesonados, puertas y ventanas, y pegando fuego a todo lo
que dejaron. Pero, en el tercer cuarto del siglo actual, fue restaurado, en
parte, el castillo con su iglesia, empleando piedra de pedernal cuarzoso, de
manera que ahora aparece rodeado de murallas, como en la Edad Media, y
parcialmente almenado. Atravesando una doble puerta con arco apuntado, se
penetra en una galería que da al patio y, desde éste, se pasa a la fortaleza.
A su izquierda tiene la iglesia con un magnífico rosetón renacentista y dos
ventanas góticas, a ambos lados de las naves laterales. Hay escaleras
exteriores de subida y las bóvedas son de crucería de ladrillo, de bellísima
factura. Algunas ventanas son mudéjares y se encuentran capillas laterales
tabicadas, que son torreones góticos, en los que se enterraba antaño a los
Maestres de la Orden de Calatrava.
Subiendo
al castillo se deja, a mano derecha, el pozo-Cisterna y la helera, así como el
cementerio con la capilla de los Mártires, la cual es de tres cuerpos, pero el
central está en ruinas, y su osario relicario cubierto con una reja. Se penetra
en la zona alta del Maestre por una bella galería arqueada, con una escalera
lateral de caracol, que está truncada y da acceso al Archivo. En esta parte se
encuentra el crematorio de cadáveres moros, con una Cisterna cuadrada, un
estrecho puesto de vigilancia, de dos alturas y la cámara y celda del Maestre.
Como remate del castillo, se yergue la clásica Torre del Homenaje, desde donde
se contempla el conjunto amurallado, la cubierta restaurada de la iglesia, las
capillas hundidas de los Maestres, el recinto de los claustros y del monasterio
y la campiña de Calzada de Calatrava.
El
topónimo Calatrava procede de las palabras arábigas Kalaat-Rawaak, que
significan «castillo en tierra llana», y así era en efecto, el de Calatrava la
Vieja, la cual estuvo situada a la orilla izquierda del río Guadiana, dentro
del actual territorio de Carrión de Calatrava [224],
en la provincia y partido judicial de Ciudad Real. Tenía una gran importancia
estratégica, no sólo por dominar la vasta planicie, conocida con el nombre de
Campo de Calatrava, sino, sobre todo, por estar emplazada en la confluencia de
los caminos romanos que, desde Andújar y Mérida, se dirigían, por Consuegra,
hasta la imperial Toledo, de la que distaba 90 kilómetros en línea recta.
¿Cuándo y cómo fue fundada la Orden
militar de Calatrava?
No
se sabe con certeza, puesto que no se conserva acta ninguna de su fundación -
ni original ni copia -, suponiendo que, en efecto, se redactó alguna, lo que
ponemos en duda, porque antes habría que haber obtenido el consentimiento del
Capítulo General del Císter, aunque no lo crea el P. Calatayud, y no se le
consultó.
Se
admite comúnmente por todos los historiadores que la Orden se instituyó en el
reinado de Sancho III. Ahora bien, como este monarca donó la plaza de Calatrava
a san Raimundo en enero de 1158, y murió el 31 de agosto del mismo año, podemos
conjeturar que dicha fundación data de la primavera o del verano de aquel año,
ya que es de suponer que las semanas que quedaban aún de aquel invierno, se
pasaron en predicar la nueva cruzada, en allegar hombres y recursos y en hacer
los trabajos de instalación en la fortaleza. Al parecer, la institución
consistió inicialmente en militarizar a la mayoría de los monjes y seglares,
aptos para las armas, que siguieron a san Raimundo y en imponerles, en líneas
generales, la observancia de la Regla del Císter, con las modificaciones apropiadas
al caso.
Don
Modesto Lafuente, siguiendo al arzobispo don Rodrigo, escribe a este propósito
que, «discurriendo entonces el abad que de ningún modo se mantendría mejor el
buen espíritu de aquellas gentes que uniéndolas con un voto solemne de religión,
instituyó una Orden Militar que se llamó de Calatrava, dándole la Regla de su
Orden» [225].
Según Caro de Torres, Helyot y otros autores, dicha institución se llevó a
cabo, de acuerdo con el Rey de Castilla y el Arzobispo de Toledo: cosa que se
puede dar como segura.
Los
cronistas discrepan entre sí acerca del primitivo traje que usaron los
caballeros; pero todos convienen en que llevaban una esclavina blanca, «a
manera de muceta de obispo» y que su primitivo distintivo fue «una cruz negra
con sus cuatro puntas flordelisadas» [226].
El Tumbo de Fitero escribe a este propósito que «el hábito que traían al
principio, cuando se fundó la Orden, era un escapulario largo y una capilleta
(capucha). El escapulario lo traían debajo de los vestidos y la capilleta
sobre ellos, a modo de muceta de obispos. Llevaron este hábito más de 200 años,
hasta que el Sumo Pontífice, en 1397, se les cambió. En adelante, llevarían la
cruz colorada, con flores de lis por remates, como al presente la llevan» [227].
Dicho Pontífice fue Benedicto XIII (el famoso Papa Pedro de Luna) y la
modificación la hizo a petición del XXIII Maestre de Calatrava, don Gonzalo
Núñez de Guzmán, suprimiéndoles la capucha monástica y cambiándoles el
primitivo color negro de la cruz de Calatrava por el rojo.
Mascareñas,
Muñiz, Latassa, Gutton y otros aseguran que nuestro Santo añadió a la Regla del
Císter, impuesta como régimen general, otras constituciones particulares, para
el buen gobierno del convento-fortaleza y del nuevo instituto militar. Desde
luego, no es improbable, pues san Benito lo había hecho ya, seis siglos antes,
con destino al monasterio de Monte Cassino; pero no han quedado rastros de
tales constituciones, si es que efectivamente las hubo.
Los
documentos auténticos más antiguos respecto a la constitución y reglamentación
de la Orden Militar de Calatrava son la Prima Regula et forma vivendi, dictada
por el Capitulo General del Císter, el 14 de septiembre de 1164, y la bula del
Papa Alejandro III, del 25 del mismo mes y año. Mas, para entonces, ya
había fallecido san Raimundo, se había consumado la escisión entre los monjes y
Caballeros de Calatrava la Vieja y se habían separado. De manera que, en
resumidas cuentas, las cuestiones relativas al cuándo y al cómo fue fundada la
histórica Orden no están todavía, ni mucho menos, aclaradas. Tropezamos, una
vez más, con la falta de documentos fehacientes.
¿Por qué se
opusieron los cistercienses franceses a la empresa de San Raimundo?
Desde
luego no fue, como escribió desenfadadamente don Pedro de Madrazo y
Kuntz, porque «a los Cistercienses de allende el Pirineo, por lo visto, les era
indiferente que la morisma se enseñorease otra vez de toda España» [228].
Este
reproche es sencillamente inadmisible. ¿Cómo iba a serles indiferente tamaño
peligro? Se opusieron, en primer término, porque la transformación realizada
por san Raimundo se había hecho sin su conocimiento ni consentimiento y además
porque, como escribe el mismo P. Calatayud, «la novedad extraña de querer
componer la vida retirada y silenciosa de monje, con las juntas y ejercicios
ruidosos de soldado, se oponía también a los Estatutos que, en el año de 1134,
se hicieron en el Císter, y en parte también, a la Carta de Caridad» [229].
Según
dispone el articulo 8 de dicha Carta, el abad padre del monasterio de Fitero,
que era el abad de la Scala-Dei, vino a visitar el monasterio de Fitero, en el
curso de 1158 o de 1159 - no hay seguridad- , encontrándose con la ausencia de
san Raimundo y la noticia de su empresa en Calatrava. Naturalmente dio cuenta
de todo esto al Capitulo General del Císter, el cual desaprobó lo hecho por
nuestro Santo y estuvo a punto de anularlo e imponerle sanciones, al no haber
mediado, al parecer, en favor suyo, el rey de Castilla Sancho III, el de
Francia Luis VII y el Duque de Borgoña. Los historiadores Cistercienses suelen
negar estos extremos, alegando que se trata de infundios del Fiteriense. Pero
es innegable que el Capítulo General del Císter tuvo que deliberar y decidir
sobre un asunto tan grave; ¿y cómo es que no ha quedado rastro de tales
deliberaciones y resoluciones? Es muy sospechoso. El P. Calatayud alega que la
pretendida intervención de esos Príncipes no consiguió que los nuevos
Caballeros fuesen incorporados a la Orden, pues sólo fueron admitidos como
familiares en 1164. Pues bien, este hecho es precisamente una prueba de que la
Orden se opuso a reconocer tal institución, aunque no pudo impedir que
funcionara, porque el Reino de Castilla, sobre todo, no estaba dispuesto a
consentir que quedase desguarnecida de nuevo la plaza de Calatrava.
Añade
el P. Calatayud que el Capitulo General no tenía autoridad para impedir el
ejercicio en que se ocupaban estos Caballeros, puesto que entonces no estaban
sujetos a la Orden. Efectivamente, no lo estaban los Caballeros seglares, pero
sí san Raimundo y sus frailes-guerreros, que pertenecían a ella.
Todavía
alega el P. Calatayud que «no consta de estatuto ninguno, anterior a la
empresa de Raimundo, que éste necesitase licencia del abad Padre, para
instituir la nueva Milicia». Seguramente, pero bastaba con que se opusiera al
espíritu, si no a la letra, de las Definiciones de 1134 y de la Carta de
Caridad, como él mismo confiesa. Pero, en fin, dejando aparte las cuestiones
estatutarias, los superiores franceses tenían además dos razones poderosas para
oponerse a la iniciativa de san Raimundo: una pragmática, y otra de principios.
La pragmática fue el reciente y ruidoso fracaso de la II Cruzada palestinense,
promulgada y predicada respectivamente por los dos Cistercienses más famosos de
la época: el Papa Eugenio III y san Bernardo. Tal fracaso, que constituyó «un
escándalo para los cristianos», en frase del mismo san Bernardo, acarreó un
gran descrédito al Santo, así como a la Orden del Císter. Era, pues, lógico,
que a ésta no le quedasen ganas de meterse en otra aventura parecida, nueve
años después.
Además,
en el caso español, la aventura tenía una agravante, y es que, mientras en la
II Cruzada de Palestina, los Cistercienses se limitaron únicamente a
predicarla, dejando la responsabilidad de su organización y de su ejecución al
rey de Francia, Luis VII, y al emperador de Alemania, Conrado III, en la
Cruzada de Calatrava fueron un abad (san Raimundo) y un prior (Diego Velázquez)
de la Orden los que asumieron tan temeraria responsabilidad, convirtiendo a
sus monjes en guerreros. Ciertamente tan insólita transformación no estaba
prevista en los estatutos del Císter, como dice el P. Calatayud, ni se había
visto todavía en la cristiandad. El mismo oficio litúrgico del primer abad de
Fitero lo reconoce expresamente: «Usque ad ea tempora inaudito exemplo,
Raymundus monachuati militiam conjunxit” (dando un ejemplo inaudito hasta
entonces, Raimundo unió la milicia al monacato). Se explica, pues,
perfectamente que los superiores franceses de san Raimundo se opusieran a la
empresa guerrera del mismo. Y no precisamente, porque no tuviese precedentes,
sino además por una cuestión de principios, pues para ellos la milicia y el
monacato eran inconciliables. Un clérigo no debía empuñar las armas en un campo
de batalla. Ni tampoco ejercer un mando militar.
El
máximo oráculo del Císter, el citado san Bernardo, el cual no tuvo inconveniente
en dictar las constituciones de la Orden de los Caballeros Templarios, fundada
en 1119, declaraba paladinamente al comienzo del prólogo de su pequeño
tratado, De laude novae militiae (Alabanza de la nueva milicia),
dirigido al primer Gran Maestre de la misma, Hugo de Paganis: «Me pediste una,
dos y tres veces, si no me engaño, Hugo carísimo, que te hiciese un discurso de
exhortación para ti y para tus Caballeros, y como no me era permitido servirme
de la lanza, contra los insultos de los enemigos, deseaste que, a lo
menos, emplease mi lengua y mi ingenio contra ellos» [230].
El texto latino original es más conciso, pero más tajante: «Quia lanceam
non liceret, stylum vibrarem». Por lo mismo, cuando el inescrupuloso
arcediano de París y deán de Orleans, Etienne de Garlande, fue elevado a la
Senescalía o jefatura suprema de los ejércitos franceses en 1127, san Bernardo
protestó, aunque sin éxito, contra tal nombramiento, alegando la
incompatibilidad entre las funciones eclesiásticas y los oficios militares. En
una carta dirigida al primer ministro, Suger, abad de Saint-Denis, le decía que
semejante confusión era «no menos deshonrosa para el Estado que para la
Iglesia» [231].
En
fin, es bien sabido que, a causa del entusiasmo general provocado por los
sermones del mismo san Bernardo, en favor de la II Cruzada de Palestina, el
Santo llegó a ser designado jefe de la misma, «pero él se excusó diciendo:
¿Quién soy yo para hacer de general, ordenar las tropas en batalla y marchar a
su frente? Y aunque tuviera energías para ello, ¿qué cosa hay más distante de
mi profesión...? [232].
Por supuesto, el Capitulo General del Císter rehusó ratificar tal nombramiento,
y el Santo aceptó muy complacido esta decisión. Y como colofón de la fracasada
aventura, sacó esta amarga, pero realista conclusión: «El deber de los monjes
es encaminarse a la Jerusalem celestial, no a la de la Tierra; y no es con sus
pies, sino con su corazón, como llegarán a ella» (Epístola 399). Se
comprenderá, pues, que con tales principios y antecedentes, los Cistercienses
franceses no podían menos que oponerse a la empresa de san Raimundo.
Por
lo demás, es indudable que la iniciativa raimundana de los monjes-guerreros fue
útil y hasta justificable, en aquellos críticos momentos, en los que ningún
seglar se atrevía a defender la estratégica plaza castellana. Desde este punto
de vista patriótico, san Raimundo fue un verdadero héroe y merece el honroso
lugar que ocupa en la Historia de España. No cabe duda alguna. Pero su
pretensión, ingenua y de buena fe, de casar a la milicia con el monacato - dos
instituciones inconciliables - no podía prosperar a la larga y naturalmente no
prosperó. Sospechamos que tal confusión de funciones fue precisamente la causa
de que ni el Capitulo General del Císter, ni el Papa Adriano IV, muerto en
1159, ni su sucesor, Alejandro III aprobaran la fundación de la Orden de
Calatrava mientras vivió San Raimundo. Los sucesos inmediatos a su muerte lo
pusieron en evidencia. Existen dos versiones. Según una, los monjes y los
caballeros eligieron, de común acuerdo, a un monje llamado Rudolph (Rodolfo),
quien, con su impericia y mal carácter, infligió no pocas molestias y
vejaciones a los Caballeros, muriendo en 1164. Entonces los Caballeros se
desligaron de la obediencia de los abades. Según otra versión, esta
desligadura ocurrió ya, sin que Rodolfo llegara a tomar posesión de Calatrava,
pues sólo fue elegido por los monjes; pero los Caballeros de la Milicia
rechazaron tal nombramiento, alegando que no querían seguir teniendo como jefe
a un eclesiástico, sino a un seglar, con el título de Maestre, lo mismo que los
Templarios, eligiendo como tal al navarro don García. A su vez, los monjes
replicaron que tampoco podían admitir como superior a un civil y, en
consecuencia, abandonaron Calatrava la Vieja. Unos se marcharon al monasterio
de Ciruelos; y otros, al de Fitero, y con tal ruptura se acabaron los
monjes-guerreros.
Queriendo,
no obstante, seguir en el Císter como familiares, don García se dirigió al
Capítulo General de la Orden, el cual halló correcta la actitud de los
Caballeros y les dictó la Prima Regula et forma vivendi, aprobada, pocos
días después, así como la Orden Militar de Calatrava, con la nueva estructura,
es decir, sin monjes-guerreros, por el Papa Alejandro III, por bula del 14 de
septiembre de 1164. Anotemos que la liquidación de los bienes del
convento-fortaleza de Calatrava debió provocar algún pleito entre los monjes y
los caballeros, pues, como es sabido, Calatrava fue donada por Sancho III a san
Raimundo y a los monjes de Fitero que quisieran vivir en ella; de manera que
sus bienes pertenecían, en buena parte, a los monjes, los cuales, como es de
comprender, no iban a dejarse despojar pasivamente de todo por los caballeros.
Sabemos que, aprovechándose de la turbulenta minoridad de Alfonso VIII de
Castilla, Sancho VI de Navarra conquistó entre otras plazas castellanas, Tudején
y el monasterio de Fitero, que retuvo en su poder durante varios años. Pues
bien, según cuenta el P. Calatayud, parece que Sancho VI escribió una carta al
Maestre don García, diciéndole que se ajustase con los monjes de Fitero, a
propósito de sus reclamaciones sobre Calatrava. Ignoramos cuáles eran y si
efectivamente hubo algún arreglo; pero suponemos que algo sacarían los frailes
de Fitero.
¿Cuál fue el final de San Raimundo?
En
el altar de san Bernardo de la iglesia de Fitero, los exteriores de las dos
jambas del arco angrelado de la hornacina están adornados con pares de motivos
decorativos, análogos, sin importancia especial, excepto el primer par, que
son dos representaciones simbólicas de san Raimundo. La figura de la derecha
del espectador representa a san Raimundo triunfante. Con la mano
derecha, enarbola su bastón de mando, y con la izquierda, sostiene su báculo
abacial y un libro, ostentando en el pecho una cruz roja de Calatrava. La
figura de la izquierda representa, en cambio, a san Raimundo vencido. Aquí
lleva en la mano derecha una palma de mártir; su bastón de mando aparece
clavado en su corazón y goteando sangre, y con la mano izquierda empuña una
simple cruz alzada, rematada en una de Calatrava en blanco y negro. Añadamos
el interesante detalle de que este retablo fue pintado por orden y en tiempo
del abad Fr. Ignacio Fermín de Ibero [233],
historiador de la orden del Císter y uno de los hombres más eruditos que
rigieron la abadía de Fitero.
Como
es notorio que san Raimundo no fue torturado físicamente por ningún tirano, es
claro que su palma de mártir se refiere a un martirio moral; o sea, a un
calvario de orden anímico que amargó el final de sus días. ¿Cuál? La tenaz
oposición de sus superiores de la Orden del Císter a reconocer la fundación de
la Orden Militar de Calatrava, tal como él la concibió: como una fusión del
monacato y de la milicia. Esta oposición no consta documentalmente, porque las
actas de los Capítulos Generales del Císter de esta época se perdieron... ¡Qué
casualidad! Por lo mismo, algunos biógrafos modernos la ocultan o la niegan.
Con todo, hay dos hechos innegables bastante reveladores, y son que, en 1161,
era ya abad de Fitero, Guillermo I, y que san Raimundo murió en el convento de
Ciruelos: pueblo de la provincia de Toledo, situado a unos 11 kilómetros de
Aranjuez [234].
Del abadiato de Guillermo
I no cabe duda alguna, pues se conservan 69 documentos, que van desde 1161
hasta 1182, y en todos ellos se le llama abad. Sin embargo, en una
biografía de san Raimundo, aparecida en 1963, se afirma que nuestro Santo
gobernó, a la vez, la abadía de Fitero y el convento-fortaleza de Calatrava [235],
hasta su muerte, ocurrida en 1163 y que, en sus ausencias, gobernaba aquélla
su prior Guillermo [236].
No es cierto, como lo demuestran los aludidos documentos, entre los que figura
incluso una bula del Papa Alejandro III, firmada en Déols, el 18 de septiembre
de 1162, dirigida a «Wilielmo, Abbati Monasterii de Fiterio eiusque fratribus»
(a Guillermo, abad del monasterio de Fitero y a sus hermanos o frailes). De
aquí se deduce que san Raimundo ya no era abad de Fitero en 1161; y en cuanto a
eso de que Guillermo fuese solamente su prior, es una afirmación gratuita, sin
ningún fundamento documental. Pudo haberlo sido antes de 1161 y hasta sucederle
en la abadía, pero no después.
Por lo demás, es más probable
que Guillermo fuese enviado como abad por la Scala-Dei, al frente de un nuevo
contingente de religiosos, para enderezar la situación creada en Fitero, con
la marcha de san Raimundo a Calatrava. Desde luego, al marchar nuestro Santo a
este lugar, debió dejar a alguien de prior, al mando interino de la abadía de
Fitero, ya que no es probable que renunciase a ésta, por un puesto tan
inseguro como era el de jefe del convento-fortaleza de Calatrava. Por otra
parte, su marcha a esta plaza no supuso el traslado a ella de la abadía de
Fitero, como dicen que decía el Fiteriense, ni al parecer se intituló
san Raimundo abad de Calatrava. En realidad, todo es bastante incierto, a causa
de la citada desaparición, bastante sospechosa, de todos los documentos de la
época, referentes a este espinoso asunto.
De todos modos, hay otro
hecho cierto, que se presta a conjeturas verosímiles: la muerte del Santo en
Ciruelos. ¿Cómo es que fue a morir allí? Los biógrafos más modernos de nuestro
Santo, como Mr. F. Gutton (1955), seguido del P. H. Marín (1963), nos
han dado una explicación de novela rosa. Resulta que san Raimundo, extendiendo
su acción defensiva contra los moros, había colocado un gran número de
Caballeros, en diferentes castillos de la región. Pues bien, en una gira de
inspección a los mismos, se detuvo en Ciruelos y allí enfermó y falleció. Así
de natural y sencillo. Pero a Mr. Gutton y al P. Marín se les olvidó el darnos
unos cuantos detalles suplementarios: qué castillos eran aquéllos, dónde
estaban situados y cuándo y cómo los guarnecieron los Caballeros de la recién
nacida orden de Calatrava, pues confesamos que no tenemos ni la menor idea de
ellos.
Para los biógrafos más
antiguos y autorizados de san Raimundo, la explicación no es tan simple. Según
Fr. Roberto Muñiz, en su Médula histórica cisterciense, hacía tiempo que
san Raimundo se había retirado a Ciruelos, «para significar la profunda
obediencia y sumisión que siempre profesó a la Orden y, en particular, al
Capitulo General del Císter que, al parecer, no aprobaba la empresa de nuestro
santo: motivo por el que tuvo bien en qué ejercitar la paciencia. Por su parte,
el P. Calatayud escribe que «es muy verosímil que Raymundo, llegando a saber
que la Religión (es decir, la Orden del Císter) no miraba bien su empresa, o su
residencia en Calatrava, en medio de las armas, por ser cosa opuesta a sus
primeras Definiciones, se retirase de Calatrava a Ciruelos, y allí esperase que
la Religión, mejor informada, dispusiese lo conveniente». Y a la pregunta
de por qué no se retiró a Fitero, responde que «aún estando retirado, regía
Raymundo y gobernaba las operaciones que se hacían en Calatrava» y esto era más
fácil desde Ciruelos que desde Fitero, «que distaba mucho de Calatrava»[237].
Un
poco difícil de creer es que san Raimundo dirigiese las operaciones militares
desde Ciruelos; en primer lugar, porque se reducían a simples escaramuzas o
algaradas, ya que, en vida de san Raimundo, la Orden Militar de Calatrava no
intervino en ninguna batalla de importancia; en segundo término, porque desde
Ciruelos hasta Calatrava hay más de 100 kilómetros de distancia itineraria, que
en aquella época sólo se podían recorrer a pie o a caballo, y en tercer lugar,
porque, a la sazón, no se conocían los planos militares y no era fácil
planear, desde lejos, una operación de guerra. Pero, en fin, esta cuestión no
tiene importancia para nosotros. En cambio la tiene, y grande, la siguiente:
¿san Raimundo se retiró a Ciruelos voluntariamente o por imposición de sus
superiores franceses?
El
P. Calatayud, adelantándose a esta presunción, escribe: «Alguno podría presumir
que fue depuesto de su prelacía y superioridad, pero es cierto que no hubo
nada de eso», y para apoyar esta afirmación, a falta de documentos, da las
siguientes razones: 1) porque, para ser depuesto un abad, debía ser amonestado
antes no menos de cuatro veces; 2) porque san Raimundo era un varón celebrado y
estimado por los príncipes y prelados de aquel tiempo; 3) porque era un héroe
que había defendido a España, en unos momentos críticos; 4) porque no había
dado motivo para un castigo tan riguroso, etc. Pero, a continuación, agrega: «Verdad
es que si bien la Religión ni soñó en privar a Raymundo de su Prelacía, no
podía menos de mirar la empresa de Raymundo como cosa ajena y aún opuesta al
espíritu de monje y, al parecer, estaba muy distante de confirmarla» [238].
Entonces ¿qué pasó en realidad? No lo sabemos. En todo caso, es seguro que esta
tensa y embarazosa situación debió amargar el final de la vida del Santo y que
la palma de mártir que ostenta en una de las dos representaciones ya citadas
del altar de san Bernardo, en la iglesia de Fitero, es bien elocuente, y se la
pusieron con cuenta y razón.
Todavía
una última cuestión: ¿cuándo tuvo lugar el retiro de nuestro Santo a Ciruelos?
Se ignora. Si, como opina el P. Calatayud, san Raimundo debió morir a fines de
1160 o a comienzos de 1161, su retiro debió ocurrir a fines del 1159 o en el
curso preinvernal de 1160. Pero la verdad es que no se pueden hacer conjeturas
a base de la fecha de su muerte, porque, como vamos a ver en el capítulo
siguiente, esa fecha es insegura.
¿Cuándo murió San Raimundo?
No se sabe a punto fijo.
Por de pronto, no se conservan documentos relativos a nuestro Santo
posteriores a 1158; pero esto no quiere decir que muriese en ese año, como ha
deducido algún autor, pues hasta 1164, tampoco aparece ningún documento
referente a su sucesión en la dirección del convento-fortaleza de Calatrava y
de la Orden Militar del mismo nombre. El primero que habla del Maestre Don
García data ya de septiembre de este último año. Ahora bien, de haber muerto
San Raimundo en 1158, ¿quién fue el abad de dicho convento y el jefe de dicha
Orden, durante esos seis años de intervalo? No se conoce ningún documento que
responda a esta pregunta. Por otra parte, el sucesor de nuestro Santo en la
abadía de Fitero, Guillermo I, aparece por vez primera en un documento de 1161,
como ya hemos anotado. Entonces, si san Raimundo hubiese muerto en 1158, habría
que preguntarse, a su vez, quién fue el abad titular de Fitero en esos tres
años de intervalo: pregunta que tampoco tiene contestación documental. Por
tanto, parece lo más verosímil que nuestro Santo falleció después de dicho año,
y la inexistencia de documentos raimundanos desde 1158 podría explicarse por el
interés posterior que tuvieron los cistercienses de aquende y allende los
Pirineos, así como los Caballeros de la orden Militar de Calatrava, en borrar
las huellas de las dificultades que tuvo san Raimundo con la Orden del Císter,
a propósito de su empresa guerrera y de su institución religioso-militar.
Ya hemos anotado que Fr.
Manuel de Calatayud opina que san Raimundo murió a fines de 1159 o en 1160.
Por su parte, Mascareñas afirma que gobernó la Orden Militar de Calatrava,
«cinco años, poco más o menos» [239],
y el Oficio litúrgico, Caro de Torres y otros autores, seis años. Admitiendo
que nuestro Santo fuese abad del convento-fortaleza de Calatrava y de la Orden
fundada por él, hasta el momento de su fallecimiento - lo que es bastante
dudoso -, se podría deducir de las afirmaciones anteriores que san Raimundo
murió en 1163 o en 1164; pero el hecho mismo de que, al morir, no fuesen
trasladados sus restos a la Casa Matriz, es decir, a Calatrava, sino que fueron inhumados en Ciruelos, induce a sospechar
que ya no ostentaba ningún mando. Bien es verdad que pudieron influir en tal
inhumación la propia voluntad de san Raimundo, así como la distancia, algo
considerable en aquella época, entre Ciruelos y Calatrava la Vieja. Por lo
demás, a falta de documentos, todo esto no son más que puras conjeturas.
Montalvo
escribe que no se sabe de cierto cuándo murió san Raimundo, pero que la opinión
más probable es que falleció seis años después de la fundación de la Orden
Militar de Calatrava [240].
Por tanto, en 1164, que es la fecha aceptada por Caro de Torres, Latassa,
Blasco de Lanuza, Gaspar Gongelino y otros. En cambio, Fr. Antonio de Yepes
opina que murió en 1162, lo que es muy poco verosímil. Y por fin, los PP. Muñiz
y Helyot, Vicente de la Fuente, Aureliano Fernández Guerra, F. Gutton, el
anónimo redactor del Oficio Litúrgico del Santo y otros consignan que
pasó a mejor vida en 1163. Fernández Guerra conjetura incluso que su óbito
ocurrió el 1 de febrero de este año, fundándose en que los menologios
Cistercienses conmemoran en tal día a nuestro Santo. En efecto, el Menologio
Cisterciense del P. Crisóstomo Henríquez, citado por el Tumbo de Fitero,
pone la kalenda de san Raimundo (es decir, el día de su festividad,
correspondiente al de su muerte), el día 1 de febrero [241];
pero el Tumbo asienta, a su vez, que «murió en 1164, a la edad de más de 74
años, habiendo sido abad de Niencebas, Fitero o Castellón, más de 20 años, y
habiendo gobernado varios la nueva Orden que instituyó en Calatrava» [242].
También
el P. Manrique pone la kalenda de san Raimundo el 1 de febrero. A mayor
abundamiento, la inscripción latina que, en 1590, hizo grabar el ilustre abad de
Fitero, Fr. Marcos de Villalba, sobre la tumba de san Raimundo, en el lado de
la Epístola de la capilla mayor de la iglesia conventual de Monte Sión, decía
así, traducida al castellano: «Aquí yace el bienaventurado Raimundo, monje de
esta Orden, primer abad de Fitero, por quien Dios ha hecho numerosos milagros;
el cual, con licencia del Rey Sancho el Deseado, defendió Calatrava contra los
moros e instituyó la Orden Militar de Calatrava. Murió en 1163 y fue
trasladado a este lugar en 1590» [243].
De
todos modos, una cosa es incuestionable: que nuestro Santo había ya fallecido,
antes de terminar el verano de 1164, puesto que, en aquella época aparece ya en
escena el primer Maestre de Calatrava, don García. Lo que tampoco tiene duda es
que murió y fue enterrado en Ciruelos, como lo recuerda una lápida
conmemorativa que, en 1768, hizo colocar Carlos III en el sitio en que estuvo
su sepulcro, cercándolo con una pequeña balaustrada de hierro, que, en la
actualidad, sirve de comulgatorio a los vecinos del lugar.
¿Qué ocurrió con los restos de San Raimundo?
Los monjes de Ciruelos
inhumaron a san Raimundo, a la entrada del coro de su iglesia conventual, en un
sencillo ataúd de madera. Allí estuvo, durante tres siglos, hasta que Paulo II
concedió al arcediano de Madrid y canónigo de Toledo, don Luis Núñez de Toledo,
por bula del 18 de marzo de 1468, la traslación de dichos restos al monasterio
de Monte Sión, llamado vulgarmente San Bernardo de Toledo, el cual había sido
fundado en 1408 por Fr. Martín de Vargas y, a la sazón, se hallaba ocupado por
monjes bernardinos. El Dr. Núñez presentó la citada bula al arzobispo de
Toledo, don Alonso Carrillo, quien encontrándose en Alcalá, otorgó su licencia
para el traslado, el 22 de agosto de 1471, y el 4 de septiembre siguiente, dio
mandamiento para la ejecución del mismo el teniente de Vicario don Rodrigo
Alonso [244].
Unos días antes, el 26 de agosto de 1471, se abrió por primera vez el sepulcro
raimundano de Ciruelos, para su identificación y observación de sus restos. El
documento de traslación que copia Mascareñas, consigna que «hallaron el cuerpo
en un ataúd de tabla de álamo negro y dentro, un cáliz de plomo [245]»;
sin duda, el que había usado san Raimundo. Por cierto que los autores que se
han ocupado de este traslado, han armado un buen embrollo, en torno a la
fecha. El P. Mariana dice que se llevó a cabo en 1461, precisando el P. Muñiz
que fue el 26 de agosto del mismo año, depositando los restos del Santo «en
una urna de madera» [246].
Evidentemente no pudo ser en tal año, puesto que la bula de Paulo II es de
1468.
Francis
Gutton asegura, por su parte, que fue en 1475, por una bula de Paulo
III: detalle este último manifiestamente erróneo, porque Paulo III (Alejandro
Farnesio) fue Papa de 1534 a 1549. Don Vicente de la Fuente afirma que la bula
fue efectivamente de Paulo II, pero que data de 1461, lo que tampoco es
posible, pues Paulo II (Pedro Barbo) fue Papa de 1464 a 1471. Finalmente, don
Pedro de Madrazo admitió el error de don Vicente, añadiéndole, por su cuenta,
otro más burdo: que el traslado se verificó, «reinando don Juan II y doña
Blanca [247]»,
la cual había ya fallecido en 1441. En realidad, el traslado ocurrió en
septiembre de 1471.
El
último Maestre de Calatrava, don García López de Padilla (1482-1487), intentó
que los restos de san Raimundo fuesen trasladados al Sacro Convento de
Calatrava la Nueva, que parecía el lugar más indicado; pero no lo consiguió. En
vista de ello, según cuenta Mascareñas, hizo construir en honor de nuestro
Santo, «un arco de alabastro de mucha curiosidad, en el lado de la misma
capilla (de la Visitación), que corresponde a la capilleta, donde estaba el
santo cuerpo. En él se puso un gran bulto (estatua) de San Raimundo, con báculo
y mitra, y a los lados, a nuestros Padres, San Benito y San Bernardo. Vese en
medio del arco una lápida antigua con esta inscripción: «Este arco mandó fazer
el muy magnífico e ilustre Señor, Frey Garcí López de Padilla, Maestre de la
Orden y Cavallería de Calatrava, el año de mil y quatrocientos y ochenta y
cinco».
En
1590, los restos del primer abad de Fitero pasaron a una urna dorada, donada
por Fr. Marcos de Villalba [248],
y el 12 de marzo de 1721, a otra de plata, forrada por dentro de terciopelo
carmesí, con franjas de oro, la cual fue regalada por el rey Felipe V. Por
cierto que Muñiz y La Fuente la calificaron de «magnífica», mientras que
Madrazo y Kunt asegura que era «de mal gusto». Finalmente, los despojos de san
Raimundo fueron trasladados a la capilla del Relicario de la catedral de
Toledo [249],
en el segundo cuarto del siglo XIX, y allí continúan actualmente. Añadamos,
para terminar esta información, algunos datos sobre la suerte final de Fr.
Diego Velázquez, el compañero inseparable de nuestro Santo.
Parece que, al ocurrir la
separación entre los monjes y los caballeros de Calatrava la Vieja, después de
muerto nuestro Santo, Fr. Diego se volvió al monasterio de Fitero, pues, según
refiere el arzobispo de Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada, aquí se lo
encontró él mismo como monje residente en 1179, agregando que fue a terminar
su vejez al convento de San Pedro de Gumiel, perteneciente al obispado de Osma,
junto a la villa de Gumiel de Zan, en la provincia de Soria. Allí murió en
1196, siendo sepultado en la sacristía de la iglesia conventual. Fernández
Guerra, en desacuerdo con este último detalle, afirma que sus restos fueron
colocados en una arca muy grande de piedra, dentro de la misma iglesia y al
lado de la Epístola, añadiendo que fueron indignamente profanados en el siglo
pasado. Pero no es segura tal profanación, pues, según Mr. Gutton, los despojos
de Fr. Diego no se quedaron definitivamente en Gumiel, sino que fueron
trasladados posteriormente a Aranda de Duero, sin que se sepa actualmente el
sitio preciso en que reposan [250].
En
el Archivo General de Navarra [251]
hay un Testimonio de la reliquia del Venerable Fr. Diego Velázquez [252],
firmada el 8 de abril de 1736, que dice así: Fr. Bautista del Barrio,
secretario de la comunidad de San Pedro de Gumiel, del Císter, dice: que, a
petición de Fr. Tomás de Arévalo, monje de Fitero, hecha al Abad, Jerónimo
Fernández, de mandarle una reliquia del Venerable Fr. Diego Velázquez,
sepultado en aquel monasterio, en el sepulcro del 2º arco de la Sacristía, a
mano derecha, el Abad le ha concedido la canilla del muslo izquierdo y dice
que, al lado del cuerpo, en una tablilla, se lee: “Fr. Diego Velázquez, criado
en su niñez, en la Corte, al servicio de Don Alonso VII y del Príncipe Sancho, era
diestro en hazañas de guerra y natural de Bureba (Burgos), tomó hábito en
Fitero, de manos de Fr. Raimundo, y aconsejó a dicho prelado hacer la empresa
de Calatrava”. ¿Dónde para actualmente esta canilla?
¿Cómo fue elevado a los altares San
Raimundo?
La
ascensión oficial de nuestro Santo a los altares fue tardía, lenta y, al
parecer, nada fácil. Mientras que su correligionario san Bernardo fue canonizado
27 años después de su deceso, por Alejandro III, san Raimundo tardó cinco
siglos y medio en recibir culto litúrgico. ¿Por qué? Sospechamos que a causa
del carácter guerrero de su principal empresa e institución y de las
dificultades que tuvo con sus superiores del Císter. Lo más curioso del caso es
que precisamente por la defensa de Calatrava y la fundación de su Orden
Militar, el pueblo empezó a considerarlo tempranamente como santo. En efecto,
antes de que se decretara oficialmente a san Raimundo ninguna clase de culto,
escribía el P. Mariana: «La gente de aquel lugar (Ciruelos), por la diligencia que
usó en defender a Calatrava, le hace tanta honra que se persuade haber hecho
milagros, y le ponen en el número de los Santos» [253].
Y Mr. Gutton refiere la costumbre que tenían los vecinos de dicho pueblo, de
invocar a san Raimundo cuando estallaba una tormenta, y de tocar las campanas
de la iglesia, tirando de las cuerdas que pendían de la bóveda, al lado de su
sepulcro, para alejar el granizo y los rayos [254].
El Oficio Litúrgico de
nuestro Santo lo proclama «ilustre por los muchos milagros, hechos después
de su muerte»; hasta, según Mascareñas, cuando era todavía abad de
Niencebas, «es fama que ya entonces hacia milagros” [255].
Y el inefable Tamayo de Salazar asegura que, por intercesión de nuestro Santo,
«los ciegos recobraron la vista, los sordos, el oído, y los mudos, el habla» [256].
Mas no dan nombres ni lugares. Por lo demás, casi todos los biógrafos de san
Raimundo hablan vagamente de sus milagros, aunque sin consignar casos
concretos, o repitiendo alguno de los que le atribuye Montalvo. En efecto,
cuenta este cronista que, un año en que hubo grandes enfermedades en Toledo,
se curaron muchos vecinos, yendo a Monte Sión y bebiendo agua pasada por algún
hueso del Santo. Añade que a un monje, sastre del convento, le salió un
lobanillo en la cabeza, que «llegó a ponérsele como dos huevos» y que se le
curó untándose con el aceite de la lámpara de san Raimundo [257].
(Advirtamos de paso que, según la doctrina de la Iglesia Católica, los milagros
atribuidos a los Santos no son materia obligatoria de fe). Pues bien, a pesar
de su prestigio de taumaturgo y de las gestiones de la Congregación del Císter
y de los Caballeros de la Orden Militar de Calatrava, nuestro Santo continuaba
sin tener acceso a los altares, a mediados del siglo XVII. Fue ya en 1702,
cuando la Sagrada Congregación de Ritos, por decreto del 21 de enero, permitió
rezar a los monjes del Císter el Oficio de san Raimundo, con solemnidad de
doble decreto que, según el P. Muñiz, fue confirmado por Clemente XI, a
solicitud del cardenal Gabrieli, el 25 de septiembre de 1710, agregando el
mismo historiador que, sin embargo, en España no se empezó a solemnizar su
culto hasta 1719. Don Vicente de la Fuente consigna más específicamente que «no
se principió a tributarle culto general en España hasta 1719, en que se
permitió para todas las iglesias, con cuyo motivo se hicieron unas solemnes
funciones, en el templo de las Calatravas de Madrid» [258].
Ignoramos de dónde sacaron
esta fecha el P. Muñiz y don Vicente de la Fuente, pues resulta que el Oficio
Litúrgico del Santo (15 de marzo), impreso en Madrid en 1825, por
Typis Regiae Societatis, inserta al final un Decretum, que
traducido del latín al español, dice lo siguiente: «Hace ya tiempo que el
Oficio litúrgico de san Raimundo fue aprobado y concedido por la Sagrada
Congregación de Ritos, el día 21 de enero de 1702, a los monjes de la
Congregación del Císter. A continuación fue introducido por la misma Sagrada
Congregación, en el Ritual Romano, el 15 de febrero de 1727; y con licencia de
Benedicto XIII, extendido su rezo al clero de la ciudad y diócesis de Tarazona.
Posteriormente, después de reiterados decretos de la misma Sagrada
Congregación, fue extendido, por decreto del 10 de abril de 1728, a los
Religiosos Reformados de la Santísima Trinidad de la Redención de los Cautivos,
pertenecientes a la Congregación de España; y por decreto de Clemente XIII del
día 23 de agosto de 1766, lo fue igualmente al clero secular y regular de todo
el Reino de Navarra. Ultimamente, a ruegos de Carlos IV, Rey Católico de las
Españas, se ha concedido por S.S. Pío VII, mediante su Breve, fechado en Roma
el 5 de diciembre de 1800, el que, cada año, el día 15 de marzo, pueda rezarse
el mismo Oficio, con oración y misa, bajo el rito de doble menor, por todo el
clero secular, y regular de ambos sexos, de todos los dominios sujetos al mismo
Católico Monarca».
Por
consiguiente, no es cierto que se empezase a tributar oficialmente a san Raimundo
culto general en toda España, desde 1719, como afirman Muñiz y La Fuente, sino
81 años más tarde [259].
Añadamos que, al parecer, san Raimundo no fue jamás beatificado ni canonizado,
de una manera formal, sino equivalente, iniciada por el Papa Clemente XI, a
base de autorizaciones escalonadas de su culto. Constatemos, para terminar, que
san Raimundo no sólo fue el primer abad de Fitero, sino que fue y sigue siendo
la gloria primitiva de nuestro pueblo, cuyo nombre, gracias a él, es conocido
no sólo en España, sino en el extranjero.
[1] Continuación de la España, Sagrada, del P.
Enrique Flórez, t. 50, Tratado 87, c. XI, p. 37. Madrid, José Rodríguez, 1866.
[2] Antes de
publicar este ensayo sobre San Raimundo, Manuel G. Sesma remitió una copia del
mismo al Monasterio de Las Dueñas (Palencia). La respuesta confirma que había
comenzado sus investigaciones durante su larga estancia en México. Esta es la
carta: “Abadía Cisterciense de Nª Sª de San Isidro de Dueñas. Venta de
Baños. Sr. Manuel García Sesma. Avda. Madero, 6-1º-izda. C. V. México I, D. F.
Octubre, 1971. Muy estimado Sr. en Xtº. Antes de todo, perdone mi tardanza en
contestar a su muy atta. carta que recibí juntamente con el proyecto de la vida
de San Raimundo. Causas ajenas a mi voluntad me han impedido cumplir con
este deber de compañerismo y amistad; hemos tenido la defunción de nuestro
querido P. Abad y la elección de otro nuevo, y todo eso ha llevado mucho tiempo
de trámite y de ocupaciones. He repasado su Obra y la encuentro muy buena en
todos los sentidos, perfecta en cuanto cabe; se ve que Vd. domina bien la
materia y la ha hecho con mucho cariño, por tratarse de un paisano suyo.
Francamente, nos gustaría mucho que llegara a imprimirse, pues no hay casi nada
sobre esta materia. Con este motivo me es muy gustoso ofrecerme siempre de Vd.
aftmo. en Xto. Fr. Jesús Alvarez.”
[3] Tomo V, p. 945, París,
1932.
[4] [GUTT-1955] La
Chevalerie Militaire en Espagne. L´Ordre de Calatrava. Ch. II, p. 28.
[5] T. VIII, p. 1009, París, 1963.
[6] C. II, apart. V, f. 22.
[7] La Regla Primitiva de la Orden. Sus principales
disposiciones fueron las siguientes. 1) En lo tocante al vestido, los
Caballeros solo usarían ropa interior de lino, y la exterior consistiría en
pellizas de piel de cordero, capotes cortos forrados de la misma piel y
apropiados para montar a caballo y el escapulario (prenda exterior que colgaba
sobre el pecho y la espalda, al estido de los monjes del Císter). En todo caso,
sus vestiduras no llamarían la atención por su superficialidad ni por su
curiosidad, siendo los paños de igual color y espesor que los hábitos de los
monjes. 2) En cuanto a la comida, podrían comer carne tres días a la semana:
martes, jueves y domingos, así como en las fiestas principales; pero deberían
contentarse con un solo plato de ella y de una sola clase. 3) Guardarían continuamente
silencio en el Oratorio, Refectorio, Dormitorio y Cocina, y dormirían siempre
vestido y ceñidos. 4) Cuando fuese a alguna Abadía del Císter, serían alojados
en la Hospedería, pero no en el Convento, aunque lo más familiarmente posible.
5) Tendrían en las Casas capellanes profesos, elegidos por ellos, los cuales
les cantarían Misa y los oirían en confesión. 6) El Caballero que hiriese a un
compañero, no tendría acceso al caballo ni a las armas, durante seis meses, y
comería tres días en el suelo. 7) La misma pena sufriría el que no obedeciese
al Maestro. 8) El que fuere cogido con publicidad en pecado de fornicación,
comería en el suelo un año enero, estaría a pan y agua tres días a la semana y
los viernes recibiría una disciplina. 9) Desde el día de la Exaltación de la
Santa Cruz (14 de Septiembre), hasta la Pascua de Navidad, ayunarían tres días
a la semana: lunes, miércoles y viernes, y celebrarían dos cuaresmas. Esto los
que permanecisese en una Casa de la Orden; pero los Caballeros que estuviesen
guerreando contra los sarracenos, comerían como lo ordenasen sus jefes y fuese
costumbre entre ellos. 10) Los Superiores de cada Casa celebrarían Capítulo
diario, con todos los Caballeros de la misma. Por lo demás, los Caballeros
hacían los votos monásticos ordinarios de castidad, pobreza y obediencia,
comprometiéndose además a defender la fe católica y a guerrear sin descanso
contra los musulmanes; y desde 1652, a defender la Inmaculada Concepción de la
Virgen María.
[8] [MASC-1653] P. 26, v. Madrid, Diego Díaz de la
Carrera, 1653.
[9] [FUEN-1886], t. 50, p. 45.
[10] Barcelona, Dalmau y Jover, 1956, 2ª edición.
[11] Madrid, 1958, t. II, por el P. Ricardo García
Villoslada.
[12] Tomo 49.
[13] Madrid, L. Sánchez, 1602.
[14] Zaragoza, 1620.
[15] Valladolid, 1691.
[16] León, 1642.
[17] Madrid, B. Cano, 1791.
[18] Valladolid, 1781.
[19] [LATA] Zaragoza, 1796.
[20] [FUEN-1886] T. 50, Trat. 87, caps. XI y XXIII Madrid,
José Rodríguez, 1886.
[21] [SANZ-1929-2] Madrid, E. Maestre, 1929.
[22] Zaragoza, 1947, t. II.
[23] [MARI-1963] Cistercium, XI, 1963, pp. 259-60.
[24] Extensión y sedes de la Orden. Los territorios de la
Orden Militar de Calatrava llegaron a comprender 350 centros de población
(ciudades y pueblos), con más de 200. 000 cabezas de familia; o sea, alrededor
de un millón de habitantes. Figuraban entre éstas las famosas minas de mercurio
de Almadén. Sus sedes principales fueron tres: 1) Desde 1158, el
castillo-convento de Calatrava la Vieja (Kalaat-Rawaak, que significa Castillo
en el llano). 2) Desde 1217, el Castillo de Calatrava la Nueva, erigido por
esclavos de guerra, en la cima de Alacranejo, lugar del actual municipio de
Calzada de Calatrava (Ciudad Real). 3) Desde el siglo XIV, el Palacio
Maestral de Almagro, ciudad y cabeza de partido judicial de la misma provincia.
Otras sedes circunstancialmente fueron los castillos-conventos de Ciruelos,
Córcoles, Salvatierra, Zorita y, sobre todo, Alcañiz. El castillo y la
encomienda más septentrionales de la Orden en España estuvieron en Alcañiz
(Teruel) y Amaya (Burgos); y los más meridionales en Osuna y en Morón
(Sevilla), respectivamente.
Sus
privilegios y poderío. La Orden gozaba del derecho del diezmo, desde el
puerto de Yébenes al del Muradas y del derecho de portazgo, desde Agaz
hasta la tierra de moros, sobre las recuas que fuesen desde Toledo a Córdoba, o
desde Caprilla, Gafek o Ubeda y llevasen frutas o minerales, por cualquier
camino. Sus ganados tenían libre tránsito y pasto por toda clase de terrenos,
sin satisfacer peaje ni derecho alguno; y San Fernando eximió de tributos a
cuantas posesiones adquiriese en adelante. La Orden estaba exenta de toda
jurisdicción de los Prelados ordinarios diocesanos y puesta bajo la protección
y amparo de la Santa Sede. Nadie, excepto el Císter, podía ejercer sobre ella
el derecho de Visita, mientras que, en cambio, lo ejercía ella sobre las
Ordenes de Avís, Alcántara y Montesa. Ningún prelado podía excomulgar a sus freires,
a sus capellanes ni a sus familiares, y en caso de hacerlo, sus Priores y
sacerdotes tenían facultades para absolver, salvo en los casos reservados, por
su gravedad, al Sumo Pontífice. La importancia que alcanzó la Orden, con sus
riquezas, inmunidades y poderes, fue tan grande que sus Maestres se
convirtieron en verdaderos Príncipes eclesiásticos, mimados y temidos por los
Reyes, que los admitían en sus Consejos, y hasta los Papas los llamaban en sus
Concilios y les daban cuenta de su elevación al solio pontificio. En el siglo
XIV, desde el reinado de Alfonso XI, el Maestre de la Orden, que vivía en el
soberbio Palacio Maestral de Almagro, gozaba de una renta anual de un millón y
medio de reales.
Insignias
de la Orden. La primitiva cruz de Calatrava, de dos brazos iguales, no era
roja, sino negra. La roja data ya de 1397, cuando a petición del XXIII Maestre
de Calatrava, Don Gonzalo Nuñez de Guzmán, el Papa Benito XIII (o antipapa
Pedro de Luna, pero reconocido entonces como legítimo por el Reino de Aragón)
autorizó a los Caballeros de Calatrava a introducir ciertas modificaciones en
su vestimenta. Consistieron en la supresión de la capucha monástica que, desde
la fundación de la Orden, iba unida al escapulario, y en tomar como marca
distintiva, la cruz roja flordelisada, cosida en el lado izquierdo de sus
prendas exteriores. El estandarte de la Orden, así como sus pendones, eran de
paño blanco, en cuyo centro campeaba la cruz roja flordelisada. En tiempos de
Felipe II, el Capítulo General de la Orden acordó modificarlo, añadiendo por
debajo de la cruz, dos trabas negras, por una cara; y por la otra, la imagen de
la Virgen María, Patrona de la Orden. El blasón o armas de la Orden consistía
en dicha cruz roja flordelisada, en campo de oro, entre dos trabas
azules. El uniforme de iglesia de los Caballeros, en la Edad Moderna,
consiste en un hábito blanco, abierto por delante y birrete negro de
terciopelo, con plumaje blanco. Y el uniforme de calle, en guerra blanca,
pantalón rojo con franjas de oro, correaje balnco, sable y casco, con el
distintivo de la cruz flordelisada.
[25] [CALA], p. 43.
[26] Félix de Latassa, t. III, pp. 194-95; edición de
Miguel Gómez Muriel, Zaragoza, C. Ariño, 1866.
[27] [YEPE-1691] T. VII, p. 309.
[28] P. 40, Pamplona, Gráficas Iruña, 1980.
[29] [FUEN-1886], t. 50, p. 38.
[30] [FUEN-1886], t. 50, p. 40.
[31] Toledo, 1572.
[32] Madrid, Juan González, 1629.
[33] Madrid, José Gil Dorregaray, 1864.
[34] [MASC-1653] Raymundo, abad de Fitero. p. 5.
[35] Pamplona, 1704.
[36] [OLCO-2002] Manuel Calatayud (1697-1777).
[37] [OLCO 2] Edición crítica de estas Memorias del
Monasterio de Fitero. Incluye, así mismo, el texto completo de estas Memorias.
[38] [FUEN-1886] T. 50, p. 38.
[39] [MORE-1766], t. II, libro XIX, c. II, p. 473. Todas
las citas que hacemos del P. Moret se refieren a esa edición.
[40] Paris, 1932, t. V, p. 945, y París, 1933, t. VI, p.
128.
[41] Paris, 1963, t. VIII, p.
1009.
[42] [COCH-1966] Lisboa,
Bertrand, 1966.
[43] [DIMI-1971-3] Collection
La Nuit des Temps, nº 34, 1971.
[44] Artículo publicado en La
Croix du Midi (23-04-1981): “30 Avril, fête de Saint-Raymond de Fitéro
en Espagne et fondateur de Calatrava. Ce moine Cistercien, de l´Escale-Dieu né
à Saint Gaudens en 1090, passa en Espagne où il s´engagea pour la défense de la
Catalogne contre les Maures. Il transforma en un ordre militaire la troupe de
croisés qu´il commandait. Il mourut en 1163, près de Tolède. Il est un des
témoins de cette osmose qui faisait passer à travers les Pyrénées tant de gens
pour des raisons économiques, militaires ou religieuses.” (30 de abril, fiesta de San Raimundo de Fitero en
España y fundador de Calatrava. Este monje Cisterciense, de Escale-Dieu, nacido
en Saint-Gaudens, en 1090, se trasladó a España y se comprometió en la defensa
de Calaluña contra los moros. Transformó en una orden militar la tropa de
cruzados que comandaba. Murió en 1163, cerca de Toledo. Es uno de los testigos
de esta ósmosis que hacía cruzar a través de los Pirineos a tanta gente por
razones económicas, militares o religiosas). N. del E.
[45] [GUTT-1955], P. 30.
[46] “Cher Monsieur.
Monsieur le Maire de Saint-Gaudens me transmet ce jour votre lettre qui a
retenu toute mon attention et dont j´ai pris bonne note. En effet, Saint-
Raymond (de Calatrava) est bien né à Saint-Gaudens à une date que je ne saurais
préciser. Une Place de notre ville porte encore son nom; c´est la Place où le
Jeudi jour de marché, on vend encore des Sabots. Quand à la Maison natale de
Saint-Raymond effectivement elle était située au quartier du Pradet, au nord de
la Ville mais malgré que j´ai 70 ans, je ne l´ai jamais connue et on a
construit un inmeuble à son emplacement présumé. Vous me dites dans votre
lettre qu´il existe un livre où on peut trouver une Photografíe de cette
Maison. Pourriez-vous me donner des indications afin que je puisse me procurer
ce livre et faire reproduire cette Photo que je pourrais faire figurer en bonne
place dans le Musée de Saint-Gaudens dont je suis le Conservateur? J´ai
moi-même une statue de Saint-Raymond dans un Hôtel de Barbastro, Ville jumelle
de Saint-Gaudens où je suis allé plusieurs fois; on m´avait promis de m´en
faire exécuter une réplique; j´attends toujours! Quant aux relations entre nos
deux Villes, cela serait une très bonne idée; je vais de mon côté le suggérer
au Conseil Municipal afin que ce dernier veuille bien se pencher sur la
question et veuille bien y donner suite favorable. Veuillez je vous prie me
donner des précisions sur la situation et l´accès de Fitero. Dans cette attente,
je vous prie d´agréer, cher Monsieur, l´expression de mes sentiments les
meilleurs.”
(Estimado
señor. El Señor Alcalde de Saint-Gaudens me ha entregado hoy su carta que ha
merecido todo mi interés y de la que he tomado cumplida cuenta. En efecto, San Raimundo
(de Calatrava) nació efectivamente en Saint-Gaudens en una fecha que no sabría
precisar. Una Plaza de nuestra ciudad lleva su nombre; es la Plaza en la que
los jueves, día de mercado, se venden todavía zuecos. En cuanto a la casa natal
de San Raimundo, efectivamente está situada en el Barrio del Pradet, al norte
de la ciudad, pero, a pesar de que tengo ya 70 años, no la he conocido nunca,
habiendo construido un inmueble en ese lugar. Me dice en su carta que existe un
libro en el que se puede encontrar una fotografía de esta casa. ¿Podría darme
más indicaciones a fin de poder adquirir uno y mandar reproducir esta foto que
yo mismo colocaría en lugar destacado en el Museo de Saint-Gaudens, del que soy
el Conservador? Yo mismo tengo una estatua de San Raimundo en un Hotel de
Barbastro, ciudad hermanada con Saint-Gaudens, a donde me he trasladado varias
veces; me habían prometido hacerme una copia; ¡todavía sigo esperando! En
cuanto a las relaciones entre nuestras dos ciudades, sería una buena idea; voy a
sugerirlo al Ayuntamiento a fin de que este último se interese por esta
cuestión y dé su conformidad. A la espera de esta resolución, reciba mi más
cordial saludo.)
[47] Carta de Mr. Estrade, 4
de mayo de 1981: “J´ai bien reçu votre lettre et j´ai pris bonne note de
tout ce que vous désirez. J´attends d´avoir rassemblé tous les documents que je
pourrai me procurer pour vous les adresser. Le photographe de la Mairie doit
photographier la place Saint-Raymond avec la plaque et peut-être aussi une
peinture du même Saint que je trouve dans le coeur de notre Collegiale, mais qui
est assez vétuste et endommagée; il va tout de même essayer.” (He recibido su carta y he tomado buena nota de todo
lo que desea. Estoy esperando recopilar todos los documentos que pueda
procurarme para enviárselos. El fotógrafo de la alcaldía debe fotografiar la
plaza de San Raimundo con la placa y quizás también una pintura del mismo Santo
que se encuentra en el Coro de la Colegiata, pero que está bastante vetusta y
deteriorada; va a intentarlo, de cualquier manera”.
[48] P. 16 – Imprim. Vanin,
Saint-Gaudens, 1959.
[49] [FUEN-1886], t. 50, p. 39, nota.
[50] Fitero, nº 394.
[51] [IDOA-1954] T. I, p. 35, nota 2.
[52] [MORE-1766], p. 473.
[53] [FUEN-1886], T. 50, p. 41.
[54] Estos son los treinta Maestres de la Orden: Don
García (1163-1169). II.- Don Fernando Escaza (1169-1170). III.- Don Martín
Pérez de Siones (1170-11º82). IV.- Don Nuño Pérez de Quiñones (1182-1199). V.-
Don Martín Martínez (1199-1207). VI.- Don Ruy Díaz de Yanguas (1207-1212).
VII.- Don Rodrigo Garcés (1212-1215). VIII.- Don Martín Fernández Quintana
(1216-1218). IX.- Don Gonzalo Yáñez de Novoa (1218-1238). X.- Don Martín Ruiz
(1238-1240). XI.- Gómez Manrique (1240-1243). XII.- Don Fernándo Ordóñez
(1243-1254). XIII.- Don Pédro Yáñez (1254-1267).- XIV.- Don Juan González
(1267-1284). XV.- Don Ruy Pérez Ponce (1284-1295). XVI.- Don Diego López de
Sansoles (1295-1296). XVII.- Don Garci López de Padilla (1296-1329). XVIII.-
Don Juan Núñez de Prado (1329-1355). XIX.- Don Diego García de Padilla
(1355-1365). XX.- Don Martín López de Córdoba (1365-1371). XXI.- Don Pedro
Muñiz de Godoy (1371-1384). XXII.- Don Pedro Alvarez de Pereira (1384-1385).
XXIII.- Don Gonzalo Núñez de Guzmán (1385-1404). XXIV.- Don Enrique de Villena
(1404-1407). XXV.- Don Luis González de Guzmán (1407-1443). XXVI.- Don Fernando
de Padilla (1443). XXVII.- Don Alfonso de Aragón (1443-1445). XXVIII. Don Pedro
Girón (1445-1466). XXIX.- Don Rodrigo Téllez Girón (1474-1482). XXX.- Don
García López de Padilla (1482-1487). A partir del final de la Reconquista, la
Orden Militar de Calatrava se convirtió en una institución puramente honorífica
y nobiliaria, como el resto de sus homólogas.
[55] [GOÑI-1965] Historia del Monasterio de Fitero,
pp. 2 y 3.
[56] [FUEN-1886] T. 50, p.
38.
[57] [DEFO-1949] Defourneaux,
Marcelin: Les Français en Espagne aux XIè et XIIè siècles (Paris,
Presses Universitaires de France, 1949, c. I, pp. 35-38), y [COCH-1966] Dom
Maur Cocheril, Etudes sur le monachisme en Espagne et au Portugal
(Paris, Les Belles Lettres, 1966, c. I, p. 110).
[58] [FUEN-1886] T. 50, p. 41.
[59] T. I, p. 629, Madrid, España-Calpe, séptima edición,
1954.
[60] [DEFO-1947], p. 157. Entre estos otros, se cuentan Robert
Burdet, Rainaud de Bailleul, Gautier de Gerville y Bernard de Comminges, con
millares de combatientes anónimos.
[61] Esta fecha de la reconquista de Tudela, aunque
admitida por muchos historiadores, no es segura, ni mucho menos, pues el
erudito don José María Lacarra, apoyándose en la Chronique de Saint-Maixent,
confirmada por otra crónica de la catedral de Calahorra, ha sostenido que tuvo
lugar el 22 de febrero de 1119, es decir, después de la caída de Zaragoza y no
antes. La fecha de la conquista de Tudela, en la revista Príncipe de Viana,
pp. 45.54, Pamplona, 1946.
[62] Folio 13.
[63] [FUENTE-1886], t. 50, p. 39.
[64] Monasticon Praemonstratense, t. II, p. 209; Circaria
Hispaniae, nota 1, (Straubing, 1955-1960).
[65] Palma de Mallorca, 1959.
[66] T. IX, p. 870.
[67] Paris, Maisonneuve,
1877.
[68] T. III. p. 460.
[69] Consta que, el 8 de enero de 1197, Bertrand de Born
figuraba ya entre los religiosos Cístercienses de la abadía de Dalon.
[70] Collection «Que
sais-je?», n. 235. Paris, Presses Universitaires de France, 1946.
[71] [GUTT-1955], c. II, p. 28.
[72] Ver, en relación al emplazamiento de la Abadía de
Escale-Dieu: “De Fitero a l´Escale-Dieu”, Revista Fitero-89. Editada por
el M. I. Ayuntamiento de Fitero.
[73] [OLCO-2002] En su libro, San Raimundo de Fitero, El
Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar de
Calatrava (2002), Serafín Olcoz Yanguas niega rotúndamente, en un
prometedor trabajo, la existencia de un primer asentamiento de monjes
cistercienses en Yerga. N. del E.
[74] Serafín Olcoz dice, a propósito de este documento,
[OLCO], p. 27, que “no es el documento original, sino que se trata de una
copia, que debe datar de finales del siglo XII o comienzos del XIII, y cuyo
contenido fue modificado, seguramente, con el propósito de justificar la
propiedad de la granja de Yerga, reiterándose el párrafo que contiene el objeto
de la donación.”
[75] [MONT-1978], pp.
356-57.
[76] Serafín Olcoz afirma, [OLCOZ-2002], p. 28, que “hay
que cuestionar la propia existencia de Durando y sus compañeros, fuesen
ermitaños o no, pues ni de ellos, ni de la supuesta iglesia o cumunidad de
Yerga, se conserva ningún documento coetáneo que los mencione, a excepción de
la citada donación de la villa de Niencebas.”
[77] Serafín Olcoz [OLCO-2002], p. 27-28, afirma que “hay
que desestimar la existencia de una comunidad de ermitaños instalados en el
monte Yerga, desde 1072, debido a que, como se ha visto, es inconsistente con
la evolución geopolítica de la frontra del Islam en esta región.” Matiza,
sin embargo, a continuación [OLCO], p. 28, que “el monte Yerga sirvió de
primera línea fronteriza del reino musulman de Zaragoza, lo que dificultó, si
es que no hizo inviable, el asentamiento de una comunidad cristiana en dicho
monte”.
[78] Carta de D. José Goñi Gaztambide a Manuel García
Sesma (Pamplona, 28 mayo 1970): “Distinguido
señor. Con mucho gusto contesto a las preguntas que me hace en su atenta del 20
del cte. Veo que me ha leído con atención, descubriendo algún lapsus que se me
deslizó. Muchas gracias. Seguiré el orden de su carta. 1) En cuanto que
en la bula de 1152 no menciona los lugares de Veruela y la Oliva como
posesiones de Fitero. 2) Le adjunto copia. 3) Creo que me guié para fijar su muerte
en el hecho de que Raimundo desaparece de la documentación en 1158. Luego viene
un vacío hasta 1161, en que figura como abad Guillermo. 4) Sin lugar a dudas se
apellidaba Ros y no Ríos. Ya me fijé en el desliz de La Fuente. 5) Según mis
apuntes, Jaime de San Martín llama a Magallón, Pedro, a menos que me equivocara
al tomar los apuntes. Otros testigos, que deponen en el mismo proceso, lo
llaman Miguel. En dos cartas censales se llama Miguel. Puede, pues,
rectificar la pág. 302 y poner Miguel donde dice Pedro. Mañana revisaré el
proceso, solamente para aclarar si el error es de Jaime o mío. En todo caso
siempre es mío, porque debí advertirlo y corregirlo, aunque lo llamase Pedro el
alemán. Fíjese que digo "al parecer" y no simplemente que fue beaumontés.
Este periodo está muy embrollado, aunque creo que logré aclararlo algo. 6) El
monasterio de San Bartolomé de Anaguera está en la Rioja, muy vecino a las
villas de Tudelilla y Villar de Arnedo, a 7 leguas de Fitero (Manuel de
Calatayud, p. 88). 7) El Tumbo de Fitero continúa inédito. Las Memorias de Fr.
Manuel de Calatayud están en la secretaría de la Institución "Príncipe de
Viana" esperando su turno para la edición, pero me parece que el Director
no tiene demasiado interés en publicarlas. Actualmente hay una señorita
Cristina Monterde, profesora auxiliar de la Universidad de Navarra, que prepara
una tesina sobre Documentación de Fitero en el siglo XII. A pesar de que su
carta tenía la dirección de la casa de un hermano mío, llegó con una rapidez
sorprendente. Si desea alguna otra aclaración o ayuda, quedo a su disposición,
augurándole un éxito completo en sus investigaciones. Suyo affmo. José Goñi Gaztambide.”
[79] Biblioteca antigua y nueva de escritores
aragoneses, edic. cit. de Gómez Muriel, p. 195.
[80] [MASC-1653] Madrid, Diego Díaz de la Carrera, 1653.
[81] [MASC-1653] , p. 7v.
[82] [CROZ-1791] Año Cristiano, de J. Croiset, t.
III, Pp. 275-79 Madrid, Cano, 1791.
[83] [SANZ-1929-2] Historia de la ciudad de Tarazona, pp.
207-11.
[83] [SANZ-1929-2] , p. 290.
[86] Latassa, t. III, p. 195, Edic. de C. Ariño, Zaragoza,
1886.
[87] Privilegia Verolensis Monasterii, f. 82, Real
Academia de la Historia, Madrid, Instrumento XXVII de los Apéndices del tomo 49
de la España Sagrada (Padre Florez).
[88] [FUEN-1886], T. 50, p. 40.
[89] [MASC-1653], p. 3 v. de Raymundo, abad de Fitero.
[90] [CALA], p. 45.
[91] [CALA], p. 48.
[92] [MONT-1978], Colección diplomática del monasterio
de Fitero, p. 248.
[93] [SANZ] Sanz Artibucilla, p. 244.
[94] [SANZ] Sanz Artibucilla, p. 256.
[95] Estudios Fiteranos. Manuel García Sesma.
Gráficas Larrad, Tudela, 1981.
[96] Lyon, 1652.
[97] Idem, t. II, p. 235, Lyon, 1652.
[98] T. 1, p. 505. Madrid, Fax, 1945.
[99] [FUEN-1886], T. 50, p. 41.
[100] [FUEN-1886], T. 50, p. 44.
[101] [FUEN-1886], T. 50, p. 42.
[102] Dictionnaire
Etymologique des Noms et Prénoms de France, París, 1951, Larousse, p. 225.
[103] Obras Completas de San Bernardo, Biblioteca de
Autores Cristianos, t. I, p. 41. Madrid, Editorial Católica, 1953.
[104] [FUEN-1886], T. 50, p. 42.
[105] [OLCO-2002] En su libro, San Raimundo de Fitero,
El Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar
de Calatrava (2002), Serafín Olcoz Yanguas niega rotúndamente, en un
prometedor trabajo, la existencia de un primer asentamiento de monjes
cistercienses en Yerga. N. del E.
[106] [MUÑI], p. 173 del t. I, Edición de Tomás de
Santander, Valladolid, 1781.
[107] [MASC-1653], p. 13.
[108] La Romería discurría seguramente por uno de los
caminos que atraviesan el término corellano de la “La Romereta”.
[109] [GUTT-1955], C. 11, p. 31.
[110] Existe todavía en Fitero un término denominado el
“Bigorro”.
[111] [GUTT-1955], c.
11, p. 31.
[112] Mulhouse, Arthaud,
1958.
[113] Ver, en relación con el emplazamiento actual de la
Abadía de Escala-Dieu: “De Fitero à l´Escaladieu”, Revista “Fitero-89” (Editada
por el M. I. Ayuntamiento de Fitero).
[114] Es la fecha que da Cocheril, pero A. Dimier da la de
1140 (L´Art Cistercien, France, p. 75).
[115] Paris, 1959.
[116] Lexique Roman por M. Raynouard (Heildeberg, Carl
Winters), t. IV, p. 256 y t. I, p. 129, y Diccionari Català-Valencià-Balear
(Palma de Mallorca, 1959), t. VII, p. 538 y t. I, p. 189.
[117] Por esta época, todavía había en Francia tres rutas
jacobeas más: las que partían respectivamente de París, Vezelay y Cluny. La de
París se dirigía hacia el S. O., pasando por Orleans, Clery, Tours, Poitiers,
Saint-Jean-d´Angely, Saintes y Bordeaux. La de Vezelay descendía por Bourges,
Saint-Leonard, Limoges, Perigueux y Saint-Sever. Y la de Cluny, por Le Puy,
Conques y Moissac. Las tres peregrinaciones se reunían en Ostabat, pequeño
pueblo del actual cantón de Iholdy, en el departamento de los Bajos Pirineos, y
franqueaban los Pirineos por Roncesvalles. [DEFO], p. 103, y Romain Roussel,
Les Pèlerinages, c. IV, p. 39. Colección Que sais-je?, nº 666 (Paris,
1956, Presses Universitaires de France).
[118] [MENE]Madrid, Ediciones Cultura Hispánica, 1951.
[119] [MENE-19151] P. 41.
[120] [MENE] “Los caminos en la Historia de España”,
p. 45.
[121] [MASC-1653] Raymundo,
Abad de Fitero, p. 12.
[122] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, p. 33.
[123] [COCH-1966] Etudes sur le monachisme en Espagne et au
Portugal, c. V, p. 143.
[124] [MONT-1602], p.
205.
[125] [ALTA] Navarra, t. II, p. 886.
[126] [IDOA-1964-2] Florencio Idoate, Catálogo documental
de la ciudad de Corella, nº 549 y 645.
[127] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p. 36.
[128] Archivo Histórico
Nacional, secc. de Códices, 371 B, 1ª parte.
[129] [MUÑI-1787], p.
174.
[130] [GUTT-1955], c. II, p. 31.
[131] [MONT-1602], p.
205.
[132] Pp. 241-252.
[133] El primer monasterio español de Cístercienses,
Moreruela, t. XIV, 1906, pp. 97-105.
[134] Editadas en 2003. Edición crítica de Serafín Olcoz
Yanguas.
[135] [COCH], C. II, pp.
157-180.
[136] T. 1, p. 657. Madrid, 1952.
[137] Julio y agosto de 1953.
[138] T. XI, p. 449, 2ª edic. Madrid, Espasa-Calpe 1953.
[139] T. I, p. 966, 7ª edíc. Madrid, E.C. 1954
[140] Nº 70,
pp. 209-214, 1960.
[141] [FUEN-1886], t.
50, p. 194.
[142] Cap. VIII y IX
del t. 1.
[143] [COCH], p. 341.
[144] T 1, párrafo II de la Introducc. PP. XV y XVI,
Viena, 1877.
[145] Manrique, Angel:
t. 1, p. 230, nº 3.
[146] Moreruela, pergamino 27.
[147] P. Damián Yáñez, Alfonso VII de Castilla y la
Orden Cisterciense, en Cistercium, 1959, nº 62, p. 29.
[148] H. P. Eydoux, L´Abbatiale
de Moreruela et l´architecture des églises cisterciennes d´Espagne, en Cîteaux
in de Nederlanden, Westmalle (Belgique), 1954, nº 3, p. 179.
[149] Cistercium, nº 52, año 1957, pp. 162-171.
[150] Madrid, 1640, p.
122.
[151] [COCH], p. 344.
[152] [CALA], p. 67.
[153] Carretera de Alfaro a Grávalos:
[154] Serafín Olcoz dice, a propósito de este documento,
[OLCO], p. 27, que “no es el documento original, sino que se trata de una
copia, que debe datar de finales del siglo XII o comienzos del XIII, y cuyo
contenido fue modificado, seguramente, con el propósito de justificar la
propiedad de la granja de Yerga, reiterándose el párrafo que contiene el objeto
de la donación.”
[155] [MONT-1978], pp.
356-57.
[156] Serafín Olcoz afirma, [OLCOZ-2002], p. 28, que “hay
que cuestionar la propia existencia de Durando y sus compañeros, fuesen
ermitaños o no, pues ni de ellos, ni de la supuesta iglesia o cumunidad de
Yerga, se conserva ningún documento coetáneo que los mencione, a excepción de
la citada donación de la villa de Niencebas.”
[157] Serafín Olcoz [OLCO-2002], p. 27-28, afirma que “hay
que desestimar la existencia de una comunidad de ermitaños instalados en el
monte Yerga, desde 1072, debido a que, como se ha visto, es inconsistente con
la evolución geopolítica de la frontra del Islam en esta región.” Matiza, sin
embargo, a continuación [OLCO], p. 28, que “el monte Yerga sirvió de primera
línea fronteriza del reino musulman de Zaragoza, lo que dificultó, si es que no
hizo inviable, el asentamiento de una comunidad cristiana en dicho monte”.
[158] [CALA], p. 56.
[159] [CALA], p. 37.
[160] [GOÑI-1965], p.
2.
[161] [GUTT-1965], p.
31.
[162] Manrique, Angel: T. II, f. 108, col. I.
[163] [FUEN-1866], pp.
403 y 404.
[164] [FUEN-1886], t. 50, p. 191.
[165] [FUEN-1886] La
Fuente, t. 50, p. 192.
[166] [CALA], p. 76.
[167] [GOÑI-1965], p.
2.
[168] Serafín Olcoz habla en su libro, [OLCO-2002], p. 36,
publicado en 2002, un documento en latín, al que habría tenido acceso el
investigador del Císter, M. Laurent Dailliez (fallecido), que se conservaría en
una biblioteca privada de Normandie (Francia) y que ratificaría la pertenencia
de La Oliva y de Veruela a Niencebas.
[169] Cuadernos de
Historia de España, Buenos Aires, 1948, en La auténtica batalla de Clavijo,
t. IX, p, 95.
[170] [FUEN-1886], t.
50, p. 192.
[171] De la ubicación exacta de estos monasterios, además
de una información más completa de la historia de los mismos, se puede
consultar el libro de Serafín Olcoz, [OLCO], pp. 37-43
[172] Dos fotografías del estado actual de dicho monasterio
aparecen publicadas en el libro de Serafína Olcoz, [OLCO-2002], pp. 121 y 122.
[173] [CALA], p. 88.
[174] Serafín Olcoz recoge en su libro, [OLCO-2002], p.
123, una fotografía en la que situan los terrenos que ocuparan dicho
convento.
[175] [GOÑI-1965], página 11, nota 14.
[176] [JURI-1970] FITERO, p. 9. Nº 72 de la
colección NAVARRA. Temas de Cultura Popular. DFN. Pamplona, 1970.
[177] [MONT-1602], p. 205.
[178] [GUTT-1955], p. 31.
[179] [MORE-1766] Annales, t. II, p. 468.
[180] [MONT-1978] Colección Diplomática, Cristina
Monterde. Documento nº 37.
[181] [CALA], pp.
103-104.
[182] Arigita, Mariano:
t. I, p. 4.
[183] Clavería, Jacinto: Iconografía y santuarios de la Virgen en Navarra. Madrid, 1944, p. 486.
[184] Archivo General
de Navarra, Fitero, nº 123.
[185] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp.
61-62.
[186] Arigita, Mariano:
t. I, p. 4.
[187] Clavería, Jacinto: Iconografía y santuarios de la Virgen en Navarra. Madrid, 1944, p. 486.
[188] Archivo General
de Navarra, Fitero, nº 123.
[189] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp.
61-62.
[190] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, pp.
112-113.
[191] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p.
116.
[192] [MONT-1978], p. 340.
[193] [MONT-1978], p. 289.
[194] [MONT-1978], pp. 158-159.
[195] Fr. Ramón Zapater: Historia de las Ordenes
Militares. Zaragoza, 1662.
[196] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p.
179.
[197] Lib. 1, c. XXV, v.
8.
[198] [HELY], p. 536.
[199] Vidas de los
santos, t. I, p. 273,
México, John W. Clute, 1964.
[200] [MONT-1602]: p. 207.
[201] [MORE-1766]Anales de Navarra, t. II, pp. 463-464.
[202] [MONT-1978], Documento número 106.
[203] [MORE-1766], p.
464.
[204] [LAFU] Parte II,
libro II, p. 125, Madrid, Mellado, 1851.
[205] [MASC-1653], pp.
30 v. y 31.
[206] [GUTT-1955], p.
32.
[207] De rebus
Hispaniae, VII, c. XVI.
[208] [GOÑI-1965], p.
3, nota 19.
[209] P. Mariana: p.
526 del t. 1.
[210] Caro de la Torre:
p. 49 vuelta.
[211] [MORE-1766], p.
465.
[212] [MORE-1766], p.
465.
[213] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, pp.
172-173.
[214] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, p.
164.
[215] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, p.
151.
[216] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, p.
151.
[217] [MASC-1653], p. 27.
[218] [YANG-1840/1843] Diccionario
de Antigüedades del Reino de Navarra, t. I, p. 135.
[219] Página 44.
[220] Tamayo de
Salazar: p. 237.
[221] [MASC-1651], Madrid, Diego Diaz de la Carrera, 1651.
[222] [MASC-1651], p.
7.
[223] Ver Revista Fitero-90, p. 53, y Fitero-2003.
[224] Ver fotografía del Castillo de Calatrava la Vieja en
la Revista Fitero-90, p. 53. N. del E.
[225] [LAFU-1851]Historia
General de España, Parte II,
lib. II, p. 125 Madrid, Mellado, 1851.
[226] Caro Torres, ob.
cit., lib. II, p. 49 v.
[227] C. II, apart. 5,
f. 21.
[228] [MADR-1886]. España.
Sus monumentos y su arte, t.
III, p. 465 Barcelona, Cortezo, 1886.
[229] [CALA] Memorias
del Monasterio de Fitero, p.
181.
[230] Obras
completas de San Bernardo, Biblioteca
de Autores Cristianos, t. II, p. 853, Madrid, La Editorial Católica, 1955.
[231] Joseph Calmette
et Henrí David, Saint-Bernard, ch. VI, p. 194 París, A. Fayard, 1953.
[232] Obras
completas de san Bernardo, de la
Biblioteca de Autores Cristianos, La Editorial Católica, Madrid, 1953, t.
1, p. 40, nota.
[233] Abad de Fitero (1592-1612).
[234] Sobre Ciruelos (Toledo), la Revista FITERO-90 algunos
datos complementarios: “San Raimundo de Fitero murió en Ciruelos”. Jesús Bozal
Alfaro. N. del E.
[235] Ver Revista FITERO-90: “La ruta de San Raimundo y
Calatrava”. Jesús Bozal Alfaro. N. del E.
[236] Página 267.
[237] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p.
193.
[238] [CALA] Memorias del Monasterio de Fitero, p.
192.
[239] [MASC-]p. 46 v.
[240] Montalvo: c. IX, p. 215.
[241] Menologio, f. 36.
[242] Tumbo, cap. II, apart. 5, f. 22.
[243] [GUTT-1955] F. Gutton, p. 193.
[244] [MASC-1753], Raimundo, abad de Fitero, p. 56.
[245] [MASC-1753], p. 57.
[246] Roberto Muñiz: Médula Histórica Cisterciense.
Valladolid: Viuda de Santander, 1787, p. 185.
[247] Pedro de Madrazo, p. 466.
[248] Abad de la Abadía de Fitero (1590-1591).
[249] La Revista Fitero-89 ilustró su portada con la
fotografía de dicha urna de plata, que pudo ser obtenida, a requerimiento del
Alcalde de Fitero, Carmelo Aliaga Hernández, gracias a la diligencia de
José Mª Sanz Larrea y Felisa Abril.
[250] [GUTT-1955], p. 37.
[251] [GUTT-1955], p. 37.
[252] Serafín Olcoz duda del protagonismo de este monje
cisterciense en la fundación de Calatrava, aunque no de su presencia en San
Pedro de Gumiel. A este propósito escribe: “Recuerdo (el de Diego Velázquez)
que, seguramente, debió ser exacerbado por Rodrigo Jiménez de Rada, atribuyendo
a Diego Velázquez una responsabilidad más que decisiva, en la fundación de la
cofradía militar de Calatrava y con el que, seguramente, este monje no tuvo
nada que ver.” [OLCO-2002], p. 97.
[253] P. Mariana: t. 1, p. 527.
[254] [GUTT-1955], c. II, p. 37.
[255] [MASC-1766], p. 14 v..
[256] Anamnesis, t. II, p. 239.
[257] Ob. cit., p. 216.
[258] [FUEN-1886], t. 50, p. 48.
[259] En Francia se empezó a dar culto a San Raimundo,
solamente en los conventos cistercienses, a principios del siglo XVIII, como en
España. Posteriormente se concedió su celebración al Obispado de Comminges, al
cual pertenecía Saint-Gaudens, presunta ciudad natal de San Raimundo, que
celebraba su fiesta el 30 de abril, y más tarde, a la diócesis de Toulouse,
celebrándose aquí el 17 de marzo.
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