TRIBUNA LIBRE
Comentarios a las elecciones de Fitero
El Porvenir Agrícola, 12 de Febrero de 1922
Como cada uno los hará a su gusto y manera, yo también me
creo en el derecho de hacer públicos los míos, tanto más cuanto que usando de
una deferencia que de veras agradezco, se me invita galantemente a ello, y
opino sea esta la ocasión más propicia y favorable para limar asperezas y
remover los obstáculos que impidan la aproximación y acercamiento en un corto
plazo, de los dos bandos al presente beligerantes.
Aprovechando, pues, la generosa hospitalidad de EL PORVENIR
AGRÍCOLA, voy a exponer brevemente mi opinión con toda imparcialidad y
desapasionamiento.
¿Qué consecuencias se derivarán de la lucha del domingo? –se
me pregunta.
Dado el objeto capital que se persigue, es a saber, la
pacificación social de Fitero, yo creo que funestas o estériles por lo menos,
si tanto los patronos como los obreros consideran su resultado como un simple
episodio en la lucha permanente de clases, en vez de elevar sus miras sobre el
hecho insignificante de la conquista problemática de una posición más o menos
ventajosa dentro de la contienda que los agita. No se me oculta que algunos
patronos, embriagados por el triunfo del momento, juzgarán de otra manera.
Espíritus miopes y superficiales podrán creer lo contrario; pero yo opino
lisamente que un pleito social, un pleito de clases, no se resuelve en manera
alguna por triunfar una de ellas en las urnas electorales.
En vez, pues de mirar este triunfo como una victoria que
obliga al enemigo a batirse desesperadamente en retirada, yo creo debe
considerarse en estos momentos como la circunstancia providencial y propicia
que coloca a entrambos combatientes en igualdad de condiciones, y en el caso,
por tanto, de deponer las armas y de pactar mutuamente sin menoscabo del honor
ni de los derechos de ninguno. ¿Cómo?...
Pues, por lo que respecta en primer lugar a los obreros,
rectificando los procedimientos hasta el presente empleados y siguiendo otros
derroteros distintos de los actuales.
Yo pienso que se conseguiría este objetiva fácilmente,
evolucionando hacia una forma de agremiación profesional, que no sea, como la
actual, la unión de un número mayor o menor de jornaleros contra los ricos y
los labradores, sino la unión, dentro de la armonía de clases, de todos los
trabajadores para la defensa legítima de sus verdaderos intereses. Desde luego
que es condición primera y necesaria de esta empresa el desplazamiento de la
forma socialista.
Por lo que atañe a los patronos y propietarios, solamente
puede llegarse al resultado apetecido, amoldándose en un todo a las nuevas
realidades sociales, que son de sacrificio de egoísmos y de acercamiento fraternal
a los desheredados. Es inútil pensar en una retrogradación al estado de cosas
antiguo: aquellos tiempos ominosos pasaron para no volver jamás. El mundo
moderno avanza a grandes pasos por las vía de la justicia social, y en ese
movimiento ascensional de la humanidad que se manifiesta especialmente en un
ansia creciente por mejor la suerte de las clases inferiores, el elementos
patronal no tiene otro dilema que o adaptarse o perecer violentamente.
Por último, tengo la convicción intima de que el organismo
llamado a verificar esta evolución bienhechora es la Caja de Crédito Popular.
Por su carácter democrático, por sus sanas orientaciones, la Caja Rural,
ampliando los horizontes de su acción a base de ser previamente transformada en
organismo sindical, debe ser el instrumento que hábilmente manejados por
directores inteligentes y desinteresados, operará en Fitero la transformación
social que preconizo.
Tres de los nuevos concejales dirigen actualmente, si no me
equivoco, la Caja de Crédito Popular. Pues como tales directores y como
patronos, yo invito a los Sres. Falces, Agreda y Huarte; yo invito al Sr.
Armas, modelo de patronos y cuya dependencia está toda afiliada al S. C. L. de
Dependientes de Comercio de Zaragoza; yo invito, por último, y especialmente a
mis cultos amigos don Gregorio Pérez y don Andrés Moreno, a laborar juntos y en
la medida de sus fuerzas, por la magna empresa que a grandes rasgos dejo
consignada. No hay que esperar a que las cosas se arreglen por sí solas. El
poder del tiempo no alcanza hasta ese grado de taumaturgia. Dos minutos de
inteligencia, dos minutos de elevación de miras, y la cuestión social está
definitivamente resuelta en nuestro pueblo. G. S.
La Clase alta y la clase baja
La pornografía
literaria
Nº 379. 16 de septiembre de 1923, p. 4-5
La Conferencia internacional sobre el tráfico de publicaciones
pornográficas acaba de celebrar en Ginebra dos importante reuniones. Treinta
Gobiernos han estado en ellas oficialmente representados por sus delegados
respectivos.
Mr. Gaston Deschamps, presidente de la comisión de Enseñanza de la
Cámara francesa, ha sido el encargado de dar cuenta de la obra realizada hasta
el presente, insistiendo, al final de su discurso, en la necesidad de una
colaboración internacional, para perseguir con éxito creciente, la lucha contra
la pornografía.
Como se ve, pues, parece que las naciones se deciden, aunque tarde, a
poner diques a la difusión aterradora de la literatura rufianesca, cortando el
paso a esa corriente envenenada que amenaza con sumir, en plazo breve, a los
individuos de la raza blanca en la más tremenda degeneración fisiológica, intelectual
y moral.
Suele, con todo, decirse que más vale tarde que nunca, y, a la verdad,
que, si son enormes las proporciones que ha tomado la pornografía literaria, no
está todo tan perdido que la acción eficaz de los Estados, particular e
internacional al mismo tiempo, no
pudiera llevar a cabo todavía una labor gigantesca, en orden a
exterminar el vil negocio de publicaciones deshonestas. Ello empero debe
hacerse a raja tabla, sin respeto de ninguna clase a ridículas libertades
jurídicas, ni a licencias literarias.
Me parece que ya es hora de lanzar altar abajo a los viejos idolillos
del fetichismo doctrinario con cuyas aras se han venido, hasta el presente,
sacrificando el simple buen sentido y la seguridad de las naciones.
Ni la libertad jurídica puede racionalmente extenderse hasta el
terreno en que se convierte en un arma de combate contra la sociedad que de
ella vive, ni el quidlibet audendi
del preceptor de Venusa es, en tal manera elástico, que pueda sobrepasar
lícitamente los últimos linderos de la moral y de la estética.
“La libertad –dijo en cierta
ocasión Léon Bourgeois, y repitió no hace mucho Mussolini en la Cámara
italiana -la libertad (política) no es algo indefinido e infinito que pueda
reivindicarse sin medida”.
Y respecto de la licencia literaria ha escrito recientemente un autor
nada aprensivo, Pedro Mata, en una de sus novelas (Un grito en la noche, tercera parte. – La moral en el arte): “Una obra inmoral no puede ser bella nunca.
La estética y el arte están en contradicción con la impureza. La perversión ha
sido siempre un elemento de desarmonía”.
Por eso nos parece un monstruoso contrasentido la libertad suicida en
que la ley de imprenta deja, en nuestra pobre Patria, a la literatura
pornográfica –léase, si se quiere, galante o naturalista– a pretexto de que
pertenece a un género literario; universalmente admitido; más, mucho más
después que los artículos 455 y 457 del Código penal se ha condenado
terminantemente a “los que de cualquier
modo ofendan al pudor o a las buenas costumbres“ o “expusieren o proclamaren por medio de la imprenta, y con escándalo,
doctrina contrarias a la moral pública”.
¿Acaso se puede sostener de buena fe que la literatura novelesca, la
galante sobre todo, que hoy corre en manos de la juventud española, no ofende
cínicamente al pudor y a las buenas costumbres, no expone y proclama con
escándalos (de las personas honradas, es natural: no de los hampones y
degenerados) doctrinas contrarias a la moral pública?
Hojéese al azar (mejor dicho, no se hojee) cualquier de las novelas
que bibliotecas y editoriales lanzan a diario a la sensual voracidad del
público, y se verán las enseñanzas que en las mismas se propinan.
“La castidad –se lee en una de ellas– es un crimen
contra la naturaleza.... Es una rebeldía imbécil contra lo que hay de sagrado
en nosotros: la carne y la pasión. Ser casto es ser horrible. Ser sensual es
ser humano. La castidad es perversa y cruel. Si Nerón, si Calígula, si Tiberio
hubieren sido castos, habrían completado el Monstruo...”
Perdonen los lectores la transcripción de semejantes procacidades. Son
del desdichado Vargas Vila en su novela Ibis.
¡Y poder afirmar que
el señor Vargas Vila resulta todavía una persona decente y escrupulosa al lado
de los Trigos y Retanas, Beldas, Carreteros y tantos traficantes de escándalos
e inmundicias, como han invadido hoy día el mercado español de la novela…!
A la vista de semejante podredumbre, cabe –vuelvo a preguntar– el
invocar de buena fe siquiera los fueros indiscutibles de la literatura
picaresca?... Lo dudamos: mejor dicho, lo negamos. ¿Acaso pueden ponerse, con
justicia, en línea paralela El lazarillo
del Tormes y La Altísima de
Trigo? La Novelas ejemplares de Cervantes y los lascivos librinchines de “El Caballero Audaz”?.
G.
S.
LA EDUCACIÓN MUSICAL DEL PUEBLO
A mi excelente amigo don Luis Gil, Director de la Banda Municipal
Domingo 13 de julio de 1924. Nº 422.
Problema es éste que preocupa hondamente a todos los
profesores de música que consagran sus actividades al público en general, que a
él se debe y por él luchan y bregan y se afanan a diario en la ímproba tarea de
devastar y de adaptar los escasos elementos que la afición popular aporta
graciosamente a las agrupaciones musicales, servidoras de los Municipios.
Y a fe que es todo un problema erizado de dificultades.
¿Cómo educar, en efecto, el gusto estético, el gusto musical de todo un pueblo?
¿Cómo lograr que el hortera y el comerciante, la modistilla y el oficinista, el
peluquero y el soldado, el obrero, la institutriz, el fabricante, oigan con
atención y recogimiento, saboreen y aplaudan con entusiasmo a Wagner, Liszt,
Albéniz, César Franck o Alejandro Borodine?
No seremos nosotros los que dejemos de reconocer los
obstáculos ingentes, formidables, que se oponen a la realización perfecta de un
ideal tan magnífico, máxime aquí, en nuestra España, donde en las escuelas de
instrucción primaria, no se inicia ya a los niños, cual sucede en otros
pueblos, en los secretos del divino arte.
Con todo, nos parece que tales dificultades no son ni mucho
menos insuperables, y sitúan solamente cuestión de tiempo y paciencia.
Y cuenta que decimos de tiempo y de paciencia, y que no hablamos
para nada del estudio. Nos complacemos en subrayarlo.
Creen muchos equivocadamente que es indispensable saber
música para poder gozar de ella, y no les puede caber en la mollera el que un
profano en armonía y contrapunto, uno que ni siquiera ha saludado el primer
curso de Eslava, sea capaz de deleitarse oyendo la Novena sinfonía de Beethoven
o la Scheeraza de Rimsky Korsatow. Para estos tales, no puede darse emoción
estética sin comprensión técnica. Así, como suena. Lo demás es ilusión o
vanidad, alucinación, o ficción necia y pedante, encubridora del deseo ridículo
de aparecer ante los demás como seres superiores.
Lo más curioso del caso es la manera torcida como discurren.
“Id a un profano en la materia –arguyen
con gran aplomo– a hablarle de geometría , de metafísica, de química, de
bacteriología ... y os dirá que le dejéis en paz, que le aburrís soberanamente.
En cambio, a un entendido en estas cosas le proporcionaríais un rato de
alegría. Es que nadie puede oír con atención y con gusto, sino cuando se le
habla en el lenguaje que comprende. Pues lo mismo cabalmente tiene lugar en la
música.”
Distingamos.
Hay placeres puramente intelectuales que son el resultado de
los progresos que realiza y de las sorpresas que experimenta la inteligencia en
la investigación científica, descubriendo las relaciones y enlace de unas
verdades con otras, de unos principios con otros, y claro está que esa clase de
placeres solamente los produce el conocimiento intelectual, que es lo que
sucede generalmente en el estudio de las ciencias. Pero tratando de las bellas
artes, la cuestión cambia mucho de aspecto: en ellas el principal papel no lo
desempeña la inteligencia, sino la sensibilidad, la imaginación, la fantasía.
Una sonata de Beethoven no es un teorema de geometría.
Ahora bien: el objeto propio de la sensibilidad no es la
verdad, no es un principio que haya que entender, es la belleza, es esta misma
contemplación la fuente del deleite estético, de la emoción estética. Para
gozar del aspecto de Las tres Gracias de Rubens no hay que saber mucho dibujo,
ni mucha técnica de pintura. Por eso en las bellas artes para nada se habla de
inteligencia en orden a la aprehensión de la belleza, sino de gusto estético.
Los hombres más inteligentes en el sentido filosófico de la palabra, no suelen
ser los más artistas, los de más depurado gusto estético.
Cierto que en
la concepción artística también tiene su parte la inteligencia, coordinando los
materiales que elabora la fantasía, aprisionando la inspiración dentro de los
moldes y de las reglas de la técnica. Pero esta parte de la inteligencia es
secundaria, como secundario y accesorio es en el arte el papel que desempeña la
técnica, las reglas, el molde, la forma representativa. Lo esencial, lo
primario es la inspiración, ese relámpago que en un momento dado ilumina el
cerebro del artista, cristalizando luego en mármoles y bronces modelados, en
lienzos encendidos de pinturas, en cantos de poetas, en sublimes creaciones
musicales.
Eduardo Grieg
en la música y Rubén Dario en poesía han sido justamente censurados como poco
cuidadores de la forma; esto es sin embargo no ha empecido para que los autores
de Peer Gynt y Sinfonía rosa hayan
pasado a la historia como artistas inspirados. Existen, en cambio, obras de
arte, admirablemente hechas como técnica pero cuyos autores, desprovistos de
inspiración enteramente, han sido justamente condenados al olvido de las gentes. Es la afirmación, en el terreno del
arte, de la supremacía natural de la fantasía que crea sobre el intelecto que
modela.
Ahora bien: si
secundario y accesorio es el papel de la inteligencia en la creación de la obra
de arte, ¿cómo ha de serlo esencial en la reproducción del deleite, del goce,
de la emoción estética?... De ninguna manera.
Volvemos a
repetirlo: no es necesario saber música para gozar de la música. El maestro
Falla lo dice terminantemente: “Error
funesto es decir que hay que comprender la música para gozar de ella. La música
no se hace, ni debe jamás hacerse para que se comprenda, sino para que se
sienta.”
Si así fuese,
habría que renunciar completamente a todas las pretensiones de educar el gusto
artístico del pueblo. Pero afortunadamente no es así.
No negamos, no, que el placer puramente intelectual,
secundario, que siempre resulta de la comprensión técnica, esté exclusivamente
reservado para un grupo de iniciados. Pero lo que es el placer emotivo,
primario, el que realiza la finalidad propia de la obra musical, ese es
asequible a todo el mundo.
Con una condición: a condición de educar el gusto estético.
Sucede con éste lo mismo exactamente que con el gusto material. Así como el
sentido del gusto se estraga y casi se atrofia con la ingestión frecuente de
manjares viles y groseros; y al revés, se refina cada día con la comida de
viandas suculentas y exquisitas: de la misma manera esa aptitud natural que
tiene el hombre para aprehender en los objetos la razón de la belleza (gusto
estético), solo se afina y educa con el trato cotidiano de legítimas bellezas.
¿Se quiere, pues, elevar la cultura, refinar el gusto musical
del pueblo? Es muy sencillo. Dadle buena música a todo pasto: ir regateándole
cada día, hasta lograr su supresión de los conciertos, el género chabacano y
callejero. Tal vez en los comienzos tendréis que luchar con resistencias. No
importa. Es cuestión de tiempo y de paciencia.
Y también de método. De buenas a primeras no vais a debutar
ante un público ignorante con Ravel y con Debussy. Iríais al fracaso. Como en
todas las cosas es preciso caminar paso a paso, en profesión racional y
ascendente. Hablo por experiencia propia (y conste que no me creo superior a
los demás hombres.)
Por fin (debiera ser por principio), es este un problema y
una cuestión de voluntad. Querer... eso es todo. Porque claro está que
si el público se empeña en que nones, inútiles serán todos los esfuerzos;
perdidos todos los afanes. Pero tampoco hay derecho a que ese público inculto
se pueda dar el postín de tener cada verano una temporada oficial de
conciertos.
No hay de qué...
Amigo Gil, ¿estoy tal vez miserablemente equivocado?
Creo que no. G. S.
APRECIACIONES
La Clase alta y la clase baja
A mi buen amigo, don Críspulo Pueyo
Domingo, 6 de septiembre de 1925.
Acabo de enterarme de un suceso que me ha causado
indignación profunda. En el pueblo X las niñas y niños “bien” de la localidad
organizaron una excursión a un lugar de veraneo. Entre las excursionistas,
destacábase una linda forasterita, de Bilbao, de familia humilde, pero más
bella, más fina y elegante que todas las otras burguesitas juntas. (La
elegancia no consiste en la riqueza y esplendor de los vestidos, de la toilette
o de las joyas. Si así fuese, muchos animales domésticos serían más elegantes
que muchas damas distinguidas. El cabello Incitato de Caligula hubiera sido más
elegante que todas las elegantes de Roma.) Por cierto que algunos veraneantes se
quejaron del proceder de aquellos niños. Pero este detalle no nos interesa
ahora.
Lo irritante es este otro. Que acabada la excursión, uno de
aquellos sujetos se permitió protestar (aparte, naturalmente: ¡no faltaba más!)
contra la intrusión de la forasterita. (Conste que esta había sido previamente
invitada por tres excursionistas). Y por qué. ¿acaso porque no era una niña
decentísima, digna de alternar con las otras excursionistas?.. Pero ¿qué sabía
aquel pobrecillo de corrección y cortesía?.. No; nada de esto. Protestó
sencillamente (¡pásmense ustedes!) porque la linda forastera ¡¡pertenecía a la
clase baja!!
Vamos, hombre; hay que reír...
No es sólo en el pueblo X donde de dan estos casos. En casi
todos los pueblos –y también en las poblaciones– hay una fauna grotesca de
niñas y niños tontos que, por el hecho de que sus papás han sabido conquistarse
una posición acomodada, se creen pertenecer a una casta superior: una casta que
monopoliza la elegancia, la distinción, el buen gusto, hasta el sentido común,
y que por lo mismo denominase a sí misma “la clase alta”.
Son, en una palabra, los señoritos de la localidad, los
cuales no pueden hacer a los humildes el honor (¡) de rozarse con ellos, sin
rebajar su dignidad...
Pertenece generalmente esta
gentecilla a la especie pintoresca de los llamados “nuevos ricos”, ciudadanos
sin educación y sin cultura, que, al amparo de una fortuna improvisada, han
saltado al chalet desde el establo, cuidándose de renovarse exteriormente, sin
acordarse de aristrocratizar el interior. Como leía días atrás en Joaquín
Belda, “son hombres de la montaña que han bajado al llano de las ciudades
civilizadas, vestidos de pieles y asomando el rabo por debajo de la zamarra.”
A estos ridículos es preciso demostrarles que no es el
dinero, ni mucho menos, lo que diferencia a las clases alta y baja, y que se
puede pertenecer perfectamente a la segunda con una gran cuenta corriente en el
Hispano Americano.
La altura y la bajeza de un hombre, su superioridad e
inferioridad no son algo extrínseco, no depende de algo externo, sino de algo
muy intimo, de lo que le constituye como ser racional y le diferencia de los
animales: del espiritual, algo que depende de la voluntad, de la inteligencia,
de la sensibilidad, no del cuerpo, y menos todavía del dinero, de los trajes,
de los coches, ni del aparato externo. El hombre superior es el que se
distingue de los demás por su cultura intelectual, por su bondad moral, por su
delicadeza sentimental. Los santos, los artistas, los sabios: he aquí la clase más
alta de la sociedad. Y en tanto que nos acercamos a este ideal, o nos alejamos
de él, en tanto que elevamos nuestro espíritu por la educación moral,
intelectual, estética, o lo degradamos por la ignorancia o malas obras,
pertenecemos a la clase alta o descendemos a la baja. Diógenes el Cínico,
viviendo en una tinaja, fue infinitamente superior a casi todos los emperadores
romanos con su lujo deslumbrante y sus soberbios palacios. Esta es la verdad.
Por eso, cuando yo paso junto a ciertos individuos adinerados,
cuando me toca alternar con esa fauna de señoritos groseros y embrutecidos, una
profunda compasión invade todo mi ser. ¡Pobrecitos! Se creen unos seres
superiores, y no se dan cuenta de que pertenecen a la categoría más ínfima de
la clase baja. Los compadezco, sí: se creen los árbitros de la felicidad,
porque tienen unos cientos de papeles guardados en una caja de caudales, y son
del todo impotentes para gozar, escuchando una sonata de Beethoven, demostrando
una tésis filosófica o admirando un encaje de piedra en un monumento gótico...
Decía Angel Ganivet: En España no hay más que dos orgullos:
el aristocrático y el militar. (Hoy el aristocrático ha sido sustituido por el
burgués, la altanería del dinero).
Y añadía: Hasta que no tengamos el orgullo intelectual, no
comenzará el resurgimiento de la patria...
EL AMOR EN LA MÚSICA
Nº 486. M. G. S., 4 de
octubre de 1925, p. 2.
No me refiero precisamente
al papel de enguizgate, de inspirador o de con causa que el Amor ha podido
desempeñar – y sin duda lo ha desempeñado muchas veces – respecto de las
creaciones musicales. En el Arte en
general, como en la Ciencia, como en la Vida, sabemos perfectamente que debemos
al Amor las más grandes y sublimes realizaciones: la Divina Comedia de Dante,
los descubrimientos de Lavoisier y la muerte de Jesús...
Al hablar del Amor en la
música, me refiero principalmente a la expresión: es decir, a las cristalizaciones
musicales en notas, en pentagramas, en melodías, del sentimiento amoroso.
¿Cómo? – replicarán
algunos -, ¿pero es posible expresar el amor por medio de la música, lo mismo
que se expresa por la pintura, por la escultura y, sobre todo, por medio de la
poesía.?... Lo mismo precisamente, no.
Mas que la música es capaz de expresar a su manera, de interpretar a su
modo los afectos del espíritu, el dolor y la alegría, el amor y el odio, la
esperanza, el deseo, etc., no es un secreto del otro mundo para el que conoce
un poco de música sinfónica y descriptiva, y tiene la sensibilidad medianamente
afinada.
Más aún: la música es
capaz de describir paisajes, de reflejar situaciones, de reproducir las
costumbres y pasiones, los movimientos de la naturaleza física y de la orgánica
irracional. Ejemplos: el Lago verde, de Vicent d´Indy; los Murmullos de la
selva, de Wagner, y el Vuelo del moscardón, de Nicolás Rinmky-Korsakov.
Pero no nos vayamos del
asunto.
El tema del Amor ha sido
tratado musicalmente por la mayoría de los grandes compositores, desde Volfgang
Amadeus Mozart al segundo de los tres grandes revolucionarios de la técnica
musical en nuestros días: el delicado Debussy. Los otros dos son Wagner e Igor
Strawinsky.
Y todas las modalidades
del sentimiento amoroso han tenido su cristalización pentagramática – séanos
permitido expresarnos de esta suerte.
Por lo demás, los autores
no han ligado estas a una forma musical determinada, sino que han empleado
indistintamente a este objeto toda clase de moldes expresivos, desde la
medieval estampida, como la compuesta por el trovador Rambaut de Vaqueiras en
honor de Beatriz de Savona, hasta la clásica sonata, como la escrita por
Beethoven en honor de la condesa Julieta Guicciardi.
Algunas veces la pasión
personal ha sido la musa inspiradora de semejantes creaciones: tal es el caso
de la segunda sonata en “la” de Mozart y de la Sinfonía fantástica de Berlioz.
El amor de Mozart a Rosa
Cannabich le inspiró efectivamente su segunda sonata en “la” para piano, en
cuyo hermoso andante, profusamente ornamentada, se retrata de maestra mano, el
carácter apacible y dulce de aquella rubia de sus ensueños...
También la Sinfonía
fantástica de Berlioz tuvo su origen en la pasión del artista por una actriz
afamada. Esta mujer seductora, cuya figura se destaca deslumbrante en el
allegro de Rêveries Passions, o primer tiempo; con quien se encuentra el
artista el trío del segundo (Un baile); con quien sueña finalmente en la parte
quinta y última, o Sueño de una noche de sábado, no era otra que la ilustre
Enriqueta Smithson, que, al fin, se casó con Berlioz, siendo ya vieja.
Con todo, lo más
frecuente en esta clase de creaciones es que el autor no haya intentado ex
professo describir estados de ánimo, situaciones amorosas puramente
individuales, sino que, obedeciendo a motivos extra-subjetivos, haya amoldado
su inspiración al desarrollo lógico de un plan musical determinado, como ocurre
con la música dramática, cuyo carácter distintivo es este: la subordinación de
sus elementos a la palabra, de su forma a la escena. Tal es, por ejemplo, el caso de Weber, en Prelachutz, de Verdi en Falstaff, de Bizet en Carmen, de Massenet en Xerther, de Debussy en Pelleas et Melisande, de Sarasa en Salomé, de Manuel de Falla en La
vida breve.
Nadie mejor que Strauss
nos ha descrito musicalmente los espasmos voluptuosos del amor sensual, cuando
en la tercera escena de Salomé se nos
presenta la carnal hija de Herodías, enamorada sucesivamente del cuerpo, del
cabello y de la boca del Bautista.
Ninguna, como Massenet,
ha expresado más poéticamente los acentos delirantes de una pasión imposible,
en los románticos dedos de Werther y de Carlota. Ni el mismo Beethoven, en el
allegretto de la Séptima Sinfonía.
Nadie como nuestro Falla
ha reflejado en melodías y en notas los amores candorosos de los hijos honrados
del pueblo, de la Salud y de Paco, en los dos actos de La vida breve.
Ni como Debussy nos ha
pintado alguno hasta el presente el amor idílico, de égloga, en los cuadros
once y doce de Pelléas et Mélisande, aun del libro bíblico de Ruth y de las
églogas de Chenier y Garcilaso. ( No tiene punto de comparación ni como
emotividad, ni como técnica, el idilio de Fenton y de Nannetta en la ópera
Falstaff, ni siquiera en el último cuadro, bajo la fronda del alegre parque de
Windsor.)
Con razón ha escrito don
Joaquín Turina que la poesía y la emoción son las cualidades predominantes de
la música Debussyana.
¿Qué más?... Hasta el
amor español: violento, pasional, romántico, ha tenido su musicógrafo, y este
fue Bizet, el genial autor de Carmen, la gentil y seductora andaluza,
brutalmente asesinada por su amante don José.
Es sencillamente
inmejorable, como evocación y como sentimiento, la deliciosa música que a
Carmen acompaña en el primer acto, y que es un fiel retrato del carácter de la
protagonista: la habanera, pintura maestra del ensueño y aplanamiento de
Andalucía; la canción con que responde Zúñiga, fiel retrato de la hembra
bravía, a quien no amilana nada; la seguidilla de seducción a don José, en que
aparece la saladísima andaluza, consciente de su gracia y su dominio.
Con todo, es en el
segundo y tercer actos donde Bizet nos pinta más al vivo la pasión de los
enamorados.
Y bien: nos haríamos
interminables, si fuésemos a citar uno por uno a todos los grandes compositores
que han abordado en sus obras el tema inagotable del Amor. Así que, para dar
fin a estas cuartillas, nos contentamos con añadir a los citados a los dos
músicos cumbres del pasado siglo XIX: Beethoven y Wagner.
APRECIACIONES
CLARÍN Y LA CRÍTICA
Nº
518, M.G.S., 5-05-1926, p. 4-5.
Acabo de leer Pipá,
novela corta de Clarín, primera de una serie que el crítico zamorano publicó
allá por los años 1886.
Confieso ingenuamente que, solo en parte, conozco las obras
de Leopoldo Alas, lo cual me imposibilita moralmente para emitir un juicio
crítico, ajustado, sobre su personalidad literaria. Un libro, y aun varios,
separados del acerbo total de las producciones de un autor, no bastan
comúnmente para enjuiciarlo con acierto. Los mejores escritores tienen obras
muy medianas y la observación de Horario de que cuandoque bonus dormitat Homerus, no se aplica solo a los poetas,
sino acaso con más razón a los prosistas.
De todos modos, si me declaro incompetente y desautorizado
para aquilatar el valor absoluto, o valor en sí de la obra de Leopoldo Alas,
estimo que, sin resentirse la modestia, no es un atrevimiento temerario pesar
equitativamente el valor relativo del autor de La Regenta; mejor dicho, su valor literario comparativamente con el
resto de los novelistas españoles del siglo XIX.
Y vienen todos estos preámbulos a propósito de unos asertos
estupendos que, respecto de la obra de Clarín, se ha permitido estampar, con el
mayor aplomo de este mundo, el anónimo prologuista de Pipá.
Es el primero que “la Pardo Bazán y Clarín han sido los dos
novelistas españoles más admirables del siglo XIX...”
Según el prologuista de Pipá, “Clarin” no solo fue crítico y
cronista, sino también dramaturgo, novelista, filósofo, cuentista... ¡Hay
tantas facetas – exclama– en el talento fértil de Clarín!
Cierto que sus coetáneos no acertaron a distinguirlas, pero
esto fue “por falta de perspectiva o por sobra de rencores acumulados”(sic)
Después de leer estas afirmaciones tan contundentes, no
hemos gastado más tiempo que repasar el índice completo de las obras de don
Leopoldo y consultar algunas obras de crítica y de Historia literarias. Y
francamente, nuestra decepción ha sido completa. Ni hemos dado con sus obras
dramáticas y filosóficas (el ensayo de Teresa no basta para extenderle la
patente de autor dramático), y en las historias generales de la literatura ni
siquiera se le nombra a veces como crítico al lado de Larra, de Amador de los Ríos,
de Milá, de Menéndez Pelayo...
¿Será miopía...? ¿Será odio...?
Antes de pasar adelante, anotemos con toda llaneza, que la
novela Pipá es un librinchin pesado, insustancial y sin arte de ninguna clase.
Un literato que para decirnos que acaba de nevar, emplea esta figura: “los
últimos trapos blancos habían caído sobre calles y tejados”, no tiene perdón de
Dios ni de la Estética. Aunque se llame Leopoldo Alas.
¡Y que nos venga diciendo el prologuista de Pipá que
“Clarin”, con la Pardo Bazán, es el novelista más admirable del siglo XIX...!
Menguada estaba la literatura española del siglo XIX, si no pudiera presentar
novelistas de más talla que la del viejo crítico de El Imparcial...
No ignoramos que Fitz Maurice Kelly
tiene sus alabanzas para La Regenta.
A cada cual lo suyo. Tampoco nosotros lo tenemos por un quidam. Pero de esto, a
proclamarlo el primer novelista español del siglo pasado, hay un abismo.
Delante de un Galdós o de un Valera, de un Fernán Caballero o de Coloma, de Alarcón
o de Pereda... que se calle “Clarin” y todos los clarinetes desentonados que lo
pregonan.
¡Buena diferencia de La
Regenta a Sotileza, de Su único hijo o El sombrero de tres picos, a La
Gaviota, a Pequeñeces, a Pepita Jiménez, a Fortunata y Jacinta!...
Nos atenemos a las conclusiones razonables de la crítica de
altura, no a las audaces afirmaciones de comisionistas literarias que, a
trueque de expender la mercancía, extienden de baratillo patentes de excelsitud
y primacía.
Por esta crítica venal, ignorante y presuntuosa está perdido
y depravado el gusto estético de las muchedumbres...
No es, no, la conciencia ni la justicia del Arte, sino la
transacción del tendero.
Corazón ha podido escribir Ernesto Hello (El hombre, lib. III): “La crítica, tal
como habitualmente se practica, es una charlatana cobarde y complaciente que no
debe hablar, ni puede, ni se atreve a hacerlo. Urbana, correcta, melosa y
mediocre, sólo tiene opiniones convenidas, admiraciones prudentes, entusiasmos
oficiales. Antes de admirar, indaga en su alrededor si se admira ordinariamente
lo que ella tiene ante sus ojos, o las cosas análogas, y, en nombre del buen
gusto, niega el paso a toda belleza cuyo signo no conoce de antemano. No juzga
para juzgar, juzga para gustar a sus propios jueces...”
Exactísimo.
Para confirmar estos asertos, no hay
más que observar atentamente la psicología incompleja de los críticos
literarios de Prensa. Miradlos. Cada cual se deshace en denuestos o ditirambos
de los autores, según comulguen con las ideas del rotativo, de sus lectores, o
discrepen de las mimas. Y esto a priori, infaliblemente. Todo lo de casa es
bueno; lo ajeno, malo, o nada más que mediano.
Como se ve es una crítica casera, de hogar y mesa redonda.
Es además una crítica usuaria, sórdida, de perra gorda. La
más pequeña alarma en las oficinas de la administración, la servirá para torcer
el rumbo.
No es, no, justa, ni entendida, ni sincera.
¡Ah! Por desgracia para las muchedumbres, en nuestros días,
el censor imparcial documentado ya no existe. El vir bonus et prudens es un ente de razón que solo vive en la Epistola ad Pisones.
¡Pobre Horacio de Venus, viejo ingenuo y bonachón, cándido
palomino, a pesar de sus malicias de satírico mundano y de sus marrullerías de
burguesazo satisfecho!
En nuestro tiempo para ser crítico, ya no se necesita
honradez ni inteligencia, sino cinismo, petulancia, desaprensión y verborrea.
Lo del día
LA VANGUARDIA DE LA CIVILIZACIÓN
8 de
junio de 1924, p. 2. Nº 417.
Existe en la tierra una institución meritísima, cuya única
finalidad es desterrar de la misma las tinieblas de la ignorancia y llevar la
luz de la Verdad hasta sus últimos confines. Sus adeptos son en corto número,
comparados con el resto de los hombres; se reclutan entre todas las clases
sociales. Renuncian al mundo, a la patria, a la familia, a los placeres, a las
vanidades, al orgullo y al interés.
Visten un tosco uniforme, comen pobrisimamente y duermen en
el duro suelo. Ninguno de ellos posee nada en propiedad. Perfectamente
disciplinados, la obediencia a sus superiores es su regla suprema de conducta.
Son amigos de todos los hombres: socorren a los pobres y cuidan a los enfermos,
consuelan al afligido y visitan al cautivo, enseñan a los ignorantes y hacen
todo el bien que pueden a sus mayores adversarios.
Trabajan día y noche, se impone los mayores sacrificios, no
tienen ni esperan recompensa alguna temporal como premio a sus desvelos. Por
atraer a su causa a la tribu más salvaje, sin otra clase de arreos que un rocín
o un carabao, recorren centenares de kilómetros, vadean ríos y lagos, escalan
montañas, atraviesan espesos bosques, y ni el clima, ni el hambre, ni los
peligros de cualquier género son bastantes a detenerles.
Verdaderos cosmopolitas, hablan todos los idiomas, viven en
todos los climas, pertenecen a todas las razas.
A orillas del Amazonas y a la sombra del Himalaya, en la
tierra del Fuego y en la península de Taimyr, junto al lago Victoria Nyanza, y
cabe el Chimborazo, en Bombay, Tanararibo y Panga-Panga, esos héroes
superhumanos, incansables, valientes, abnegados, luchan por su ideal –el único
verdadero y positivo ideal de la Humanidad– con la fortaleza de los atletas y
la constancia de los mártires.
Son la vanguardia de la civilización y los portaestandartes
del progreso.
¿Habrá necesidad de expresar
que venimos aludiendo a los misioneros católicos?
¡Y sin embargo, esos caballeros andantes de la Cruz, esos
insignes bienhechores de la humanidad viven ¡oh dolor! En la obscuridad y el
abandono, completamente ignorados de la mayoría de las gentes!... Sin querer,
se me viene a la memoria aquel dicho profundo del místico escritor de Filotea:
“El bien no hace ruido y el ruido no hace bien.”
El inmortal conferencista Van Tricht, en la biografía que
escribiera de su ilustre compatriota, el glorioso apóstol del Chota-Nagpur,
muerto en 1893, hace, al fina l de la misma, esta observación intencionada:
“Con suma sencillez se celebraron las exequias del P.
Lievens: no era conocido su nombre en el mundo de Europa, que nada sabía de sus
trabajos de gigante; y solo acompañaron el féretro sus hermanos, sus hermanos
en religión, y algunos amigos de la Compañía.
El coche fúnebre se deslizaba por las insensibles calles, y
de vez en cuando algún transeunte se paraba, se descubría, y al ver el
silencioso cortejo de sacerdotes, se alejaba murmurando: “sin duda van a
enterrar algún sacerdote”... No sospechaba siquiera que aquel sacerdote había
sido un verdadero héroe. ¿Quién sabe si algún otro haya dicho con acento
hostil?: “Bah!... ¡un pobre cura!....
¡Verdad..., un pobre cura!, ¡pero ese cura ha civilizado con
el Evangelio provincias cuatro veces mayores que nuestra patria!
He aquí magistralmente retratado el misionero católico. Un
hombre que sin las ínfulas y el bombo de las eminencias más acreditadas en el
mundo de la ciencia y del arte, de la política y de la diplomacia, hace todos los
días más que todas ellas juntas por la causa de la civilización y del progreso
de la humanidad.
Vedle: es el hombre gigante que va a domesticar en sus
guaridas a los antropófagos de los Camerones africanos, que renuncia a su
existencia por los leprosos de Culión, que lucha en la China contra el horrendo
infanticidio, que extermina el fetichismo y los cultos sanguinarios de los
negros, que inicia en la agricultura y en la industria a los cafres y
caníbales, que forma pueblos, abre escuelas y talleres en los polos y en los
trópicos, y en todas las latitudes, entre los indios y los esquimales, los
maories de la Polinesia y los malgaches africanos.
Y si estos fuera poco, como si las múltiples y penosas
tareas evangélicas, no bastaran a rendirle, aun le queda tiempo todavía para
dedicarse a los trabajos científicos, a la Geografía y a la Geología, a
filólogo, etnógrafo, naturalista, pedagogo, aumentando con sus valiosas
aportaciones el tesoro inagotable de la Ciencia...¡Y todo ello sin interés de
ninguna clase, sin la gloria perdurable de los sabios, sin la fama imperecedera
de los héroes!
¡Y por toda recompensa infraceleste... vivir como el último
mendigo, morir prematuramente, aniquilado por climas homicidas, ahogado en una
corriente, o devorado en la selva por un tigre!...
Ahí tenéis al misionero católico.
Hombres de todas las creencias, de todas las opiniones,
ateos, protestantes, socialistas, librepensadores: abrid la Historia. Os
desafío a que me mostréis en sus páginas bienhechores a quien más deban la
civilización y la Humanidad.
Y si no los encontráis, si no podéis presentar quien les
iguale..., ante su nombre descubrios reverentes.
Lectores generosos y conscientes de EL PORVENIR AGRICOLA,
por gratitud, por cariño, por simpatía, para esos hombres sublimes,
gigantescos, un saludo de respeto, un recuerdo cariñoso, una pequeña limosna...
G. S.
LA EDUCACIÓN MUSICAL DEL PUEBLO
LA EDUCACIÓN MUSICAL DEL PUEBLO
A mi excelente amigo don Luis Gil, Director de la Banda Municipal
Domingo 13 de julio de 1924. Nº 422.
Problema es éste que preocupa hondamente a todos los profesores de música que consagran sus actividades al público en general, que a él se debe y por él luchan y bregan y se afanan a diario en la ímproba tarea de devastar y de adaptar los escasos elementos que la afición popular aporta graciosamente a las agrupaciones musicales, servidoras de los Municipios.
Y a fe que es todo un problema erizado de dificultades. ¿Cómo educar, en efecto, el gusto estético, el gusto musical de todo un pueblo? ¿Cómo lograr que el hortera y el comerciante, la modistilla y el oficinista, el peluquero y el soldado, el obrero, la institutriz, el fabricante, oigan con atención y recogimiento, saboreen y aplaudan con entusiasmo a Wagner, Liszt, Albéniz, César Franck o Alejandro Borodine?
No seremos nosotros los que dejemos de reconocer los obstáculos ingentes, formidables, que se oponen a la realización perfecta de un ideal tan magnífico, máxime aquí, en nuestra España, donde en las escuelas de instrucción primaria, no se inicia ya a los niños, cual sucede en otros pueblos, en los secretos del divino arte.
Con todo, nos parece que tales dificultades no son ni mucho menos insuperables, y sitúan solamente cuestión de tiempo y paciencia.
Y cuenta que decimos de tiempo y de paciencia, y que no hablamos para nada del estudio. Nos complacemos en subrayarlo.
Creen muchos equivocadamente que es indispensable saber música para poder gozar de ella, y no les puede caber en la mollera el que un profano en armonía y contrapunto, uno que ni siquiera ha saludado el primer curso de Eslava, sea capaz de deleitarse oyendo la Novena sinfonía de Beethoven o la Scheeraza de Rimsky Korsatow. Para estos tales, no puede darse emoción estética sin comprensión técnica. Así, como suena. Lo demás es ilusión o vanidad, alucinación, o ficción necia y pedante, encubridora del deseo ridículo de aparecer ante los demás como seres superiores.
Lo más curioso del caso es la manera torcida como discurren. “Id a un profano en la materia –arguyen con gran aplomo– a hablarle de geometría , de metafísica, de química, de bacteriología ... y os dirá que le dejéis en paz, que le aburrís soberanamente. En cambio, a un entendido en estas cosas le proporcionaríais un rato de alegría. Es que nadie puede oír con atención y con gusto, sino cuando se le habla en el lenguaje que comprende. Pues lo mismo cabalmente tiene lugar en la música.”
Distingamos.
Hay placeres puramente intelectuales que son el resultado de los progresos que realiza y de las sorpresas que experimenta la inteligencia en la investigación científica, descubriendo las relaciones y enlace de unas verdades con otras, de unos principios con otros, y claro está que esa clase de placeres solamente los produce el conocimiento intelectual, que es lo que sucede generalmente en el estudio de las ciencias. Pero tratando de las bellas artes, la cuestión cambia mucho de aspecto: en ellas el principal papel no lo desempeña la inteligencia, sino la sensibilidad, la imaginación, la fantasía. Una sonata de Beethoven no es un teorema de geometría.
Ahora bien: el objeto propio de la sensibilidad no es la verdad, no es un principio que haya que entender, es la belleza, es esta misma contemplación la fuente del deleite estético, de la emoción estética. Para gozar del aspecto de Las tres Gracias de Rubens no hay que saber mucho dibujo, ni mucha técnica de pintura. Por eso en las bellas artes para nada se habla de inteligencia en orden a la aprehensión de la belleza, sino de gusto estético. Los hombres más inteligentes en el sentido filosófico de la palabra, no suelen ser los más artistas, los de más depurado gusto estético.
Cierto que en la concepción artística también tiene su parte la inteligencia, coordinando los materiales que elabora la fantasía, aprisionando la inspiración dentro de los moldes y de las reglas de la técnica. Pero esta parte de la inteligencia es secundaria, como secundario y accesorio es en el arte el papel que desempeña la técnica, las reglas, el molde, la forma representativa. Lo esencial, lo primario es la inspiración, ese relámpago que en un momento dado ilumina el cerebro del artista, cristalizando luego en mármoles y bronces modelados, en lienzos encendidos de pinturas, en cantos de poetas, en sublimes creaciones musicales.
Eduardo Grieg en la música y Rubén Dario en poesía han sido justamente censurados como poco cuidadores de la forma; esto es sin embargo no ha empecido para que los autores de Peer Gynt y Sinfonía rosa hayan pasado a la historia como artistas inspirados. Existen, en cambio, obras de arte, admirablemente hechas como técnica pero cuyos autores, desprovistos de inspiración enteramente, han sido justamente condenados al olvido de las gentes. Es la afirmación, en el terreno del arte, de la supremacía natural de la fantasía que crea sobre el intelecto que modela.
Ahora bien: si secundario y accesorio es el papel de la inteligencia en la creación de la obra de arte, ¿cómo ha de serlo esencial en la reproducción del deleite, del goce, de la emoción estética?... De ninguna manera.
Volvemos a repetirlo: no es necesario saber música para gozar de la música. El maestro Falla lo dice terminantemente: “Error funesto es decir que hay que comprender la música para gozar de ella. La música no se hace, ni debe jamás hacerse para que se comprenda, sino para que se sienta.”
Si así fuese, habría que renunciar completamente a todas las pretensiones de educar el gusto artístico del pueblo. Pero afortunadamente no es así.
No negamos, no, que el placer puramente intelectual, secundario, que siempre resulta de la comprensión técnica, esté exclusivamente reservado para un grupo de iniciados. Pero lo que es el placer emotivo, primario, el que realiza la finalidad propia de la obra musical, ese es asequible a todo el mundo.
Con una condición: a condición de educar el gusto estético. Sucede con éste lo mismo exactamente que con el gusto material. Así como el sentido del gusto se estraga y casi se atrofia con la ingestión frecuente de manjares viles y groseros; y al revés, se refina cada día con la comida de viandas suculentas y exquisitas: de la misma manera esa aptitud natural que tiene el hombre para aprehender en los objetos la razón de la belleza (gusto estético), solo se afina y educa con el trato cotidiano de legítimas bellezas.
¿Se quiere, pues, elevar la cultura, refinar el gusto musical del pueblo? Es muy sencillo. Dadle buena música a todo pasto: ir regateándole cada día, hasta lograr su supresión de los conciertos, el género chabacano y callejero. Tal vez en los comienzos tendréis que luchar con resistencias. No importa. Es cuestión de tiempo y de paciencia.
Y también de método. De buenas a primeras no vais a debutar ante un público ignorante con Ravel y con Debussy. Iríais al fracaso. Como en todas las cosas es preciso caminar paso a paso, en profesión racional y ascendente. Hablo por experiencia propia (y conste que no me creo superior a los demás hombres.)
Por fin (debiera ser por principio), es este un problema y una cuestión de voluntad. Querer... eso es todo. Porque claro está que si el público se empeña en que nones, inútiles serán todos los esfuerzos; perdidos todos los afanes. Pero tampoco hay derecho a que ese público inculto se pueda dar el postín de tener cada verano una temporada oficial de conciertos.
No hay de qué...
Amigo Gil, ¿estoy tal vez miserablemente equivocado?
Creo que no.
G. S.
Domingo 13 de julio de 1924. Nº 422.
Problema es éste que preocupa hondamente a todos los profesores de música que consagran sus actividades al público en general, que a él se debe y por él luchan y bregan y se afanan a diario en la ímproba tarea de devastar y de adaptar los escasos elementos que la afición popular aporta graciosamente a las agrupaciones musicales, servidoras de los Municipios.
Y a fe que es todo un problema erizado de dificultades. ¿Cómo educar, en efecto, el gusto estético, el gusto musical de todo un pueblo? ¿Cómo lograr que el hortera y el comerciante, la modistilla y el oficinista, el peluquero y el soldado, el obrero, la institutriz, el fabricante, oigan con atención y recogimiento, saboreen y aplaudan con entusiasmo a Wagner, Liszt, Albéniz, César Franck o Alejandro Borodine?
No seremos nosotros los que dejemos de reconocer los obstáculos ingentes, formidables, que se oponen a la realización perfecta de un ideal tan magnífico, máxime aquí, en nuestra España, donde en las escuelas de instrucción primaria, no se inicia ya a los niños, cual sucede en otros pueblos, en los secretos del divino arte.
Con todo, nos parece que tales dificultades no son ni mucho menos insuperables, y sitúan solamente cuestión de tiempo y paciencia.
Y cuenta que decimos de tiempo y de paciencia, y que no hablamos para nada del estudio. Nos complacemos en subrayarlo.
Creen muchos equivocadamente que es indispensable saber música para poder gozar de ella, y no les puede caber en la mollera el que un profano en armonía y contrapunto, uno que ni siquiera ha saludado el primer curso de Eslava, sea capaz de deleitarse oyendo la Novena sinfonía de Beethoven o la Scheeraza de Rimsky Korsatow. Para estos tales, no puede darse emoción estética sin comprensión técnica. Así, como suena. Lo demás es ilusión o vanidad, alucinación, o ficción necia y pedante, encubridora del deseo ridículo de aparecer ante los demás como seres superiores.
Lo más curioso del caso es la manera torcida como discurren. “Id a un profano en la materia –arguyen con gran aplomo– a hablarle de geometría , de metafísica, de química, de bacteriología ... y os dirá que le dejéis en paz, que le aburrís soberanamente. En cambio, a un entendido en estas cosas le proporcionaríais un rato de alegría. Es que nadie puede oír con atención y con gusto, sino cuando se le habla en el lenguaje que comprende. Pues lo mismo cabalmente tiene lugar en la música.”
Distingamos.
Hay placeres puramente intelectuales que son el resultado de los progresos que realiza y de las sorpresas que experimenta la inteligencia en la investigación científica, descubriendo las relaciones y enlace de unas verdades con otras, de unos principios con otros, y claro está que esa clase de placeres solamente los produce el conocimiento intelectual, que es lo que sucede generalmente en el estudio de las ciencias. Pero tratando de las bellas artes, la cuestión cambia mucho de aspecto: en ellas el principal papel no lo desempeña la inteligencia, sino la sensibilidad, la imaginación, la fantasía. Una sonata de Beethoven no es un teorema de geometría.
Ahora bien: el objeto propio de la sensibilidad no es la verdad, no es un principio que haya que entender, es la belleza, es esta misma contemplación la fuente del deleite estético, de la emoción estética. Para gozar del aspecto de Las tres Gracias de Rubens no hay que saber mucho dibujo, ni mucha técnica de pintura. Por eso en las bellas artes para nada se habla de inteligencia en orden a la aprehensión de la belleza, sino de gusto estético. Los hombres más inteligentes en el sentido filosófico de la palabra, no suelen ser los más artistas, los de más depurado gusto estético.
Cierto que en la concepción artística también tiene su parte la inteligencia, coordinando los materiales que elabora la fantasía, aprisionando la inspiración dentro de los moldes y de las reglas de la técnica. Pero esta parte de la inteligencia es secundaria, como secundario y accesorio es en el arte el papel que desempeña la técnica, las reglas, el molde, la forma representativa. Lo esencial, lo primario es la inspiración, ese relámpago que en un momento dado ilumina el cerebro del artista, cristalizando luego en mármoles y bronces modelados, en lienzos encendidos de pinturas, en cantos de poetas, en sublimes creaciones musicales.
Eduardo Grieg en la música y Rubén Dario en poesía han sido justamente censurados como poco cuidadores de la forma; esto es sin embargo no ha empecido para que los autores de Peer Gynt y Sinfonía rosa hayan pasado a la historia como artistas inspirados. Existen, en cambio, obras de arte, admirablemente hechas como técnica pero cuyos autores, desprovistos de inspiración enteramente, han sido justamente condenados al olvido de las gentes. Es la afirmación, en el terreno del arte, de la supremacía natural de la fantasía que crea sobre el intelecto que modela.
Ahora bien: si secundario y accesorio es el papel de la inteligencia en la creación de la obra de arte, ¿cómo ha de serlo esencial en la reproducción del deleite, del goce, de la emoción estética?... De ninguna manera.
Volvemos a repetirlo: no es necesario saber música para gozar de la música. El maestro Falla lo dice terminantemente: “Error funesto es decir que hay que comprender la música para gozar de ella. La música no se hace, ni debe jamás hacerse para que se comprenda, sino para que se sienta.”
Si así fuese, habría que renunciar completamente a todas las pretensiones de educar el gusto artístico del pueblo. Pero afortunadamente no es así.
No negamos, no, que el placer puramente intelectual, secundario, que siempre resulta de la comprensión técnica, esté exclusivamente reservado para un grupo de iniciados. Pero lo que es el placer emotivo, primario, el que realiza la finalidad propia de la obra musical, ese es asequible a todo el mundo.
Con una condición: a condición de educar el gusto estético. Sucede con éste lo mismo exactamente que con el gusto material. Así como el sentido del gusto se estraga y casi se atrofia con la ingestión frecuente de manjares viles y groseros; y al revés, se refina cada día con la comida de viandas suculentas y exquisitas: de la misma manera esa aptitud natural que tiene el hombre para aprehender en los objetos la razón de la belleza (gusto estético), solo se afina y educa con el trato cotidiano de legítimas bellezas.
¿Se quiere, pues, elevar la cultura, refinar el gusto musical del pueblo? Es muy sencillo. Dadle buena música a todo pasto: ir regateándole cada día, hasta lograr su supresión de los conciertos, el género chabacano y callejero. Tal vez en los comienzos tendréis que luchar con resistencias. No importa. Es cuestión de tiempo y de paciencia.
Y también de método. De buenas a primeras no vais a debutar ante un público ignorante con Ravel y con Debussy. Iríais al fracaso. Como en todas las cosas es preciso caminar paso a paso, en profesión racional y ascendente. Hablo por experiencia propia (y conste que no me creo superior a los demás hombres.)
Por fin (debiera ser por principio), es este un problema y una cuestión de voluntad. Querer... eso es todo. Porque claro está que si el público se empeña en que nones, inútiles serán todos los esfuerzos; perdidos todos los afanes. Pero tampoco hay derecho a que ese público inculto se pueda dar el postín de tener cada verano una temporada oficial de conciertos.
No hay de qué...
Amigo Gil, ¿estoy tal vez miserablemente equivocado?
Creo que no.
G. S.
G. S.
CABELLOS LARGOS Y CABELLOS CORTOS
1 de Agosto de 1926. Número 529.
-
Amigo
Sesma: ¿Qué te parece la moda del cabello corto...?
-
Vaya
preguntita, mi querido: ¿Tú sabes en el compromiso que me pones? Esta vez me matan las mujeres.
Pero, en fin, como yo
alardeo de independencia y sangre fría, una vez puesto en el disparadero, voy a
decir, lisamente, lo que opino sobre el asunto.
Pues estimo, por de
pronto, que la mujer es muy dueña de componerse el cabello como le dé la real
gana. Corto o largo, con patillas o con tirabuzones, a la garçonne o a la Luis
XIII, teñido de oro como de color de tomate, lo mismo si se afeita el cogote,
totalmente, que si se deja una corona como un fraile capuchino, la mujer está
en el uso de su perfectísimo derecho...
A mi me hace mucha gracia
la postura de esos hombres que creen que las mujeres, para vestirse y
componerse, han de tomar antes de ellos el oportuno consejo. Señor mío, ¿acaso
nosotros les consultamos a ellas para partirnos la cara o depararnos la
perilla? Seamos razonables.
La mujer puede vestirse y
arreglarse como se le antoje. Claro está que semejante libertad, no puede ser
ilimitada. La condicionan, en primer término los postulados de la Moral. Ahora
que la Moral me resulta un artefacto tan elástico como las ligas de goma o la
piel de una lombriz...
Y en segundo, la colisión
con el derecho de un tercero. Porque una mujer casada estará –no lo niego– en
su derecho de arreglarse como quiera. Pero el marido ¿no tendrá también derecho
a que su señora no lo ponga en evidencia y en ridículo con cierta clase de
toilettes e indumentarias...?
Y en esta colisión de
derechos, cuál debe prevalecer...
Hace varias semanas, fue
muy comentado, en todas partes, la hazaña de un marido de Alicante que hablando
de vuelta a casa, que su señora se había cortado el pelo a la garçonne; le
afeitó bárbaramente por si mismo, absolutamente toda la cabeza. Por lo visto, al irascible esposo la sorpresa
le produjo el mismo efecto que si le hubieran puesto un sombrero con dos astas,
y no gastó más tiempo que agarrar seguidamente la navaja.
Si el hecho ocurre en un
país americano, no le arriendo las ganancias al marido. Denunciado aquí al
Juzgado, ¿qué hubieran fallado los Tribunales españoles…? Hubiera sido curioso
conocer esa sentencia.
Mas la cuestión del pelo
largo y pelo corto no es precisamente de libertad o de derecho. Se debate más bien en el terreno de la
Higiene y, sobre todo, en el terreno de la Estética.
En igualdad de
condiciones profilácticas, quiero decir, de cuidados de toilette, ¿es más
higiénica la melena vergonzante, el pelo cortado a la garçonne y el pescuezo
rasurado, que la larga y abundante cabellera...? Eso está por demostrarse
todavía.
Por de pronto, no faltan
ilustres médicos que han denunciado los peligros de las nucas afeitadas, los
cuales, como es lógico no existen para las que llevan el pelo largo.
Más no quiero insistir
sobre este punto, porque soy un profano en la materia.
De todas suertes –dirán
las cortas– lo que no puede negarse es que el cabello recortado es más cómodo
que el largo...
¡Ah! ¿sí...? Ya lo creo.
También a mi me sería más cómodo, en estas noches que tanto calor hacer, salir
al Espolón con taparrabos, y no embutido en el uniforme de artillero...
¡Vaya una gracia!
¿Desde cuando acá la
comodidad individual tiene la pretensión de ser norma suprema de conducta?
Más vengamos al aspecto
más importante el de la Estética.
¿Cuál de las dos formas
favorece más a la mujer: el pelo corto, o el largo, la melena o la cabellera?
En general, la cabellera.
Indiscutiblemente.
Un cabello largo y
abundante, bien peinado y arreglado, favorece, o al menos, no cae mal
absolutamente a ninguna. En cambio, el
pelo corto y la nuca rasurada, de cada mil mujeres, solo favorece a cinco. Las
otras novecientas noventa y cinco están horribles; como el hombre a quien
pelaran las cejas y le dejaran medio bigote y media barba.
Hay para reír un rato
largo con la visión pintoresca de tantos esperpentos capitales como desfilan
actualmente por las calles...
Muchas voces, al ver
elegantes bustos desfigurados brutalmente por la navaja y las tijeras, pienso,
con cierta amargura, si las mujeres del día no habían perdido totalmente la cabeza...
Queridas mías: andáis muy
equivocadas.
El hombre, en general, ha
preferido, prefiere y preferirá siempre el pelo largo.
Porque es más bello.
Porque es más femenino.
Una larga y abundante
cabellera ha sido, es y será siempre el adorno más hermoso de la mujer.
La mujer ideal, la mujer
tipo de belleza –la Venus de Milo, la Concepción de Murillo, la Gioconda de
Vinci, la Magdalena de Guido Reni... ha sido vista por los artistas de todas
épocas, con el triunfo rutilante de espléndida cabellera.
Cuando la diosa de la
hermosura se presenta disfrazada a Eneas en el libro I de la Eneida Virgille,
no la describe con el pelo recortado a la garçonne, sino lanzando a los vientos
su brillante cabellera.
Namque humeris de
(...) habilere suspenderat arcun
“Venastrix, dederatque coman diffrudere ventis.-
(Versus
322-23)
Carmen, Lola, María
Teresa, que todavía os atrevéis a lucir públicamente vuestras trenzas, vuestros
tirabuzones, vuestras roscas no claudiquéis en modo alguno con la moda.
Sois las representantes
del clasicismo estético femenino.
1 de Agosto de 1926. Número 529.
-
Amigo
Sesma: ¿Qué te parece la moda del cabello corto...?
-
Vaya
preguntita, mi querido: ¿Tú sabes en el compromiso que me pones? Esta vez me matan las mujeres.
Pero, en fin, como yo
alardeo de independencia y sangre fría, una vez puesto en el disparadero, voy a
decir, lisamente, lo que opino sobre el asunto.
Pues estimo, por de
pronto, que la mujer es muy dueña de componerse el cabello como le dé la real
gana. Corto o largo, con patillas o con tirabuzones, a la garçonne o a la Luis
XIII, teñido de oro como de color de tomate, lo mismo si se afeita el cogote,
totalmente, que si se deja una corona como un fraile capuchino, la mujer está
en el uso de su perfectísimo derecho...
A mi me hace mucha gracia
la postura de esos hombres que creen que las mujeres, para vestirse y
componerse, han de tomar antes de ellos el oportuno consejo. Señor mío, ¿acaso
nosotros les consultamos a ellas para partirnos la cara o depararnos la
perilla? Seamos razonables.
La mujer puede vestirse y
arreglarse como se le antoje. Claro está que semejante libertad, no puede ser
ilimitada. La condicionan, en primer término los postulados de la Moral. Ahora
que la Moral me resulta un artefacto tan elástico como las ligas de goma o la
piel de una lombriz...
Y en segundo, la colisión
con el derecho de un tercero. Porque una mujer casada estará –no lo niego– en
su derecho de arreglarse como quiera. Pero el marido ¿no tendrá también derecho
a que su señora no lo ponga en evidencia y en ridículo con cierta clase de
toilettes e indumentarias...?
Y en esta colisión de
derechos, cuál debe prevalecer...
Hace varias semanas, fue
muy comentado, en todas partes, la hazaña de un marido de Alicante que hablando
de vuelta a casa, que su señora se había cortado el pelo a la garçonne; le
afeitó bárbaramente por si mismo, absolutamente toda la cabeza. Por lo visto, al irascible esposo la sorpresa
le produjo el mismo efecto que si le hubieran puesto un sombrero con dos astas,
y no gastó más tiempo que agarrar seguidamente la navaja.
Si el hecho ocurre en un
país americano, no le arriendo las ganancias al marido. Denunciado aquí al
Juzgado, ¿qué hubieran fallado los Tribunales españoles…? Hubiera sido curioso
conocer esa sentencia.
Mas la cuestión del pelo
largo y pelo corto no es precisamente de libertad o de derecho. Se debate más bien en el terreno de la
Higiene y, sobre todo, en el terreno de la Estética.
En igualdad de
condiciones profilácticas, quiero decir, de cuidados de toilette, ¿es más
higiénica la melena vergonzante, el pelo cortado a la garçonne y el pescuezo
rasurado, que la larga y abundante cabellera...? Eso está por demostrarse
todavía.
Por de pronto, no faltan
ilustres médicos que han denunciado los peligros de las nucas afeitadas, los
cuales, como es lógico no existen para las que llevan el pelo largo.
Más no quiero insistir
sobre este punto, porque soy un profano en la materia.
De todas suertes –dirán
las cortas– lo que no puede negarse es que el cabello recortado es más cómodo
que el largo...
¡Ah! ¿sí...? Ya lo creo.
También a mi me sería más cómodo, en estas noches que tanto calor hacer, salir
al Espolón con taparrabos, y no embutido en el uniforme de artillero...
¡Vaya una gracia!
¿Desde cuando acá la
comodidad individual tiene la pretensión de ser norma suprema de conducta?
Más vengamos al aspecto
más importante el de la Estética.
¿Cuál de las dos formas
favorece más a la mujer: el pelo corto, o el largo, la melena o la cabellera?
En general, la cabellera.
Indiscutiblemente.
Un cabello largo y
abundante, bien peinado y arreglado, favorece, o al menos, no cae mal
absolutamente a ninguna. En cambio, el
pelo corto y la nuca rasurada, de cada mil mujeres, solo favorece a cinco. Las
otras novecientas noventa y cinco están horribles; como el hombre a quien
pelaran las cejas y le dejaran medio bigote y media barba.
Hay para reír un rato
largo con la visión pintoresca de tantos esperpentos capitales como desfilan
actualmente por las calles...
Muchas voces, al ver
elegantes bustos desfigurados brutalmente por la navaja y las tijeras, pienso,
con cierta amargura, si las mujeres del día no habían perdido totalmente la cabeza...
Queridas mías: andáis muy
equivocadas.
El hombre, en general, ha
preferido, prefiere y preferirá siempre el pelo largo.
Porque es más bello.
Porque es más femenino.
Una larga y abundante
cabellera ha sido, es y será siempre el adorno más hermoso de la mujer.
La mujer ideal, la mujer
tipo de belleza –la Venus de Milo, la Concepción de Murillo, la Gioconda de
Vinci, la Magdalena de Guido Reni... ha sido vista por los artistas de todas
épocas, con el triunfo rutilante de espléndida cabellera.
Cuando la diosa de la
hermosura se presenta disfrazada a Eneas en el libro I de la Eneida Virgille,
no la describe con el pelo recortado a la garçonne, sino lanzando a los vientos
su brillante cabellera.
Namque humeris de
(...) habilere suspenderat arcun
“Venastrix, dederatque coman diffrudere ventis.-
(Versus
322-23)
Carmen, Lola, María
Teresa, que todavía os atrevéis a lucir públicamente vuestras trenzas, vuestros
tirabuzones, vuestras roscas no claudiquéis en modo alguno con la moda.
Sois las representantes
del clasicismo estético femenino.
EL HUMOR DE
DON PÍO
Nº
533, 29-08-1926, p. 2.
Hará unos quince meses,
por lo menos, que en “Heraldo de Aragón”
leí un artículo de Darío Pérez, titulado “La
piqueta de Baroja”, y unos cuatro, por lo mucho, que en la “La Voz” de Madrid, leí otro de Roberto
Castrovido, con el título de “Las cosas
de don Pío”. Ambos se referían al mismo asunto: la labor demoledora que, en
broma o en serio, está llevando a cabo en la novela, sobre todo, el ilustre
escritor vasco, don Pío Baroja.
Por cierto que ninguno de
los dos articulistas puede ser sospechoso de parcialidad contra don Pío; pues
los dos, como Baroja, son republicanos anticlericales, y su ideología tiene
otros muchos puntos de afinidad y de contacto.
Excitada mi curiosidad
por los artículos de referencia, quise corroborar por mí mismo sus asertos, y a
fe mía que la prueba me ha salido satisfactoria.
Ahora, la impresión
personal que he sacado es la de que a Baroja no se le debe considerar
precisamente como a un autor disolvente. Para un lector culto, consciente, don
Pío no demuele absolutamente nada. Regocija: eso es todo. Demasiado se
trasluce, a través de sus críticas acerbas, de sus terribles insultos, de sus
salidas de todo, el gesto irónico del humorista.
A mi la agresividad de don
Pío me resulta algo así como las rabietas de los chicos y de las mujeres. En
vez de molestarme, me divierten.
Yo opino que Baroja es un
buen hombre, que tiene un humor de los demonios y nada más. Lo que pasa es que
su humor lo canaliza de ordinario por la agresión satírica, y ésta molesta
naturalmente a los que se empeñan en tomarlo en serio.
Porque don Pío tiene la
manía pintoresca de meterse desaforadamente con todo bicho viviente. Artistas,
sabios, políticos, industriales, costumbres, instituciones, la aristocracia, la
democracia, la religión, la ciencia, todo es objeto de burla para el humorista
vasco.
Don Pío no perdona a
nada, ni a nadie. Es implacable. Ni en el cielo, ni en la tierra, ni en los
infiernos deja títere con cabeza. Bagaria, el genial caricaturista, le dijo un
día a Baroja: “El porvenir de usted es el
aeroplano. Tendría usted que andar por el aire, preguntándose para bajar a
tierra. ¿Donde habrá un sitio por ahí del que yo no haya hablado mal?”
Por meterse, se ha metido
hasta con el santo Cristo de Limpias del que escribe, con volteriana
socarronería, que no sólo mueve los ojos, sino hasta bailará el tango argentino
si les conviene a los curas.
Cabalmente, este punto
del anticlericalismo, es una de las cosas que parece tomar en serio el novelista
vascongado, pues no pierde coyuntura para alardear de heterodoxia.
Don Pío halla motivos de
burla hasta en la muerte. A este propósito, nos cuenta, entre otras anécdotas,
que, cuando mataron en Madrid a Canalejas, un vendedor de periódicos le decía a
otro: “¿Eh, tú, ninchi, han sacado el
fiambre?”, y la gente reía.
Don Pío las suele tomar
principalmente con las celebridades de todas épocas. A los hombres más ilustres
los maltrata despiadadamente. Pereda le parece un señor ramplón y vulgar.
Balzac es un almanaquegothista. Diógenes el Cínico, un chusco que trabaja para
la galería. Juan Pablo Richter, una especie de paquidermo cabriolero y
científico. Núñez de Arce le parece hueco y enfático. Maetherlinck, un
chapucero espiritista. Rabelais es un hombre de mal gusto, cínico y amigo de
porquerías. Wells es un gran talento, pero sin gracia, desagradable y con unas
intenciones de enano. El arte de Thackeray le parece como esas estampas
inglesas saturadas de realidad, de mediocridad y antipatía. Hauptman y Inderman
le hacen un efecto repugnante. Blasco Ibáñez, no le interesa absolutamente
nada. Pedro Corominas es un pedante pesado cuyos pensamientos están como
nadando en grasa, Xenius, un snob sin gracia ni ligereza. El Zaratustra de Nietzsche
le parece de quincallería. El teatro de Echegaray le disgusta. La obra de
Benavente la refuta sepulcral. Heine es un petulante, Marcel Prévost, un pobre
hombre vulgar. Taine y Menéndez Pelayo son mezquinos y miopes. Cánovas es un
vacuo e infatuado. Prim se parece a un bandolero. Letamendi, como Unamuno, es
un juglar de la frase, un hombre de genio verbalista. Gabriel Alomar no escribe
más que brillantes flatulencias. Campoamor era un buen hombre que componía
versitos de pastelería...
Y así va maltratando a
todo el mundo.
Bueno: pues, cuando se
mete a censurarse a los pueblos, tampoco se anda con chiquitas. De sus mismos
paisanos, los vascos, nos dice que son cerriles, incultos, hipócritas, como
pueblos dominados por beatas y por clérigos. En Guipúzcoa –añade– hay más bajeza
que en los demás pueblos de España.
Pues ¿y cuando se mete
con las clases? Contra la burguesía arremete de una manera despiadada.
Políticos, abogados, periodistas, comerciantes, burócratas... ¡cómo los pone!
En mi vida he leído una
sátira más sangrienta que la balada de los buenos burgueses de La caverna del humorismo. En el mismo
libro dice que, en una sociedad bien organizada, don Jaime de Borbón, el duque
de Alba y el conde de Romanones se cepillarían sus botas con su cepillito y su
salivita, y añade: “Respecto a esos
chulitos de la aristocracia española, y de esas estúpidas vacas grasientas que
los acompañan en su automóvil, y que no sirve más que para hacer estiércol, si
fuera un tirano, a los unos, les mandaría a picar piedra en la carretera, y a las
otras, al lavadero.”
(Me figuro que Baroja no
tendrá muchos lectores entre duquesitos y marquesas).
Nos haríamos
interminables, si fuéramos a sacar a colación todas las infinitas humoradas que
ha estampado Baroja en sus obras.
Para concluir, solo me resta
hacer constar que, en medio de todo, a mi el humor de don Pío, francamente, se
me hace simpático.
Y no precisamente, bajo
el aspecto extrínseco de la maledicencia, de echar pestes de todo el mundo –lo
que siempre acarrea sus disgustos-, sino bajo el intrínseco de estado de
conciencia, como postura espiritual, escéptica y burlona, enfrente de la gran
farsa mundana.
A
la vida y a los hombres hay que tomarlos a guasa. ¿Cómo tomar en serio la
imbecilidad humana? Sería para morirse. Demócrito fue el más sagaz de los
filósofos. Lo más práctico es la carcajada. Con esto y con lo estrictamente
indispensable de tolerancia externa, para guardar correctamente las
apariencias, se marcha divinamente.
Lo mejor es conducirse,
como lo haríamos, llegado el caso, ante una procesión religiosa de fetiches:
descubrirse solemnemente, si era preciso
y reírse y despreciar interiormente a los sagrados monigotes...
Los fetiches humanos, los
diosecillos de carne y hueso son más ridículos y despreciables, que los
idolejos de barro o de madera...
APRECIACIONES
La Clase alta y la clase baja
A mi buen amigo, don Críspulo Pueyo
El
Porvenir Agrícola. Domingo, 6 de septiembre de 1925.
Acabo de enterarme de un suceso que me ha causado
indignación profunda. En el pueblo X las niñas y niños “bien” de la localidad
organizaron una excursión a un lugar de veraneo. Entre las excursionistas,
destacábase una linda forasterita, de Bilbao, de familia humilde, pero más
bella, más fina y elegante que todas las otras burguesitas juntas. (La
elegancia no consiste en la riqueza y esplendor de los vestidos, de la toilette
o de las joyas. Si así fuese, muchos animales domésticos serían más elegantes
que muchas damas distinguidas. El cabello Incitato de Caligula hubiera sido más
elegante que todas las elegantes de Roma.) Por cierto que algunos veraneantes
se quejaron del proceder de aquellos niños. Pero este detalle no nos interesa
ahora.
Lo irritante es este otro. Que acabada la excursión, uno de
aquellos sujetos se permitió protestar (aparte, naturalmente: ¡no faltaba más!)
contra la intrusión de la forasterita. (Conste que esta había sido previamente
invitada por tres excursionistas). Y por qué. ¿acaso porque no era una niña
decentísima, digna de alternar con las otras excursionistas?.. Pero ¿qué sabía
aquel pobrecillo de corrección y cortesía?.. No; nada de esto. Protestó
sencillamente (¡pásmense ustedes!) porque la linda forastera ¡¡pertenecía a la
clase baja!!
Vamos, hombre; hay que reír...
No es sólo en el pueblo X donde de dan estos casos. En casi
todos los pueblos –y también en las poblaciones– hay una fauna grotesca de
niñas y niños tontos que, por el hecho de que sus papás han sabido conquistarse
una posición acomodada, se creen pertenecer a una casta superior: una casta que
monopoliza la elegancia, la distinción, el buen gusto, hasta el sentido común,
y que por lo mismo denominase a sí misma “la clase alta”.
Son, en una palabra, los señoritos de la localidad, los
cuales no pueden hacer a los humildes el honor (¡) de rozarse con ellos, sin
rebajar su dignidad...
Pertenece generalmente esta
gentecilla a la especie pintoresca de los llamados “nuevos ricos”, ciudadanos
sin educación y sin cultura, que, al amparo de una fortuna improvisada, han
saltado al chalet desde el establo, cuidándose de renovarse exteriormente, sin
acordarse de aristrocratizar el interior. Como leía días atrás en Joaquín
Belda, “son hombres de la montaña que han bajado al llano de las ciudades
civilizadas, vestidos de pieles y asomando el rabo por debajo de la zamarra.”
A estos ridículos es preciso demostrarles que no es el
dinero, ni mucho menos, lo que diferencia a las clases alta y baja, y que se
puede pertenecer perfectamente a la segunda con una gran cuenta corriente en el
Hispano Americano.
La altura y la bajeza de un hombre, su superioridad e
inferioridad no son algo extrínseco, no depende de algo externo, sino de algo
muy intimo, de lo que le constituye como ser racional y le diferencia de los
animales: del espiritual, algo que depende de la voluntad, de la inteligencia,
de la sensibilidad, no del cuerpo, y menos todavía del dinero, de los trajes,
de los coches, ni del aparato externo. El hombre superior es el que se
distingue de los demás por su cultura intelectual, por su bondad moral, por su
delicadeza sentimental. Los santos, los artistas, los sabios: he aquí la clase
más alta de la sociedad. Y en tanto que nos acercamos a este ideal, o nos
alejamos de él, en tanto que elevamos nuestro espíritu por la educación moral,
intelectual, estética, o lo degradamos por la ignorancia o malas obras,
pertenecemos a la clase alta o descendemos a la baja. Diógenes el Cínico,
viviendo en una tinaja, fue infinitamente superior a casi todos los emperadores
romanos con su lujo deslumbrante y sus soberbios palacios. Esta es la verdad.
Por eso, cuando yo paso junto a ciertos individuos
adinerados, cuando me toca alternar con esa fauna de señoritos groseros y
embrutecidos, una profunda compasión invade todo mi ser. ¡Pobrecitos! Se creen
unos seres superiores, y no se dan cuenta de que pertenecen a la categoría más
ínfima de la clase baja. Los compadezco, sí: se creen los árbitros de la
felicidad, porque tienen unos cientos de papeles guardados en una caja de
caudales, y son del todo impotentes para gozar, escuchando una sonata de
Beethoven, demostrando una tésis filosófica o admirando un encaje de piedra en
un monumento gótico...
Decía Angel Ganivet: En España no hay más que dos orgullos:
el aristocrático y el militar. (Hoy el aristocrático ha sido sustituido por el
burgués, la altanería del dinero).
Y añadía: Hasta que no tengamos el orgullo intelectual, no
comenzará el resurgimiento de la patria...
El
Porvenir Agrícola. Domingo, 6 de septiembre de 1925.
Acabo de enterarme de un suceso que me ha causado
indignación profunda. En el pueblo X las niñas y niños “bien” de la localidad
organizaron una excursión a un lugar de veraneo. Entre las excursionistas,
destacábase una linda forasterita, de Bilbao, de familia humilde, pero más
bella, más fina y elegante que todas las otras burguesitas juntas. (La
elegancia no consiste en la riqueza y esplendor de los vestidos, de la toilette
o de las joyas. Si así fuese, muchos animales domésticos serían más elegantes
que muchas damas distinguidas. El cabello Incitato de Caligula hubiera sido más
elegante que todas las elegantes de Roma.) Por cierto que algunos veraneantes
se quejaron del proceder de aquellos niños. Pero este detalle no nos interesa
ahora.
Lo irritante es este otro. Que acabada la excursión, uno de
aquellos sujetos se permitió protestar (aparte, naturalmente: ¡no faltaba más!)
contra la intrusión de la forasterita. (Conste que esta había sido previamente
invitada por tres excursionistas). Y por qué. ¿acaso porque no era una niña
decentísima, digna de alternar con las otras excursionistas?.. Pero ¿qué sabía
aquel pobrecillo de corrección y cortesía?.. No; nada de esto. Protestó
sencillamente (¡pásmense ustedes!) porque la linda forastera ¡¡pertenecía a la
clase baja!!
Vamos, hombre; hay que reír...
No es sólo en el pueblo X donde de dan estos casos. En casi
todos los pueblos –y también en las poblaciones– hay una fauna grotesca de
niñas y niños tontos que, por el hecho de que sus papás han sabido conquistarse
una posición acomodada, se creen pertenecer a una casta superior: una casta que
monopoliza la elegancia, la distinción, el buen gusto, hasta el sentido común,
y que por lo mismo denominase a sí misma “la clase alta”.
Son, en una palabra, los señoritos de la localidad, los
cuales no pueden hacer a los humildes el honor (¡) de rozarse con ellos, sin
rebajar su dignidad...
Pertenece generalmente esta
gentecilla a la especie pintoresca de los llamados “nuevos ricos”, ciudadanos
sin educación y sin cultura, que, al amparo de una fortuna improvisada, han
saltado al chalet desde el establo, cuidándose de renovarse exteriormente, sin
acordarse de aristrocratizar el interior. Como leía días atrás en Joaquín
Belda, “son hombres de la montaña que han bajado al llano de las ciudades
civilizadas, vestidos de pieles y asomando el rabo por debajo de la zamarra.”
A estos ridículos es preciso demostrarles que no es el
dinero, ni mucho menos, lo que diferencia a las clases alta y baja, y que se
puede pertenecer perfectamente a la segunda con una gran cuenta corriente en el
Hispano Americano.
La altura y la bajeza de un hombre, su superioridad e
inferioridad no son algo extrínseco, no depende de algo externo, sino de algo
muy intimo, de lo que le constituye como ser racional y le diferencia de los
animales: del espiritual, algo que depende de la voluntad, de la inteligencia,
de la sensibilidad, no del cuerpo, y menos todavía del dinero, de los trajes,
de los coches, ni del aparato externo. El hombre superior es el que se
distingue de los demás por su cultura intelectual, por su bondad moral, por su
delicadeza sentimental. Los santos, los artistas, los sabios: he aquí la clase
más alta de la sociedad. Y en tanto que nos acercamos a este ideal, o nos
alejamos de él, en tanto que elevamos nuestro espíritu por la educación moral,
intelectual, estética, o lo degradamos por la ignorancia o malas obras,
pertenecemos a la clase alta o descendemos a la baja. Diógenes el Cínico,
viviendo en una tinaja, fue infinitamente superior a casi todos los emperadores
romanos con su lujo deslumbrante y sus soberbios palacios. Esta es la verdad.
Por eso, cuando yo paso junto a ciertos individuos
adinerados, cuando me toca alternar con esa fauna de señoritos groseros y
embrutecidos, una profunda compasión invade todo mi ser. ¡Pobrecitos! Se creen
unos seres superiores, y no se dan cuenta de que pertenecen a la categoría más
ínfima de la clase baja. Los compadezco, sí: se creen los árbitros de la
felicidad, porque tienen unos cientos de papeles guardados en una caja de
caudales, y son del todo impotentes para gozar, escuchando una sonata de
Beethoven, demostrando una tésis filosófica o admirando un encaje de piedra en
un monumento gótico...
Decía Angel Ganivet: En España no hay más que dos orgullos:
el aristocrático y el militar. (Hoy el aristocrático ha sido sustituido por el
burgués, la altanería del dinero).
Y añadía: Hasta que no tengamos el orgullo intelectual, no
comenzará el resurgimiento de la patria...
LA MENDICIDAD
INFANTIL
12081.
Domingo, 15 de agosto de 1926
La mendicidad de los niños es vergüenza y
oprobio de España.
G. Martínez
Sierra, Feminismo, p. 111.
Paseando ayer tarde por Vara de Rey, un pobre niño harapiento, sucio, escuálido, enfermizo,
como de unos cinco años, me salió al paso en la acera, pidiéndome con
insistencia una limosna. La vista de
aquel mísero alfeñique, la humildad de su tono suplicante, eran como para
excitar la compasión del corazón más duro.
Y en efecto, me compadecí del pobre niño; pero... no le di un
céntimo. Así. Tuve el valor suficiente
para triunfar de la tentación de echarme mano al bolsillo y darle una perra
chica. Fue un rasgo de caridad y buen sentido. Me jacto de él.
-
¡Cómo...! ¿Un
rasgo de caridad no desprenderse de cinco céntimos para socorrer a un niño
hambriento..?
Sí, terminantemente, sí.
Cuando en la calle se os acerque un niño, pidiendo una
limosna “por amor de Dios” yo os pido que, por amor de Dios, no se la deis.
¡Aunque la vista del infeliz os parta el alma, aunque tengáis que cerrar los
ojos o volver la cara para no caer en la tentación de alargarle una moneda! Por
caridad, no se la deis.
Eso sí: despedidlo siempre con suavidad y
ternura. No le socorráis; pero no le
maltratéis. No uséis de los modales de
bandido con que, sin duda para hacer gracia – una gracia de caníbal – a las
señoritas que acompañaba vi tratar poco ha, en el Espolón, a un infantil
mendigo por uno de esos repulsivos niños pera, a quien, con mucho gusto,
hubiera hundido mi sable en su cabeza...
¿Creéis que el inocente retoño de un gitano es menos
respetable que el vástago de un rey...? Pues no lo es.
Lo repito: no deis limosna a los niños: no deis nunca
limosna de dinero a niño alguno, porque los niños que piden limosna son víctima
generalmente de la más inicua de las explotaciones, y dándoles unos céntimos,
aumentáis el provecho de quienes los explotan y os hacéis cómplices del
repugnante crimen que con ellos se está cometiendo...
Esas pobres criaturas, arrojadas al arroyo entre
harapos y miserias, a implorar la caridad del transeunte, no os tienden sus
inocentes manecitas para que remediéis sus propias hambres o sus fríos. Lejos, a cubierto de los ardores del estío y
las heladas del invierno, escondido como un chacal en su guarida, está el
vampiro que se come esas limosnas, el alquilador infame, el vagabundo criminal
y presidiable que los esquilma y los degrada...
Porque la inmensa mayoría de estos niños no son hijos
obedientes y sumisos que salen a pediros cordialmente el trozo de pan bendito que ha de matar el hambre de sus
padres impedidos y sus famélicos hermanitos... ¡Oh, si así fuese, sería un
crimen el negárselo!
Pero no; la mayor parte de las veces no es así. Son criaturas ajenas, alquiladas, robadas a
sus familias por hampones sin conciencia, húngaros, gitanos, haraganes
errabundos que no quieren trabajar y que prefieren explotar inicuamente la
horrible industria de la mendicidad infantil.
Cuando, a la noche, se presenten esos pequeños Cristos
hambrientos, fatigados, doloridos, a la vista de sus verdugos, si han tenido la
suerte de recoger durante el día las monedas que les señalaran de antemano,
recibirán por tal recompensa algún mendrugo de pan encanecido y un pedazo de
saco destrozado para dormir sobre el estiércol...
¡Quién sabe si aún en el sueño encontrarán reposo!
¡Quién sabe si, a media noche el criminal que los explota, cuando vuelva de la
taberna babeando de borracho, no turbará su sueño todavía, despertándolos
brutalmente a pescozones y a blasfemias...!
¡Oh, lectores míos, estas no son fantasías, sino
tragedias palpitantes y vivientes!
Los martirios a que se somete a esos infelices,
rebasan la delincuencia y la brutalidad ordinarias. Yo he visto, en noche helada de enero, a uno
de esos pobrecitos acurrucados en el quicio de una puerta, con el frío en sus
huesos, el hambre en su estómago, la fiebre en su frente, la desesperación en
su alma, llorar amargamente, aterrado por la idea de presentarse a su verdugo
sin un céntimo..
¡Qué espectáculos más desgarradores y terribles!
¡Desdichadas criaturas, entregadas a los instintos
criminales de vividores avarientos y desalmados: sois los seres más
desgraciados de la tierra!
¡Y yo os rehuso todavía, os niego la perra chica que
malgasto en cualquier cosa...!
Por caridad, lectores míos, no deis un céntimo a los
niños mendicantes.
¿Queréis socorrer cristianamente a una de esas
criaturas? Es muy fácil. Si tiene hambre y estáis cerca de una panadería,
hacedla entrar a ella, compradle un panecillo y que se lo coma en vuestra
presencia. Así habréis dado de comer al
hambriento.
Si la veis rota y sucia, cogedla con valor de vuestra
mano, llevadla a vuestra casa, lavadla y dadle abrigo. De esta suerte habréis
vestido al desnudo.
Pero no le deis un céntimo. Nunca jamás.
Con esa calderilla repartida neciamente y otra poca
añadida con cordura, podéis remediar, cada semana o cada mes, una desgracia
cierta, que nunca ha de faltar a vuestro lado.
Favoreced las instituciones de Beneficiencia, las
Conferencias de San Vicente de Paúl, el Pan de los pobres, la gota de Leche, la
Cantina escolar y otras análogas.
Mas no deis una perra chica al pobre niño que mendiga
por las calles.
La mendicidad infantil es, de ordinario, un negocio de
bandidos. ¡Arruinadlo con la caridad bien entendida!
Es además un delito - ¡delito horrendo! – de lesa
Humanidad.
El niño que hoy vaya por las calles, demandando una
limosna, sin acudir a una escuela, sin aprender un oficio, sin recibir noción
alguna de Moral, de Religión, de elemental Cultura, abierta su alma solamente a
la canallería del arroyo, si mañana, por su desgracia llega a hombre, será, no
lo dudéis, un ser inútil, peligroso, y de seguro, fatalmente, criminal.
Ya lo dijo elocuentemente Víctor Hugo: “El crimen del
hombre empieza en la vagancia del niño...”
ESAS
ROMÁNTICAS RIÑAS...
5
de junio de 1927, p. 3. Nº 23
¿Será verdad lo que allí, en el acto II de aquella
comedia de Oscar Wilde “La importancia de
llamarse Ernesto”, asegura Cecilia a Archivaldo? Lo afirma categóricamente
una mujer, que, en cuestiones de sentimiento y de corazón, siempre ha
profundizado más que el hombre. He aquí sus palabras: ¿Usted no sabe que no puede haber relaciones
formales sin una riña por lo menos?
Sería cosa de abrir una encuesta entre los casados
(que naturalmente en otro tiempo serían novios formales) a ver si resultaba
confirmada una afirmación tan absoluta. Porque ¿no habrá habido pareja que haya
ido a la vicaría, sin haberse separado de su noviazgo; quiero decir, sin haber
llegado nunca a una ruptura?
Creo que sí.
Sin embargo, Oscar Wilde está en lo cierto; porque lo
corriente, lo general es eso: que una pareja de enamorados rompan sus
relaciones, antes de casarse, una vez al menos.
Ese par de tortolitos que habéis visto durante
semanas, durante meses, o quizás años, en las calles, en los espectáculos, en
los paseos (novios que no se ven nunca por sitios públicos, visibles... ¡hum!
¡zape!), en la penumbra de los portales, siempre juntos, tan acaramelados y tan
risueños, de la noche a la mañana, los encontráis a cada uno por su lado,
negándose, al pasar, hasta el saludo...¿Qué ha sucedido?
Un filósofo de la bagatela a lo Simmel u Ortega y
Gasset explicaría tal vez este fenómeno
por el choque fatal, inevitable de los elementos divergentes, de oposición, que
existen siempre entre los amantes de intensificar y purificar su afecto,
sometiéndolo a la dura prueba de la incomunicación y del alejamiento.
Con todo, las causas inmediatas son más simples. Este
mozo enamorado riñó con su guapa novia porque la vio flirtear con otro joven, o
se fue sin su permiso a un baile, o le contaron algún cuento de su vida, o se
negó a darle gusto en un capricho, o vaya usted a saber por qué minucia...
Y lo mismo exactamente se portan ellas: con cualquier
motivo, o sin motivo ninguno, lo manda a uno a paseo, y tan tranquilas.
Digo, tan tranquilas, no. Las muchachas que rompen con
su novio, no se quedan de momento tan tranquilas, aun cuando se hayan quitado
de delante a un ente que las aburría y lo detestaban. Porque la mayoría de los
individuos del sexo feo suelen tener una feisima costumbre que los acredita de
perfectos miserables; y es la de jugar, de la manera más innoble, con la buena
fama de las mujeres con que han andado.
Sea por balandronería –la mayor parte de las veces– o
por malicia –las menos-, hay una caterva de ridículos don Juanes que alardean
por sistema de haber recibido los favores más espléndidos de todas las mujeres
con las que han tenido relaciones:
-
“¡Oh” la
fulanita! ¡La menganita!... Yo... esto, yo aquello...”
-
A semejantes
tipejos vale decirles: “De modo que usted ha recibido de fulanita los favores
que nos cuenta, y ahora en pago, la difama... Pues usted es un bandido. Si es
cierto lo que asegura, lo menos que le exigía la honradez es el silencio...”
Así que las mujeres que rompen con un hombre, nunca se
quedan tranquilas. La fama de hombre no sufre mengua por las habladurías de una
muchacha desdeñada; pero la honra de la mujer se empaña fácilmente con el
aliento de un amante despechado.
Esa tranquilidad relativa solo llega, pasado algún
tiempo, cuando la riña es la disolución natural de un vínculo amistoso en el
que no entraba para nada el corazón. Mas cuando éste se interesa en su
mantenimiento, la riña no marca nunca la entrada en un periodo de calma
espiritual, sino de angustia y de zozobra. Porque entonces los amantes se dan
cuenta del vacío que ha dejado en sus respectivos corazones la persona amada, y
comienza esa lucha titánica entre el amor y el orgullo, en la que aquel, cuando
es fuerte y es sincero, triunfa afortunadamente casi siempre.
Casi siempre
digo, y este es el gran peligro de esa romántica riña: que así como
sirven de ordinario para avivar y fortificar el afecto entre los amantes,
también sirven algunas veces para destruirlo completamente...
¡Qué no es raro que el amante despedido de mentiricas,
en un momento de obcecación estúpida, y que acaso se retiró con el corazón
chorreando sangre; recobrada ya la cala, se erija en juez del ser amado y acabe
por firmar con sangre fría la sentencia de muerte de su amor...
El Caballero X
PATERNIDAD Y
DELINCUENCIA
Nº 24, El Caballero X., 12 de junio de 1927, p. 2
La lectura de una hermosa
novela del gran vate francés, Teodoro de Banville, me ha sugerido unas cuantas
ideas que no quiero dejar de consignarlas. Titúlase Mineta, que es el nombre de
la protagonista de la novela, y su argumento puede resumirse en estas tres
palabras: la delincuencia patria.
Porque Mineta no es ni
más ni menos que eso: una víctima de esa delincuencia; una criaturita angelical
que viene al mundo ostentando en sus miembros tiernecitos el tatuaje de la
degeneración y que sucumbe prematuramente, purificada por el fuego de todos los
sufrimientos.
No es común, gracias a
Dios, al menos en las sociedades civilizadas, encontrar padres tan brutales,
tan desnaturalizados como los de Mineta. Los monstruos siempre son una excepción.
Sin embargo, los delitos que ellos comenten, los presenciamos aisladamente
todos los días.
La delincuencia patria,
la que no tiene más sanción que la del Código moral, es tan corriente y extensa
como la definitiva por la del Código penal.
Empieza muchas veces en
el mismo augusto hecho de la paternidad. En efecto, ¿cómo calificar a quien
engendra hijos a sabiendas de que han de ser unos seres desgraciados, o porque
han de nacer, como la infeliz Mineta, con el estigma físico de la degeneración,
o con el moral de la ilegitimidad legal, social..? Pues estos crímenes son el
pan nuestro de cada día. Y los padres que los cometen, andan por esos mundos
tan tranquilos, amparados en una legislación inicua que prohíbe la
investigación de la paternidad y no reconoce el delito eugenésico, o atentado
contra la especia humana. Si quitar la honra a otro es un delito, ¿no va a
serlo deshornarla desde la cuna...? Si es un crimen atentar contra la vida de
un ciudadano, ¿no ha de serlo trasmitirle por la concepción un morbo mortal...?
Después de estos primeros
atentados: vienen los que se perpetran en la crianza y educación. ¡Y que
variedad de tipos delincuentes sobre estos puntos! Los padres ignorantes que
privan a sus hijos de toda formación intelectual y ética; los padres
explotadores que los toman prematura, brutalmente como instrumentos de
producción; los despreocupados que, al contrario, no se cuidan de que sus hijos
aprendan un oficio o profesión honrosa con que ganarse la vida y ser útiles a
su país; los corruptores que con su ejemplo u omisión, activa o pasivamente,
forman hijos corrompidos, futura carne de presidio u hospital; en fin... ¿quién
será capaz de enumerar los crímenes que se cubren piadosamente con el manto de
la patria potestad...?
Mas la delincuencia paternal
aún no ha concluido con la educación: todavía tiene que cristalizar en los tres
principales acontecimientos de la vida: la elección de profesión, la elección
de estado y la elección afectiva: los tres actos fundamentales que marcan la
dirección integral de una existencia: ¿Cuántos padres estudian, respetan y
encauzan las aficiones naturales de sus hijos...? Casi ninguno. El hijo o ha de
ser fraile o lechonero, prestamista o catedrático, labrador o zapatero, tomará
el oficio, el estado y la mujer que a su familia le dé la gana, y asunto
terminado. Si se resiste, se le reduce por la violencia. Se le amenaza con
desheredarlo, se le recluye en un correccional o se le rinde sencillamente a
latigazos... ¿No es ésta la más absurda de las tiranías?
¿Con qué derecho se irrogan los padres la faculta de
disponer a su antojo, no conforme a los dictados de la razón,, sino de su
egoísmo, del destino de sus hijos? ¿Quiénes son los padres para comprometer el
provenir, para contrariar la vocación, para disponer a su capricho del corazón
de sus hijos?
El hijo es dueño absoluto
de amar honradamente a quien quisiere, y de abrazar la profesión y el estado
que estimare más conformes con sus inclinaciones y su conciencia. Y toda
imposición de los padres en estos casos, es una usurpación y un atentado. Su
verdadero papel es entonces el de prudentes y desinteresados consejeros. Nada
más.
Aconsejar, sí,
perfectamente. Es su deber. Imponerse, nunca, a menos de un error evidentísimo.
De estos actos
transcendentales de la vida depende por lo común el porvenir dichoso o
desgraciado de un individuo. ¡Y qué! Un comerciante, aunque se halle investido
de la augusta dignidad de padre, ¿puede tener nunca derecho a imponernos una
manera de vida, o encaminarnos por una senda que a nosotros nos parece
honradamente de la infelicidad temporal y acaso eterna...?
El Caballero X
ESAS
ROMÁNTICAS RIÑAS...
5
de junio de 1927, p. 3. Nº 23
¿Será verdad lo que allí, en el acto II de aquella
comedia de Oscar Wilde “La importancia de
llamarse Ernesto”, asegura Cecilia a Archivaldo? Lo afirma categóricamente
una mujer, que, en cuestiones de sentimiento y de corazón, siempre ha
profundizado más que el hombre. He aquí sus palabras: ¿Usted no sabe que no puede haber relaciones
formales sin una riña por lo menos?
Sería cosa de abrir una encuesta entre los casados
(que naturalmente en otro tiempo serían novios formales) a ver si resultaba
confirmada una afirmación tan absoluta. Porque ¿no habrá habido pareja que haya
ido a la vicaría, sin haberse separado de su noviazgo; quiero decir, sin haber
llegado nunca a una ruptura?
Creo que sí.
Sin embargo, Oscar Wilde está en lo cierto; porque lo
corriente, lo general es eso: que una pareja de enamorados rompan sus
relaciones, antes de casarse, una vez al menos.
Ese par de tortolitos que habéis visto durante
semanas, durante meses, o quizás años, en las calles, en los espectáculos, en
los paseos (novios que no se ven nunca por sitios públicos, visibles... ¡hum!
¡zape!), en la penumbra de los portales, siempre juntos, tan acaramelados y tan
risueños, de la noche a la mañana, los encontráis a cada uno por su lado,
negándose, al pasar, hasta el saludo...¿Qué ha sucedido?
Un filósofo de la bagatela a lo Simmel u Ortega y
Gasset explicaría tal vez este fenómeno
por el choque fatal, inevitable de los elementos divergentes, de oposición, que
existen siempre entre los amantes de intensificar y purificar su afecto,
sometiéndolo a la dura prueba de la incomunicación y del alejamiento.
Con todo, las causas inmediatas son más simples. Este
mozo enamorado riñó con su guapa novia porque la vio flirtear con otro joven, o
se fue sin su permiso a un baile, o le contaron algún cuento de su vida, o se
negó a darle gusto en un capricho, o vaya usted a saber por qué minucia...
Y lo mismo exactamente se portan ellas: con cualquier
motivo, o sin motivo ninguno, lo manda a uno a paseo, y tan tranquilas.
Digo, tan tranquilas, no. Las muchachas que rompen con
su novio, no se quedan de momento tan tranquilas, aun cuando se hayan quitado
de delante a un ente que las aburría y lo detestaban. Porque la mayoría de los
individuos del sexo feo suelen tener una feisima costumbre que los acredita de
perfectos miserables; y es la de jugar, de la manera más innoble, con la buena
fama de las mujeres con que han andado.
Sea por balandronería –la mayor parte de las veces– o
por malicia –las menos-, hay una caterva de ridículos don Juanes que alardean
por sistema de haber recibido los favores más espléndidos de todas las mujeres
con las que han tenido relaciones:
-
“¡Oh” la
fulanita! ¡La menganita!... Yo... esto, yo aquello...”
-
A semejantes
tipejos vale decirles: “De modo que usted ha recibido de fulanita los favores
que nos cuenta, y ahora en pago, la difama... Pues usted es un bandido. Si es
cierto lo que asegura, lo menos que le exigía la honradez es el silencio...”
Así que las mujeres que rompen con un hombre, nunca se
quedan tranquilas. La fama de hombre no sufre mengua por las habladurías de una
muchacha desdeñada; pero la honra de la mujer se empaña fácilmente con el
aliento de un amante despechado.
Esa tranquilidad relativa solo llega, pasado algún
tiempo, cuando la riña es la disolución natural de un vínculo amistoso en el
que no entraba para nada el corazón. Mas cuando éste se interesa en su
mantenimiento, la riña no marca nunca la entrada en un periodo de calma
espiritual, sino de angustia y de zozobra. Porque entonces los amantes se dan
cuenta del vacío que ha dejado en sus respectivos corazones la persona amada, y
comienza esa lucha titánica entre el amor y el orgullo, en la que aquel, cuando
es fuerte y es sincero, triunfa afortunadamente casi siempre.
Casi siempre
digo, y este es el gran peligro de esa romántica riña: que así como
sirven de ordinario para avivar y fortificar el afecto entre los amantes,
también sirven algunas veces para destruirlo completamente...
¡Qué no es raro que el amante despedido de mentiricas,
en un momento de obcecación estúpida, y que acaso se retiró con el corazón
chorreando sangre; recobrada ya la cala, se erija en juez del ser amado y acabe
por firmar con sangre fría la sentencia de muerte de su amor...
El Caballero X
PATERNIDAD Y
DELINCUENCIA
Nº 24, El Caballero X., 12 de junio de 1927, p. 2
La lectura de una hermosa
novela del gran vate francés, Teodoro de Banville, me ha sugerido unas cuantas
ideas que no quiero dejar de consignarlas. Titúlase Mineta, que es el nombre de
la protagonista de la novela, y su argumento puede resumirse en estas tres
palabras: la delincuencia patria.
Porque Mineta no es ni
más ni menos que eso: una víctima de esa delincuencia; una criaturita angelical
que viene al mundo ostentando en sus miembros tiernecitos el tatuaje de la
degeneración y que sucumbe prematuramente, purificada por el fuego de todos los
sufrimientos.
No es común, gracias a
Dios, al menos en las sociedades civilizadas, encontrar padres tan brutales,
tan desnaturalizados como los de Mineta. Los monstruos siempre son una excepción.
Sin embargo, los delitos que ellos comenten, los presenciamos aisladamente
todos los días.
La delincuencia patria,
la que no tiene más sanción que la del Código moral, es tan corriente y extensa
como la definitiva por la del Código penal.
Empieza muchas veces en
el mismo augusto hecho de la paternidad. En efecto, ¿cómo calificar a quien
engendra hijos a sabiendas de que han de ser unos seres desgraciados, o porque
han de nacer, como la infeliz Mineta, con el estigma físico de la degeneración,
o con el moral de la ilegitimidad legal, social..? Pues estos crímenes son el
pan nuestro de cada día. Y los padres que los cometen, andan por esos mundos
tan tranquilos, amparados en una legislación inicua que prohíbe la
investigación de la paternidad y no reconoce el delito eugenésico, o atentado
contra la especia humana. Si quitar la honra a otro es un delito, ¿no va a
serlo deshornarla desde la cuna...? Si es un crimen atentar contra la vida de
un ciudadano, ¿no ha de serlo trasmitirle por la concepción un morbo mortal...?
Después de estos primeros
atentados: vienen los que se perpetran en la crianza y educación. ¡Y que
variedad de tipos delincuentes sobre estos puntos! Los padres ignorantes que
privan a sus hijos de toda formación intelectual y ética; los padres
explotadores que los toman prematura, brutalmente como instrumentos de
producción; los despreocupados que, al contrario, no se cuidan de que sus hijos
aprendan un oficio o profesión honrosa con que ganarse la vida y ser útiles a
su país; los corruptores que con su ejemplo u omisión, activa o pasivamente,
forman hijos corrompidos, futura carne de presidio u hospital; en fin... ¿quién
será capaz de enumerar los crímenes que se cubren piadosamente con el manto de
la patria potestad...?
Mas la delincuencia paternal
aún no ha concluido con la educación: todavía tiene que cristalizar en los tres
principales acontecimientos de la vida: la elección de profesión, la elección
de estado y la elección afectiva: los tres actos fundamentales que marcan la
dirección integral de una existencia: ¿Cuántos padres estudian, respetan y
encauzan las aficiones naturales de sus hijos...? Casi ninguno. El hijo o ha de
ser fraile o lechonero, prestamista o catedrático, labrador o zapatero, tomará
el oficio, el estado y la mujer que a su familia le dé la gana, y asunto
terminado. Si se resiste, se le reduce por la violencia. Se le amenaza con
desheredarlo, se le recluye en un correccional o se le rinde sencillamente a
latigazos... ¿No es ésta la más absurda de las tiranías?
¿Con qué derecho se irrogan los padres la faculta de
disponer a su antojo, no conforme a los dictados de la razón,, sino de su
egoísmo, del destino de sus hijos? ¿Quiénes son los padres para comprometer el
provenir, para contrariar la vocación, para disponer a su capricho del corazón
de sus hijos?
El hijo es dueño absoluto
de amar honradamente a quien quisiere, y de abrazar la profesión y el estado
que estimare más conformes con sus inclinaciones y su conciencia. Y toda
imposición de los padres en estos casos, es una usurpación y un atentado. Su
verdadero papel es entonces el de prudentes y desinteresados consejeros. Nada
más.
Aconsejar, sí,
perfectamente. Es su deber. Imponerse, nunca, a menos de un error evidentísimo.
De estos actos
transcendentales de la vida depende por lo común el porvenir dichoso o
desgraciado de un individuo. ¡Y qué! Un comerciante, aunque se halle investido
de la augusta dignidad de padre, ¿puede tener nunca derecho a imponernos una
manera de vida, o encaminarnos por una senda que a nosotros nos parece
honradamente de la infelicidad temporal y acaso eterna...?
El Caballero X
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